sábado, 15 de noviembre de 2008

El inestimable don de Cristo

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El siguiente testimonio pertenece a Philip Gerard Johnson, oficial naval de los Estados Unidos de Norteamérica, a quien el 15 de octubre pasado los médicos le diagnosticaron un tumor cerebral no operable.

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He recibido muchos emails preguntándome cómo podía estar tan alegre y contento después de haberme enterado que tengo un tumor en el cerebro. Hay muchos factores involucrados, incluyendo el hecho de que una enfermedad grave lo fuerza a uno a centrarse en la Vida Eterna con Dios, en lugar de los “reinos terrenales”. Para aquellos que están centrados en esta corta vida terrena, es muy difícil lidiar con una enfermedad sobre la que uno tiene poco control. Para aquellos que miran hacia la eternidad, es posible ver esta vida como un escalón más hacia la felicidad eterna con Nuestro Señor. Después de comprender esto, el sufrimiento y la muerte no son solamente más fáciles de aceptar, sino que son bien recibidos, con un deseo profundo de estar unidos a la Cruz de Nuestro Señor, y de pasar la eternidad con Él en el Cielo.

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Para darnos fuerza para vivir nuestra vida de todos los días, Nuestro Señor Jesucristo nos ha dado un gran Don – el Don de Sí Mismo en el Santísimo Sacramento. En la Santísima Eucaristía, Cristo se da a Sí Mismo a nosotros – Su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad – y debo reconocer que este gran Don es la fuente de mis fuerzas en este difícil momento de mi vida. Como fieles católicos, podemos recoger los beneficios espirituales de este gran Don recibiendo frecuentemente la Santa Comunión, y adorando a Nuestro Señor en el Santísimo Sacramento del Altar.

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Cristo instituyó la Eucaristía en la Última Cena, prometiendo que “el que come Mi Carne y bebe Mi Sangre vive en Mí, y Yo en él” (Jn 6, 56). Desde ese día, el Sacrificio de Cristo en la Cruz ha sido “re-presentado” al Padre en cada Misa, y Cristo viene a nosotros por medio de las manos consagradas de los sacerdotes. Al repetir las palabras de Cristo en la Última Cena, el sacerdote hace descender a Cristo desde el Cielo al altar.

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San Cirilo de Jerusalén (muerto en el 387), decía que la recepción de la Eucaristía hace del cristiano un “portador de Cristo”, y lo hace “un cuerpo y una sangre con Él” (Catequesis 4, 3). El Concilio de Florencia, enseñaba en el año 1439: “Cada uno de los efectos que el alimento y la bebida materiales producen en nuestras vidas corporales preservando, incrementando, sanando y satisfaciendo esta vida, son también producidos por este Sacramento en la vida espiritual”.

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El “Catecismo de bolsillo”del P. John A. Hardon nos da cuatro excelentes razones para frecuentar este Sacramento de Amor:


1. La Santa Comunión preserva la vida sobrenatural del alma, dándole la fuerza sobrenatural para resistir a la tentación, y debilitando la fuerza de la concupiscencia. Esto refuerza la capacidad de nuestra voluntad libre para resistir los asaltos del demonio. En una definición formal, la Iglesia llama a la Santa Comunión “un antídoto por el que somos preservados de los pecados más graves” (Concilio de Trento, 11 de octubre de 1551).


2. La Santa Comunión incrementa la vida de la gracia ya presente, animando nuestra vida sobrenatural y fortaleciendo las virtudes y dones del Espíritu Santo que poseemos. Hay que enfatizar, sin embargo, que el principal efecto de la Comunión no es la remisión de los pecados. De hecho, una persona consciente de pecado mortal, comete un sacrilegio si se acerca a la Comunión.

3. La Santa Comunión cura las enfermedades espirituales del alma, purificándola de los pecados veniales y del castigo temporal debido a los pecados. No sólo sirve de antídoto para proteger al alma de los pecados mortales, la Comunión es también “un antídoto por el cual somos liberados de los pecados veniales cotidianos” (Concilio de Trento, 11 de octubre de 1551). La remisión de los pecados veniales y de los sufrimientos temporales debidos al pecado, toman lugar inmediatamente, debido a los actos de amor perfecto a Dios que son despertados por la recepción de la Eucaristía. El alcance de esta remisión depende de la intensidad de nuestra caridad cuando recibimos la Comunión.


4. La Santa Comunión nos da el gozo espiritual en el servicio de Cristo, en la defensa de Su causa, en la realización de los deberes de nuestro estado de vida, en los sacrificios requeridos para imitar la Vida de Nuestro Salvador.

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El Santísimo Sacramento es un gran Don de Dios. ¿Somos lo suficientemente agradecidos? ¿Examinamos nuestras conciencias adecuadamente, en orden a asegurar que recibimos este Don de una manera digna? Al recibir la Santa Comunión, recibimos el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesús. ¡Qué afortunados seríamos por experimentar este milagro una vez en nuestras vidas, y sin embargo el Señor nos permite hacerlo todos y cada uno de nuestros días si así lo deseamos! ¡No somos merecedores de tan alto Don!

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Además de la Comunión frecuente, la adoración al Santísimo Sacramento nos consuela en los momentos más difíciles. La adoración eucarística es el acto por el que honramos a Nuestro Señor Jesucristo en el Santísimo Sacramento. Durante la adoración, fijamos la mirada en Nuestro Señor, y permitimos que nuestros corazones sean transformados y colmados con el Amor de Cristo. San Alfonso María de Ligorio escribió: “De todas las devociones, adorar a Jesús en el Santísimo Sacramento es, después de los sacramentos, la más grande, la más grata a Dios, y la que nos es de mayor ayuda. La Eucaristía es un tesoro inapreciable: no sólo celebrando la Eucaristía, sino también orando ante Ella fuera de la Misa, somos admitidos a entrar en contacto con la Fuente misma de la Gracia…”.

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En la adoración nos abandonamos a nosotros mismos a Jesús. Le hablamos de nuestras preocupaciones, de nuestros gozos, de nuestros defectos, desilusiones y aspiraciones. Mientras tanto, abrimos nuestros corazones para escuchar la voz de Jesús, a la que mi director espiritual describe como Su “voz baja y calma”. Si nos abandonamos a Cristo en el Santísimo Sacramento, es imposible que no salgamos renovados, fortalecidos y alegres.

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A aquellos que preguntan cómo es posible estar alegres en el sufrimiento y cómo ser fuertes cuando somos débiles, yo sólo puedo señalar a Nuestro Señor Jesucristo en el Santísimo Sacramento del Altar. Muchos años atrás, oí un sermón acerca de la vida del Apóstol San Pedro. Durante el ministerio de Cristo, y en la Pasión de Nuestro Señor, Pedro fue débil y temeroso. Tuvo miedo de una criada que lo acusó de conocer a Jesús, y Pedro negó a Cristo tres veces. Treinta y tres años después, Pedro también enfrentó la crucifixión como un mártir de la fe. Enfrentó la muerte, declarando lleno de gozo y sin temor: “No soy digno de morir de la misma forma que mi Señor. Crucifíquenme boca abajo”. Los crueles guardias no pudieron negarse a este valiente pedido, y San Pedro fue crucificado boca abajo.

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Lo que cambió a Pedro durante aquellos treinta y tres años, fue el Santo Sacrificio de la Misa y la Santísima Eucaristía. Pedro tuvo a Jesucristo en sus manos todos y cada uno de los días, y contempló al Autor del Amor antes de recibirlo en la Eucaristía. El débil Pedro se transformó en el fuerte Pedro por medio del Don de la Eucaristía. Que podamos permitirnos a nosotros mismos el ser cambiados y transformados por el Santísimo Sacramento, sin importarnos cuán difíciles puedan parecernos nuestras vidas.

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Fuente: In Caritate non ficta

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Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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2 comentarios:

  1. Estimados amigos,
    são 23h45min aqui no Brasil e acabei de jantar, depois de chegar de duas capelas de minha paróquia (duas missas dominicais vespertinas).
    Este texto me restaurou as energias e, se me permitem, o traduzirei e o disponibilizarei em português.
    Obrigado, uma vez mais.

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  2. Para Oblatvs:
    Nos alegramos con usted. Testimonios como este nos estimulan para una mayor entrega al Señor, y vale la pena traducirlos y publicarlos. Que tenga un feliz Domingo.

    Los buhardilleros.

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