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Sandro Magister ha publicado en su blog este artículo, cuya traducción al español ofrecemos, en el cual presenta parte de una conferencia del Cardenal Antonio María Veglió sobre la piedad popular, en la que el prelado, con una franqueza inusual, analiza los ataques que la piedad popular ha recibido en el post-concilio debido a una visión secularizante que penetró en muchos ambientes eclesiales y a interpretaciones parciales de los textos conciliares, en particular de la Constitución sobre la Sagrada Liturgia.
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El jueves 4 de octubre Benedicto XVI se dirigirá a Loreto, exactamente medio siglo después de la visita que realizó Juan XXIII. El Papa celebrará la Misa en la Plaza frente al Santuario mariano.
¿Por qué este viaje? Los santuarios son el lugar por excelencia de la piedad popular. Aquella piedad que se expresa en las peregrinaciones, en las fiestas patronales, en la devoción a María y a los santos, en el rezo del rosario. Contra la piedad popular se levantó en los años sesenta y setenta una oleada de contestación, en nombre de una fe “pura” y “comprometida”. Pero de Pablo VI en adelante, los Papas reaccionaron frente a esta tendencia. Benedicto XVI es, en esto, muy decidido. Las imágenes de su vida privada lo muestran mientras reza el rosario, en los jardines del Vaticano o de Castelgandolfo, y reza frente a la gruta de la Virgen de Lourdes.
Cuánto importa la piedad popular en la vida de los católicos comunes, en Italia, es confirmado, entre otras cosas, por los índices altísimos de escucha que tiene el rosario transmitido en directo desde Lourdes en TV 2000, cada día a las 18 y repetido a las 20. El cardenal Angelo Bagnasco, en la introducción al consejo permanente de la CEI el pasado 24 de septiembre, no ha dejado de remarcarlo. Por eso es más interesante aún lo que ha dicho recientemente otro cardenal, Antonio Maria Veglió, presidente del Pontificio Consejo para la Pastoral de los Migrantes e Itinerantes, principal caldo de cultivo para la piedad popular.
En una conferencia del pasado 20 de septiembre en la Red Mariana Europea, el cardenal Veglió ha recorrido la enseñanza del Concilio Vaticano II sobre la piedad popular. El Vaticano II – explicó – la valorizó como “praeparatio evangelica”, como acto del pueblo de Dios, como expresión de inculturación, como vinculada a la liturgia.
Pero, a pesar de esto – prosiguió el cardenal -, en el inmediato post-concilio se asistió a “un intento de eliminar o, al menos, ignorar las manifestaciones populares de la fe”, al cual siguió “una revaloración de la piedad popular por parte del Magisterio, de la teología, de la pastoral y de la liturgia”.
A continuación la sección de la conferencia que analiza, con una franqueza inusual en boca de un alto dirigente vaticano, la oleada contestadora de los años sesenta y setenta.
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El engaño de una religión “pura”
En la valoración negativa de la religiosidad popular influyeron tanto causas internas como externas al ámbito eclesial.
Entre las primeras, resaltaron la existencia de lecturas parciales y selectivas de los textos conciliares en el post-concilio, así como una interpretación parcial e interesada de su doctrina.
Entre las segundas se debe indicar la importancia influencia que ejercieron las teorías de la secularización. La acogida que muchos ambientes eclesiales dieron a la teología de la secularización comportaba el desprecio de un cristianismo manifestado en formas exteriores, cuyo ejemplo evidente es, ciertamente, la religiosidad popular. Ésta fue considerada como un catolicismo superficial, separado de la vida y de los compromisos históricos.
Uno de los resultados del Concilio fue la definición de la Iglesia como pueblo de Dios, algo que animó el asociacionismo laical. En este contexto surgieron pequeños grupos que se consideraban más comprometidos. Estos “católicos del compromiso” o “católicos progresistas” adoptaron una actitud de contraposición a los cristianos que participaban en las manifestaciones de la piedad popular, considerándolos sencillos, ritualistas, incapaces de adaptarse a los nuevos tiempos, y necesitados de purificación.
Al mismo tiempo, acusaron a la piedad popular de tener matices supersticiosos, de alejarse de la realidad, de alienarse del compromiso cristiano, de ser incapaz de formar militantes y promover actitudes evangélicas que favorezcan el desarrollo y la liberación.
Uno de los frutos más evidentes del Concilio fue la reforma litúrgica. Sin embargo, el desarrollo de tal proceso no fue siempre tan oportuno como habría sido deseable. Enumeremos muy rápidamente algunas características que tuvieron efectos contrarios a las prácticas de la piedad popular.
En primer lugar, y fruto del entusiasmo que el Concilio suscitó en el seno de la Iglesia, se pretendió desarrollar esa reforma a un ritmo vertiginoso, sin tiempo suficiente para asimilar los textos conciliares y su consiguiente aplicación a la Iglesia universal. Además, y en algunas iniciativas, estaban subyacentes interpretaciones erróneas o interesadamente parciales de las enseñanzas conciliares.
En no pocas ocasiones fue promovida una liturgia excesivamente pragmática, donde abundaban los elementos pedagógicos y didácticos a costa de su carácter mistérico, lo que llevó a descuidar cantos, silencios y gestos. Uno de los objetivos laudables era alcanzar una vivencia religiosa purificada, tanto en el ámbito interno (motivaciones) como externo (formas). El problema surgió en el modo concreto en que esto se desarrolló. Se promovió una religiosidad pura, desarraigada y abstracta, que supuso, entre otras cosas, la eliminación de tradiciones religiosas, a las cuales se atribuían rasgos mágicos, utilitaristas o supersticiosos.
La afirmación conciliar de la centralidad de la liturgia y de la celebración eucarística comportó que no pocos pastores suprimiesen muchas prácticas populares, por el hecho de que la religiosidad popular se manifiesta, en múltiples ocasiones, con formas diversas de aquellas previstas por los textos litúrgicos oficiales. La reforma subrayó también la gran importancia que debía tener la Sagrada Escritura en la celebración litúrgica. Y, en consecuencia, se valoró negativamente la escasa presencia bíblica en las manifestaciones populares, muchas de las cuales son pobres en teología y citas bíblicas pero ricas en sentimentalismo.
La promulgación de la constitución Sacrosanctum Concilium, en 1963, coincidió con uno de los momentos en que la secularización tuvo mayor fuerza, y esto influyó en la aplicación de las reformas conciliares. De este contexto se asignó a la liturgia un claro compromiso temporal, con la adquisición de un tono profético, la denuncia de las situaciones sociales de pecado y la invitación al compromiso. Por eso, la piedad popular fue valorada negativamente, atribuyéndole un efecto anestésico frente a los problemas sociales.
Todos estos elementos, que en alguna medida se hicieron presentes durante la reforma litúrgica postconciliar, se tradujeron en la supresión indiscriminada y arbitraria de numerosas prácticas de piedad popular. En este contexto son elocuentes las palabras que Pablo VI pronunció en 1973 durante una audiencia pública: “Voces autorizadas nos recomiendan aconsejar gran cautela en el proceso de reforma de tradicionales costumbres populares religiosas, teniendo cuidado de no extinguir el sentimiento religioso, en el acto de revestirlo de nuevas y más auténticas expresiones espirituales: el gusto de lo verdadero, de lo bello, de lo simple, de lo comunitario y también de lo tradicional (donde merezca ser honrado), debe presidir las manifestaciones exteriores del culto, tratando de conservar el afecto del pueblo a ellas”.
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Fuente: Settimo Cielo
Traducción: La Buhardilla de Jerónimo
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