martes, 8 de diciembre de 2009

María Inmaculada y Santa

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Inmaculada

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Sólo Dios puede reclamar el atributo de santidad. Por eso decimos en el Gloria: Tu solus Sanctus, “Tú solo eres Santo”.


Por santidad entendemos la ausencia de todo lo que mancha, empaña y degrada la naturaleza racional, y todo lo que hay de más opuesto y de más contrario al pecado y a la culpa.


Decimos que solo Dios es Santo, porque realmente Él posee todos Sus excelsos atributos en tal plenitud que puede decirse con toda verdad que sólo Él los tiene. Así, por lo que se refiere a la bondad, el Señor dijo al joven del Evangelio: “No hay nadie bueno mas que Dios”. Igualmente sólo Él es Poder, sólo Él es Sabiduría, sólo Él es Providencia, Amor, Misericordia, Justicia, Verdad. Esto es cierto; pero hacemos resaltar la Santidad como Su prerrogativa específica porque ella indica mejor que cualquier otro de Sus atributos, no sólo Su superioridad sobre todas Sus criaturas, sino Su diferencia radical de todas ellas. De ahí que leamos en el libro de Job: “¿Puede el hombre llevar razón frente a Dios?, ¿puede ser puro el nacido de mujer? Si ni siquiera la Luna es brillante, ni a Sus ojos son puras las estrellas. Ni a Sus santos los encuentra fieles ni la bóveda del cielo es pura a Sus ojos”.


Esto es lo primero que tenemos que aceptar y comprender. Pero en segundo lugar, sabemos también que Dios, en Su Misericordia, ha comunicado en diversos grados a Sus criaturas racionales Sus excelsos atributos, y el primero de todos, por ser el más necesario, Su Santidad. Así Adán desde le momento de su creación, por encima y más allá de su naturaleza de hombre, fue agraciado con la gracia de Dios, para unirlo a Dios y hacerlo santo. Por eso se llama a la gracia “gracia santificante”, y, porque es santificante, es el principio que une a Dios con el hombre. Adán, en el Paraíso, podía haber tenido conocimientos y habilidades y muchas otras cualidades; pero esos dones no lo unían a su Creador. Lo que lo unía era la santidad, pues como dice San Pablo: “Sin ella, nadie verá al Señor”.


Igualmente, cuando el hombre cayó y perdió la gracia santificante, conservó aún diversos dones: podía ser aún, en cierta medida, sincero, compasivo, amable y justo; pero esas virtudes no lo unían a Dios. Necesitaba ser santo. Y por eso, el primer acto de bondad que Dios tiene para con nosotros en el Evangelio es sacarnos del estado no-santo en que nos encontrábamos, mediante el Sacramento del Bautismo, y, con las gracias que en Él nos dio, restablecer las comunicaciones entre el alma y el Cielo, que habían estado cortadas durante tanto tiempo.


Podemos así comprender la fuerza del título que damos a Nuestra Señora cuando la llamamos Santa María. Por esa razón, cuando Dios quiso preparar una Madre humana para Su Hijo, empezó concediéndole una Concepción Inmaculada. No empezó concediéndole el don del amor, o de la sinceridad, o de la amabilidad, o de la devoción, aunque, según las circunstancias los tenía todos ellos. Empezó Su gran Obra antes aún de que María naciese, antes de que pudiese pensar, hablar o hacer nada, haciéndola santa, y con ello ciudadana del Cielo mientras estaba todavía en la tierra.


“Tota pulchra es, María!”. Ninguna de las deformidades del pecado pudo encontrarse jamás en ella. Y en eso se diferencia de todos los santos. Ha habido grandes misioneros, confesores, obispos, doctores, pastores, que han hecho grandes obras y han llevado consigo al Cielo innumerables convertidos y penitentes. Han sufrido mucho, y pueden exhibir una enorme cantidad de méritos. Pero en esto, María se parece a su Divino Hijo: es decir, lo mismo que Él, por ser Dios, es distinto por Su Santidad de todas las criaturas, así ella es distinta de todos los santos por ser la llena de gracia.


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John Henry Newman, “Meditaciones sobre las Letanías”

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