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Transcribimos aquí la narración de uno de los sueños de San Juan Bosco. Como sabemos, en la vida de Don Bosco, los sueños tuvieron una gran importancia. Comenzó a experimentar estos fenómenos de carácter trascendente a la edad de 9 años, y dejó de tenerlos poco antes de morir. Si bien fueron muchos más, se recogen 153 sueños en las Memorias biográficas.
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Todas las grandes empresas en la vida de Don Bosco tuvieron su origen en sueños. Cuando él aseguró a su hijos, los salesianos, que en orden a la Congregación no había dado un paso que no le fuera mandado, aludía a los sueños, porque era la vía ordinaria en que Dios le manifestaba su voluntad.
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El siguiente, es conocido como el sueño 29, que tuvo Don Bosco durante las fechas del 3, 4 y 5 de abril del año 1861. El Santo mismo narró este sueño a los jovencitos del Oratorio.
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En la noche del 7 de abril de 1861, después de las oraciones Don Bosco subió a la tribuna desde donde solía hablar, para decir una buena palabra a los jovencitos y comenzó así:
—Tengo algo muy curioso que contarles. Se trata de un sueño. Un sueño no es una cosa real. Se los digo para que no le den mayor importancia de la que merece. Antes de comenzar mi narración debo hacerles algunas observaciones. Yo se los cuento todo, de la misma manera que me agrada me digan todas sus cosas. Sepan que no tengo secretos para ustedes, pero lo que se dice aquí debe quedar entre nosotros. No me atrevería a asegurar que se haga reo de pecado quien lo cuente a personas extrañas, pero es mejor que estas cosas no pasen del dintel del Oratorio. Coméntenlo entre ustedes, rían, bromeen sobre cuanto les voy a decir, cuanto les plazca, pero sólo con aquellas personas que sean de su confianza y que crean pueden sacar de ello algún provecho, si las consideran convenientemente capacitadas para ello.
El sueño consta de tres partes; lo tuve durante tres noches consecutivas; por eso, hoy les contaré una parte y las otras dos en las noches siguientes. Lo que más admiración me produjo fue que reanudé el sueño la segunda y tercera noche en el punto preciso en que había quedado la noche precedente al despertarme.
PRIMERA PARTE
Los sueños se tienen durmiendo, por tanto, yo dormía al comenzar a soñar. Algunos días antes había estado fuera de Turín, pasando muy cerca de las colinas de Moncalieri. El espectáculo de aquellas colinas que comenzaban a cubrirse de verdor, me quedó impreso en la mente, y, por tanto, bien pudo ser que las noches siguientes, al dormir, la idea de aquel hermoso espectáculo viniese de nuevo a impresionar mi fantasía y ésta avivase en mí el deseo de dar un paseo.
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Lo cierto es que, en sueños, contemplé una amplia y dilatada llanura: ante mis ojos se levantaba una alta y extensa colina. Estábamos todos parados cuando, de pronto, hice a mis jóvenes la siguiente propuesta:
—¿Vamos a dar un buen paseo?
—Pero ¿adonde?
Nos miramos los unos a los otros; reflexionamos unos instantes y después, no sé por qué causa extraña alguno comenzó a decir:
—¿Vamos al Paraíso?
—Sí, sí; vamos a dar un paseo al Paraíso —replicaron los demás—.
—¡Bien, bien! ¡Vamos!,—exclamaron todos a una—.
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Partiendo de la llanura, después de caminar un poco nos encontramos al pie de la colina. Al comenzar a subir por un sendero: ¡qué admirable espectáculo! Sobre toda la extensión que podíamos abarcar con la vista, la dilatada ladera de aquella colina estaba cubierta de bellísimas plantas de todas las especies: frágiles y bajas, fuertes y robustas, con todo, estas últimas no eran más gruesas que un brazo. Había perales, manzanos, cerezos, ciruelos, vides de variadísimos aspectos, etcétera, etcétera. Lo más singular era que en cada una de las plantas se veían flores que comenzaban a brotar y otras plenamente formadas y dotadas de bellísimos colores; frutos pequeños y verdes y otros gruesos y maduros; de forma que en aquellas plantas había cuanto de hermoso producen la primavera, el verano y el otoño.
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La abundancia de frutos era tal, que parecía que las ramas no podrían resistir el peso. Los jóvenes se acercaban a mí llenos de curiosidad y me preguntaban la explicación de aquel fenómeno, pues no sabían darse razón de semejante milagro. Recuerdo que para satisfacerles un poco les di la siguiente respuesta:
—Tengan presente que el Paraíso no es como nuestra tierra, donde cambian las temperaturas y las estaciones. Han de saber que aquí no hay cambio alguno; la temperatura es siempre igual, suavísima, adaptada a las exigencias de cada planta. Por eso cada una de éstas recoge en sí cuanto de hermoso y de bueno hay en cada estación del año.
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Quedamos, pues, completamente extáticos contemplando aquel jardín encantador. Soplaba una suave brisa; en la atmósfera reinaba la más completa calma, se percibía un sosiego, un ambiente de suavísimos perfumes que penetraba por todos nuestros sentidos haciéndonos comprender que estábamos gustando las delicias de todas aquellas frutas. Los jóvenes tomaban de aquí una pera, de allá una manzana, de acullá una ciruela o un racimo de uvas, mientras que, al mismo tiempo, seguíamos subiendo todos juntos la colina. Cuando llegamos a la cumbre creímos estar en el Paraíso; en cambio, estábamos bien distantes de él...
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Desde aquella elevación, y del lado allá de una gran llanura o explanada que estaba en el centro de una extensa altiplanicie, se divisaba una montaña tan alta que su cúspide tocaba a las nubes. Por ella subía trepando trabajosamente, pero con gran celeridad, una gran multitud de gentes y en lo más elevado estaba Quien invitaba a los que subían a que continuasen sin desmayo la ascensión.
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Veíamos a otros descender desde la cumbre a lo más bajo para ayudar a los que estaban ya muy cansados, por haber escalado un paraje difícil y escarpado. Los que, finalmente, llegaban a la meta eran recibidos con gran júbilo, con extraordinario regocijo. Todos nos dimos cuenta de que el Paraíso estaba allá y, encaminándonos hacia la altiplanicie, proseguimos después en dirección a la montaña para intentar la subida. Ya habíamos recorrido un buen trozo de camino, cuando numerosos jóvenes, emprendiendo una veloz carrera, para llegar antes, se adelantaron en mucho a la multitud de sus compañeros.
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Mas, antes de llegar a la falda de aquella montaña, vimos en la altiplanicie un lago lleno de sangre, de una extensión como desde el Oratorio a Plaza Castillo. Alrededor de este lago, en sus orilla, había manos, pies y brazos cortados; piernas, cráneos y miembros descuartizados. ¡Qué horrible espectáculo! Parecía que en aquel paraje se hubiese reñido una cruenta batalla. Los jóvenes que se habían adelantado corriendo y que habían sido los primeros en llegar, estaban horrorizados.
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Yo, que me encontraba aún muy lejos y que de nada me había dado cuenta, al observar sus gestos de estupor y que se habían detenido con una gran melancolía reflejada en sus rostros, les grité:
—¡Por qué esa tristeza? ¿Qué les sucede? ¡Sigan adelante!
—¿Sí? ¿Que sigamos adelante? Venga, venga a ver — me respondieron—.
Apresuré el paso y pude contemplar aquel espectáculo. Todos los demás jóvenes que acababan de llegar y que poco antes estaban tan alegres, quedaron silenciosos y llenos de melancolía. Yo, entretanto, erguido sobre la playa del lago misterioso, observaba a mi alrededor. No era posible seguir adelante. De frente, en la orilla opuesta, se veía escrito en grandes caracteres: “PER SANGUINEM”.
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Los jóvenes se preguntaban unos a otros:
—¿Qué es esto? ¿Qué quiere decir todo esto?
Entonces pregunté a uno, que ahora no recuerdo quién era, el cual me dijo:
—Aquí está la sangre vertida por tantos y tantos que alcanzaron ya la cumbre de la montaña y que ahora están en el Paraíso. ¡Esta es la sangre de los mártires! ¡Aquí está la sangre de Jesucristo, con la que fueron rociados los cuerpos de aquellos que dieron testimonio de la fe! Nadie puede ir al Paraíso sin pasar por este lago y sin ser rociado con esta sangre. Esta sangre defensora de la Santa Montaña representa a la Iglesia Católica. Todo aquel que intente asaltarla morirá víctima de su locura. Todas estas manos y todos estos pies truncados, estas calaveras deshechas, los miembros cortados en pedazos que veis diseminados por las orillas, son los restos miserables de los enemigos que quisieron combatir contra la Iglesia. ¡Todos fueron destrozados! ¡Todos perecieron en este lago!
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Aquel joven, en el curso de su conversación, nombró a numerosos mártires, entre los cuales también a los soldados del Papa, caídos en el campo de batalla por defender el poder temporal del Pontificado. Dicho esto, señalando hacia nuestra derecha, en dirección Este, nos indicó un inmenso valle, cuatro o cinco veces más extenso que el valle de sangre y añadió:
—¿Ven allá, aquel valle? Pues allá irá a parar la sangre de aquellos que siguiendo este camino escalarán la montaña; la sangre de los justos, de los que morirán por la fe en los tiempos venideros. Yo procuraba animar a mis jóvenes, que no podían disimular el terror que los invadía al ver y escuchar aquellas cosas, diciéndoles que si moríamos mártires, nuestra sangre sería recogida en aquel valle, pero que nuestros miembros no serían arrojados a las orillas como los que habíamos visto.
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Entretanto, los muchachos se apresuraron a ponerse en marcha. Bordeando las orillas del lago, teníamos a nuestra izquierda la cumbre de la colina que habíamos cruzado y a la derecha el lago y la montaña. A cierta distancia, donde terminaba el lago de sangre, había un paraje plantado de encinas, laureles, palmeras y otras plantas diversas. Nos introdujimos en él para comprobar si era posible el acceso a la montaña; pero, he aquí que ante nuestra vista se ofreció otro nuevo espectáculo. Vimos otro lago enorme, lleno de agua y en ella una gran cantidad de miembros partidos y descuartizados. En la orilla se veía escrito en caracteres cubitales: "PER AQUAM".
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—¿Qué es esto? ¿Quién nos explicará el significado de esto?
—En este lago está —nos dijo UNO— el agua que brotó del costado de Jesucristo; la cual fue poca en cantidad, pero aumentó en forma considerable y sigue aumentado y aumentará en el futuro. Esta es el agua del Santo Bautismo, con el cual fueron lavados y purificados los que escalaron ya esta montaña y con la que deberán ser bautizados y purificados los que han de subir a ella en el porvenir. En ella tendrán que ser bañados todos aquellos que quieran ir al Paraíso. Al Paraíso se llega, o por medio de la inocencia o por medio de la penitencia. Nadie puede salvarse sin haberse bañado en este agua.
Seguidamente, señalando los restos humanos, prosiguió:
—Esos miembros pertenecen a aquellos que atacaron a la Iglesia en el tiempo presente.
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Seguidamente vimos mucha gente y también a algunos de nuestros jóvenes caminando sobre las aguas con una celeridad extraordinaria; con tal rapidez, que apenas si tocaban la superficie con la punta de los pies y, casi sin mojarse, llegaban a la otra orilla. Nosotros contemplábamos atónitos aquel portento cuando nos fue dicho:
—Estos son los justos, porque el alma de los santos, cuando está separada del cuerpo y el mismo cuerpo cuando está glorificado, no sólo puede caminar ligera y velozmente sobre el agua, sino también volar por el mismo aire. Entonces, todos los jóvenes desearon correr sobre las aguas del lago, como aquellos a los cuales habían visto. Después me miraron como para interrogarme con la mirada, pero ninguno se atrevía a iniciar la marcha. Yo les dije:
—Por mi parte, no me atrevo; es una temeridad creerse tan justos como para poder cruzar sobre esas aguas sin hundirse.
Entonces todos exclamaron:
—¡Si usted no se atreve, mucho menos nosotros!
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Proseguimos adelante, siempre girando alrededor de la montaña, cuando he aquí que llegamos a un tercer lago, amplio como el primero y lleno de fuego, en el cual se veían trozos de miembros humanos despedazados. En la orilla opuesta se leía un cartel: “PER IGNEM”.
—Aquí —nos dijo AQUEL tal— está el fuego de la caridad de Dios y de los santos; las llamas del amor y del deseo, por las que deben pasar los que no lo hicieron por la sangre y el agua. Este es también el fuego con que fueron atormentados y consumidos por los tiranos, los cuerpos de tantos mártires. Muchos son los que tuvieron que pasar por aquí para llegar a la cumbre de la montaña. Estas llamas servirán también de suplicio a los enemigos de la Iglesia. Por tercera vez veíamos triturados a los enemigos del Señor en el campo de sus derrotas.
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Nos apresuramos, pues, a seguir adelante y del lado allá de este lago vimos otro a manera de amplísimo anfiteatro que ofrecía un aspecto aún más horrible. Estaba lleno de bestias feroces, de lobos, osos, tigres, leones, panteras, serpientes, perros, gatos y otros muchísimos monstruos que estaban con sus fauces abiertas prestos a devorar a quien se acercara. Vimos mucha gente caminando sobre sus cabezas. Algunos jóvenes comenzaron a correr sobre ellos, pasando sin temor sobre las cabezas de aquellas alimañas sin sufrir el menor daño. Yo quise llamarlos y les gritaba con todas mis fuerzas:
—¡No! ¡Por caridad! ¡Deténganse! ¡No prosigan! ¿No ven cómo esos animales están dispuestos a destrozarlos y a devorarlos después?
Pero mi voz no fue escuchada y continuaron caminando sobre los dientes y sobre las cabezas de aquellos animales, como sobre la más segura de las sendas. El intérprete de siempre me dijo entonces:
—Estos animales son los demonios, los peligros y los lazos del mundo. Los que pasan impunemente sobre las cabezas de las alimañas son las almas justas, los inocentes. ¿No recuerdas que está escrito: Super aspidem et basiliscum ambulabunt et conculcabunt leonem et draconem? A estas almas se refería el profeta San David. Y en el Evangelio se lee: Ecce dedi vobis potestatem calcandi supra serpentes et scorpiones et super omnem virtutem inimici: et nihil vobis nocebit.
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Entonces nos preguntamos:
—¿Cómo haremos para pasar al lado de allá? ¿Tendremos que caminar también nosotros sobre esas horribles cabezas?
—¡ Sí, sí, vamos!, —me dijo uno.
—¡Oh! Yo no me siento con valor para hacerlo — respondí—, sería una presunción el suponerse tan justo como para poder pasar ilesos sobre las cabezas de esos monstruos feroces. Id vosotros si queréis; yo no voy.
Y los jóvenes volvieron a exclamar:
—¡Ah, si Usted no se atreve, mucho menos nosotros!
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Nos alejamos del lago de las bestias y a poco contemplamos una extensa zona de terreno, ocupada por una gran muchedumbre. Parecía o era realidad que a algunos les faltaba la nariz, a otros las orejas, algunos tenían la cabeza cortada; quiénes estaban sin brazos; éstos sin piernas, aquéllos sin manos o sin pies. Unos no tenían lengua y a otros les habían sacado los ojos. Los jóvenes estaban maravillados de ver a toda aquella pobre gente tan mal parada, cuando UNO dijo:
—Estos son los amigos de Dios; los que por salvarse mortificaron sus sentidos: el oído, la vista, la lengua, haciendo además muchas obras buenas. Gran número de ellos perdieron las partes del cuerpo de que se ven privados, por las grandes obras de penitencia a que se entregaron o por el trabajo a que se dieron en aras del amor a Dios o al prójimo. Los de la cabeza cortada son los que se consagraron al Señor de una manera particular.
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Mientras considerábamos estas cosas, vimos una gran muchedumbre de personas, parte de las cuales habían atravesado el lago y subían la montaña poniéndose en contacto con otros que, habiendo llegado antes a la cumbre, descendían para darles la mano y les animaban a que subieran. Después, estos últimos aplaudían, exclamando:
—¡Bien! ¡Bravos!
Al oír aquel ruido de aplausos y aquellas voces, me desperté y me di cuenta de que estaba en la cama. Esta es la primera parte del sueño, esto es, lo que soñé la primera noche.
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Fuente: “Los sueños de Don Bosco”
Central Catequística Salesiana, 1958.
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