martes, 21 de agosto de 2012

Cuando Pablo VI respondió al ‘68 con el Año de la Fe

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Presentamos nuestra traducción de este interesante artículo de Angela Ambrogetti, publicado en Korazym.

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Si septiembre será el mes del Líbano y de las Iglesias de Oriente Medio, con el viaje del Papa y la entrega del documento que recoge los resultados del Sínodo del 2010, octubre estará dedicado al Concilio Vaticano II. Benedicto XVI ha querido que la próxima Asamblea Sinodal estuviese dedicada a la Nueva Evangelización y que las celebraciones por los 50 años de la apertura de la gran Asamblea conciliar fuesen coronadas por la apertura del Año de la Fe. Se reúnen así dos eventos queridos por dos grandes Pontífices. El Concilio, convocado de modo inesperado por Juan XXIII, y el Año de la Fe, que Pablo VI quiso en los años post-conciliares para contrastar una deriva de la que todavía hoy se sienten los efectos.


El 11 de octubre, entonces, no será sólo un momento celebrativo, con los jóvenes en Plaza San Pedro con antorchas para recrear la atmósfera del “discurso de la Luna” del Papa Juan. El 11 de octubre será una ocasión para releer qué ha significado la apertura del Concilio. Un shock para cardenales, obispos y fieles, una profecía para la Iglesia que veía y anticipaba la atmósfera del ’68.


Todo nace sólo del corazón de un Papa, Juan XXIII, que para algunos no tenía nada que decir y que debía ser de transición. Al releer hoy aquellas páginas de historia y crónica parece entreverse la miopía de un mundo eclesial que imaginaba que nunca tendría que mirar al mundo contemporáneo. Y sin embargo, el problema era real. Había una enorme disparidad entre las finalidades indicadas por el Papa y los instrumentos a disposición de la Iglesia en aquellos primeros años ’60. Escribe pocos años después Benny Lai: “La situación de la Iglesia era menos tranquila de lo que parecía en la superficie. Dentro de los ambientes eclesiásticos se habían desarrollado, en el área cultural franco-alemán, tendencias innovadoras tanto en campo teológico como bíblico”. ¿Un fermento que el Papa quería detener? El Papa Juan, después del anuncio del 25 de enero de 1959, dedicó cada tarde a la preparación de la Asamblea, hasta aquel 11 de octubre de 1962, cuando todavía el Papa pensaba cerrar los trabajos para Navidad. Comenzó así también una cierta narrativa que veía en el Papa Roncalli al gran reformador, innovador. Con el tiempo se vio que, en efecto, el Papa era bastante conservador y tocó precisamente a su sucesor, Pablo VI, navegar en un post-Concilio tan borrascoso que requería una “puesta a punto”.


Evidentemente no fue suficiente. Pero el Papa, que conocía la Curia, sabía que fuera de los Muros Leoninos el fermento era grande y, a veces, hasta demasiado descompuesto. “Nos – dijo en la homilía de la Misa que concluía, el 28 de junio de 1968, el Año de la Fe – somos conscientes de la inquietud que agita a algunos ambientes modernos en relación a la fe. Estos no han escapado al influjo de un mundo que se está transformando enteramente, en el que tantas verdades son o completamente negadas o puestas en discusión. Más aún: vemos también a algunos católicos que se dejan llevar por una especie de pasión por los cambios y las novedades. Sin duda, la Iglesia tiene constantemente el deber de proseguir los esfuerzos para profundizar y presentar, de modo cada vez más apropiado a las generaciones que se suceden, los inescrutables misterios de Dios, fecundos para todos de frutos de salvación. Pero, al mismo tiempo, hay que tener sumo cuidado para que, mientras se realiza este necesario deber de investigación, no se derriben verdades de la doctrina cristiana. Si esto sucediera —y vemos dolorosamente que hoy sucede en realidad—, ello llevaría a una general perturbación y perplejidad en muchas almas fieles”.


El Papa “progresista”, como también en este caso se lo quería presentar, era perfectamente consciente de que en los momentos de mayor impulso reformador había que tener los pies sobre la tierra. Se lo entendió plenamente más tarde, cuando el ala más conservadora del Concilio tomó el camino de aquello que hoy es ya casi un cisma. Marcel Lefebvre reaccionó más a las interpretaciones que al Concilio mismo, pero luego sus seguidores han emprendido un camino totalmente divergente del seguido por Juan Pablo II primero y por Benedicto XVI hoy. Y es precisamente a Benedicto XVI quien tiene hoy la tarea que un día fue de Pablo VI. Después de la profecía, la reflexión; después de un Papa que lleva el Concilio a las Iglesias locales, un Papa que recuerde que la Iglesia es una en la riqueza de las diversidades. Después del entusiasmo de la adolescencia del Vaticano II, la madurez de una juvenil y meditada energía. Porque la Iglesia es joven, y la Nueva Evangelización profetizada por Juan Pablo II debe volverse concreta cotidianeidad en un mundo lacerado entre la tentación de lo viejo y la indiferencia de lo más nuevo.


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Fuente: Korazym


Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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