“Cuando a uno lo lanzan a una aventura como ésta, debe despedirse de esperanzas y temores, de lo contrario la muerte o la liberación llegarán ambas demasiado tarde para salvar su honor y su razón”. (C. S. Lewis)
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Cada vez son más las señales que indican que hoy en día el verdadero cristiano tiene que remar contra la corriente sin desfallecer. En esta “aventura” nos enfrentamos diariamente a los astutos e ingeniosos ardides del mundo. Al leer en el blog de Luis Fernando que a partir del próximo lunes, dos autobuses de Barcelona llevarán como publicidad el siguiente mensaje: “Probablemente Dios no existe. Disfruta la vida", recordé este imperdible pasaje de las Crónicas de Narnia. La bruja que reinaba en Bajotierra tenía prisionero al príncipe Rilian. Jill, Scrubb y el singular Barroquejón habían llegado allí a fin de rescatarlo, pero la bruja utilizó sus artes para dominarlos. Se proponía hacerles dudar de cada recuerdo que tuvieran tanto del mundo que existía sobre Bajotierra como del mismo Aslan, para subyugarlos luego.
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La Bruja no dijo absolutamente nada, sino que caminó muy despacio por la habitación, siempre mirando de fijo al Príncipe. Al llegar a una pequeña caja pegada en la pared cerca de la chimenea, la abrió y sacó primero un puñado de polvo verde y lo arrojó al fuego. No ardió mucho, pero exhaló un aroma dulce que producía sueño. Y durante toda la conversación que siguió, el olor se hizo más fuerte y fue llenando el cuarto, embotando el pensamiento. En seguida, sacó un instrumento musical muy semejante a una mandolina.
Empezó a tocar con sus dedos, rasgueando una melodía tan repetida y monótona, que a los pocos minutos casi no la notabas. Pero mientras menos la notabas, más se te metía en el cerebro y en la sangre. Esto también dificultada el poder pensar. Después de rasguear un rato (y el aroma dulce se hacía cada vez más intenso), comenzó a hablar con una voz melodiosa y tranquila.
—¿Narnia? —dijo— ¿Narnia? A menudo escuché a su Señoría pronunciar ese nombre en sus delirios. Querido Príncipe, estás muy enfermo. No hay ninguna tierra que se llame Narnia.
—Pero claro que la hay, Señora —dijo Barroquejón— Sucede que yo he vivido allí toda mi vida.
—¿De veras? —dijo la Bruja—. Dime, te lo ruego, dónde está ese país.
—Allá arriba —repuso Barroquejón con firmeza, señalando hacia lo alto—. No... no sé exactamente dónde.
—¿Cómo? —exclamó la Reina, con una risa bondadosa, suave, musical—. ¿Existe un país arriba entre las piedras y el cemento del techo?
—No —replicó Barroquejón, batallando un poco por recuperar el aliento—. Está en el Mundo de Encima.
—¿Y qué es o dónde está, hazme el favor, este, cómo lo llamas, Mundo de Encima?
—¡No te hagas la tonta! —exclamó Scrubb, que luchaba duro contra el encantamiento del aroma dulzón y del rasgueo—. ¡Como si no lo supieras! Está encima, encima, donde puedes ver el cielo y el sol y las estrellas. Pero, si tú has estado allá. Allí nos conocimos.
—Te pido perdón, amiguito —se rió la Bruja (nunca has oído una risa más adorable)—. No recuerdo haberte conocido. Pero muy a menudo encontramos a nuestros amigos en los sueños. Y a menos que todos sueñen lo mismo, no puedes pedirles que lo recuerden.
—Señora —dijo el Príncipe, con dureza—. Ya he dicho a su Gracia que soy el hijo del Rey de Narnia.
—Y vas a ser, amigo querido —dijo la Bruja con voz tranquilizadora, como si le siguiera el juego a un niño—, vas a ser rey de muchas tierras inventadas por tus fantasías.
—Nosotros estuvimos ahí también —dijo bruscamente Jill.
Estaba sumamente enojada, porque sentía que el hechizo la estaba envolviendo por momentos. Pero, en realidad, el hecho de que pudiera todavía sentirlo, probaba que la magia aún no funcionaba totalmente.
—Y tú eres Reina de Narnia también, no lo dudo, preciosa —dijo la Bruja en el mismo tono zalamero y medio burlón.
—No soy nada de eso —contestó Jill, dando una patada en el suelo—. Nosotros venimos de otro mundo.
—¡Pero este juego es mucho más bonito que el otro! —exclamó la Bruja—. Cuéntanos, damisela, dónde está ese otro mundo. ¿Qué barcos y carros viajan entre ese mundo y el nuestro?
Por supuesto que a Jill se le vinieron montones de cosas a la cabeza inmediatamente: el Colegio Experimental, Adela Pennyfather, su hogar, equipos de radio, cines, automóviles, aviones, cupones de racionamiento, colas. Pero parecían borrosas y muy lejanas. (Tran... tran... tran... sonaban las cuerdas del instrumento de la Bruja). Jill no podía acordarse de los nombres de las cosas de nuestro mundo. Y ahora no se le vino a la mente la idea de que la estaban hechizando, puesto que ya la magia había tomado toda su fuerza; y, claro, mientras más hechizada estás, más segura te sientes de que no estás en absoluto embrujada. Se encontró diciendo (y fue un alivio decirlo):
—No. Supongo que ese otro mundo debe ser sólo un sueño.
—Sí. Es sólo un sueño —afirmó la Bruja, rasgueando siempre.
—Sí, sólo un sueño —repitió Jill.
—Ese mundo no ha existido jamás —dijo la Bruja.
—No —dijeron Jill y Scrubb—, jamás existió ese mundo.
—Nunca hubo otro mundo fuera del mío —dijo la Bruja.
—Nunca hubo otro mundo fuera del tuyo —repitieron los demás.
Barroquejón todavía batallaba fuerte.
—No entiendo muy bien lo que ustedes quieren decir por un mundo —dijo resollando como un hombre al que le falta el aire—. Puedes tocar ese violín hasta que se te duerman los dedos, pero no me harás olvidar a Narnia; y a todo el resto del Mundo de Encima. No lo volveremos a ver, no me extrañaría nada. Debes haberlo ocultado y oscurecido como éste, qué sé yo. Es muy posible. Pero yo sé que estuve allí alguna vez. He visto el cielo lleno de estrellas. He visto el sol saliendo del mar en las mañanas y escondiéndose detrás de las montañas en las noches. Y lo he visto en el cielo, a mediodía, cuando no podía mirarlo por su luminosidad.
Las palabras de Barroquejón tuvieron un efecto extraordinario. Los otros tres volvieron a respirar y se miraron como si acabaran de despertar.
—¡Claro, esto es! —gritó el Príncipe—. ¡Por supuesto! Aslan bendiga a este honrado renacuajo del pantano. En estos últimos minutos todos estábamos soñando. ¿Cómo pudimos olvidarlo? Claro que hemos visto el sol.
—¡Claro que sí, por Dios santo! —exclamó Scrubb—. ¡Estupendo, Barroquejón! Eres el único inteligente de todos nosotros, no lo dudo.
Entonces se escuchó la voz de la Bruja, suavemente arrulladora como la de una paloma en lo alto de un olmo en un viejo jardín a eso de las tres, en la mitad de una tarde soñolienta de verano; y dijo:
—¿Qué es ese sol de que hablan ustedes? ¿Quieren significar algo con esa palabra?
— Sí, sabemos requetebién lo que significa —respondió Scrubb.
—¿Puedes decirme cómo es? —preguntó la Bruja (tran, tran, tran, sonaban las cuerdas).
—Permíteme, Señoría —dijo el Príncipe, muy fría y cortésmente—. ¿Ves esa lámpara? Es redonda y amarilla y da su luz a toda la habitación; y además cuelga del techo. Bueno, lo que llamamos sol es como esa lámpara, sólo que muchísimo más grande y más brillante. Ilumina con su luz todo el Mundo de Encima y cuelga del cielo.
—¿Cuelga de dónde, mi señor? —preguntó la Bruja; luego, mientras todavía pensaban cómo responderle, ella agregó con otra de sus suaves risas de plata—. ¿Ven? Cuando tratan de pensar claramente cómo será este sol, no pueden decírmelo. Lo único que me pueden decir es que se parece a la lámpara. Vuestro sol es un sueño; y no hay nada en ese sueño que no haya sido copiado de la lámpara. La lámpara es real; el sol es nada más que un cuento, un cuento de niños.
—Sí, ahora lo comprendo —dijo Jill, con tono pesado y desesperado—. Debe ser así.
—Y al decirlo le pareció muy sensato.
Lenta y gravemente la Bruja repitió: “No hay sol”. Y ellos no dijeron nada. Repitió con una voz más blanda y profunda: “No hay sol”. Después de una pausa, y luego de un gran esfuerzo mental, los cuatro dijeron al mismo tiempo: “Tienes razón. No hay sol”. Fue un alivio tan grande darse por vencidos y decirlo...
—Nunca existió el sol —dijo la Bruja.
—No. Nunca existió el sol —repitieron el Príncipe, y el Renacuajo del Pantano, y los niños.
En esos últimos minutos, Jill tuvo la sensación de que había algo que debía recordar a toda costa. Y lo había logrado, pero era tremendamente difícil decirlo. Sentía un peso inmenso sobre sus labios. Por último, con un esfuerzo pareció sacar todo lo bueno que tenía adentro.
—¡Existe Aslan! —dijo.
—¿Aslan? —dijo la Bruja, acelerando muy ligeramente el ritmo de su rasgueo
—¡Qué lindo nombre! ¿Qué significa?
—El es el gran León que nos trajo desde nuestro mundo —repuso Scrubb— y nos envió a buscar al Príncipe Rilian.
—¿Qué es un león? —preguntó la Bruja.
—¡Córtala ya! —exclamó Scrubb—. ¿No lo sabes? ¿Cómo podemos describírtelo? ¿Has visto alguna vez un gato?
—Por supuesto —contestó la Reina—. Me encantan los gatos.
—Bueno, un león se parece un poco, un poquito no más, en verdad, a un inmenso gato, con melena. Pero no como la melena de un caballo, te fijas, sino más bien como la peluca de un juez, Y amarillo. Y terroríficamente fuerte.
La bruja movió su cabeza.
—Ya veo —dijo— que no nos irá mejor con vuestro león, como lo llaman ustedes, que con vuestro sol. Han visto lámparas y se han imaginado una lámpara más grande y mejor y la han llamado sol. Han visto gatos, y ahora quieren un gato más grande y mejor, y lo han llamado león. Bien, es una bonita invención, pero, para ser sincera, les sentaría mejor si fueran más jóvenes. Y vean que no pueden inventar nada en sus fantasías sin copiarlo del mundo real, este mundo mío, que es el único. Pero hasta ustedes, niños, ya están grandes para tales juegos. Y en lo que toca a vos, mi señor Príncipe, que sois un hombre adulto ya, ¡qué vergüenza! ¿No te ruborizas con estos jugueteos? Vengan todos. Dejen esas triquiñuelas infantiles. Tengo trabajo para ustedes en el mundo real. No hay Narnia, ni Mundo de Encima, ni cielo, ni sol, ni Aslan. Y ahora, todos a la cama. Y empecemos mañana una vida más sensata. Pero primero, a la cama; a dormir; un sueño profundo, con blandas almohadas; a dormir sin sueños tontos.
El Príncipe y los dos niños estaban de pie con las cabezas colgando, las mejillas sonrojadas, los ojos entrecerrados; no les quedaba una gota de fuerza; el hechizo estaba casi cumplido. Pero Barroquejón, reuniendo con desesperación todas sus energías, caminó hasta el fuego. Entonces realizó un acto de gran valentía. Sabía que no le haría tanto daño como a un humano, pues sus pies (que estaban descalzos) eran palmeados y duros y de sangre fría como los de un pato. Pero sabía que le dolería muchísimo; y así fue. Con sus pies desnudos pisoteó el fuego, convirtiendo gran parte de éste en cenizas sobre el hogar de la chimenea.
Y en ese instante sucedieron tres cosas. La primera, el pesado aroma dulzón se hizo menos intenso. Porque, aunque no se apagó totalmente el fuego, se consumió una buena parte, y lo que quedaba olía fuertemente a renacuajo del pantano quemado, el cual no es un olor de brujería. Esto permitió que instantáneamente se aclararan las mentes de todos. El Príncipe y los niños levantaron la cabeza de nuevo y abrieron los ojos.
La segunda fue que la Bruja, con una voz fuerte y terrible, totalmente diferente de los dulces tonos utilizados hasta ahora, gritó:
—¿Qué estás haciendo? ¡Atrévete a tocar una vez más mi fuego, porquería de barro, y haré arder como fuego la sangre en tus venas!
La tercera fue que el mismo dolor hizo que en un segundo se despejara la mente de Barroquejón y supiera exactamente lo que estaba pasando. No hay como un buen sacudón de dolor para disolver algunos tipos de magia.
—Una palabra, Señora —dijo, alejándose de la chimenea, cojeando por el dolor—. Una palabra. Todo lo que has dicho es muy cierto, no me extrañaría nada. Soy un tipo al que siempre le ha gustado conocer lo peor para luego enfrentarlo lo mejor posible. Así que no negaré nada de lo que has dicho. Pero aun así queda algo más que decir. Supongamos que sólo hayamos soñado o inventado todas esas cosas, árboles y pasto y sol y luna y estrellas y el propio Aslan. Supongamos que así fuera. Entonces todo lo que puedo decir es que, en ese caso, las cosas inventadas parecen ser mucho más importantes que las verdaderas. Supongamos que este foso negro que es tu reino sea el único mundo. Bueno, a mí se me ocurre que es harto pobre. Y eso es lo divertido, si te pones a pensar. Nosotros somos sólo niñitos imaginando un juego, si es que tú tienes la razón. Pero cuatro niñitos jugando un juego pueden hacer un mundo de juguete que le gana muy lejos a tu tan verdadero mundo hundido. Por eso me voy a quedar con el mundo de los juegos. Estoy del lado de Aslan en ese mundo, aunque no exista un Aslan que lo gobierne. Voy a vivir lo más como narniano que pueda aunque no haya ninguna Narnia. Por lo tanto, agradecemos mucho tu cena y, si estos dos caballeros y esta dama están dispuestos, abandonaremos tu corte de inmediato y partiremos en la oscuridad a pasar nuestras vidas en la búsqueda de Sobretierra. No creo que nuestras vidas vayan a ser muy largas; pero sería una pérdida mínima si el mundo es un lugar tan aburrido como tú dices.
—¡Bravo! ¡Viva el buen Barroquejón! —gritaron Scrubb y Jill.
Pero de pronto el Príncipe exclamó:
—¡Cuidado! Miren a la Bruja.
Cuando la miraron, se les pusieron los pelos de punta. El instrumento musical cayó de sus manos. Sus brazos parecían estar pegados a sus costados. Sus piernas se entrelazaron y desaparecieron sus pies. La larga cola verde de su falda se volvió más gruesa y sólida y parecía formar una sola pieza con la retorcida columna de sus piernas unidas. Y esa verde columna retorcida se doblaba y oscilaba como si no tuviera articulaciones o como si fueran sólo articulaciones. Tenía la cabeza echada muy hacia atrás y a medida que su nariz se alargaba y se alargaba, las demás partes de su cara parecieron desaparecer, excepto sus ojos. Eran ahora unos abrasadores y enormes ojos, sin pestañas ni cejas. Toma tiempo describir todo esto; pero sucedió tan rápido que uno apenas alcanzaba a verlo. Mucho antes de que hubiera ocasión de hacer algo, el cambio era completo, y la gran serpiente en que se había transformado la Bruja, verde como el veneno y gruesa como la cintura de Jill, había enrollado dos o tres anillos de su repugnante cuerpo en las piernas del Príncipe. Veloz como un relámpago, lanzó otro lazo tratando de sujetar el brazo de la espada. Pero el Príncipe estuvo más rápido. Levantó los brazos y le quedaron libres; el nudo viviente se cerró sólo hasta su pecho, listo para quebrar sus costillas como si fuera leña a medida que se fuera estrechando.
El Príncipe cogió el cuello de la criatura con su mano izquierda, tratando de apretarlo hasta estrangularla. Tenía su cara (si puedes llamar cara a eso) a unos diez centímetros de la suya. La lengua dividida por la mitad como un tenedor bailaba horriblemente entrando y saliendo, pero no pudo alcanzarlo. Rilian echó hacia atrás la espada con su mano derecha para asestar el golpe lo más fuerte que fuera posible. Entretanto, Scrubb y Barroquejón habían sacado sus armas y corrían en su ayuda. Los tres golpes cayeron al mismo tiempo: el de Scrubb (que ni siquiera traspasó las escamas y no valió de nada) en el cuerpo de la serpiente bajo la mano del Príncipe; pero el golpe del Príncipe y el de Barroquejón dieron ambos en el cuello. Mas ni eso logró matarla del todo, aunque empezó a soltar un poco su abrazo a las piernas y el pecho de Rilian. Con repetidos golpes le cortaron la cabeza.
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Lewis, C. S., “Las crónicas de Narnia”, Libro IV: “ La silla de Plata”
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