domingo, 30 de enero de 2011

“Necesitamos un nuevo Syllabus”: conferencia de Mons. Schneider (I)

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Como se sabe, Mons. Athanasius Schneider, obispo auxiliar de Karaganda, pronunció una histórica conferencia en Roma el 17 de diciembre de 2010, en la que mencionó la necesidad de un nuevo Syllabus de los errores en la interpretación del Concilio Vaticano II. Por su extensión, presentaremos nuestra traducción de dicha conferencia en tres partes. En esta primera parte, que a continuación ofrecemos, Mons. Schneider, luego de una breve introducción, comienza a enumerar y desarrollar un “vademecum pastoral” partiendo de algunas enseñanzas del último Concilio, leídas en una hermenéutica de continuidad.

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Propuestas para una correcta lectura del Concilio Vaticano II


I. El fundamento teológico de la pastoral


Para hablar correctamente de la teoría y de la praxis pastoral es necesario primero ser conscientes de su fundamento y de su fin teológico. El fin de la Iglesia es el mismo fin de la Encarnación: “propter nostram salutem”. Así la fe y la oración de la Iglesia se expresa: “Qui propter nos homines, et propter nostram salutem, descendit de caelis et incarnatus est et homo factus est”. Esta salvación significa la salvación del alma para la vida eterna. En esto consiste también la finalidad de toda la ordenación jurídica y pastoral de la Iglesia, como nos dice el último canon del Código de Derecho Canónico: “prae oculis habita salute animarum, quae in Ecclesia suprema semper lex esse debet” (can. 1752).


El contenido de la salvación del alma humana consiste en la santidad, en la renovación y en la perfección de la originaria dignidad humana en Cristo. Dios ha creado al hombre según Su imagen y Su semejanza (cfr. Gen 1, 26) y esta obra es admirable, como dice la Iglesia en la liturgia: “Deus, qui humanae substantiae dignitatem mirabiliter condidisti”. Pero todavía más admirable es la renovación y la perfección de esta imagen, realizada por la obra de la redención: “mirabilius reformasti”. La renovación, la perfección nueva, la santidad, consiste en la inimaginable gracia de la participación del hombre en la misma naturaleza Divina: “Divinitatis esse consortes”. Esta participación en la naturaleza divina significa ser hijos adoptivos de Dios, ser hijos en el Único Hijo, Jesucristo.


Jesucristo, el único Hijo de Dios según la naturaleza, se ha hecho por Su verdadera Encarnación el primogénito entre muchos hermanos: “primogenitus in multis fratribus” (Rm 8, 29). Por medio de Su sacrificio redentor, Cristo ofrece al hombre la gracia de la vida Divina. La misma vida Divina en el misterio de la Santísima Trinidad está presente en la humanidad del Hijo de Dios: “in Ipso inhabitat omnis plenitudo divinitatis corporaliter”, en Él toda la divinidad habita corporalmente (Col 2, 9). Cristo encarnado está lleno de gracia y de verdad (cfr. Gv 1, 14). El Espíritu Santo distribuye desde esta fuente de vida Divina por medio de la Iglesia, que es el Cuerpo Místico de Cristo, en la liturgia de los sacramentos, la gracia de la filiación Divina y todas las otras gracias de santidad necesarias. Así se puede entender mejor lo que enseñó el Concilio Vaticano II: “Liturgia est culmen ad quod actio Ecclesiae tendit et simul fons unde omnis eius virtus emanat” (Sacrosanctum Concilium, n. 10). “La Liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y al mismo tiempo la fuente de donde mana toda su fuerza. Pues los trabajos apostólicos se ordenan a que, una vez hechos hijos de Dios por la fe y el bautismo, todos se reúnan para alabar a Dios en medio de la Iglesia, participen en el sacrificio y coman la cena del Señor” (Sacrosanctum Concilium, n. 10).


II. Un vademécum pastoral del Concilio Vaticano II


En el contexto del discurso sobre el primado del culto y de la adoración que se deben rendir a Dios, el Concilio nos presenta en la Constitución sobre la Sagrada Liturgia Sacrosanctum Concilium una sólida síntesis de una sana y teológicamente válida teología pastoral, una suerte de vademécum pastoral con las siguientes siete características: “la Iglesia proclama el mensaje de salvación para que todos los hombres conozcan al único Dios verdadero y a su enviado Jesucristo, y se conviertan de sus caminos haciendo penitencia. Y a los creyentes les debe predicar continuamente la fe y la penitencia, y debe prepararlos, además, para los Sacramentos, enseñarles a cumplir todo cuanto mandó Cristo y estimularlos a toda clase de obras de caridad, piedad y apostolado, para que se ponga de manifiesto que los fieles, sin ser de este mundo, son la luz del mundo y dan gloria al Padre delante de los hombres” (Ibíd., 9).


De esta breve síntesis brindada por el Concilio podemos establecer las siguientes siete notas esenciales de teoría y de praxis pastoral:


1. El deber de anunciar el Evangelio a todos los no creyentes (cfr. Sacrosanctum Concilium, n. 9)


Tal anuncio debe ser explícito, es decir, la fe en Jesucristo a la cual se llega por medio de la gracia de la conversión y de la penitencia. Por lo tanto, no hay lugar para una teoría y una praxis del así llamado “cristianismo anónimo”; no hay ninguna admisión de caminos de salvación alternativos al camino de Cristo: Cristo es el único Mediador entre Dios y los hombres. Esto es lo que el Concilio enseña en la constitución dogmática Lumen Gentium, diciendo: “esta Iglesia peregrinante es necesaria para la salvación. El único Mediador y camino de salvación es Cristo, quien se hace presente a todos nosotros en su Cuerpo, que es la Iglesia” (n. 14). En el punto n. 8 de esta misma constitución dogmática, el Concilio dice: “Unicus Mediator Christus” (cfr. anche ibid., n. 28). Los hombres salvados en la eternidad lo son por la aceptación en su vida terrena de los méritos del único Mediador Jesucristo (cfr. ibid., n. 49). El Concilio Vaticano II enseña refiriendo la siguiente cita del Concilio Tridentino: “per Filium eius Iesum Christum, Dominum nostrum, qui solus noster Redemptor et Salvator est” (ibid., n. 50). En la Declaración sobre la libertad religiosa el Concilio enseña que todo hombre es redimido por Cristo Salvador y está llamado a la filiación Divina que sólo puede recibir por medio de la gracia de la fe (cfr. Dignitatis humanae, n. 10).


El Papa Pablo VI, en su discurso para la apertura de la segunda sesión del Concilio en el año 1963, enseñaba así: “Jesucristo es el único y el sumo Maestro y Pastor, y el único Mediador entre Dios y los hombres”. El mismo Papa repetía al Concilio al siguiente año: “Jesucristo es el único Mediador y Redentor”. La enseñanza del Concilio prosigue así: “Y como el que no cree ya está juzgado, las palabras de Cristo son, a un tiempo, palabras de condenación y de gracia, de muerte y de vida” (Ad gentes, n. 8). La actividad misionera es un sagrado deber de la Iglesia, ya que es la voluntad de Dios mismo que reitera la necesidad de la fe en Cristo y del bautismo para la salvación eterna (cf. ibid., n. 7).


2. El deber de predicar a los fieles la fe (cfr. Sacrosanctum Concilium, n. 9)


La tarea principal de la Iglesia consiste en preocuparse de que la fe de los fieles crezca y sea protegida del peligro del error: esto significa, por lo tanto, cuidar la pureza, la integridad y la vitalidad de la fe. Ya en el discurso para la apertura del Concilio Vaticano II, el Beato Papa Juan XXIII declarara inequívocamente, de un modo todavía más eficaz, que el principal deber del Concilio era la protección y la promoción de la doctrina de la fe: “ut sacrum christianae doctrinae depositum efficaciore ratione custodiatur atque proponatur”. El Beato Pontífice prosigue sosteniendo cómo, en el ejercicio de este deber suyo en nuestro tiempo, la Iglesia no debe nunca alejar su mirada del sagrado patrimonio de la verdad, recibido de la Tradición. El Concilio debe transmitir la doctrina católica íntegra, sin disminuirla y sin distorsionarla: “integram, non imminutam, non detortam tradere vult doctrinam catholicam”. El Papa Juan, en forma muy realista, observa cómo esto no resulta agradable para todos. Es por eso necesario, dice el Papa, que la entera doctrina cristiana sea acogida en nuestros días por parte de todos, y esto sin dejar de lado ninguna parte: “oportet ut universa doctrina christiana, nulla parte inde detracta, his temporibus nostris ob omnibus accipiatur”.


En la aceptación y promoción de la entera doctrina de la fe debe seguirse un modo cuidadoso en cuanto a la forma y a los conceptos, siguiendo el ejemplo del Concilio de Trento y del Concilio Vaticano I, según cuanto recuerda el Papa Juan XXIII. En la Declaración sobre la libertad religiosa, el Concilio ruega a los fieles que “procuren difundir la luz de la vida, con toda confianza y fortaleza apostólica, incluso hasta el derramamiento de sangre” (Dignitatis humanae, n. 14). Además ellos tienen “la obligación grave de conocer cada día mejor la verdad que de Él han recibido, de anunciarla fielmente y de defenderla con valentía” (ibd.). En la Constitución Gaudium et Spes, el Concilio exhorta: “Caridad y benignidad en modo alguno deben convertirse en indiferencia ante la verdad y el bien. Más aún, la propia caridad exige el anuncio a todos los hombres de la verdad saludable” (n. 28). El Papa Pablo VI, en el discurso para la apertura de la segunda sesión del Concilio Vaticano II, afirmaba: “El fundamento de la renovación de la Iglesia debe ser un estudio más comprometido y una promoción más rica de la verdad Divina”.


En el Decreto sobre el apostolado de los fieles laicos, el Concilio se expresa en estos términos: “En nuestros tiempos surgen nuevos problemas, y se multiplican los errores gravísimos que pretenden destruir desde sus cimientos la religión, todo el orden moral y la misma sociedad humana” (Apostolicam actuositatem, n. 6). En la Constitución pastoral Gaudium et Spes, el Concilio constataba cómo ya en aquel tiempo se divulgaban graves errores morales y exhortaba a todos los cristianos a defender y promover la dignidad natural y el altísimo valos sagrado del estado matrimonial (cfr. n. 47). El Concilio, en el mismo documento, reprueba las costumbres inmorales en relación al matrimonio y a la virtud de la castidad, diciendo que la dignidad del matrimonio y de la familia “está oscurecida por la poligamia, por la plaga del divorcio, el así llamado amor libre y otras deformaciones; es más, el amor matrimonial queda frecuentemente profanado por el egoísmo, el hedonismo y los usos ilícitos contra la generación. Por otra parte, la actual situación económica, social-psicológica y civil son origen de fuertes perturbaciones para la familia” (Ibíd.). El Concilio da una enseñanza inequívoca sobre la castidad matrimonial: “No es lícito a los hijos de la Iglesia, fundados en estos principios, ir por caminos que el Magisterio, al explicar la ley divina, reprueba sobre la regulación de la natalidad (cfr. Pio XI, Casti Connubii). Tengan todos entendido que la vida de los hombres y la misión de transmitirla no se limita a este mundo, ni puede ser conmensurada y entendida a este solo nivel, sino que siempre mira al destino eterno de los hombres” (ibíd.).


En el Decreto sobre la actividad misionera, el Concilio exhorta para que se excluya toda forma de indiferentismo, de sincretismo, de confusionismo (Ad Gentes, n. 15) En la constitución Gaudium et Spes, el Concilio rechaza un humanismo puramente terrestre y antirreligioso (cfr. n. 56). El mismo documento conciliar habla de un humanismo ateo que no sólo amenaza la fe sino que incluso ejerce una influencia negativa y global sobre todas las esferas de la vida social: “Muchedumbres cada vez más numerosas se alejan prácticamente de la religión. La negación de Dios o de la religión no constituye, como en épocas pasadas, un hecho insólito e individual; hoy día, en efecto, se presenta no rara vez como exigencia del progreso científico y de un cierto humanismo nuevo. En muchas regiones esa negación se encuentra expresada no sólo en niveles filosóficos, sino que inspira ampliamente la literatura, el arte, la interpretación de las ciencias humanas y de la historia y la misma legislación civil. Es lo que explica la perturbación de muchos” (ibíd., n. 7).


El Papa Pablo VI, en su homilía con ocasión de la última sesión pública del Concilio Vaticano II, afirma que el Concilio propone a los hombres de nuestro tiempo una doctrina teocéntrica y teológica sobre la naturaleza humana y sobre el mundo. En la homilía de la séptima sesión pública del Concilio Vaticano II, el 28 de octubre de 1965, el Papa Pablo VI explica que, a pesar de la general índole pastoral del Concilio, éste quiere proponer la perenne y auténtica doctrina de la Iglesia, excluyendo el relativismo doctrinal; el Concilio realiza una obra “que no historiciza ni relativiza a las metamorfosis de la cultura profana la naturaleza de la Iglesia, siempre igual y fiel a sí misma, como Cristo la quiso y la auténtica tradición la perfeccionó; sino que la hace más idónea para desarrollar en las renovadas condiciones de la sociedad humana su benéfica misión”.


En el discurso pronunciado en el mismo año 1965, con ocasión de la octava sesión pública del Concilio, el Papa Pablo VI critica el comportamiento de aquellos que interpretan incorrecta y abusivamente la intención del Beato Papa Juan XXIII sobre la adaptación pastoral de la Iglesia a las nuevas necesidades de nuestro tiempo (el “aggiornamento”). Además, el Papa propone el espíritu del Concilio al respecto y pone a todos en guardia contra el relativismo doctrinal y jurídico, afirmando que el Papa Juan XXIII “no quería atribuir a esta programática palabra el significado que algunos intentan darle, como si ella consistiera en «relativizar» según el espíritu del mundo todas las cosas de la Iglesia, dogmas, leyes, estructuras, tradiciones, siendo así que en él estuvo tan vivo y firme el sentido de la estabilidad doctrinal y estructural de la Iglesia que lo constituyó en eje de su pensamiento y de su obra. «Aggiornamento» querrá decir de ahora en adelante, para nosotros, sabia penetración del espíritu del Concilio que hemos celebrado y aplicación fiel de sus normas feliz y santamente emanadas”.


En el texto original latino Pablo VI no usa la palabra “aggiornamento” sino la palabra “accomodatio”. La famosa expresión “aggiornamento” del Beato Juan XXIII se ha vuelto ya casi legendaria. En su intención original esta expresión no tiene nada que ver con un relativismo doctrinal, jurídico o litúrgico.


La nueva y benévola actitud pastoral de paciente compresión y de diálogo con la sociedad fuera de la Iglesia no comporta un relativismo doctrinal. El Papa Pablo VI defiende el Concilio de tal posible acusación en la citada homilía durante la última sesión pública: “Esta actitud… ha estado obrando fuerte y continuamente en el Concilio, hasta el punto de sugerir a algunos la sospecha de que un tolerante y excesivo relativismo al mundo exterior, a la historia que pasa, a la moda actual, a las necesidades contingentes, al pensamiento ajeno, haya estado dominando a personas y actos del Sínodo ecuménico a costa de la fidelidad debida a la tradición y con daño a la orientación religiosa del mismo Concilio. Nos no creemos que este equívoco se deba imputar ni a sus verdaderas y profundas intenciones ni a sus auténticas manifestaciones”. Pablo VI defiende aquí sólo las verdaderas y profundas intenciones y las auténticas manifestaciones del Concilio, sin entrar en el mérito de las personas.


El Concilio rechaza expresamente todo tipo de sincretismo religioso en la actividad misionera y exige que las tradiciones particulares de los pueblos sean iluminadas por la luz del Evangelio, dejando intacto el primado de la cátedra de Pedro (cfr. Ad Gentes, n. 22).


(Próximamente, publicaremos la 2º y la 3º parte de esta Conferencia)


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Fuente: Chiesa


Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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