lunes, 20 de julio de 2009

América: ¿«lenguas cortadas»?

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Como ejemplo clamoroso y actual del olvido (o ma­nipulación) de la historia, como señal de una verdad cada vez más en peligro, pensemos en lo que ha ocu­rrido a la vista de 1992, el año del Quinto Centenario del desembarco de Cristóbal Colón en las Américas. Ya hemos hablado ampliamente de ello. Aquí nos limitamos a examinar un aspecto concreto de ese acontecimiento.


Anticipemos ya que el descubrimiento, la con­quista y la colonización de América latina —central y meridional— vieron el trono y el altar, el Estado y la Iglesia estrechamente unidos. En efecto, ya desde el principio (con Alejandro VI), la Santa Sede reco­noció a los reyes de España y de Portugal los de­rechos sobre las nuevas tierras, descubiertas y por descubrir, a cambio del «Patronato»: es decir, la mo­narquía reconocía como una de sus tareas principales la evangelización de los indígenas, y se encargaba de la organización y los gastos de la misión. Un sistema que también presentaba sus inconvenientes, limi­tando por ejemplo, en muchas ocasiones, la libertad de Roma; pero que sin embargo resultó muy eficaz —por lo menos hasta el siglo XVIII, cuando en las cortes de Madrid y Lisboa empezaron a ejercer influen­cia los «filósofos» ilustrados, los ministros masones— porque la monarquía se tomó muy en serio la tarea de difusión del Evangelio.


Por lo tanto, las polémicas que ya han nacido so­bre este pasado implican también a la Iglesia, por su estrecho vínculo con el Estado, en la acusación de «genocidio cultural». Que, ya se sabe, siempre em­pieza por el «corte de la lengua»: o sea la imposición a los más débiles del idioma del conquistador.


Pero tal acusación sorprenderá a quien tenga co­nocimiento de lo que realmente pasó. A propósito de esto escribió cosas importantes el gran historiador (y filósofo de la historia) Arnold Toynbee, no católico y por lo tanto fuera de toda sospecha. Este célebre es­tudioso observaba que, atendiendo su fin sincero y desinteresado de convertir a los indígenas al Evan­gelio (objetivo por el cual miles de ellos dieron la vida, muchas veces en el martirio), los misioneros en todo el imperio español (no sólo en Centro y Sudamérica, sino también en Filipinas), en lugar de pre­tender y esperar que los nativos aprendieran el cas­tellano, empezaron a estudiar las lenguas indígenas.


Y lo hicieron con tanto vigor y decisión (es Toyn­bee quien lo recuerda) que dieron gramática, sintaxis y transcripción a idiomas que, en muchos casos, no habían tenido hasta entonces ni siquiera forma es­crita. En el virreinato más importante, el de Perú, en 1596 en la Universidad de Lima se creó una cátedra de quechua, la «lengua franca» de los Andes, hablada por los incas. Más o menos a partir de esta época, nadie podía ser ordenado sacerdote católico en el vi­rreinato si no demostraba que conocía bien el quechua, al que los religiosos habían dado forma escrita. Y lo mismo pasó con otras lenguas: el náhuatl, el guaraní, el tarasco...


Esto era acorde con lo que se practicaba no sólo en América, sino en el mundo entero, allá donde llegaba la misión católica: es suyo el mérito indiscutible de haber convertido innumerables y oscuros dialectos exóticos en lenguas escritas, dotadas de gramática, diccionario y literatura (al contrario de lo que pasó, por ejemplo, con la misión anglicana, dura difusora solamente del inglés). Último ejemplo, el somalí, que era lengua sólo hablada y adquirió forma escrita (ofi­cial para el nuevo Estado después de la descoloni­zación) gracias a los franciscanos italianos.


Pero, como decíamos, son cosas que ya debería saber cualquiera que tenga un poco de conocimiento de la historia de esos países (aunque parecían igno­rarlo los polemistas que empezaron a gritar a la vista de 1992).


Pero en estos años un profesor universitario es­pañol, miembro de la Real Academia de la Lengua, Gregorio Salvador, ha vertido más luz sobre el asunto. Ha demostrado que en 1596 el Consejo de In­dias (una especie de ministerio español de las colo­nias), frente a la actitud respetuosa de los misioneros hacia las lenguas locales, solicitó al emperador una orden para la castellanización de los indígenas, o sea una política adecuada para la imposición del caste­llano. El Consejo de Indias tenía sus razones a nivel administrativo, vistas las dificultades de gobernar un territorio tan extenso fragmentado en una serie de idiomas sin relación el uno con el otro. Pero el em­perador, que era Felipe II, contestó textualmente: «No parece conveniente forzarlos a abandonar su len­gua natural: sólo habrá que disponer de unos maes­tros para los que quisieran aprender, voluntaria­mente, nuestro idioma.» El profesor Salvador ha observado que detrás de esta respuesta imperial es­taban, precisamente, las presiones de los religiosos, contrarios a la uniformidad solicitada por los políti­cos.


Tanto es así que, precisamente a causa de este freno eclesiástico, a principios del siglo XIX, cuando empezó el proceso de separación de la América es­pañola de su madre patria, sólo tres millones de per­sonas en todo el continente hablaban habitualmente el castellano.


Y aquí viene la sorpresa del profesor Salvador. «Sorpresa», evidentemente, sólo para los que no co­nocen la política de esa Revolución francesa que tanta influencia ejerció (sobre todo a través de las sectas masónicas) en América latina: es suficiente ob­servar las banderas y los timbres estatales de este continente, llenos de estrellas de cinco puntas, trián­gulos, escuadras y compases.


Fue, en efecto, la Revolución francesa la que estruc­turó un plan sistemático de extirpación de los dialec­tos y lenguas locales, considerados incompatibles con la unidad estatal y la uniformidad administrativa. Se oponía, en esto también, al Ancien Régime, que era, en cambio, el reino de las autonomías también cultu­rales y no imponía una «cultura de Estado» que despo­jara a la gente de sus raíces para obligarla a la perspectiva de los políticos e intelectuales de la capital.


Fueron pues los representantes de las nuevas repúblicas —cuyos gobernantes eran casi todos hom­bres de las logias— los que en América latina, ins­pirándose en los revolucionarios franceses, se dedi­caron a la lucha sistemática contra las lenguas de los indios. Fue desmontado todo el sistema de protección de los idiomas precolombinos, construido por la Igle­sia. Los indios que no hablaban castellano quedaron fuera de cualquier relación civil; en las escuelas y en el ejército se impuso la lengua de la Península.


La conclusión paradójica, observa irónicamente Salvador, es ésta: el verdadero «imperialismo cultu­ral» fue practicado por la «cultura nueva», que sus­tituyó la de la antigua España imperial y católica. Y por lo tanto, las acusaciones actuales de «genocidio cultural» que apuntan a la Iglesia hay que dirigirlas a los «ilustrados».


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Fuente: “Leyendas negras de la Iglesia” de Vittorio Messori

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