viernes, 4 de febrero de 2011

“Necesitamos un nuevo Syllabus”: conferencia de Mons. Schneider (III)

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Presentamos la tercera y última parte de la conferencia de Mons. Athanasius Schneider, obispo auxiliar de Karaganda, titulada “Propuestas para una correcta lectura del Concilio Vaticano II”. En esta última parte, el prelado explica la necesidad de un nuevo syllabus de errores en la interpretación del Vaticano II.

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III. La auténtica intención y finalidad del Concilio Vaticano II


Para una correcta lectura de los textos del Concilio Vaticano II es necesario tener en cuenta también la característica específica del tiempo en que se llevó a cabo. En la homilía del Papa Pablo VI, durante la última congregación general del Concilio Vaticano II, el 7 de diciembre de 1965, el Pontífice da la siguiente descripción del período histórico en que se celebraba el Concilio Vaticano II: “El tiempo en que se ha realizado, un tiempo que todos reconocen como dirigido a la conquista del reino de la tierra más que al reino de los cielos, un tiempo en que el olvido de Dios se hace habitual y parece sugerido por el progreso científico, un tiempo en que el acto fundamental de la personalidad humana, más consciente de sí misma y de su libertad, tiende a pronunciarse por la propia autonomía, emancipándose de toda ley trascendente, un tiempo en que el laicismo parece la consecuencia legítima del pensamiento moderno y la sabiduría última de la ordenación temporal de la sociedad, un tiempo, además, en el cual las expresiones del espíritu alcanzan vértices de irracionalidad y desolación, un tiempo, finalmente, que registra también desórdenes y decadencias nunca antes experimentadas. En este tiempo se ha celebrado nuestro Concilio en honor de Dios”.


Según una expresión del Beato Papa Juan XXIII, en el discurso con ocasión de la última congregación general de la primera sesión del Concilio, el 7 de diciembre de 1962, la única finalidad del Concilio y la única esperanza y confianza del Papa y de los Padres Conciliares consiste en esto: “Hacer conocer cada vez más a los hombres de nuestro tiempo el Evangelio de Cristo, hacerlo practicar de buen ánimo y hacerlo penetrar incisivamente en cada aspecto de la cultura”. ¿Puede existir un principio y un método pastoral más auténtico y más católico que este?


En el discurso para la clausura de la primera sesión del Concilio Vaticano II, el 8 de diciembre de 1962, el Papa Juan XXIII presentaba así la verdadera finalidad del Concilio y sus deseados frutos espirituales: “«Para que la Santa Iglesia, firme en la fe, fortalecida en la esperanza y más ardiente en la caridad, florezca con un nuevo y juvenil vigor, y, armada de leyes sacrosantas, sea más eficiente y más resuelta en ampliar el Reino de Cristo» (Carta autógrafa a los Obispos de Alemania del 11 de enero de 1962)... Entonces el Reino de Cristo sobre la tierra será dilatado por un nuevo crecimiento. Entonces en el mundo resonará más alto y más suave el alegre anuncio de la Redención humana, por la que son confirmados los supremos derechos de Dios Omnipotente, los vínculos de caridad fraterna entre los hombres, la paz que ha sido prometida sobre esta tierra a los hombres de buena voluntad”. Según la intención y el deseo del santo pontífice Juan XXIII, el Concilio Vaticano II debe contribuir fuertemente al siguiente fin: “que en la entera familia humana crezcan abundantísimos los frutos de la fe, de la esperanza y de la caridad”. En esto consiste, según las palabras de Juan XXIII, la singular importancia y dignidad del Concilio” (cfr. Ibíd.).


IV. El desafío de interpretaciones contrastantes


Para una interpretación correcta es necesario tener en cuenta la intención manifestada en los mismos documentos conciliares y en las palabras específicas de los Papas conciliares Juan XXIII y Pablo VI. Finalmente es necesario descubrir el hilo conductor de toda la obra del Concilio, que es la salus animarum, es decir, la intención pastoral. Ésta, a su vez, depende y está subordinada a la promoción del culto divino y de la gloria de Dios, depende del primado de Dios. Este primado de Dios en la vida y en toda la actividad de la Iglesia está manifestado inequívocamente por el hecho de que la constitución sobre la liturgia ocupa intencionalmente y cronológicamente el primer puesto en la vasta obra del Concilio. Las siete notas esenciales de una teoría y praxis pastoral se encuentran exactamente en la constitución que trata sobre el culto a Dios y la santificación de los hombres, en el n. 9 de la Sacrosanctum Concilium, y estas son: 1. La urgencia de predicar a Cristo a los no creyentes para que se convierten; 2. El cuidado máximo sobre la predicación de la doctrina de la fe; 3. El rol esencial de la penitencia en la vida de la Iglesia; 4. Los sacramentos como medios principales de la salvación y santificación, donde la Eucaristía ocupa el puesto central y culminante; 5. La integridad de la doctrina moral; 6. El apostolado de los fieles laicos en la Iglesia y en la sociedad humana; 7. La vocación universal a la santidad.


La característica de la ruptura en la interpretación de los textos conciliares se manifiesta de modo más estereotipado y difundido en la tesis de un cambio antropocéntrico, secularizante o naturalista del Concilio Vaticano II respecto a las tradiciones eclesiales precedentes. Una de las manifestaciones más conocidas de una tal interpretación equivocada ha sido, por ejemplo, la así llamada Teología de la Liberación y su posterior devastadora praxis pastoral. Qué contraste existe entre esta Teología de la Liberación y su praxis, y el Concilio, parece evidente por la siguiente enseñanza conciliar: “La misión propia que Cristo confió a su Iglesia no es de orden político, económico o social. El fin que le asignó es de orden religioso” (cfr. Gaudium et Spes, 42). Dice luego el mismo documento que la naturaleza y la misión de la Iglesia no están ligadas a ningún particular sistema político, económico o social (cfr. Ibíd.) La Constitución Gaudium et Spes cita las siguientes palabras de Pío XII: “Su Divino Fundador, Jesucristo, no ha conferido a la Iglesia ningún mandato ni le ha fijado ningún fin de orden cultural. El fin que Cristo le asigna es estrictamente religioso. La Iglesia debe conducir a los hombres a Dios, para que se entreguen a él sin reserva. La Iglesia no puede perder nunca de vista este fin estrictamente religioso, sobrenatural. El sentido de toda actividad suya, hasta el último canon de su Código, no puede más que referise a él directa o indirectamente” (Pío XII, Discurso a los estudiosos de historia y de arte, 9 de marzo de 1956).


Una interpretación de ruptura de peso doctrinalmente más ligero se manifestaba en el campo pastoral-litúrgico. Se puede mencionar al respecto la disminución del carácter sagrado y sublime de la liturgia y la introducción de elementos gestuales más antropocéntricos. Este fenónemo se evidencia en tres prácticas litúrgicas bastante conocidas y difundidas en la casi totalidad de las parroquias del orbe católico: la desaparición casi total del uso de la lengua latina, la recepción del Cuerpo Eucarístico de Cristo directamente en la mano y de pie, y la celebración del Sacrificio Eucarístico en la modalidad de un círculo cerrado en que sacerdote y pueblo continuamente se miran mutuamente a la cara. Este modo de rezar, es decir, el no estar dirigidos todos hacia la misma dirección, que es una expresión corporal y simbólica más natural respecto a la verdad de estar todos espiritualmente dirigidos a Dios en el culto público, contradice la práctica que Jesús mismo y Sus Apóstoles observaron en la oración pública tanto en el templo como en la sinagoga. Contradice además el testimonio unánime de los Padres y de toda la tradición posterior de la Iglesia oriental y occidental. Estas tres prácticas pastorales y litúrgicas de clamorosa ruptura con la ley de la oración mantenida por las generaciones de los fieles católicas durante al menos un milenio no encuentran ningún apoyo en los textos conciliares, por el contrario más bien contradicen tanto un texto texto específico del Concilio (sobre la lengua latina, cfr. Sacrosanctum Concilium n. 26 § 1; 54), como la “mens”, la verdadera intención de los Padres conciliares, como se puede verificar en las Actas del Concilio.


En el alboroto hermenéutico de las interpretaciones contrastantes y en la confusión de aplicaciones pastorales y litúrgicas, aparece como único intérprete auténtico de los textos conciliares el Conclio mismo unido al Papa. Se podría poner una analogía con el clima hermenéutico confuso de los primeros siglos de la Iglesia, provocado por interpretaciones bíblicas y doctrinales arbitrarias por parte de grupos heterodoxos. En su famosa obra "De praescriptione haereticorum", Tertuliano podía contraponer a los herejes de diversa orientación el hecho de que solamente la Iglesia posee la “praescriptio”, es decir, sólo la Iglesia es la legítima propietaria de la fe, de la palabra de Dios y de la tradición. Con esto, en las disputas sobre la verdadera interpretación, la Iglesia puede rechazar a los herejes. Sólo la Iglesia puede decir, según Tertuliano: “Ego sum heres Apostolorum” (Praescr., 37, 3). Hablando analógicamente, sólo el Magisterio supremo del Papa o de un posible futuro Concilio Ecuménico podrá decir: “Ego sum heres Concilii Vaticani II”.


En las pasadas décadas existían, y todavía existen, agrupaciones dentro de la Iglesia que realizan un enorme abuso del carácter pastoral del Concilio y de sus textos, escritos según esta intención pastoral, ya que el Concilio no quería presentar enseñanzas definitivas o irreformables. Por la misma naturaleza pastoral de los textos del Concilio se evidencia que sus textos están en principio abiertos a complementos y a ulteriores puntualizaciones doctrinales. Teniendo en cuenta la experiencia, ya de décadas, de las interpretaciones doctrinal y pastoralmente equivocadas y contrarias a la continuidad bimilenaria de la doctrina y de la oración de la fe, surge la necesidad y la urgencia de una intervención específica y autorizada del Magisterio pontificio para una interpretación auténtica de los textos conciliares con adiciones y precisiones doctrinales; una especie de "Syllabus errorum circa interpretationem Concilii Vaticani II". Hay necesidad de un nuevo Syllabus, esta vez dirigido no tanto contra los errores provenientes de fuera de la Iglesia sino contra los errores difundidos dentro de la Iglesia por parte de los sostenedores de la tesis de la discontinuidad y de la ruptura con su aplicación doctrinal, litúrgica y pastoral. Tal Syllabus debería constar de dos partes: la parte que señala los errores y la parte positiva con proposiciones de aclaración, complementación y clarificación doctrinal.


Se evidencian dos agrupaciones que sostienen la teoría de la ruptura. Uno de estos grupos intenta protestantizar doctrinal, litúrgica y pastoralmente la vida de la Iglesia. En el lado opuesto están aquellos grupos tradicionalistas que, en nombre de la tradición, rechazan el Concilio y se sustraen de la sumisión al supremo viviente Magisterio de la Iglesia, a la Cabeza visible de la Iglesia, el Vicario de Cristo en la tierra, sometiéndose por ahora sólo al Jefe invisible de la Iglesia, esperando tiempos mejores.


El Papa Pablo VI explicaba así durante el Concilio el significado de la verdadera renovación de la Iglesia: “Nos pensamos que sobre esta línea debe desarrollarse la nueva psicología de la Iglesia: clero y fieles encontrarán un magnífico trabajo espiritual a desarrollar para la renovación de la vida y de la acción según Cristo Señor; y a este trabajo Nos invitamos a Nuestros hermanos y a Nuestros hijos: aquellos que aman a Cristo y la Iglesia estén con Nos en el profesar más claramente el sentido de la verdad, propio de la tradición doctrinal que Cristo y los Apóstoles inauguraron; y con él, el sentido de la disciplina eclesiástica y de la unión profunda y cordial, que a todos nos hace confiados y solidarios, como miembros de un único cuerpo” (Pablo VI, Discurso en a octava sesión pública del Concilio Vaticano II, 18 de noviembre 1965).


El Papa Pablo VI, explicando la mens del Concilio, afirmaba en el discurso durante la octava sesión pública: “Para que todos sean confortados en esta renovación espiritual, proponemos a la Iglesia recordar plenamente las palabras y los ejemplos de Nuestros dos últimos Predecesores, Pío XII y Juan XXIII, a los que la Iglesia misma y el mundo deben mucho; y disponemos a tal fin que sean canónicamente iniciados los procesos de beatificación de aquellos excelsos, y piadosísimos, y para Nos querídimos Sumos Pontífices. Será así complacido el deseo que, para uno y para otro, ha sido en tal sentido expresado por innumerables voces; será así asegurado a la historia el patrimonio de su herencia espiritual; será evitado que cualquier otro motivo, que no sea el culto de la verdadera santidad, que es la gloria de Dios y la edificación de su Iglesia, recomponga sus auténticas y amadas figuras para nuestra veneración y para la de los siglos futuros” (Pablo VI, Discurso en a octava sesión pública del Concilio Vaticano II, 18 de noviembre 1965).


Había básicamente dos impedimentos para que la verdadera intención del Concilio y su magisterio pudieran traer abundantes y duraderos frutos. Uno se encontraba fuera de la Iglesia, en el violento proceso de revolución cultural y social de los años ’60, que como todo fuerte fenónemo social penetraba dentro de la Iglesia contagiando con su espíritu de ruptura vastos ámbitos de personas y de instituciones. El otro impedimento se manifestaba en la falta de sabios y, al mismo tiempo, intrépidos Pastores de la Iglesia que estuvieran prontos a defender la pureza y la integridad de la fe y de la vida litúrgica y pastoral, no dejándose influenciar ni por la alabanza ni por el temor (“nec laudibus, nec timore”).


Ya el Concilio de Trento afirmaba en uno de sus últimos decretos sobre la reforma general de la Iglesia: “el santo sínodo, movido por los gravísimos trabajos que padece la Iglesia, no puede menos de recordar que nada es más necesario a la Iglesia de Dios… que elegir pastores óptimos e idóneos, y esto con tanta mayor causa, cuanto nuestro Señor Jesucristo ha de pedir de sus manos la sangre de las ovejas, que perecieren por el mal gobierno de los Pastores negligentes y olvidados de su obligación” (Sessio XXIV, Decretum de reformatione, can. 1). El Concilio prosigue: “El Santo Concilio exhorta y amonesta a todos y a cada uno de los que gozan por la Sede Apostólica de algún derecho, con cualquier fundamento que sea, para hacer la promoción de los que se hayan de elegir, o contribuyen de otro cualquier modo a ella…a que consideren ante todo que no pueden hacer otra más conducente a la gloria de Dios, y a la salvación de las almas, que procurar se promuevan buenos Pastores, y capaces de gobernar la Iglesia”(Ibíd.).


Por lo tanto, hay realmente necesidad de un Syllabus conciliar con valor doctrinal y además hay necesidad del aumento del número de Pastores santos, valientes y profundamente enraizados en la tradición de la Iglesia, privados de toda especie de mentalidad de ruptura tanto en campo doctrinal como en campo litúrgico. De hecho, estos dos elementos constituyen la indispensable condición para que la confusión doctrinal, litúrgica y pastoral disminuya notablemente y la obra pastoral del Concilio Vaticano II pueda producir muchos frutos duraderos en el espíritu de la tradición, que nos vincula con el espíritu que reinaba en todo tiempo, en todas partes y en todos los verdaderos hijos de la Iglesia Católica, que es la única y verdadera Iglesia de Dios sobre la tierra.


(Ver primera y segunda parte de la conferencia de Mons. Schneider)


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Fuente: Chiesa


Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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