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“La comunicación en la misión del sacerdote” ha sido el tema de la jornada de estudio promovida por la Pontificia Universidad de la Santa Cruz en el ámbito de las iniciativas por el Año sacerdotal. Publicamos nuestra traducción de la intervención de Monseñor Mauro Piacenza, arzobispo secretario de la Congregación para el Clero.
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La eficacia del ministerio, garantizada, en sus aspectos esenciales, por la gracia divina, descrita en el ex opere operato de tomista memoria, es confiada también, misteriosamente y al mismo tiempo de modo fascinante, a la libertad de cada sacerdote y al camino de progresiva conformación existencial a Cristo, único Sumo Sacerdote, que tiene inicio con el sacramento del orden y prosigue por todo el tiempo de la existencia terrena. En este sentido, cada sacerdote es, por excelencia, hombre de la comunicación: de la comunicación con Dios y de la comunicación de Dios a los hermanos, a él confiados en la solicitud del ministerio.
Como recuerda la Carta a los Hebreos (5, 1-2), el sacerdote es un hombre totalmente relativo a Dios, ¡el único “relativismo” del que es posible gloriarse! Es un hombre constituido por la Misericordia divina en una precisa función representativa de Cristo mismo: es alter Christus, como nos enseña la mejor tradición eclesial. En tal sentido, el sacerdote es, independientemente incluso de las capacidades personales de comunicador, sacramentalmente constituido en comunicación-representación de Cristo mismo: el sacerdote y el sacerdocio no son autosuficientes o independientes de Cristo y cuando - ¡Dios no lo permita! – lo fueran, perderían la propia fuerza misionera, reduciéndose a meras realidades humanas, incapaces, en consecuencia, de comunicar y representar el Misterio. El mismo ejercicio de los tria munera sacerdotales es eminentemente un acto de comunicación. No me refiero sólo al munus docendi, que lo es en modo más directo e inmediato en la predicación y en la catequesis, sino también al munus sanctificandi, en aquella extraordinaria forma de comunicación celestial que es la Divina Liturgia que obedece a precisas reglas comunicativas propias, nunca disponibles para manipulaciones personales o ajustes; y al munus regendi, por medio del cual los sacerdotes son llamados a comunicar la solicitud de Cristo Cabeza, Buen Pastor, que a través de su ministros conduce la grey para llevarla al Padre.
La comprensión y, donde sea necesario, la re-comprensión de la sustancial naturaleza ontológico-representativa del sacerdocio ministerial, esencialmente distinto del bautismal, constituye actualmente una auténtica prioridad para el clero, tanto en la formación inicial como en la permanente. Al respecto, enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1581: “Este sacramento configura con Cristo mediante una gracia especial del Espíritu Santo a fin de servir de instrumento de Cristo en favor de su Iglesia. Por la ordenación recibe la capacidad de actuar como representante de Cristo, Cabeza de la Iglesia, en su triple función de sacerdote, profeta y rey”.
La primera y más eficaz condición para que cada sacerdote asuma conscientemente la responsabilidad de la comunicación está determinada por la comprensión de su auténtica y profunda identidad, sacramentalmente y definitivamente determinada, no disponible y, precisamente por eso, objetiva comunicación de lo divino.
El mismo Santo Padre, al poner de relieve el núcleo esencial de la espiritualidad de san Juan María Vianney, en cuyo 150º aniversario celebramos el Año sacerdotal, lo ha localizado en la “total identificación con el propio ministerio”. Precisamente esa identificación es condición imprescindible de toda comunicación eficaz.
La segunda sugerencia, que me parece urgente ofrecer, se refiere a la indebida, y con frecuencia incluso realmente engorrosa, proliferación de “sacerdotes-star”, presentes en muchos órganos de información, especialemente en televisión, sin ningún permiso del Ordinario y sin posibilidad de control real por parte de la legítima autoridad eclesiástica. Si, por un lado, sería honestamente deseable, en tal ámbito, una oportuna reflexión sobre el servicio de “vigilancia” de los ordinarios – no se trataría de un sofocante régimen “policíaco” sino de sentido de responsabilidad y de caridad pastoral hacia todos, creyentes y no creyentes -, por otro lado hiere no poco constatar cómo con frecuencia, si no en la mayoría de los casos, ciertos sacerdotes, e incluso algunos religiosos, se alejan incluso abiertamente de la doctrina común y no sólo en ámbito moral sino también de fe. Es el signo de una pérdida de la conciencia de la propia identidad que lleva, no raramente, a la desorientación en los fieles laicos y en los oyentes comunes, los cuales son puestos frente a la diferencia, a veces clamorosa, entre la doctrina oficial de la Iglesia y lo comunicado – añadiría, ¡“inoportunamente”! – por los presuntos sacerdotes-star.
Sabemos bien que el mundo, en el sentido joaneo - y en tal sentido muchos medios desarrollan plenamente esta tarea –, ha buscado siempre tergiversar la verdad, desorientar y, sobre todo, esconder la poderosa unidad de la doctrina católica, sea entendida en sí misma, como completo sistema de comprensión de lo real que tiene en Dios mismo el propio origen sobrenatural, sea respecto a la unidad real del Cuerpo eclesial que, bien lo sabemos, es semilla fecunda de testimonio eficaz, según la oración sacerdotal: Ut unum sint.
Ahora es más importante que nunca evitar la proliferación de lo que no tengo miedo de definir un verdadero y propio far west comunicativo, en el cual algunos sacerdotes, pretendiendo hablar en nombre de la Iglesia y, de hecho, en parte representándola (al menos en razón de la ordenación sacramental), provocan división y desorientación, causando un autentico daño a la unidad y a la eficacia de la comunicación eclesial y evangélica. Si luego consideramos la amplificación que tales intervenciones mediáticas tienen, en razón de los instrumentos adoptados, la responsabilidad se hace realmente incalculable. Vienen a la mente las palabras claras del Señor: “El que no cumpla el más pequeño de estos mandamientos, y enseñe a los otros a hacer lo mismo, será considerado el menor en el Reino de los Cielos” (Mateo 5, 19). Probablemente, parte de la Iglesia, y en ella del cuerpo episcopal llamado a vigilar, debe todavía asumir plenamente el consecuente significado que, incluso a nivel antropológico, ha tenido y tendrá en las próximas décadas la así llamada “revolución mediática” que, después de la francesa y la industrial, es la más importante revolución de la modernidad.
Una última observación sobre el significado y sobre la correcta ubicación teológica de la comunicación. No raramente se ha creado un cierto deslizamiento semántico entre los términos “comunión” (communio) y “comunicación”, pensando identificar reales o presuntas “raíces trinitarias” en la comunicación humana. Si bien es claro que el hombre es siempre el actor, o al menos uno de los actores, de la comunicación, y que el hombre ha sido creado a imagen del Dios trinitario y está llamado a convertirse a su semejanza, sin embargo no parece directamente justificada una identificación entre los dos términos. La communio pertenece al orden de los fines y es absolutamente necesario respetar la naturaleza, también y sobre todo dentro del discurso teológico. Por el contrario, la comunicación pertenece al orden de los medios y puede ser descrita lícitamente como un medio, tal vez como uno de los medios más eficaces, para alcanzar o, mejor dicho, para acoger la communio. Considero que la reflexión sobre este carácter “instrumental” y “finalidad” de la comunicación en orden a la comunión es premisa indispensable de todo pensar teológico que quiera dar una contribución realmente edificante y permitir, también a la comunicación de los sacerdotes, una real finalidad que, en síntesis, podría sencillamente responder a la pregunta: “Lo que estoy comunicando, ¿pertenece a la Iglesia? ¿Favorece la comunión? ¿Comunico, es decir, pongo en comunión a quien me escucha, con dos mil años de historia cristiana?”
También en la comunicación de los sacerdotes es de extraordinaria eficacia lo que ha recordado el Papa en la Caritas in veritate: “El ser humano está hecho para el don, el cual manifiesta y desarrolla su dimensión trascendente. A veces, el hombre moderno tiene la errónea convicción de ser el único autor de sí mismo, de su vida y de la sociedad. Es una presunción fruto de la cerrazón egoísta en sí mismo, que procede —por decirlo con una expresión creyente — del pecado de los orígenes. La sabiduría de la Iglesia ha invitado siempre a no olvidar la realidad del pecado original, ni siquiera en la interpretación de los fenómenos sociales y en la construcción de la sociedad: «Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción social y de las costumbres» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 407)”. Evidentemente puede ser causa de graves errores también en el campo de la comunicación y de la “comunicación en la misión del sacerdote”.
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Fuente: Papa Ratzinger Blog
(publicado originalmente en L’Osservatore Romano)
Traducción: La Buhardilla de Jerónimo
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