viernes, 27 de noviembre de 2009

El futuro de Europa y “tal vez, del mundo entero”

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El Patriarca de Moscú y de todas las Rusias, Kirill I, dirigiéndose directamente al Papa de Roma hace presente que para todos los cristianos están maduros los tiempos para una respuesta al desafío epocal ya en acto en el mundo: la secularización definitiva o la recuperación para la fe. El patriarca Kirill I, dotado de una profunda fe y determinación, en esta entrevista hace hincapié en que las dos iglesias, si obran concordemente, pueden constituir un baluarte contra las amenazas del relativismo y del ateísmo, del hedonismo y consumismo desenfrenados y de la difundida degradación moral.


La Iglesia ortodoxa rusa, con el nombramiento del sucesor de Alejo II ocurrido el 28 de enero de 2009, ha entrado en una nueva fase de las relaciones entre Moscú y el Vaticano. Esta entrevista, que constituirá el prefacio al libro “La Santa Russia”, revela como parecen decididamente superados los tiempos no tan lejanos de los acercamientos, tímidos y afectados por demasiadas sospechas, de Alejo II y Juan Pablo II. Además, después de las primeras señales que parecían testimoniar una posible aceleración en el proceso de reacercamiento entre las dos mayores iglesias cristianas separadas, el mismo Patriarca Kirill no vaciló en testimoniar la solidaridad con Roma por la sentencia de la Corte de Estrasburgo que condena la exposición de los símbolos religiosos. Debe recordarse, además, que el Papa Benedicto XVI, después de su nombramiento, había saludado al nuevo patriarca Kirill I (en el siglo, Vladimir Gundjaev, nacido en 1946 en Leningrado) asegurándole la “buena voluntad fraterna” en la común “esperanza inquebrantable que tenemos en Jesucristo”.


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¿Se puede afirmar que la Iglesia ortodoxa ha reconquistado el rol que tenía en la Rusia de los zares?


Sería más exacto decir que la actual situación de la Iglesia rusa no tiene precedentes ya que en toda su historia milenaria no podemos encontrar una analogía completa y absoluta. Es conocido que la Rus’ medieval se veía a sí misma como la “tercera Roma”, llamada a preservar la verdad de la ortodoxia después de que la “segunda Roma”, es decir el Imperio bizantino, había caido bajo los golpes de los cruzados y de las milicias del Islam. En aquel período del Medioevo ortodoxo ruso, el modelo natural de una disposición que armonizara las relaciones entre estado e iglesia fue reconocido en la “sinfonía” bizantina de los dos elementos, el principio secular y el espiritual. Esto no impedía que, entre los jefes espirituales y los seculares, surgiesen periódicamente disputas sobre la cuestión del primado, de que cosa fuera en definitiva más elevado a los ojos de Dios: el sacerdocio o el poder soberano.


De diatribas ideológicas de esta naturaleza derivaron algunas veces consecuencias dramáticas para éste o aquel exponente eclesiástico. Sin embargo, el reino moscovita continuó por mucho tiempo representando la única potencia ortodoxa en Europa mientras la Iglesia rusa encarnaba a los ojos del poder y del pueblo un organismo espiritual fuerte, autónomo y autorizado.


El equilibro en las relaciones entre estado e iglesia, así como estaba históricamente constituido, fue alterado bruscamente en 1721 por la reforma del zar Pedro I que abolió el patriarcado, en cuanto símbolo evidente, con su sola existencia, de la no subordinación de la Iglesia a los antojos de los gobernantes terrenos. De hecho, la Iglesia se convertía en un elemento de la máquina estatal.


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Luego llegó la Revolución de octubre…


Este estado de las cosas se mantuvo, con modificaciones irrelevantes, hasta el 18 de noviembre de 1917, cuando en el fragor de la artillería bolchevique que bombardeaba el Kremlin de Moscú, después de un intervalo de dos siglos fue libremente elegido el Patriarca de todas las Rusias Tichon, hoy en el número de los santos. Con la llegada al poder de los bolcheviques, que han sacado de la arena histórica tanto la monarquía como la idea republicana revelada efímera, la Iglesia rusa ha bebido hasta la última gota el cáliz del martirio, que ha superado con creces todo lo que sabemos de las persecuciones a los cristianos bajo Tiberio y Nerón. En esta época feroz, una enorme multitud de sacerdotes y de laicos ortodoxos ha testimoniado la fe en Cristo hasta dar la vida.


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¿Y actualmente?


Actualmente, la situación de las relaciones entre estado e iglesia puede ser definida casi óptima. Tales relaciones se apoyan en el firme fundamento del respeto mutuo, del reconocimiento de las respectivas esferas de responsabilidad, de la recíproca no injerencia en las prerrogativas naturales. No sólo en la Federación Rusa sino también en Bielorrusia, Ucrania, Moldavia y en los otros países de la Comunidad de los estados independientes y del Báltico, la Iglesia está separada del estado; esto no implica, de hecho, un rechazo a colaborar en el interés del pueblo, que para la gran mayoría está unido a la ortodoxia.


En la Rusia actual no son pocos los problemas sociales dolorosamente abiertos; su valoración encuentra concordes a iglesia y estado, y ambas partes trabajan en acuerdo para resolver los apremiantes problemas de la vida cotidiana del pueblo. De esto no deriva una estatización de la Iglesia o una “clericalización” del estado. En la nueva Rusia la gran mayoría de la población forma parte de la Iglesia ortodoxa rusa, la cual representa una porción significativa, respetada e influyente de la sociedad civil.


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Después de la caída del comunismo, ¿cómo ha cambiado la actitud de los creyentes hacia la religión?


En 1988, cuando festejamos el milenario del Bautismo de la Rus’, con sorpresa y espanto de los funcionarios soviéticos, la celebración de tipo histórico y oficial concebida por ellos desembocó en una manifestación libre, poderosa y sugestiva de la devoción del pueblo ruso a la religión de los padres, de la unión vital de todos a la herencia espiritual de la patria.


El período sucesivo de dos décadas ha sido para la Iglesia rusa el tiempo para recoger y consolidar las propias fuerzas interiores, retomando el lugar que legítimamente le correspondía en la vida del pueblo y de la sociedad. Cuando en los años ’90 se abrieron las perspectivas de un desarrollo libre de impedimentos, nuestra Iglesia se dedicó, con el apoyo de la sociedad, a restaurar las iglesias destruidas y profanadas, a erigir otras nuevas, a reorganizar la vida de las parroquias, a abrir monasterios, escuelas dominicales, seminarios y academias teológicas. Actualmente los expertos concuerdan en estimar que entre el 70 y el 80 por ciento de la población de Rusia declara el propio apego a la ortodoxia. Sin embargo, ciertamente no se puede decir que todos son creyentes practicantes. Estoy convencido de que la tarea más importante de la Iglesia actualmente es precisamente hacer que los que sólo son cristianos de nombre, lo sean de hecho, realmente.


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¿También los jóvenes?


Otro tema de la preocupación pastoral es la juventud, que hoy está sometida a la despiadada tentación de los falsos ideales del consumismo, del egoísmo social, de la realización del propio éxito a cualquier precio. Los jóvenes de Rusia son el futuro del país. Son ellos quienes tienen necesidad de recibir y hacer propio, como natural, el ideal de la vida cristiana, y de reconocer la motivación cristiana para cada opción que les espera como la mejor entre muchas posibilidades. Además de esto, la Iglesia ortodoxa presta la máxima atención y prodiga todo el compromiso posible en la esfera social, ocupándose de la asistencia a niños abandonados, ancianos, enfermos e indigentes, de la rehabilitación espiritual de quien quiere liberarse de la droga y el alcohol, de la ayuda a aquellos que conviven con el sida. Finalmente, nuestra preocupación constante es la tutela de la unidad de la Iglesia ya que en ella vemos la prenda de la unidad de nuestro pueblo.


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El Papa Benedicto XVI dedica una atención particular a las relaciones entre Moscú y el Vaticano. ¿Puede pensarse, en un futuro inmediato, en una visita del Papa a Rusia?


Nuestras iglesias pueden trabajar juntas en muchos campos y enfrentar unidas la ideología del consumismo y del rechazo de los valores morales cristianos difundido en la sociedad contemporánea. Nuestras posiciones también coinciden en el ámbito de la defensa de la moralidad y de los valores tradicionales en el mundo moderno. Al mismo tiempo, no podemos ignorar los problemas que permanecen en las relaciones entre la Iglesia católica y la ortodoxa.


Respecto a la posibilidad de una visita del Papa a Rusia, hablaría más bien de la posibilidad de un encuentro entre el Papa de Roma y el Patriarca de Moscú y de todas las Rusias. La dirección eclesial de la Iglesia ortodoxa rusa nunca ha excluido la posibilidad de un encuentro así, preparado adecuadamente. La preparación presupone que sean resueltos los problemas que todavía hay entre las dos iglesias. En primer lugar, los ligados a la actitud de los greco-católicos de Ucrania respecto a la presencia del patriarcado de Moscú en este país. Esperamos que a las declaraciones de la parte católica de querer propiciar el allanamiento de las situaciones, le seguirán los resultados.


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Actualmente la humanidad se encuentra frente a terribles pruebas: desde la crisis global hasta el incremento del flagelo del hambre. ¿Qué es necesario hacer para unir las fuerzas de los cristianos y afrontar estos problemas?


Un día, cuando era adolescente, pregunté a mi padre, párroco en una iglesia de Leningrado: “¿Por qué en nuestro país la gente vive tan mal?” Pareció incluso sorprendido de que no hubiera llegado solo [a la respuesta] y respondió, a su vez, preguntándome: “¿Cómo podrían, según tú, vivir de otra manera personas que han rechazado a Dios o lo han borrado del propio corazón?”.


Es mi convicción que todos los males, las crisis aparentemente sin solución del mundo, tienen como causa profunda el deterioramiento de la naturaleza espiritual de la humanidad. No sólo: estas desgracias que afligen a los hombres están destinadas a agravarse a medida que ellos se alejen de la verdad constituida por Dios. Y los remedios paliativos de tipo económico, político, social, no ayudarán al género humano a salir de este círculo vicioso.


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¿Cuáles son, actualmente, los mayores enemigos del Cristianismo?


Uno de los desafíos más grandes al futuro de la humanidad es el diktat del agresivo secularismo neoliberal, que considera que su concepción del mundo es la única con derecho de ciudadanía. Entre otras cosas, esta ideología trastorna irreparablemente el modo de vivir del hombre así como Dios lo ha pensado porque busca introducir en la vida de todos los venenosos principios del relativismo moral, del hedonismo egocéntrico, del más burdo consumismo, del permisivismo moral, de la negación del pecado. De este modo, se realiza la descristianización de nuestra cultura. Al mismo tiempo, se está llevando a cabo un proceso de marginación del rol de la religión en la vida de la sociedad, ya que los ideales éticos y espirituales constituyen una piedra de tropiezo en el camino del triunfo ideológico del secularismo neoliberal.


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¿Cuál es la respuesta de la religión?


La respuesta religiosa a este desafío puede ser de tres tipos: radical, y es el caso de una parte de los seguidores más agresivos del Islam; liberal, como significativos sectores de las comunidades protestantes, los cuales admiten los matrimonios entre homosexuales, el aborto y la eutanasia; finalmente, la respuesta puede ser la de las iglesias que se inspiran en la tradición cristiana, y es la respuesta de quien quiere defender la pureza de las verdades enseñadas por el Salvador sobre la vida y el hombre. La Iglesia ortodoxa y la católica están separadas por contrastes doctrinales y eclesiológicos pero, más allá de esto, hay algo que hace aliados estratégicos a los ortodoxos y católicos. De su comprensión recíproca, del éxito de las acciones a emprender juntos, depende el futuro no sólo de Europa sino, tal vez, del mundo entero.


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Fuente: Papa Ratzinger Blog

Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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La Liturgia en Adviento y el nuevo báculo papal

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“El sábado por la tarde, durante las primeras Vísperas de Adviento en la basílica Vaticana, el Papa usará un nuevo báculo”. Lo anuncia monseñor Guido Marini, en vísperas de la celebración con que se inicia el año litúrgico.


“Similar en las formas a la férula de Pío IX hasta ahora en uso – añade el Maestro de las celebraciones litúrgicas pontificias –, éste puede ser considerado a todos los efectos el báculo de Benedicto XVI”. Donado por el Círculo de San Pedro, tiene una altura de 184 centímetros, pesa 2 kilos y 530 gramos, y tiene una mejor manejabilidad respecto al del Papa Mastai Ferretti, gracias a las más reducidas dimensiones del báculo y de la cruz. Y es también más liviano por 140 gramos, incluso por 590 respecto al de Juan Pablo II. De hecho, debe recordarse que el Papa Ratzinger ha utilizado inicialmente el báculo de plata coronado con el crucifijo – realizado por Lello Scorzelli – introducido por Pablo VI y luego usado también por Juan Pablo I y por el Papa Wojtyla. Posteriormente, desde el Domingo de Ramos del 2008, comenzó a utilizar la férula dorada en forma de cruz griega, perteneciente a Pío IX, también ella donada al Pontífice en 1877 por el Círculo de San Pedro. El antiguo sodalicio romano renueva así la tradición propia de fidelidad al Papa, testimoniada desde su fundación que se remonta a 140 años atrás, en el lejano 1869.


En la parte delantera del nuevo báculo de Benedicto XVI están representados, al centro, el cordero pascual, y a los costados, los símbolos de los cuatro evangelistas Mateo, Marcos, Lucas y Juan. El motivo de la red reproducido en los brazos de la cruz recuerda la de Pedro, el pescador de Galilea. En el reverso, están grabados: al centro, el monograma de Cristo – formado por las primeras dos letras de la palabra Christòs en griego, la X y la P entrelazadas juntas –, y en las cuatro extremidades, los rostros de los padres de la Iglesia de Occidente y de Oriente: Agustín y Ambrosio, Atanasio y Juan Crisóstomo. “El cordero y el monograma de Cristo puestos al centro – comenta monseñor Marini – reflejan la unidad del misterio pascual: cruz y resurrección”.


Deteniedo la mirada en el anillo de debajo de la cruz, se notan: en la parte superior, el nombre de Benedicto XVI “que lo personaliza y lo hace suyo”, explica el Maestro; en la inferior, el de los donantes, es decir, el Círculo de San Pedro. Un último elemento significativo, finalmente, se encuentra en la parte alta del báculo, donde está impreso el escudo del Papa Ratzinger.


Otra novedad predispuesta por la Oficina para las celebraciones litúrgicas del Sumo Pontífice para las Vísperas del sábado concierne a la imagen de la Virgen que será colocada bajo el altar de la confesión: se trata de la escultura de madera policromada, que representa a la Virgen en el trono con el Niño bendiciendo, que en los años anteriores era expuesta sólo en la solemnidad de la Santísima Madre de Dios y que el año pasado se introdujo desde la Noche de Navidad hasta la Epifanía. El tiempo de Adviento es, de hecho, un tiempo mariano en el que la espera del Señor que viene está acompañada por el ejemplo de la espera de María, como se subraya por el canto de la antífona mariana Alma Redemptoris Mater en la conclusión del rito.


La costumbre iniciada con Benedicto XVI de celebrar las primeras Vísperas de Adviento en San Pedro evidencia la apertura de un nuevo ciclo anual en el que la Iglesia revive todo el misterio de Cristo: desde la Encarnación hasta Pentecostés y la espera del retorno del Señor. Por eso, el adorno floral es sobrio, significando la especificidad litúrgica y espiritual de este tiempo de espera del Señor que viene, en el signo de la alegría pero también de la penitencia y de la vigilancia como evoca el estribillo cantado en las intercesiones: Veni, Domine, et noli tardare. En este mismo sentido debe comprenderse el uso del color morado en las vestiduras litúrgicas, que acompaña todo el tiempo de Adviento, que comienza en las Vísperas del sábado 28.


Antes del inicio del rito, como en las otras celebraciones, está previsto un tiempo de preparación para que la asamblea se disponga a la oración, dejando atrás los ruidos y las distracciones de la vida cotidiana. En esta espera serán ejecutados algunas piezas musicales y se leerán pasajes de la homilía de Benedicto XVI en las primeras Vísperas de Adviento del 2008.


Durante la celebración propiamente dicha, que comenzará a las 17 horas, breves pausas de silencio al final de los salmos y de la lectura breve ayudarán a la oración personal y al recogimiento. La lectura breve, tomada como de costumbre de la primera carta de San Pablo a los Tesalonicenses, adquiere en esta circunstancia un significado particular. El primer viaje internacional de Benedicto XVI en el 2010 será, de hecho, a Malta, para celebrar los 1950 años del naufragio del Apóstol en la isla del Mediterráneo.

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Fuente: Papa Ratzinger Blog


Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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Estrabismo eclesial

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“Es necesario mirar a la Iglesia con ambos ojos, como he dicho en televisión. Un ojo sobre el Papa; el otro sobre el obispo y el párroco. Si el obispo y el párroco dicen lo mismo que el Papa, existe la unidad. La falta de unidad hace mucho daño a la Iglesia. Si el obispo no dice lo mismo que el Papa, me viene el estrabismo. ¡Y entonces yo miro sólo al Papa!”


Palabras de Mons. Giovanni d'Ercole, recientemente nombrado Obispo auxiliar de L’Aquila.


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lunes, 23 de noviembre de 2009

La imagen de Cristo

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Después de haber publicado en 1954 su obra “El Señor”, Romano Guardini (1885-1968) escribió un pequeño libro titulado “La imagen de Jesús en el Nuevo Testamento”, con la intención de que sirviese de introducción y complemento a aquella importante obra. El siguiente texto es un fragmento del primer capítulo, titulado “La imagen de Cristo en la conciencia popular”.


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Todo depende, para el cristiano, de que la imagen del Señor viva en él con fuerza primigenia, o esté gastada y pálida.


Muchas objeciones contra Cristo proceden sin duda, en último término, de que su figura no fulge en el espíritu de los creyentes ni toca de manera viva sus corazones. Si el Señor se levantara con fuerza ante los ojos de sus fieles y los corazones de éstos ardieran de íntimo conocimiento suyo, mucho de lo que contra Cristo se dice no podría decirse.


¿De dónde nos viene propiamente la imagen de Jesús? La pregunta tiene un sentido absolutamente concreto. No preguntamos dónde se hallan fundamentalmente las fuentes del conocimiento de Jesús, sino de dónde le viene al actual creyente medio la imagen que tiene de Jesús.


Ante todo, del arte. Las figuras del arte le salen al paso por dondequiera, le impresionan en las horas de su emoción religiosa y le tocan al corazón y a la fantasía.


Ahora bien, la imagen de Cristo ha variado profundamente en el arte a lo largo del tiempo. La imagen que a fines y comienzos de siglo estaba más difundida y que llega hasta nuestro tiempo procede de los nazarenos, píos y amables artistas de la primera mitad del siglo pasado [XIX]. Su fuerza, empezando por la natural de la sangre y de los ojos, no era muy grande. Acaso les faltaba también original experiencia cristiana. Así, sus creaciones son, sin duda, dignas y delicadas, pero sin hondas raíces. No hay ardor, no hay fulgor en ellas. Por añadidura, no son generalmente los primeros maestros de la escuela, sino sus discípulos y discípulos de los discípulos los que han ilustrado la historia sagrada en los libros escolares, biblias y sermonarios, sobre las paredes y en las estampas devotas. De ahí que frecuentemente han sido muy pálidas figuras convencionales las que han determinado la manera como niños y pueblo imaginan al Señor.


Si retrocedemos más, nos hallamos con la imagen de Cristo del barroco, dominada por la experiencia mística de los siglos XVI y XVII, pero no menos por su afán de magnificencia y exterioridad. Esa imagen nos muestra al Príncipe del Cielo, que domina majestuoso, enseña y obra con grandes gestos y sufre, muere y resucita impresionantemente.


Tras ella se alza la imagen del Renacimiento, de aquella época histórica que da el paso desde la trascendencia medieval a la tierra. Su Cristo es la expresión religiosa del hombre grande, lleno de fuerza, de serenidad, de conciencia de sí mismo y de vida de los sentidos; pero, a la par, de una suavidad y humildad que trata de superar todo eso y es, a su vez, determinada por ello.


Luego atravesamos una frontera poderosamente afirmada por la figura gigantesca de Matías Grünewald, y llegamos a la Edad Media. Su imagen de Cristo tiene sus raíces en la profunda intimidad del pueblo y de los grandes místicos, en la vida religiosa de los claustros, en el trabajo intelectual de los teólogos, en el valor de los cruzados, en la fuerte intuición y riqueza simbólica, en el sentido del misterio y ansia del más allá de aquella fuerte época. La imagen del Cristo medieval está penetrada de la experiencia de la pasión, que de modo tan arrebatador anunciaron un Bernardo de Claraval y un Francisco de Asís, y halla su materia en la humanidad de un tiempo tan sensible de alma como impresionable de sentidos.


La alta y tardía Edad Media nos hablan de la amabilidad del Niño Dios, de la pasión del Redentor y de su resurrección gloriosa. En la primera Edad Media, es decir, en el arte románico, domina, en cambio, la imagen del rey celeste y juez del mundo con sus gestos secos y ceñidos, y por ello mismo tan expresivos. Esta imagen está inspirada por una poderosa experiencia visionaria y por la idea que tenía del guerrero y del príncipe la era de las invasiones y de la formación de Occidente. Pero en el principio están los mosaicos del primitivo arte cristiano con sus representaciones del Dios-hombre, del juez y del “Pantocrátor” u Omnipotente. En ellas viven las fuertes experiencias de la oración de la Iglesia naciente, la fuerte voluntad estilística de que nació la liturgia, la pasión de la lucha teológica en torno a los dogmas fundamentales y los barruntos apocalípticos de una humanidad que fenecía como civilización y estaba surgiendo como pueblo de Dios.


Todas estas imágenes proceden de un tiempo pasado, pero pertenecen también al nuestro. Nos miran en nuestras iglesias. Nos salen al paso en libros y museos y contribuyen a determinar la imagen de Cristo que llevamos en nosotros.


Cuán poco real sea esa imagen lo muestra bien el arte cristiano de nuestros días, en que se mezclan rasgos realistas e idealistas, descriptivos y expresivos, idílicos y apocalípticos: signo de insatisfacción ante lo existente, pero prueba también de incapacidad de producir algo propio que sea convincente.


Estas figuras, tal como nos miran desde las pinturas e imágenes de la iglesia y la familia, en las ilustraciones de libros y revistas y en las estampas y figuras de devoción, forman en cierto modo la atmósfera, los gérmenes y modelos sobre los que se forma la imagen de Cristo. Su materia procede sobre todo de la doctrina de la Iglesia en la predicación, en la escuela y en la familia. Niños y mayores oyen quién fue Jesucristo, lo que habló e hizo y lo que le aconteció. La imaginación y presentación parecen estar aquí determinadas por dos elementos. Uno, primeramente ideal: el concepto de Dios-hombre, la idea de su perfección, la conciencia de que Cristo es el doctor y maestro. Luego por un elemento moderno de sentimiento, a menudo muy subjetivo y dulzón. Pero muy raras veces hallamos lo que era tan fuerte en la vida de la Edad Media y de la cristiandad primitiva: el encuentro con el Señor, el choque interno, la clara intuición, el personal conocimiento. De ahí que raras veces también surge la figura que nos conmueva, nos ilumine y aclare la existencia. Y sólo raras veces se revela el elemento medular del ser de Cristo, la mutua compenetración viviente de la naturaleza divina y humana. Con harta frecuencia sólo hay una afirmación teórica de la una o de la otra, mientras lo “intermedio”, allí donde debiera dar su latido lo propio de Cristo, queda vacío.


¿Qué decir ahora de la Sagrada Escritura, del Nuevo Testamento? No juzgaremos injustamente si decimos que, no obstante el trabajo muy estimable de los últimos años, dista mucho de ser lo que debiera ser: la fuente primera, la palabra de los testigos. Con mucha más frecuencia sigue siendo la cantera de lugares comprobantes de proposiciones teóricas; con mucha más rareza se convierte en revelación de la realidad viva que, desde luego, sólo por sí misma puede revelarse.


Cristo no es un compuesto de Dios y hombre unido por el vínculo de lo incomprensible. Cristo es Él, el Viviente. Salida pura, comienzo de la existencia cristiana. No objeto de un pensamiento de carácter extraño, sino punto de partida de todo pensar que quiera ser cristiano. Mas para que realmente Cristo se convierta en todo eso es menester que el interior del creyente reciba el choque de su ser, perciba la vibración de lo que Cristo es más propiamente. Ha de acercarse al mensaje y exponerse a él. Con lo cual no afirmamos ciertamente la suficiencia de la Escritura ni proclamamos el iluminismo bíblico. Sabemos que la Iglesia es la mano que custodia la Escritura y el ámbito en que su verdad se interpreta rectamente; pero dentro de este ámbito, y conducido por esa mano, el creyente ha de acercarse realmente a aquello de que habla la Escritura.


Esto no se hace aún, ni mucho menos, de modo suficiente. De ahí que la imagen de Cristo sigue siendo a menudo tan abstracta, tan pobre de sustancia, tan débil de carácter y eficacia. De ahí que esté hasta tal punto formada según patrones temporales, de muy atrás desaparecidos, del hombre perfecto: de la gran personalidad, del maestro y modelo ideal, del amigo bondadoso, del auxiliar misericordioso e idealista social, del genio religioso, y tantos más. En cambio, se escurre lo radical, lo que no puede siquiera entrar en conceptos, sino que sólo tiene un hombre: Cristo Jesús. Desaparece lo enorme, que rompe todas las medidas. Lo que despierta el amor real, el amor que sabe y se entrega.


En la existencia práctica cristiana, la liturgia tiene tanta importancia como la doctrina, o, digámoslo más exactamente, ya que la predicación pertenece también a la liturgia: la ordenación de las fiestas que se suceden en el curso del año eclesiástico y de las acciones sagradas se refieren a los hechos fundamentales de la redención humana. Ellas contienen a Cristo y su vida. En ellas se cumple no ya sólo la memoria, sino la reproducción de la existencia del Señor que un día fuera histórica y es ahora real en la eternidad.


Esta liturgia está penetrada por una poderosa imagen de Cristo. Esta imagen contiene la misma realidad de que habla la Escritura, pero configurada por las condiciones particulares del culto, por la situación espiritual de la comunidad constituida, por la mística objetiva de los sacramentos y del sacrificio. La imagen está espléndidamente desarrollada y se liga a la vida diaria por las más variadas conexiones. Sin embargo, tampoco aquí juzgamos injustamente si opinamos que en la vida general de la comunidad no se desenvuelve en forma libre la gran riqueza de la liturgia ni su bello rigor. La riqueza es a menudo menoscabada; el rigor se atenúa y se desliza hacia lo falsamente popular. Mucho ha hecho el trabajo educativo del movimiento litúrgico. Para medirlo basta dar una mirada retrospectiva a un tiempo suficientemente largo y comparar comunidades a las que no ha llegado aún. Sin embargo, apenas si puede afirmarse que la imagen general de Cristo esté realmente configurada por la liturgia.


Queda por último la experiencia cristiana. Tratar despacio de ella significaría no menos que desentrañar la historia interna de los cinco últimos siglos. Baste decir, sin embargo, que desde fines de la Edad Media la fuerza y originalidad de la experiencia cristiana parece decrecer en el terreno católico. Las causas son muy complicadas y de ellas ha resultado también mucho bien; en todo caso, parece que han conducido a que sea menor la capacidad de decir con Pablo: “Sé en quién he creído” (2 Tim 1,12). El centro religioso de gravedad parece haberse ido desplazando más y más hacia la organización. La corrección, la lealtad, la obediencia parecen haberse convertido de manera cada vez más exclusiva en las características determinantes de la actitud cristiano-católica. El autor no tiene por qué aseverar que se da cuenta de la importancia de estos valores y actitudes; pero con la misma claridad hay que ver las funestas consecuencias que se han seguido de su predominio, que dura ya demasiado tiempo. En nuestro caso, la consecuencia de que la relación del creyente con Cristo corre riesgo de perder todo carácter de encuentro personal y convertirse en teórica y convencional; y donde tiene lugar una experiencia viva, tiende a perderse en lo general dogmático y sacramental, con merma de la plenitud histórica, inherente a los relatos de los primeros testigos.


A todo esto se añade la influencia de la ciencia moderna: de su crítica demoledora; de su escepticismo frente a todo lo que constituye el verdadero ser de Cristo; de su disolución y secularización, a fondo, de todas las figuras, valores y conceptos cristianos. Esta influencia llega a la vida del espíritu y al corazón de todos, aún de los más sencillos. Es más, tan pronto como se aleja del terreno de la ciencia estricta y se hace “popular”, adquiere un carácter particularmente pernicioso e irresponsable. Ahora bien, si los elementos que construyen la imagen de Cristo de que antes hablábamos son ya de suyo harto insuficientes, este influjo del pensamiento moderno los pone una vez más en tela de juicio.

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sábado, 21 de noviembre de 2009

El auténtico espíritu de la Liturgia

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Mons. Guido Marini, Maestro de las Celebraciones Litúrgicas Pontificias, en el marco de un “Curso para animadores musicales de la liturgia” de la Arquidiócesis de Génova, pronunció una conferencia el día 14 de noviembre de 2009. L´Osservatore Romano publicó sólo algunos extractos de la misma, en lengua italiana. Presentamos aquí nuestra traducción al español de la totalidad de dicha conferencia.


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Introducción al espíritu de la Liturgia


Es para mí una verdadera alegría estar hoy aquí para inaugurar el “Curso para animadores musicales de la liturgia”. Creo poder decir que el motivo de mi alegría es doble. En primer lugar – éste es el primer motivo –, el estar en Génova. Es cierto que, de tanto en tanto, hago visitas a nuestra estupenda ciudad pero mis visitas son generalmente rápidas y familiares. Hoy, en cambio, me encuentro aquí para un acontecimiento diocesano, junto a vosotros, que en buena parte me sois conocidos y queridos. Además - y este es el segundo motivo de mi alegría –, lo que me trae a Génova en este día es la liturgia, el ámbito de la vida cristiana que en este momento está absorbiendo mi ministerio sacerdotal y que, como todos sabemos, es fundamental para el desarrollo en Cristo de la comunidad eclesial y de nuestra vida personal.


Se me ha pedido hacer una introducción, con esta reflexión, al espíritu de la liturgia. Se me ha pedido mucho, diría más, muchísimo. No sólo porque hablar del espíritu de la liturgia es comprometido y complejo, sino también porque sobre este tema han titulado obras importantísimas autores de indudable y altísimo nivel litúrgico y teológico. Pienso, entre otros, en sólo dos ejemplos: Romano Guardini y Joseph Ratzinger.


Por otra parte, es cierto que hablar hoy del espíritu de la liturgia es más necesario que nunca. También porque es urgente reafirmar el “auténtico” espíritu de la liturgia, tal como está presente en la ininterrumpida tradición de la Iglesia y testimoniado, en continuidad con el pasado, en el más reciente Magisterio: partiendo del Concilio Vaticano II hasta Benedicto XVI. He pronunciado la palabra “continuidad”. Es una palabra apreciada por el actual Pontífice, que ha hecho de ella autorizadamente el criterio para la única interpretación correcta de la vida de la Iglesia y, en particular, de los documentos conciliares, como también de los propósitos de reforma a todo nivel en ellos contenidos. ¿Y cómo podría ser de otro modo? ¿Se puede imaginar una Iglesia de antes y una Iglesia de después, casi como si se hubiese producido una ruptura en la historia del cuerpo eclesial? ¿O se puede afirmar que la Esposa de Cristo haya entrado, en el pasado, en un momento histórico en el cual el Espíritu no la haya asistido de modo que ese momento deba ser casi olvidado y cancelado?


Sin embargo, a veces, algunos dan la impresión de adherir a lo que es correcto definir como una verdadera y propia ideología, es decir, una idea preconcebida aplicada a la historia de la Iglesia y que nada tiene que ver con la fe auténtica.


Fruto de esa engañosa ideología es, por ejemplo, la recurrente distinción entre Iglesia preconciliar e Iglesia postconciliar. Un lenguaje así puede ser legítimo pero con la condición de que no se entiendan, de este modo, dos Iglesias: una – la preconciliar – que no tendría más nada que decir o que dar porque está irremediablemente superada; y la otra – la postconciliar – que sería una realidad nueva surgida del Concilio y de su presunto espíritu, en ruptura con su pasado. Este modo de hablar, y aún más, de sentir, no debe ser el nuestro. Además de ser erróneo, está superado y caduco, tal vez sea históricamente comprensible, pero está ligado a una etapa eclesial ya concluida.


Lo que he afirmado hasta aquí a propósito de la “continuidad”, ¿tiene que ver con el tema que estamos llamados a afrontar? Absolutamente sí. Porque no puede existir el auténtico espíritu de la liturgia si el acercamiento a ella no se da con ánimo sereno, no polémico sobre el pasado, sea remoto o próximo. La liturgia no puede y no debe ser terreno de desencuentro entre quien encuentra el bien sólo en lo que está antes de nosotros y quien, por el contrario, en lo que está antes encuentra casi siempre el mal. Sólo la disposición a mirar el presente y el pasado de la liturgia de la Iglesia como un patrimonio único y en desarrollo homogéneo, puede conducirnos a alcanzar con alegría y con gusto espiritual el auténtico espíritu de la liturgia. Un espíritu, por lo tanto, que debemos recibir de la Iglesia y que no es fruto de nuestras invenciones. Un espíritu, agrego, que nos lleva a lo esencial de la liturgia, es decir, a la plegaria inspirada y guiada por el Espíritu Santo, en quien Cristo sigue haciéndose nuestro contemporáneo, irrumpiendo en nuestra vida. Realmente el espíritu de la liturgia es la liturgia del Espíritu.


En la medida en que asimilamos el auténtico espíritu de la liturgia, nos hacemos capaces de entender cuándo una música o un canto pueden pertenecer al patrimonio de la música litúrgica y sagrada, y cuándo no. Capaces, en otras palabras, de reconocer aquella música que tiene derecho de ciudadanía dentro del rito litúrgico porque es coherente con su autentico espíritu. Si hablamos, entonces, al inicio de este curso, de espíritu de la liturgia, lo hacemos porque sólo a partir de él es posible identificar cómo deben ser la música y el canto litúrgicos.


Respecto al tema propuesto, no pretendo ser exhaustivo. No pretendo, ni siquiera, tratar todos los temas que sería útil afrontar para un panorama amplio de la cuestión. Me limito a considerar algunos aspectos de la esencia de la liturgia, con referencia específica a la Celebración Eucarística, así como la Iglesia la presenta y tal como he aprendido a profundizar en estos dos años de servicio junto a Benedicto XVI: un verdadero maestro de espíritu litúrgico, tanto por medio de su enseñanza como a través del ejemplo de su modo de celebrar.


Y si, al considerar algunos aspectos de la liturgia, me encuentro señalando algún comportamiento que considero no del todo en sintonía con el auténtico espíritu litúrgico, lo haré sólo para ofrecer una pequeña contribución para que tal espíritu puede sobresalir aún más en toda su belleza y verdad.


1. La sagrada liturgia, un gran don de Dios a la Iglesia


Como bien sabemos, el Concilio Vaticano II ha dedicado un documento entero, el primero en orden de publicación, a la Liturgia. Su nombre es “Sacrosanctum Concilium” y es definido como Constitución sobre la Sagrada Liturgia.


Intento hacer hincapié en el término “sagrado”, que va junto a “liturgia”. Al respecto, no se trata de algo casual ni de un dato de poca importancia. De este modo, de hecho, los Padres conciliares han querido dar fuerza al carácter sagrado de la liturgia. ¿Pero qué se entiende por carácter sagrado? Los orientales hablarían de dimensión divina de la liturgia. O sea, de aquella dimensión que no se deja al arbitrio del hombre porque es don que viene de lo alto. Se trata, en otras palabras, del misterio de la salvación en Cristo, entregado a la Iglesia, para que lo haga disponible en todo tiempo y en todo lugar a través de la objetividad del rito litúrgico-sacramental. Una realidad, por tanto, que nos supera, y que debe ser acogida como don y por la cual debemos dejarnos transformar. De hecho, afirma el Concilio Vaticano II: “… toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia…” (Sacrosanctum Concilium, n. 7)


Poniéndose en esta perspectiva, no es difícil darse cuenta de que algunos modos de actuar están muy lejos del auténtico espíritu de la liturgia. A veces, en efecto, con la excusa de una mal entendida creatividad se ha llegado y se llega a trastornar de diversos modos la liturgia de la Iglesia. En nombre del principio de adaptación a las situaciones locales y a las necesidades de la comunidad, algunos se apropian del derecho de quitar, agregar y modificar el rito litúrgico con la bandera de la subjetividad y de la emotividad. Al respecto, el Card. Ratzinger, ya en el 2001 afirmaba: “Necesitamos, al menos, una nueva conciencia litúrgica para que desaparezca ese espíritu hacedor. Porque se ha llegado al extremo de que grupos litúrgicos se autofabriquen la liturgia dominical. Lo que se ofrece aquí es, sin duda, el producto de unas personas listas y trabajadoras que se han inventado algo. Pero eso no significa encontrarse con la Alteridad Absoluta, con lo sagrado, que se me regala, sino con la habilidad de unas cuantas personas. Y me doy cuenta de que no es lo que busco. Que es demasiado poco y un tanto diferente. Hoy lo más importante es volver a respetar la liturgia y su inmanipulabilidad. Que aprendamos de nuevo a reconocerla como algo que crece, algo vivo y regalado, con lo que participamos en la liturgia celestial. Que no busquemos en ella la autorrealización, sino el don que nos corresponde. Esto es, en mi opinión, lo primero; tiene que desaparecer ese obrar individualista o desconsiderado y despertar la comprensión íntima hacia lo sagrado.” (Joseph Ratzinger; “Dios y el mundo”).


Por lo tanto, afirmar que la liturgia es sagrada significa subrayar el hecho de que no vive de las invenciones esporádicas o de las “ocurrencias” siempre nuevas de alguna persona o de algún grupo. La liturgia no es un círculo cerrado en el que decidimos encontrarnos, tal vez para animarnos mutuamente y sentirnos protagonistas de una fiesta. La liturgia es convocación por parte de Dios para estar en su presencia; es Dios que viene a nosotros, es Dios que se deja encontrar en nuestro mundo.


Una forma de adaptación a las situaciones particulares está prevista, y está bien que sea así. Es el misal mismo el que lo indica en algunas de sus partes. Pero en estas partes y sólo en éstas, no arbitrariamente en otras. El motivo es importante y está bien reafirmarlo: la liturgia es un don que nos precede, un tesoro precioso que nos ha sido entregado por la oración secular de la Iglesia, lugar en el que la fe de la Iglesia ha encontrado, en el tiempo, forma y expresión orante. Todo esto no está sujeto a nuestra disponibilidad subjetiva. No está sujeto a nuestra disposición, para poder estar plenamente a disposición de todos, ayer como hoy y también mañana. “También en nuestros tiempos, - ha escrito Juan Pablo II en la Encíclica Ecclesia de Eucharistia - la obediencia a las normas litúrgicas debería ser redescubierta y valorada como reflejo y testimonio de la Iglesia una y universal, que se hace presente en cada celebración de la Eucaristía” (n. 52).


En la estupenda Encíclica Mediator Dei, que es frecuentemente citada en la Sacrosanctum Concilium, Pío XII definía la liturgia como “… el culto público… el culto integral del Cuerpo místico de Jesucristo; esto es, de la Cabeza y de sus miembros”. Como diciendo, entre otras cosas, que en la liturgia la Iglesia se reconoce “oficialmente” ella misma, su misterio de unión esponsal con Cristo, y allí “oficialmente” se manifiesta. ¿Con qué insensata despreocupación podríamos nosotros, por lo tanto, arrogarnos el derecho de alterar de modo subjetivo aquellos santos signos que el tiempo ha seleccionado y a través de los cuales la Iglesia habla de sí misma, de la propia identidad, de la propia fe?


Hay un derecho del pueblo de Dios que no puede ser nunca desatendido. En virtud de tal derecho, todos deben poder acceder a esto que no es sencilla y pobremente fruto de la obra humana, sino que es obra de Dios y, precisamente por eso, fuente de salvación y de vida nueva.


Me detengo un momento más sobre este tema que, puedo dar testimonio, es muy importante para el Papa, escuchando nuevamente con vosotros un pasaje de Sacramentum caritatis, la Exhortación apostólica de Benedicto XVI, sucesiva al Sínodo de Obispos sobre la Eucaristía: “Al subrayar la importancia del ars celebrandi –afirma el Papa- , se pone de relieve el valor de las normas litúrgicas… Favorece la celebración eucarística que los sacerdotes y los responsables de la pastoral litúrgica se esfuercen en dar a conocer los libros litúrgicos vigentes y las respectivas normas… En las comunidades eclesiales se da quizás por descontado que se conocen y aprecian, pero a menudo no es así. En realidad, son textos que contienen riquezas que custodian y expresan la fe, así como el camino del Pueblo de Dios a lo largo de dos milenios de historia” (n. 40).


2. La orientación de la plegaria litúrgica


Más allá de los cambios que históricamente han caracterizado la disposición arquitectónica de las iglesias y de los espacios litúrgicos, una convicción ha quedado siempre clara en la comunidad cristiana, casi hasta nuestros días. Me refiero a la plegaria dirigida a Oriente, tradición que se remonta a los orígenes del cristianismo.


¿Qué se entiende con “plegaria dirigida a Oriente”? Se entiende la orientación del corazón orante hacia Cristo, Aquel de quien proviene la salvación y al cual se tiende como al Principio y al Fin de la historia. Al Oriente sale el sol, y el sol es símbolo de Cristo, la Luz que surge del Oriente. Recordemos, al respecto, el pasaje del canto mesiánico del Benedictus: “…nos visitará el Sol que nace de lo alto”.


Estudios muy serios, e incluso recientísimos, ya han demostrado que, en todo tiempo de su historia, la comunidad cristiana ha encontrado el modo de expresar también en el signo litúrgico, externo y visible, esta orientación fundamental para la vida de la fe. De este modo, encontramos las iglesias construidas de tal modo que el ábside estuviese dirigido hacia oriente. Cuando ya no fue posible tal orientación en la edificación del lugar sagrado, se recurrió al gran crucifijo puesto sobre el altar y al que todos pudiesen dirigir la mirada. Podemos pensar en los ábsides decorados con espléndidas representaciones del Señor, hacia las cuales todos eran invitados a levantar los ojos en el momento de la Liturgia Eucarística.


Sin entrar en el detalle de un recorrido histórico que nos llevaría a una reflexión sobre el desarrollo del arte cristiano, en este contexto nos interesa afirmar que la oración “orientada”, o sea, dirigida al Señor, es expresión típica del auténtico espíritu litúrgico. En este sentido, como bien nos recuerda el diálogo introductorio del Prefacio, en el momento de la Liturgia Eucarística somos invitados a dirigir el corazón al Señor: “Levantemos el corazón”, exhorta el sacerdote, y todos responden: “Lo tenemos levantado hacia el Señor”. Ahora, si esta orientación debe ser siempre interiormente adoptada por toda la comunidad cristiana recogida en oración, debe encontrar expresión también en el signo exterior. El signo exterior, de hecho, no puede ser más que verdadero para que en él se ponga de manifiesto la correcta actitud espiritual.


He aquí, entonces, el motivo de la propuesta hecha en su momento por el Card. Ratzinger, y ahora reafirmada en el curso de su pontificado, de colocar el crucifijo en el centro del altar de modo que todos, en el momento de la Liturgia Eucarística, puedan efectivamente mirar al Señor, orientando así su plegaria y su corazón. Escuchemos directamente a Benedicto XVI que escribe en el prefacio al primer volumen de su Opera Omnia, dedicado a la liturgia: “La idea de que sacerdote y pueblo en la oración deberían mirarse recíprocamente nació sólo en la cristiandad moderna y es completamente extraña en la antigua. Sacerdote y pueblo ciertamente no rezan el uno hacia el otro, sino hacia el único Señor. Por tanto, durante la oración miran en la misma dirección: o hacia Oriente como símbolo cósmico del Señor que viene, o, donde esto no fuese posible, hacia una imagen de Cristo en el ábside, hacia una cruz o simplemente hacia el cielo, como hizo el Señor en la oración sacerdotal la noche antes de su Pasión (Jn. 17, 1). Mientras tanto se está abriendo paso cada vez más, afortunadamente, la propuesta hecha por mí al final del capítulo en cuestión en mi obra: no proceder a nuevas transformaciones, sino proponer simplemente la cruz al centro del altar, hacia la cual puedan mirar juntos el sacerdote y los fieles, para dejarse guiar en tal modo hacia el Señor, al que todos juntos rezamos”.


Y no se diga que la imagen del crucifijo oculta al celebrante de la vista de los fieles. ¡Los fieles no deben mirar al celebrante en aquel momento litúrgico! ¡Deben mirar al Señor! Como al Señor debe poder mirar también aquel que preside la celebración. La cruz no impide la vista; más bien, la abre al horizonte del mundo de Dios, la lleva a contemplar el misterio, la introduce en aquel Cielo del que proviene la única luz capaz de dar sentido a la vida de esta tierra. La vista, en realidad, quedaría oscurecida, impedida, si los ojos permanecieran fijos sobre aquello que es solamente presencia del hombre y obra suya.


De este modo, se comprende porque aún hoy es posible celebrar la Misa en los altares antiguos, cuando las particulares características arquitectónicas y artísticas de nuestras iglesias lo aconsejan. El Santo Padre nos da ejemplo también en esto al celebrar la Eucaristía en el altar antiguo de la Capilla Sixtina, en la fiesta del Bautismo del Señor.


En nuestro tiempo, ha entrado en el lenguaje habitual la expresión “celebración hacia el pueblo”. Se la puede aceptar si con esta expresión se quiere describir el aspecto topográfico, debido al hecho de que hoy el sacerdote, por la colocación del altar, se encuentra con frecuencia en posición frontal respecto a la asamblea. Pero no se la podría aceptar absolutamente si se le diera un contenido teológico. De hecho, la Misa, teológicamente hablando, está siempre dirigida a Dios por medio de Cristo Señor, y sería un grave error imaginar que la orientación principal de la acción sacrificial fuese la comunidad. Por lo tanto, esta orientación – al Señor – debe animar la participación litúrgica interior de cada uno. Y es igualmente importante que pueda ser bien visible también en el signo litúrgico.


3. La adoración y la unión con Dios


La adoración es el reconocimiento lleno de asombro, también podríamos decir extático – porque nos hace salir de nosotros mismos y de nuestro pequeño mundo -, de la grandeza infinita de Dios, de su majestad inalcanzable, de su amor sin fin que se dona a nosotros en absoluta gratuidad, de su señorío omnipotente y providente. La adoración conduce, en consecuencia, a la reunificación del hombre y de la creación con Dios, a salir del estado de separación, de aparente autonomía, a la pérdida de uno mismo que es la única manera de encontrarse.


Frente a la belleza indecible de la caridad de Dios, que toma forma en el misterio del Verbo Encarnado, muerto y resucitado por nosotros, y que encuentra en la liturgia su manifestación sacramental, no nos queda más que permanecer en adoración. “El acontecimiento pascual y la Eucaristía que lo actualiza a lo largo de los siglos – afirma Juan Pablo II en la Ecclesia de Eucharistia - tienen una capacidad verdaderamente enorme, en la que entra toda la historia como destinataria de la gracia de la redención. Este asombro ha de inundar siempre a la Iglesia, reunida en la celebración eucarística” (n.5).


“Señor mío y Dios mío”, nos han enseñado a decir, desde niños, en el momento de la consagración. De este modo, tomando prestada la exclamación del apóstol Tomás, somos llevados a adorar al Señor presente y vivo en las especies eucarísticas, uniéndonos a Él y reconociéndolo como nuestro Todo. Y desde allí se puede retomar el camino cotidiano, habiendo reencontrado el orden exacto de la existencia, el criterio fundamental a la luz del cual vivir y morir.


Es por eso que todo, en la acción litúrgica, en el signo de la nobleza, de la belleza, de la armonía, debe conducir a la adoración, a la unión con Dios: la música, el canto, el silencio, el modo de proclamar la Palabra del Señor y el modo de rezar, la gestualidad, las vestiduras litúrgicas y los objetos sagrados, así como también el edificio sagrado en su conjunto. Precisamente en esta perspectiva, ha de considerarse la decisión de Benedicto XVI que, a partir del Corpus Domini del año pasado, ha empezado a distribuir la Sagrada Comunión a los fieles, directamente en la lengua y de rodillas. Con el ejemplo de este gesto, el Papa nos invita a manifestar la actitud de la adoración frente a la grandeza del misterio de la presencia eucarística del Señor. Actitud de adoración que deberá ser todavía más observada al acercarse a la Santísima Eucaristía en las otras formas actualmente concedidas.


Al respecto, quisiera citar otro pasaje de la Exhortación Apostólica Post-sinodal Sacramentum Caritatis: “Mientras la reforma daba sus primeros pasos, a veces no se percibió de manera suficientemente clara la relación intrínseca entre la santa Misa y la adoración del Santísimo Sacramento. Una objeción difundida entonces se basaba, por ejemplo, en la observación de que el Pan eucarístico no habría sido dado para ser contemplado, sino para ser comido. En realidad, a la luz de la experiencia de oración de la Iglesia, dicha contraposición se mostró carente de todo fundamento. Ya decía san Agustín: «Nadie come de esta carne sin antes adorarla, pecaríamos si no la adoráramos». En efecto, en la Eucaristía el Hijo de Dios viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros; la adoración eucarística no es sino la continuación obvia de la celebración eucarística, la cual es en sí misma el acto más grande de adoración de la Iglesia. Recibir la Eucaristía significa adorar al que recibimos. Precisamente así, y sólo así, nos hacemos una sola cosa con Él y, en cierto modo, pregustamos anticipadamente la belleza de la liturgia celestial” (n. 66).


Pienso que, entre otras cosas, no ha pasado desapercibido el siguiente pasaje del texto recién leído: “(La Celebración eucarística) es en sí misma el acto más grande de adoración de la Iglesia”. Gracias a la Eucaristía, afirma Benedicto XVI, “lo que antes era estar frente a Dios, se transforma ahora en unión por la participación en la entrega de Jesús, en su Cuerpo y su Sangre” (Deus caritas est, n. 13). Por eso, todo en la liturgia, y especialmente en la Liturgia Eucarística, debe tender a la adoración, todo en el desarrollo del rito debe ayudar a entrar en la adoración que la Iglesia hace de su Señor.


Considerar la liturgia como lugar de la adoración, de la unión con Dios, no significa perder de vista la dimensión comunitaria de la celebración litúrgica, ni mucho menos olvidar el horizonte de la caridad. Al contrario, sólo desde una renovada adoración del misterio de Dios en Cristo, que toma forma en el acto litúrgico, podrá surgir una auténtica comunión fraterna y una nueva historia de caridad, según aquella imaginación y aquella heroicidad que sólo la gracia de Dios puede donar a nuestros pobres corazones. La vida de los santos lo recuerda y lo enseña. “La unión con Cristo es al mismo tiempo unión con todos los demás a los que él se entrega. No puedo tener a Cristo sólo para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán. La comunión me hace salir de mí mismo para ir hacia Él, y por tanto, también hacia la unidad con todos los cristianos” (Deus caritas est, n. 14).


4. La participación activa


Precisamente ellos, los santos, han celebrado y vivido el acto litúrgico participando activamente. La santidad, como resultado de sus vidas, es el testimonio más bello de una participación realmente viva en la liturgia de la Iglesia.


Así pues, justamente y también providencialmente, el Concilio Vaticano II ha insistido mucho en la necesidad de favorecer una auténtica participación de los fieles en la celebración de los santos misterios, en el momento en que ha recordado la llamada universal a la santidad. Y esta autorizada indicación ha sido confirmada y propuesta nuevamente en muchos documentos sucesivos del magisterio hasta nuestros días.


Sin embargo, no siempre ha habido una comprensión correcta de la “participación activa”, tal como la Iglesia enseña y exhorta a vivirla. Es cierto, se participa activamente también cuando se realiza, dentro de la celebración litúrgica, el servicio que es propio de cada uno; se participa activamente también cuando se tiene una mejor comprensión de la Palabra de Dios escuchada y de la oración recitada; se participa activamente también cuando se une la propia voz a la de los otros en el canto coral… Todo eso, sin embargo, no significaría participación realmente activa si no condujera a la adoración del misterio de la salvación en Cristo Jesús, muerto y resucitado por nosotros: porque sólo quien adora el misterio, acogiéndolo en la propia vida, demuestra haber comprendido lo que se está celebrando y, por lo tanto, es realmente partícipe de la gracia del acto litúrgico.


Para confirmar y apoyar lo que venimos afirmando, escuchemos una vez más al Card. Ratzinger en un pasaje de su fundamental volumen “Introducción al espíritu de la liturgia”: “¿En qué consiste esta participación activa? ¿Qué es lo que hay que hacer? Desgraciadamente, esta expresión se interpretó muy pronto de una forma equivocada, reduciéndola a su sentido exterior: a la necesidad de una actuación general, como si se tratase de poner en acción al mayor número posible de personas, y con la mayor frecuencia posible. Sin embargo, la palabra «participación» remite a una acción principal, en la que todos tenemos que tener parte. Por tanto, si se quiere descubrir de qué acción se trata, hay que averiguar, antes que nada, cuál es esa verdadera «actio» central, en la que deben participar todos los miembros de la comunidad. Con el término actio, referido a la liturgia, se alude en las fuentes a la plegaria eucarística. La verdadera acción litúrgica, el acto verdaderamente litúrgico, es la oratio. Esta oratio – la solemne plegaria eucarística, el canon – es, en realidad, algo más que una serie de palabras, es actio en el sentido más alto del término. En ella se hace presente Cristo mismo y toda su obra de salvación y, por eso, la actio humana pasa a un segundo plano y deja lugar a la actio divina, al actuar de Dios”.


Así, la verdadera acción que se realiza en la liturgia es la acción de Dios mismo, su obra salvífica en Cristo, participada a nosotros. Ésta es la verdadera novedad de la liturgia cristiana respecto a toda otra acción cultual: Dios mismo actúa y realiza lo que es esencial, mientras que el hombre está llamado a abrirse a la acción de Dios, con el fin de ser transformado. El punto esencial de la participación activa es, en consecuencia, que sea superada la diferencia entre el actuar de Dios y nuestro actuar, que podamos convertirnos en una sola cosa con Cristo. Es por eso que, para reafirmar lo que se ha dicho en precedencia, no es posible participar sin adorar.


Escuchemos todavía un pasaje de la Sacrosanctum Concilium: “Por tanto, la Iglesia, con solícito cuidado, procura que los cristianos no asistan a este misterio de fe como extraños y mudos espectadores, sino que comprendiéndolo bien a través de los ritos y oraciones, participen conscientes, piadosa y activamente en la acción sagrada, sean instruidos con la palabra de Dios, se fortalezcan en la mesa del Cuerpo del Señor, den gracias a Dios, aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la Hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él, se perfeccionen día a día por Cristo mediador en la unión con Dios y entre sí, para que, finalmente, Dios sea todo en todos” (n. 48).


Respecto a todo esto, el resto es secundario. Y me refiero, en particular, a las acciones exteriores, aunque importantes y necesarias, previstas sobre todo durante la Liturgia de la Palabra. Me refiero a ellas porque si se convierten en lo esencial de la liturgia y ésta es reducida a un genérico actuar, entonces se ha entendido mal el auténtico espíritu de la liturgia. En consecuencia, la verdadera educación litúrgica no puede consistir sencillamente en el aprendizaje y ejercicio de actividades exteriores sino en la introducción a la acción esencial, a la obra de Dios, al misterio pascual de Cristo por el cual debemos dejarnos alcanzar, implicar y transformar. Y no debe confundirse la realización de gestos externos con la correcta implicación de la corporeidad en el acto litúrgico. Sin quitar nada al significado y a la importancia del gesto externo que acompaña al acto interior, la Liturgia pide mucho más al cuerpo humano. Pide, de hecho, su total y renovado compromiso en la cotidianidad de la vida. Lo que el Santo Padre Benedicto XVI llama “coherencia eucarística”. Precisamente el ejercicio puntual y fiel de esa coherencia es la expresión más auténtica de la participación, incluso corpórea, en el acto litúrgico, en la acción salvífica de Cristo.


Todavía añado algo más. ¿Estamos realmente seguros de que la promoción de la participación activa consiste en hacer todo lo más posible e inmediatamente comprensible? ¿No será que el ingreso en el misterio de Dios puede ser también y, a veces, mejor acompañado por lo que toca las razones del corazón? ¿No sucede, en algunos casos, que se da un espacio desproporcionado a la palabra, chata y banalizada, olvidando que a la liturgia pertenecen palabra y silencio, canto y música, imágenes, símbolos y gestos? ¿Y no pertenecen también a este múltiple lenguaje, que introduce en el centro del misterio y en la verdadera participación, la lengua latina, el canto gregoriano, la polifonía sacra?


5. ¿Qué música para la liturgia?


No me compete a mí entrar directamente en lo que atañe a la música sagrada o litúrgica. Otros, con más competencia, tratarán el asunto en el curso de los próximos encuentros.


Lo que, sin embargo, me parece importante subrayar es que la cuestión de la música litúrgica no puede ser considerada independientemente del auténtico espíritu de la liturgia y, por lo tanto, de la teología litúrgica y de la espiritualidad que de allí surge. Lo que hemos afirmado – que la liturgia es un don de Dios que nos orienta a Él y que, mediante la adoración, nos permite salir de nosotros mismos para unirnos a Él y a los otros – no sólo intenta aportar algunos elementos útiles para la comprensión del espíritu litúrgico sino también elementos necesarios para el reconocimiento de lo que realmente puede decirse música y canto para la liturgia de la Iglesia.


Me permito, al respecto, sólo una breve reflexión a modo de orientación. Uno podría preguntarse cuál es el motivo por el que la Iglesia, en sus documentos más o menos recientes, insista en indicar un cierto tipo de música y de canto como particularmente adecuados para la celebración litúrgica. Ya el Concilio de Trento había intervenido en el conflicto cultural entonces en acto, restableciendo la norma por la que, en la música, la adherencia a la palabra es prioritaria, limitando el uso de los instrumentos e indicando una diferencia clara entre música profana y música sacra. La música sacra, de hecho, no puede ser entendida nunca como expresión de pura subjetividad. Ella está anclada en los textos bíblicos o de la tradición, a celebrar en forma de canto. En épocas más recientes, el Papa San Pío X realizó una intervención similar tratando de alejar la música operística de la liturgia e indicando el canto gregoriano y la polifonía de la época de la renovación católica como criterio de la música litúrgica, que debe ser distinguida de la música religiosa en general. El Concilio Vaticano II no hizo más que reiterar las mismas indicaciones, así como también las más recientes intervenciones magisteriales lo han hecho.


¿Por qué, entonces, la insistencia de la Iglesia en presentar las características típicas de la música y del canto litúrgico de modo tal que permanezcan distinguidas de toda otra forma musical? ¿Y por qué el canto gregoriano y la polifonía sacra clásica resultan ser las formas musicales ejemplares, a la luz de las cuales continuar hoy produciendo música litúrgica, también popular?


La respuesta a esta pregunta está precisamente en todo lo que hemos tratado de afirmar sobre el espíritu de la liturgia. Son estas formas musicales – en su santidad, bondad y universalidad – las que traducen en notas, en melodía y en canto, el auténtico espíritu litúrgico: dirigiéndonos a la adoración del misterio celebrado, favoreciendo una auténtica e integral participación, ayudando a percibir lo sagrado y, por lo tanto, el primado esencial del actuar de Dios en Cristo, permitiendo un desarrollo musical no desanclado de la vida de la Iglesia y de la contemplación de su misterio.


Permitidme una última cita de Joseph Ratzinger: “Gandhi señala tres espacios vitales del cosmos, cada uno de ellos con su propio modo de ser. En el mar viven los peces y callan; los animales de la tierra gritan; pero las aves, cuyo espacio vital es el cielo, cantan. Lo propio del mar es el silencio; lo propio de la tierra, el grito; lo propio del cielo, el canto. Pero el hombre participa en las tres cosas; lleva en sí la profundidad del mar, la carga de la tierra y la altura del cielo, y por eso le pertenecen las tres propiedades: el callar, el gritar y el cantar. Hoy vemos cómo al hombre, después de perder la trascendencia, le resta sólo el grito, porque sólo quiere ser tierra e intenta convertir el cielo y la profundidad del mar en tierra suya. La verdadera liturgia, la liturgia de la comunión de los santos, devuelve la integridad al hombre. Le invita de nuevo a callar y a cantar, abriéndole la profundidad del mar y enseñándole a volar, que es el ser del ángel; elevando su corazón, hace sonar de nuevo en él aquel canto olvidado. Y podemos afirmar incluso que la verdadera liturgia se reconoce por el hecho de que nos libra del actuar común y nos devuelve la profundidad y la altura, el silencio y el canto. La verdadera liturgia se reconoce por el hecho de que es cósmica, no grupal. Canta con los ángeles. Calla con la profundidad expectante del universo. Y redime así la tierra” (Joseph Ratzinger; “Un canto nuevo para el Señor”).


Concluyo. Es ya desde hace algunos años que en la Iglesia, a muchas voces, se habla de la necesidad de una nueva renovación litúrgica. De un movimiento de algún modo similar al que puso las bases para la reforma promovida por el Concilio Vaticano II, que sea capaz de realizar una reforma de la reforma, es decir, un paso adelante en la comprensión del auténtico espíritu litúrgico y de su celebración: llevando así a buen término aquella reforma providencial de la liturgia que los Padres conciliares habían comenzado pero que no siempre, en la aplicación práctica, ha encontrado una puntual y feliz realización.


Nuestra Diócesis, en el movimiento litúrgico del siglo pasado, ha tenido un rol no secundario. El amor por el auténtico espíritu de la liturgia forma parte de su patrimonio de fe, también en virtud de grandes pastores de almas que han dejado su huella en nuestra tierra. Estoy seguro de que un rol similar, si no más significativo, podrá tener también en nuestro tiempo. Que con la ayuda del Señor pueda el ulterior desarrollo de la reforma ser también el fruto de nuestro amor sincero por la liturgia, en fidelidad a la Iglesia y al Papa.


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Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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viernes, 20 de noviembre de 2009

Las realidades últimas (Parte III)

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4. El Juicio final


En la parte central de la Profesión de Fe, allí donde se renueva el Credo en el Hijo de Dios, en un cierto momento se afirma: “Y subió al Cielo, y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos”. Tal vez, a veces, pasamos con demasiada superficialidad por los artículos de la fe. De este modo, no les ponemos más la debida atención y sobre todo nos olvidamos de lo que significan en orden a nuestra vida cristiana.


Respecto a este artículo de fe, escuchemos el Catecismo de la Iglesia Católica: “La resurrección de todos los muertos, «de los justos y de los pecadores» (Hch 24, 15), precederá al Juicio final. Esta será «la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación» (Jn 5, 28-29)… Frente a Cristo, que es la Verdad, será puesta al desnudo definitivamente la verdad de la relación de cada hombre con Dios… El pronunciará por medio de su Hijo Jesucristo, su palabra definitiva sobre toda la historia. Nosotros conoceremos el sentido último de toda la obra de la creación y de toda la economía de la salvación, y comprenderemos los caminos admirables por los que Su Providencia habrá conducido todas las cosas a su fin último” (nn. 1038-1040).


No se podría describir con más claridad la verdad de fe del Juicio final. Esta claridad doctrinal no puede más que ayudarnos a descubrir las consecuencias espirituales que de allí se derivan.


Para empezar, diría que la consideración del Juicio final nos lleva a redescubrir la gran sabiduría de la práctica del examen de conciencia, posiblemente diario y particular, como sugería San Ignacio. En efecto, el examen de conciencia es una suerte de prueba de Juicio que nos acompaña en el curso de la vida. Aquel día, cuando Cristo vendrá a juzgar a vivos y muertos, nos veremos a nosotros mismos en la verdad y sin sombra de mentira. El Señor será la verdad en la cual nos encontraremos reflejados. ¿No es sabio, entonces, acostumbrarse a mirar la propia vida en la verdad, en Cristo, a lo largo de toda la existencia? No quisiera ser banal, y sin embargo creo que la siguiente comparación nos puede ayudar. Cuando somos llamados a afrontar un examen, nos disponemos a vivir ese momento como un juicio. Y a ese juicio nos preparamos con cuidado, a menudo simulando lo que ocurrirá más tarde, imaginando las posibles preguntas y respuestas. ¿No se deberá, con más cuidado aún, disponernos para el Juicio último sobre nuestra vida, acostumbrándonos a examinarnos a nosotros mismos según la verdad y, por lo tanto, en Cristo y en su Palabra?


Pero hay también algo más que la consideración del Juicio final nos ayuda a no perder de vista. Me refiero a la mirada de fe con que observamos e interpretamos los hechos de la vida: la nuestra, la ajena, y la del mundo entero. Aquel día, nos ha recordado el Catecismo, entenderemos finalmente el sentido verdadero y completo de la creación, de la redención, de cada obra realizada por Dios y, por lo tanto, también de cada acontecimiento que ha caracterizado la historia de los hombres. Aquella luz aclarará toda sombra de incomprensión. Entonces, la fe dejará espacio a la visión. Pero ya desde ahora podemos, de algún modo, anticipar y pregustar esa visión: en la medida en que miramos todo con los ojos de Dios. La fe es anticipación de la visión. Quien no tiene la fe, vive en la ceguera del sentido de las cosas. Cuanto más aumenta nuestra fe, más nos acercamos a la comprensión del misterio de la Providencia de Dios y a la experiencia de esa luz que vendrá a nosotros en el día del Juicio. Cuanto más aumenta la fe, más se disipan las zonas oscuras e incomprensibles de nuestra vida. Ejercitémonos, por lo tanto, en la mirada de la fe. Y pidamos la gracia de crecer en la fe.


5. Muerte


Cuanto hemos ido meditando hasta ahora, implica claramente el paso del hombre a través de la experiencia de la muerte. Y es igualmente claro que la hora de la muerte, a partir de las otras consideraciones hechas, recibe una luz del todo nueva, desconocida para quien recorre el camino de la existencia sin la fe. Así se muestra y hace aún más evidente que la consideración de las realidades últimas llena de sentido aquellas realidades penúltimas que, de otro modo, permanecen como el gran e irresuelto enigma de la existencia humana.


Tal vez es por esto que hoy se prefiere hablar poco de la muerte, de evitarla como argumento indeseado, de no pensar en ella y esperar una muerte repentina. ¡Qué lejano parece el tiempo en el que se preparaba para la buena muerte y se pedía la gracia de ser liberados de una muerte improvista! Si esto no concierne sólo a los hombres del siglo presente que han perdido la fe, ¿no será porque también nosotros, que decimos tener fe, hemos perdido el sentido cristiano de la muerte? El tiempo litúrgico en que vivimos, el mes de noviembre, popularmente conocido como el mes de los difuntos, puede ayudarnos a redescubrir el sentido cristiano del morir.


En primer lugar, es sabio pensar en la muerte. Un historiador griego de la antigüedad narra que el rey Damocles quiso un día mostrar cómo vive un rey a un súbdito que envidiaba su condición. Lo invitó a almorzar; un almuerzo opulento, de rey. La vida del rey parecía al siervo cada vez más envidiable. Pero, en un cierto momento, el rey lo invita a levantar la mirada sobre sí, ¿y qué ve el siervo? ¡Una espada pendía sobre su cabeza, con la punta hacia abajo, colgada de una crin de caballo! De golpe, el siervo se puso pálido, dejó de comer, el bocado se le quedó en la garganta y comenzó a temblar.


La muerte es un gran predicador cristiano. Predica siempre y a todos. Dejemos que también a nosotros nos dirija su prédica, que es una prédica de gran sabiduría. Dice la Imitación de Cristo: “En cada acción, en cada pensamiento, deberías comportarte como si tuvieras que morir hoy mismo; si tuvieras la conciencia recta, no tendrías miedo a morir. Sería mejor estar lejos del pecado que huir de la muerte. Si hoy no estás preparado para morir, ¿cómo lo estarías mañana?” (1, 23,1).


A quien tiene el don de la fe, no le basta pensar en la muerte para ser reconducido a una reflexión más sabia sobre el sentido de la vida y, por lo tanto, a un modo diverso de vivir. De hecho, a la luz de la palabra del Señor, la misma muerte cambia la propia fisonomía quedando profundamente transformada: de muro insuperable contra el que se quiebran las esperanzas y las ilusiones del hombre, a paso que conduce al mundo eterno de Dios. “Para tus fieles, Señor, - así se expresa de modo inigualable la liturgia de la Iglesia – la vida se transforma, no se acaba; y disuelta esta morada terrenal, se nos prepara una mansión eterna en el Cielo” (Prefacio de Difuntos I).


Así, para el cristiano, el pensamiento de la muerte es siempre un pensamiento habitado por la resurrección de Cristo, primicia de la resurrección de todos nosotros. ¿Y no debería esto cambiar profundamente los criterios de nuestro vivir? Un hombre, que se declaraba no creyente, confiaba un día a un amigo sacerdote: “Yo no frecuento la Iglesia. Pero me sucede, a veces, con ocasión de la muerte de algún conocido, que debo ir al cementerio. Allí escucho a los sacerdotes decir: “¡Este hombre, esta mujer, resucitarán!” Yo miro a la gente, a mi alrededor. Nadie parece sobresaltarse. No se inmutan. Sin embargo, sé que son creyentes. Yo, que no creo en aquella locura, me digo entonces que, si creyera, habría tenido un shock terrible. ¿Entendéis? Habría que ponerse a gritar, saltar, romper con todo lo que se hacía antes. Si creyese, gritaría un « ¡Viva! » que repercutiría hasta los confines de la tierra. Y, en cambio, todo esto a ellos no les dice nada y cada uno sigue impasible en su lugar”. Cuando realmente se es hijo de la resurrección, esto se ve, ¡porque la vida se convierte en una vida de resucitados! Cada uno de nosotros debería poder decir: “Quiero ver a Dios pero para verlo es necesario morir” (Santa Teresa de Jesús); “No muero, entro a la vida” (Santa Teresa del Niño Jesús).


6. Jesucristo, Rey del Universo


Y al final de nuestra meditación nos detenemos en la contemplación de Cristo, Rey del Universo y Señor de la historia. Al final, porque la celebración de esta gran solemnidad concluye el año litúrgico. Y, sin embargo, parece claro que en todo lo que hemos venido diciendo estaba implícita la contemplación del Señor resucitado y vivo. Precisamente en Él, el Señor, es posible la santidad y se realiza la vida eterna con Dios. Es por Él que podemos entrar en relación de gracia con nuestros hermanos difuntos. Es frente a Él que ocurrirá el juicio de misericordia y de justicia para la salvación o para la condenación. Él es la resurrección y la vida que ha derrotado para siempre a la muerte. Es Él, Jesucristo Rey del Universo, el sentido de todo. Y es para Él que nosotros existimos, vivimos y morimos.


Para nosotros, por lo tanto, ¡vivir es Cristo! Ninguna otra persona o cosa. Y es por eso que la vida cristiana está orientada al mañana, es espera de lo que será o, mejor, de Aquel que vendrá. Cristo está presente y vivo en el hoy de la historia. Pero el régimen de nuestro ser con Él es aún el régimen de la fe. Y nosotros anhelamos la visión cara a cara, la posesión sin fin, la perfección del amor. ¡Qué bien lo habían entendido los primeros cristianos! Su ánimo se manifiesta en ese repetido grito de invocación que concluye el último libro de la Biblia: “¡Ven, Señor!” (Ap. 22, 17.20). Ese grito que ha resonado en los labios de los primeros cristianos y de las generaciones que nos han precedido no puede no resonar también en nuestros labios. Es el grito de la fe. El grito de quien ama al Señor. El grito de quien, en Cristo, ha encontrado el sentido de la vida. El grito de quien vive con esperanza y en la alegría de Dios. Es el grito de quien espera para el futuro la plenitud de la vida ahora pregustada. Es el grito de la Iglesia y, en la Iglesia, es nuestro grito. El Año Litúrgico se concluye así. Así se concluye también nuestra meditación. Así, a la luz de este grito, debe recomenzar nuestra vida.


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Traducción: La Buhardilla de Jerónimo


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jueves, 19 de noviembre de 2009

Las realidades últimas (Parte II)

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2. La conmemoración de Todos los Fieles Difuntos


El motivo que nos lleva a recordar a los fieles difuntos, después de haber contemplado la realidad del Paraíso, es totalmente lógico y comprensible. La vida de la Iglesia, que no se agota en el siglo presente, conoce también una etapa del todo particular que es la de la purificación, “donde –diría Dante – el espíritu humano se purga y se hace digno de subir al Cielo”.


En efecto, cuando el Abad San Odilón del Cluny (+1048) instituyó la Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos, tuvo la genial intuición de elegir como día litúrgico el inmediatamente sucesivo a Todos los Santos. Así se ponía de manifiesto que la Iglesia que está en la purificación ultraterrena ya es Iglesia de los Santos y que la suerte de aquellas almas está eterna e irreversiblemente orientada a la gloria del Paraíso.


Si nos acercamos con la atención debida al sentido de esta celebración litúrgica, descubrimos que en ella está presente un doble llamamiento para la vida de todos nosotros.


En primer lugar, nosotros, peregrinos en la tierra, somos educados en aquella relación de oración que se llama normalmente “sufragio” y que es una exquisita obra de caridad. Rezamos para llevar socorro espiritual a nuestros hermanos que están todavía en espera de lo que constituirá su eterna felicidad. Así redescubrimos la consoladora verdad de la Comunión de los Santos. En virtud de la vida de la gracia que nos acomuna, podemos ir en ayuda unos de otros: ya en la vida presente y también luego en la futura. Donde la gracia es patrimonio común, es derribada toda forma de separación. Entonces, el hombre puede comunicarse con el otro hombre en virtud de Dios que une sus vidas. Y la oración – particularmente la Misa -, el sacrificio ofrecido, la práctica de la limosna, el bien realizado, se convierten en medios de caridad, instrumentos espirituales para el intercambio de los dones de la gracia. Nuestra vida de caridad no podrá nunca estar completa si no contempla también el don generoso del sufragio. Si la caridad, que es el amor mismo de Dios vertido en nuestros corazones, nos lleva a acercarnos en el modo divino a toda necesidad humana, ¿no nos llevará a acercarnos también a la “necesidad de las necesidades”, que es la salvación eterna del hombre?


Además, para ir al segundo llamamiento que surge de la Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos, el estado de purificación ultraterreno de algunos hermanos nuestros recuerda que la purificación es ya parte necesaria de nuestra vida terrena. La ascesis, la penitencia, el sacrificio, no son palabras obsoletas ligadas a un tiempo antiguo que ya no vale la pena recordar. Aquellas palabras, aunque insertadas en un nuevo contexto cultural y en una sensibilidad diversa, siguen siendo vehículo de una verdad que es parte de la fe cristiana. El hombre es pecador y tiene necesidad de purificarse para poder acceder a la presencia del Dios tres veces Santo.


No hay duda. El primer camino de la purificación es el de la confesión sincera que obtiene de Dios la gracia del perdón. Sin embargo, la Iglesia nos recuerda que el pecado del hombre lleva consigo un daño espiritual que va más allá de la remisión del pecado y que otros caminos de purificación pueden reparar. Es por eso que la penitencia, en sus diversas formas, es desde siempre una de las prácticas vividas por los cristianos. Hoy, como ayer, nadie puede pensar en minimizarla. Y nosotros debemos añadirla en la agenda cotidiana de nuestro camino de fe.


3. La posibilidad del Infierno


Lo que venimos diciendo no estaría completo si faltara una palabra sobre esto que, ciertamente, suena duro a nuestros oídos y que, sin embargo, es necesario escuchar de tanto en tanto. Aludo al Infierno y a su dramática posibilidad como resultado de nuestra vida terrena.


¿Quién habla actualmente del Infierno? Y, en consecuencia, ¿aún vale la pena hablar de ello? La pregunta puede ser legítima. Pero es también legítimo preguntarse: ¿el no hablar de ello tiene la capacidad de hacer inexistente una verdad de nuestra fe? ¿No sería más sabio recordar que la vida es un recorrido temporal extremadamente serio y cargado de responsabilidad, como para comportar un resultado eterno que no está descontado para nadie? Al respecto, así se expresa el Concilio Vaticano II, en la Constitución sobre la Iglesia Lumen Gentium: “Como no sabemos ni el día ni la hora, por aviso del Señor, debemos vigilar constantemente para que, terminado el único plazo de nuestra vida terrena, si queremos entrar con Él a las nupcias merezcamos ser contados entre los escogidos; no sea que, como aquellos siervos malos y perezosos, seamos arrojados al fuego eterno, a las tinieblas exteriores en donde «habrá llanto y rechinar de dientes»”(n. 48) .


Nadie quiere, con esto, dar menor importancia a la misericordia infinita de Dios que resplandece en el rostro de Cristo. Todo lo contrario. En verdad, la misericordia no podría resplandecer en todo su fulgor si no se percibiera la dramaticidad del pecado del hombre y la posibilidad de que tal pecado conduzca a una situación irrevocable de lejanía de Dios.


Porque precisamente de eso se trata cuando se habla del Infierno. No podemos estar unidos a Dios si no elegimos amarlo. Y no podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra Él, contra el prójimo, o contra nosotros mismos. No es Dios quien retira de nosotros Su misericordia sin límites sino que somos nosotros quienes hacemos imposible, con nuestro arraigarnos en el pecado mortal, que Dios pueda acogernos cerca de sí. “Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra «Infierno»” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1033).


En este tiempo litúrgico, debemos pensar un poco en el Infierno. Y debemos pensar en esto no para vivir en un estado habitual de angustia y de miedo, sino para reencontrar algunos elementos de nuestra vida de fe que, de otro modo, corren el riesgo de permanecer en la periferia de nuestro horizonte espiritual y, poco a poco, ser eliminados. ¿A qué me refiero?


En primer lugar, a la gravedad del pecado en todas sus formas. El hombre moderno, trágicamente –debemos admitirlo – ya no llega a percibir la gravedad del pecado. Sobre todo en relación al misterio de Dios. A lo sumo, el hombre de nuestro tiempo está pronto a reconocer la gravedad de algunos actos que son realizados contra el hombre, contra la sociedad, contra la naturaleza en sus diversas expresiones. Pero ya no llega a intuir la enormidad de la culpa en cuanto herida hecha al amor de Dios. Y, en verdad, es precisamente esta dimensión la que hace del pecado una realidad “terrible”. Todo pecado es un acto contra Dios. Un acto que parte del hombre, pero al cual el hombre es luego incapaz de poner remedio con sus fuerzas porque provoca un daño infinito. ¿No es éste, quizás, el motivo profundo por el que la salvación del hombre podía provenir sólo de Dios, de un Dios que tomase sobre sí el pecado del hombre? Recordar esto significa gustar, en toda su fuerza de consolación, el misterio de la misericordia de Dios. No temamos, entonces, pensar en el Infierno. No omitamos considerar la gravedad de nuestro pecado. Y desde aquí podrá surgir la maravilla auténtica por la infinita bondad del Señor.


Y así llegamos a un segundo elemento de la vida espiritual que la reflexión sobre el Infierno nos ayuda a no perder de vista: la necesidad de una conversión cotidiana. La percepción de la realidad más intima del pecado y de sus consecuencias es con frecuencia el punto de partida de una vida de santidad. No hay duda: tal punto de partida está con frecuencia y sobre todo constituido por el encuentro con el misterio de la misericordia de Dios. Pero es indudable también que tal encuentro ocurre verdaderamente donde la percepción de la misericordia de Dios no está separada de la conciencia del propio pecado y de la posibilidad del fracaso irremediable de la vida. En este tiempo litúrgico, entonces, la renovada meditación sobre la verdad de la condenación eterna y del pecado sirva de estímulo para reencontrar el impulso para una conversión auténtica y sin titubeos.


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Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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Summorum Pontificum y la reforma de la reforma

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El secretario de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei, Mons. Guido Pozzo, ha ofrecido una entrevista a L’Homme Nouveau, en la que habla sobre la aplicación del Motu Proprio Summorum Pontificum y, más en general, sobre la “reforma de la reforma”. Ofrecemos ahora la traducción completa de esta entrevista, de la cual el blog Secretum meum ya había reproducido dos importantes partes.

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¿Cómo valora la aplicación del Motu Proprio Summorum Pontificum en el mundo, en Europa, y particularmente en Francia?


En general, me parece que a dos años de la publicación de Summorum Pontificum, la situación es bastante diversa. Generalizar o simplificar sería injusto. Tal vez en Francia y en el centro-norte de Europa, los problemas son más agudos pero en un período transitorio son comprensibles las reacciones psicológicas y los interrogantes. Las dificultades para satisfacer las exigencias de los fieles que piden la celebración de la Santa Misa en la forma extraordinaria se deben, a veces, a actitudes hostiles y a prejuicios; otras veces, a obstáculos prácticos como la insuficiencia de clero, la dificultad de encontrar sacerdotes capaces de celebrar dignamente según el Rito antiguo. Además, es difícil ver cómo armonizar la catequesis y la pastoral de la celebración de los sacramentos en el Rito antiguo con el cuidado pastoral y la catequesis ordinaria en las parroquias. Es claro que los obispos y los sacerdotes están llamados a acoger los legítimos pedidos de los fieles, según las normas establecidas por el Motu proprio, partiendo de que no se trata de una concesión hecha a los fieles sino de un derecho de los fieles a tener acceso a la Liturgia gregoriana.


Por otra parte, es claro que debemos ser realistas y actuar con el tacto necesario, porque se trata también de realizar una obra de formación y educación en la perspectiva introducida por el Papa Benedicto XVI con Summorum Pontificum. Estamos invitados a considerar las dos formas como dos usos del único Rito litúrgico y a no verlas en oposición sino, al contrario, como expresión de la unidad sustancial de la liturgia. Estamos llamados a acoger la forma mentis sobre la que se basa el Motu proprio: la prioridad es siempre la continuidad de la historia de fe de Iglesia (lex orandi y lex credendi). La renovación del Concilio Vaticano II debe ser entendida en continuidad con la gran tradición doctrinal de la Iglesia. En la historia de la liturgia hay crecimiento y desarrollo interno, pero se debe rechazar toda ruptura o discontinuidad con el pasado. El patrimonio y el tesoro espiritual de la riqueza litúrgica incluidos en la forma antigua del Misal Romano, hechos visibles de modo particular en el uso antiguo del rito, no deben permanecen al margen de la vida de la Iglesia sino que deben ser correctamente promovidos y apreciados en las diócesis y en las diversas realidades eclesiales.

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Muchos pedidos para las Misas celebradas en la forma extraordinaria no parecen llegar a buen término a causa del rechazo de párrocos u Ordinarios. ¿Es posible un recurso a vuestra Comisión?


El procedimiento indicado por el Motu proprio debe ser respetado. Los fieles deben, en primer lugar, dirigirse al sacerdote y, si hay dificultades, al obispo. Solamente en el caso de que surjan objeciones o impedimentos por parte del obispo para la aplicación del Motu proprio, los fieles podrían dirigirse a la Pontificia Comisión Eclesia Dei; por otra parte, el obispo mismo puede dirigirse a la Comisión por las dificultades que surgiesen por diversos motivos, para que la Comisión pueda ofrecer asistencia y sugerencias. Es necesario, sin embargo, precisar bien que el modo de proceder de la Comisión es institucional, como con cualquier otro organismo de la Curia romana. Los interlocutores de la Comisión son los Ordinarios, obispos y superiores religiosos [concepto que mons. Pozzo ya había expresado un mes atrás en otra entrevista]. Los fieles que lo juzguen conveniente pueden enviar información y señalar eventuales problemas y dificultades a la Pontificia Comisión, la cual, por su parte, se reserva el deber de examinar y decidir si debe proceder, y de qué manera, en contacto con el Ordinario del lugar.

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Un documento de interpretación del Motu proprio había sido anunciado varios meses atrás. ¿Aparecerá próximamente?


En el artículo 11 del Motu proprio se dice, entre otras cosas, que “esta Comisión tiene la forma, las tareas y las normas que el Romano Pontífice desea asignarle”. Una instrucción debería seguir oportunamente para precisar algunos aspectos referentes a la competencia de la Pontificia Comisión y a la aplicación de algunas disposiciones legislativas. El proyecto está en estudio.

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Más en general, ¿vuestro trabajo se introduce en el eventual cuadro de una “reforma de la reforma”?


La idea de una “reforma de la reforma litúrgica” ha sido propuesta, en diversas ocasiones, por el entonces cardenal Ratzinger. Si mal no recuerdo, ha dicho también que esta reforma no sería el resultado de un trabajo de oficina de una comisión de expertos sino que requeriría una maduración en la vida y en la realidad eclesial toda.


Pienso que, en el punto al que hemos llegado, es indispensable actuar en la línea que indicaba el Santo Padre en la carta de presentación del Motu proprio sobre el uso del Rito Romano anterior a la reforma de 1970, es decir, que “las dos Formas del uso del Rito romano pueden enriquecerse mutuamente” y que “lo que para las generaciones anteriores era sagrado, también para nosotros permanece sagrado y grande y no puede ser  improvisamente totalmente prohibido o incluso perjudicial. Nos hace bien a todos conservar las riquezas que han crecido en la fe y en la oración de la Iglesia y de darles el justo puesto”. Así se ha expresado el Santo Padre.


Por lo tanto, promover esta línea significa contribuir efectivamente a esa maduración en la vida y en la conciencia litúrgica que podría llevar, en un futuro no muy lejano, a una “reforma de la reforma”. Lo que actualmente es esencial para recuperar el significado más profundo de la liturgia católica, en los dos usos del Misal romano, es el carácter sagrado de la acción litúrgica, el carácter central del sacerdote como mediador entre Dios y el pueblo cristiano, el carácter sacrificial de la Santa Misa, como dimensión primordial de la cual deriva la dimensión de la comunión.

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Curiosamente, la comisión para la aplicación del Motu proprio Summorum Pontificum ha mantenido su nombre, debido al precedente Motu proprio. ¿Hay alguna razón para haberlo conservado?


Soy de la opinión de que la razón está en la continuidad sustancial de esta institución, aún teniendo en cuenta la oportunidad de su modernización y de las necesarias integraciones, debidas a las contingencias del momento histórico eclesial

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Fuente: Messainlatino.it


Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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