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Mons. Nicola Bux, consultor de la Congregación para la Doctrina de la Fe y experto en ecumenismo, ha concedido esta entrevista en la cual, partiendo de la Semana de oración por la unidad de los cristianos, hace referencia a las concepciones erróneas del ecumenismo y al peligro que representa para la unidad de la Iglesia un equivocado sobredimensionamiento de las conferencias episcopales.
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Don Bux, ¿cuál es el valor de esta Semana de oración por la unidad de los cristianos?
Sirve, sobre todo, para aprender que la unidad no viene desde abajo sino desde lo alto. Después del primer impulso conciliar, que poco a poco se fue atenuando, parecía afirmarse un contra-modelo de ecumenismo que pensaba hacer surgir la unidad desde abajo. Hoy, tal vez con más realismo, se vuelve a comprender que la unidad es algo que viene de lo alto, no la podemos construir nosotros. El ecumenismo debe entenderse como el intento de dejar a Dios aquello que sólo Él puede hacer, es decir, a través de las divisiones y los pecados, llamar al hombre a la unidad con Él.
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Hoy se habla mucho de ecumenismo pero parece que hay muchas interpretaciones diversas de esta palabra, a veces incluso contradictorias. ¿Pero cuál es la interpretación correcta?
En general, el ecumenismo toma como afirmación de base aquella contenida en el capítulo 17 de Juan, dentro de la gran plegaria de Jesús antes de su Pasión: “Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros”. Jesús mismo, por lo tanto, invoca el don de la unidad de lo alto, también porque Él veía las divisiones existentes, que constataba entre los judíos de los cuales era hijo. Por lo tanto, en cierto sentido, la preocupación por la unidad le venía ante la constatación de la realidad. Tantos grupos, facciones, contrapuestos entre ellos, que los Evangelios – y Juan – documentan bien.
Y por eso el Señor, en cierto sentido, preveía, presentía, que no habría sido muy diverso tampoco para sus discípulos. Y de alguna manera Él comprende que sólo un don de lo alto, un don abundante, el perdón, habría limitado los efectos de aquella culpa original que ha provocado la división. No hay que olvidar tampoco en el ecumenismo que la unidad visible no existe porque existe el pecado. Como decía Ireneo, “donde hay pecados existe la multitud, no la unidad”. Por otra parte, el pecado es una realidad al punto que en la liturgia pascual, en el canto del Exultet, se lo define al pecado de origen, una culpa feliz, felix culpa, casi un hecho útil. El mismo san Pablo en la primera carta a los Corintios (11, 19) dice textualmente que “es necesario que haya divisiones entre vosotros”. Impresiona que para el apóstol sean necesarias las divisiones. Podría parecer una contradicción: Jesús afirma la unidad que viene de lo alto, San Pablo de algún modo afirma que hay divisiones. Nosotros estamos lejanos en el tiempo pero vemos las divisiones reales de los cristianos, las históricas y las sutiles que pasan incluso dentro de cada confesión. Y entonces comprendemos realmente que las divisiones tal vez no las podremos quitar al menos hasta el fin de los tiempos. Porque es a través de ellas que debemos entender que la unidad no es algo que construimos nosotros. Es un don, es un perdón, porque si no hay perdón, no puede existir ninguna unidad. Bien lo saben los esposos.
Se debe reconocer que la realidad, contaminada por el pecado, produce divisiones, que deben ser continuamente atravesadas sin pretender esconderlas o amortiguarlas en nombre de una unidad imposible. Sino comprendiendo que nadie, ni católico ni protestante, puede imponer al otro algo que el otro no es o no tiene. Debe nacer desde el interior la escucha de todo lo que de verdadero y de bueno existe en el otro para que crezca el don de la unidad que, no obstante, nos viene de lo alto.
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Muy a menudo, hablando de unidad de los cristianos, se hace referencia – incluso teólogos católicos – a una ideal “federación entre las Iglesias”, todas al mismo nivel. Pero el objetivo del ecumenismo para la Iglesia católica es bien distinto.
La concepción que usted describe es exactamente lo que intentaba decir cuando hablaba de la idea de una unidad que se quiere construir desde abajo. Se hacen muchos esfuerzos, que no conducen a nada, para luego replegarse en una suerte de federación: nos ponemos todos juntos, cada uno sigue siendo lo que es y vamos para adelante. Me pregunto por qué luego, entre estos esfuerzos, está el intento de hacer cambiar de naturaleza a la Iglesia Católica.
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¿Puede dar algún ejemplo?
Pensemos en algunos grupos de protestantes que buscan empujar a la Iglesia católica hacia la intercomunión. Esto es típico de algunos grupos: hagamos intercomunión entre nosotros, incluso si cada uno concibe de manera diferente la realidad de la comunión. Como se sabe, la idea de Eucaristía de los protestantes no es la de los católicos: los protestantes ven la Eucaristía como cena; para nosotros, los católicos, el Cuerpo de Cristo como Iglesia y el Cuerpo de Cristo como especie sacramental constituyen el mismo misterio, único sacramento. Por lo tanto, para nosotros no es posible estar en comunión con quién lo concibe de forma distinta. Esto a pesar de que entre protestantes y algunos grupos católicos se quiera a toda costa impulsar una apariencia de unidad.
Pero la cuestión va más allá de los cristianos y se extiende, por ejemplo, a los judíos: esta mañana escuchaba una entrevista al rabino jefe de Roma, el cual en cierto sentido dictaba a la Iglesia católica los criterios para ser Iglesia. Decía: debemos eliminar la teología de la sustitución (el pueblo de Dios ha tomado el lugar del pueblo de Israel en lo concerniente a la salvación); luego hay que quitar del medio la beatificación (aludiendo a Pío XII); finalmente hay que estar atentos respecto a la unidad con los lefebvristas, porque significaría que el Concilio es traicionado. A mí me parece extraño que una persona que no es miembro de la Iglesia católica intervenga de este modo en lugar de mirar dentro de su propia ambiente. Si realmente quiere trabajar para hacer menos difícil la coexistencia entre diversos seres humanos o religiones, que se preocupe más bien por mirar dentro de su propio interior cuáles son los problemas, los puntos sobre los cuáles trabajar para hacer menos difícil la convivencia entre seres humanos – en este caso dos religiones – en lugar de dictar a la otra lo que debería ser. Esto es un mal modo de entender el ecumenismo y, en este caso, el diálogo interreligioso. Ninguno de nosotros pensaría en ir decirle a los judíos lo qué deben o no deben hacer.
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Se podría objetar, sin embargo, que también los católicos desean el cambio de los demás, que los otros vuelvan a la única Iglesia católica, que también los judíos se conviertan. ¿Por qué esto no es una falta de respeto?
Pertenece al ADN del católico – de lo contrario, no sería católico – concebir a la Iglesia como plenitud de la verdad y de la unidad. Menos que la Iglesia católica – decía Von Balthasar – quiere decir pertenecer a otra realidad que no es la Iglesia católica. Para un católico – consciente de su catolicidad –, la pertenencia a la Iglesia católica es el máximo de pertenencia eclesial cristiana que puede haber. Esto probablemente podrá no gustar a otros, pero trataré de explicarme con un ejemplo: si la idea de sacramento no caracteriza a la Iglesia protestante, o bien, si la idea del primado del Obispo de Roma en relación a todos los obispos del mundo no es característica de la Iglesia ortodoxa, quiere decir que estamos frente a un “menos” respecto a la plenitud católica. Decía Balthasar: estas realidades se encuentran ya en la Iglesia católica, no son externas. Por lo tanto, quien no las tiene, quien las ha rechazado, por razones históricas, ciertamente no puede pretender que los católicos vuelvan atrás. Ellos deberían preguntarse por qué los católicos nunca las han rechazado. Ciertamente puede haber responsabilidad por parte católica por estas divisiones pero esto no quita nada de la verdad respecto a la naturaleza de la Iglesia. Tengamos presente también que todos los cristianos profesan el mismo Credo, que ha sido confeccionado en los concilios de Nicea y de Constantinopla: por lo tanto, todos afirmamos “Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica”, aún si es evidente que la afirmación de las palabras – diría san Ireneo – no quiere decir que todos creamos del mismo modo.
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¿Y cómo se concilia el diálogo con la misión?
Un católico no puede no desear que cualquier ser humano se convierta en católico, porque de lo contrario debería plantearse la pregunta, grande como una casa, sobre por qué es católico. Si soy católico, creo que ha sido el don más grande que se ha hecho a mi vida. Si este don se me ha dado a mí, ¿por qué no debo desear que les sea dado a otros? Si yo creo que Jesucristo es el único Señor y el Salvador de la humanidad, ¿por qué debo creer que algunos sectores de la humanidad deben quedar excluidos? La catolicidad, la dimensión católica, está para indicar esta universalidad de mirada, de destino: para nosotros, los católicos, no es un límite sino una misión: ¡ay de nosotros si no lo anunciáramos!, como dice San Pablo. El diálogo es en la búsqueda de la verdad: entre los judíos muchos se han hecho cristianos por un movimiento espontáneo de profundización de su misma religión, han ido a fondo en la propia religión y Jesús es el cumplimiento de esta búsqueda de la verdad.
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Volviendo al diálogo entre cristianos, se tiene la impresión de que con los ortodoxos la unidad es más fácil – o más cercana – respecto a las Iglesias protestantes.
Creo que es una apariencia. Con los ortodoxos esencialmente diferimos porque la idea de Iglesia que ellos tienen no postula un principio visible de unidad que resida en el obispo de Roma. Ellos creen que la Iglesia se apoya únicamente sobre las Iglesias locales, sobre la visibilidad local. Decir que es más fácil es arriesgado porque incluso dentro de la misma Ortodoxia los obispos y las Iglesias en las que la Ortodoxia se articula han consolidado totalmente el principio de autonomía, cada uno hace según su propia cabeza (es el significado literal de autocéfalas). Los ortodoxos saben que éste es el gran problema: la estructura eclesiológica afirmada a lo largo de los siglos ha llegado a tal punto que no son capaces de salir de ella.
La autocefalía es una especie de virus que se convierte en un principio de destrucción de la Iglesia, y por desgracia ha atacado también a la Iglesia católica. Basta pensar en la elefantiasis de las conferencias episcopales (nacionales, regionales, territoriales) que prácticamente quieren dictar leyes incluso a la Sede apostólica de Roma. El riesgo es grave: la realidad – no de ahora – es que hay un intento por parte de algunas conferencias episcopales de constituirse como alter ego de la Santa Sede, olvidando que las conferencias episcopales no son de institución divina. Son organismos eclesiales que tienen, por lo tanto, todos los límites de los organismos humanos. Ni siquiera la autoridad de un obispo puede ser superada por una conferencia episcopal. Pero hoy se asiste a esto, a la lenta y directa desautorización de la autoridad del obispo individual por parte de las Conferencias Episcopales. Éstas, entre otras cosas, no tienen prerrogativas doctrinales y, sin embargo, muy a menudo vemos tomas de posiciones casi contestatarias frente a la autoridad del obispo de Roma, sin la cual no subsiste tampoco la de los organismos colegiales. Como enseña el Concilio Vaticano II, el colegio de los obispos no existe nunca sin su cabeza. Si no tratamos de curar pronto este virus, correremos el riesgo de encontrarnos también nosotros en situaciones análogas – y diría que cada vez más difíciles – a las de los así llamados hermanos separados.
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Fuente: La bussola quotidiana
Traducción: La Buhardilla de Jerónimo
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2 Comentarios:
La unidad de la Iglesia es sobrenatural. El ecumenismo no tiene razón de ser.
Ntra. Señora de todos los Pueblos dijo que cuando se proclame el último dogma mariano; María Corredentora, Mediadora y Abogada, será el triunfo del Corazón Inmaculado de María, y con ésto se hará la union tran pretendida.
Estoy bastante de acuerdo con las concepciones de Monseñor; me parece un avance a mejor desde las concepciones exentas de verdad que hemos tenido que sufrir especialmente en las tres últimas décadas, cuyo exponente máximo fue el acontecimiento de Asís hace ya 25 años.
Dos cosas son matizables, a mi modesto parecer, citar a S. Pablo en ese contexto de las necesarias divisiones, sin decir nada del fin que el mismo apóstol atribuye a tales hechos, está de más y sinceramente creo que no debería apoyarse en él para defender su propia concepción. Una cita fuera del contexto, puede resultar peligroso usarla.
En segundo lugar, conociendo personalmente algunos miembros de la FSSPX, no parece que, en general, esa hermenéutica de MOns. esté muy alejada del pensamiento de ellos, por lo que su frase intercalada, que no veo a cuento de qué viene,sobre los lefebrianos me parece más un tic nervioso, fruto de preconcepciones que otra cosa. Me extraña en una prelado con tanta mesura y seriedad. No veo porque la incardinación canónica de la Fraternidad sería una traición al Concilio Vaticano II, del que muchos creen con error, como denunció el Cardenal Ratzinger, que es un 'Superdogma' y no una interpretación o hermenéutica adecuado del mismo.
En fin, en eso no parece seguir a la Comisión Pontificia Ecclesia Dei, ni al Papa que tantas veces ha puesto en su lugar el grado magisterial exacto del concilio. Nadie es perfecto.
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