sábado, 30 de agosto de 2008

Descansar sobre la Roca de Pedro

Presentamos la traducción al español de una carta pastoral redactada por un obispo lituano el año 1923. El obispo, de regreso en su diócesis luego de haber visitado al Papa en Roma, se dirige a su clero y a los fieles laicos para contarles sus impresiones, enseñarles y exhortarles. Un texto, realmente, muy valioso.

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Beato_Jorge_Matulevicius

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Jurgis Matulevicius

Por la Gracia de Dios y de la Santa Sede

Obispo de Vilnius


Mis saludos y bendición a todo el clero de la diócesis y a todos los fieles:

Amados en Cristo,


Acabo de regresar de ver al Santo Padre – de regresar de Roma, donde según una antigua tradición y como es requerido por la Iglesia, he honrado las reliquias de los Santos Pedro y Pablo, y he informado al Santo Padre sobre el estado de nuestra diócesis. Regreso con un corazón lleno de amor por la Santa Sede, y con la firme fe de que ha sido creada y dada a nosotros por Dios. Es también mi convicción inquebrantable que las “puertas del infierno” no prevalecerán contra ella. Quiero compartir estos sentimientos y convicciones con todos vosotros, amados en Cristo. Espero despertar y fortalecer convicciones semejantes también en vuestras almas.


Cristo dijo a Pedro: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra Yo edificaré Mi Iglesia. Y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 6, 18). Estas palabras, parece, jamás han sido tan claras y tan comprensibles como en el tiempo presente. ¿Acaso no vemos con nuestros propios ojos cómo las puertas del infierno atacan a la Roca de Pedro, sembrando opiniones perversas, propagando la corrupción, promoviendo el egoísmo y el orgullo, y cerrando iglesias, apresando a obispos y sacerdotes, persiguiendo a los fieles – incluso al punto de darles muerte o torturarles – de la misma manera que durante los primeros siglos de la cristiandad? ¿Acaso no vemos también cómo estas olas de engaños y corrupción se disipan al dar contra el poder sobrenatural de la Roca de Pedro? De la Santa Sede nos llega un aire de paz. ¡Qué Poder Divino que emana de ella! ¡Cómo toca las almas de los hombres cada vez más profundamente! En ningún lugar se siente esto más profundamente que ante la tumba de San Pedro y ante el trono de su sucesor.


La Basílica de San Pedro es incomparablemente hermosa, y el Vaticano es magnífico. Pero no es el tamaño de sus paredes, ni la pulcritud que exhiben sus mármoles, y ni siquiera el esplendor de sus pinturas y obras de arte lo que constituye su valor y su poder. En la Basílica de San Pedro se encuentra el Santísimo Sacramento – Jesús Mismo –; y bajo la Basílica hay una pequeña capilla con las reliquias de San Pedro. ¡En esto consiste la gloria de la Basílica, su valor y esplendor! En las muchas salas del Vaticano, donde se conservan las obras de los más grandes artistas, también vive el Obispo de los Obispos, un hombre anciano vestido de blanco , o – como aparece ante los ojos humanos – un débil prisionero: él es el alma del Vaticano y su gloria, porque es la cabeza de todos los fieles en la tierra. Entre este anciano vestido de blanco, Nuestro Señor Jesucristo en el Santísimo Sacramento, y San Pedro bajo la Basílica, existen un vínculo indisoluble y una cercanía continua. Ese anciano es el Vicario de Cristo en la tierra, el verdadero sucesor de San Pedro. Por medio suyo, Jesucristo mismo nos gobierna, nos enseña y nos guía hacia la salvación. San Pedro sigue presente en él, y cumple las tareas que Cristo le encomendó.


“Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”. El mundo pagano, contemplando a Pedro crucificado, se habrá reído probablemente de estas palabras de Cristo. Y hoy, el mundo, observando al anciano del Vaticano, privado de su trono terreno y de sus fuerzas armadas, dice de tanto en tanto que el gobierno de los papas ha llegado a su fin. E incluso los fieles que ven cómo las olas de la corrupción infernal – originadas sea por los enemigos de la Iglesia, sea por sus hijos descarriados – golpean contra la Roca de San Pedro, dudan acerca de si la Santa Sede tiene realmente fuerza sobrenatural. ¡Qué visión superficial, por un lado; y qué débil fe, por otro! ¡No! Las puertas del infierno no han prevalecido y no prevalecerán. Ha sido construida, y es sostenida, no por la mano del hombre, sino por la de Jesucristo. Una casa que no es construida sobre un fundamento firme e inquebrantable tiene que caerse; un barco sin un navegante se convierte en un juguete para las olas; un ejército que se enfrenta con su enemigo sin su comandante debe retirarse; una sociedad humana sin gobierno se desmorona. Cristo, cuando fundó su Reino sobre la tierra – la Santa Iglesia Católica –, la sociedad humana más numerosa y perfecta que abraza a todos los hombres de todos los tiempos, a todas las naciones y países, sabía que debía darle un arma poderosa para unir a todos, un corazón que cuidara de todos, y una cabeza que a todos rigiera. Y es por eso que nos dejó al Papa aquí en la tierra.


Así, de entre los doce Apóstoles, Cristo señala sistemática y públicamente a uno: a Simón. Él sólo recibe el cambio de nombre (por Pedro, la Roca); Jesús paga por ambos el impuesto requerido; desde su barca predica Jesús a la multitud. De esta forma, durante tres años prepara a Pedro para dirigir a la Iglesia. Al darle las llaves del Reino de los Cielos, le dice: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra Yo edificaré Mi Iglesia. Y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del Reino de los Cielos” – significando la suprema autoridad – “lo que ates en la tierra quedará atado en el Cielo” (Mt 6, 18-19). Esto significa: Tus órdenes serán Mis órdenes; tus permisos serán Mis permisos. Estas palabras no dejan lugar a la duda: San Pedro recibió la plena autoridad en la Iglesia. Donde la gente rechaza la autoridad de San Pedro, allí no está la Iglesia de Cristo. Es una posición elevada y de gran responsabilidad. ¿Y a quién llama Cristo para desempeñarla? Él llama a los débiles y a los que no tienen poder, para que en su debilidad sea más evidente Su Poder (cf. 1Cor 1, 27). Elige a un trabajador común, sin educación, a un pescador. Y para que no esté excesivamente confiado en sus propias fuerzas, y para que no dependa algo tan grande de algo tan débil, Él permite que Pedro caiga. Al escuchar las palabras de una criada, niega tres veces a su Redentor y a su Maestro (Mt 26, 69-75). Pero Cristo lo levanta después de que Él mismo se levanta de entre los muertos, y una vez más lo confirma como Príncipe de los Apóstoles y Cabeza de la Iglesia. Después de preguntar a Pedro tres veces: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?”, recibe la afirmación de Pedro: “Sí, Señor, Tú sabes que Te quiero”. Y Cristo le dice: “Apacienta mis corderos… cuida de mis ovejas” (cf. Jn 21, 15-17). Es decir: cuida de todos en Mi Iglesia, tanto del rebaño como de los pastores. “Como el Padre Me envió, así Yo también os envío” (Jn 20, 21). Yo Soy el Pastor, y tú también cumplirás las tareas del pastor. Cualquiera que te escuche me estará escuchando a Mí, y cualquiera que te rechace a Mí me rechaza (cf. Lc 10, 16). Y para que Pedro, la Roca, ya no vacile, Cristo promete ayudarlo con Su propio Poder: “Has de saber que Yo estaré contigo siempre, sí, hasta el fin del mundo” (cf. Mt 28, 20). Y para que ni él erre ni guíe a otros al error, Cristo le da la infalibilidad: “¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha pedido poder para zarandearos como el trigo; pero Yo he orado por ti, Simón, para que tu fe no desfallezca. Y una vez que hayas vuelto, confirma a tus hermanos” (Lc 22, 31-31). Pero cuando el Espíritu del Gozo y de la Verdad que Cristo habría de enviar llegase, Él lo guiaría hacia la verdad completa (cf. Jn16, 13). Y desde ese entonces, San Pedro es, a través de sus sucesores, la fuerza y el apoyo de la Iglesia.


Todo esto es tan absolutamente claro. Después de que Cristo asciende a los Cielos, los Apóstoles no eligen otro líder. San Pedro es su líder. Él es el primero en hablar en representación de todos los Apóstoles a la multitud en Pentecostés, y es el primero en enseñarles (cf. Hech 2, 14). Él es el que acepta a los primeros conversos del judaísmo en la Iglesia de Jerusalén (cf. Hech 3, 37-41) y también a los primeros gentiles en Cesarea (cf. Hech 10, 47). Ordena la elección de otro Apóstol para que tome el lugar de Judas (cf. Hech 1, 15-21). Convoca el primer concilio y lo preside (cf. Hech 15, 6-7). Cuando San Pedro muere, los corintios no recurren en asuntos de fe al Apóstol Juan, que aún vivía, sino al Papa, San Clemente, sucesor de San Pedro. Así, todas las épocas, tanto en la vida como en la práctica, sostienen este principio: donde está Pedro, allí está la Iglesia. Todos afirman con San Agustín: Habló Roma, asunto concluido. Durante el siglo XIX, época inestable y de poca fe, todos los Obispos de la Iglesia se reunieron en el Concilio Vaticano, y proclamaron claramente al mundo entero que el Papa tiene la autoridad suprema en la Iglesia, y que cuando enseña como cabeza y pastor de la Iglesia entera en asuntos de fe y moral, no puede errar. Ningún Papa ha errado en este respecto, ni jamás ha quedado confundida la Roca de San Pedro. Las puertas del infierno no han prevalecido ni prevalecerán contra ella. Cristo mismo – el Dios hecho Hombre– ha dicho esto. El Cielo y la tierra pasarán, pero Sus Palabras no pasarán (cf. Lc 21, 33).


Todo lo que ha sido construido por las manos del hombre, con el tiempo se desmorona y desaparece. Las invencibles lanzas de las legiones romanas se han convertido en polvo, y el imperio romano mismo se ha caído. Ya no se oyen más las palabras de los filósofos. Las terribles herejías que en otro tiempo, como embravecidas olas del mar, se estrellaron contra la Roca de Pedro, han sido todas dispersadas. Pero la Roca de Pedro permanece intacta, inamovible, sin vacilar. Su poder divino se hace cada vez más evidente, y su gloria y su dignidad crecen cada vez más.


Y en nuestro tiempo, ¿no hemos sido testigos, acaso, de cómo se han derrumbado los tronos más poderosos, de cómo han caído los estados más poderosos, mientras que el Papa, sin ejército, sin armas, aún se sienta en el trono de Pedro y rige al mundo? Más y más la humanidad herida por la guerra dirige a él su mirada. En todo el mundo, especialmente entre los intelectuales, entre aquellos que reflexionan más profundamente, se puede detectar una fuerte re-orientación hacia la fe y hacia la Iglesia. De la misma manera que durante el tiempo de la Iglesia primitiva, igual que en todas las épocas subsiguientes y hasta ahora, el Papa continúa cumpliendo su misión como heraldo de Dios.


Mientras que el mundo se aleja cada vez más de Dios – la Fuente de la Verdad –, incluso teniendo en gran consideración el pensamiento científico, se hunde cada vez más en la nebulosa de teorías falsas e irracionales. El Papa sigue firme en su guarda de la Verdad Eterna y de los principios perennes, y los proclama con coraje. Mientras que el mundo sigue detrás de slogans altisonantes dejando de lado el amor de Dios, y basa su vida en el egoísmo y en la codicia promoviendo injusticias ya demasiado profundamente enraizadas, la explotación, la guerra, la violencia, sin consideración real por la justicia, el Papa, como siempre, guarda los principios de justicia y los recuerda valientemente al mundo.


Mientras que en el mundo la fe ha declinado, el orgullo y el odio han crecido, así como las contiendas egoístas de clases, partidos y naciones. Cuando la terrible Guerra Mundial alcanzó a todas las naciones y países, y a pesar de los gritos de igualdad y fraternidad, se derramaron en la batalla ríos de sangre. Sólo el Papa ha llamado con coraje – y aún hoy nos llama – al amor y a la misericordia, a la tranquilidad y a la paz. Él solo habla a todos, tanto a los individuos como a las naciones, recordándonos constantemente que somos hijos de un mismo Padre Celestial, y hermanos unos de otros. Entre nosotros no debiera haber hombres libres y esclavos, conquistadores y conquistados, ni griegos, ni romanos, ni judíos, sino solamente hermanos en Cristo. Y no tendremos nunca una paz y una tranquilidad genuina y permanente si no se apoya en la Verdad de Dios y en la justicia. No será bueno vivir en este mundo si no nos unimos en un verdadero y fraterno amor de Dios, dentro de una comunidad en armonía, trabajando juntos como verdadera familia de Dios.


La Santa Sede, tanto en tiempos antiguos como en el presente, mantiene todo equilibrado. Cuando las personas se alejan de Dios, pierden su equilibrio y comienzan a caer hacia su perdición, tanto en lo moral y en lo espiritual como en lo ordinario de la vida. ¡Si tan sólo el mundo retornara a la Iglesia Católica y se apoyara en la Roca de Pedro! ¡Si tan sólo comenzara realmente a vivir según los principios de la fe…! Entonces, sin duda, habría en el mundo menos dolor, menos mal y menos guerras, y la paz y las bendiciones de Dios descansarían sobre él. El mundo sería más como el Paraíso que ansiamos.


Como nación católica, tenemos la bendición de pertenecer a la Iglesia Católica y de descansar sobre la Roca de Pedro. Tenemos la bendición de que nuestra cabeza sea el Papa Pío XI, que ha visitado nuestro país y ha celebrado la Misa en nuestra Catedral, que conoce nuestras desgracias, nuestras debilidades y nuestras preocupaciones. Como ningún otro, nos lleva en su corazón y, a través de los labios de este indigno siervo, envía su saludo paterno y la bendición apostólica a todo el clero y a todos los fieles.


Entonces, hagamos a un lado todo lo que es malo. Que desaparezcan de nuestra tierra la embriaguez, la inmoralidad, la explotación, el fraude, y todo tipo de injurias. Que todo desacuerdo y riña entre nosotros lleguen a su fin. Fortalecidos por la bendición del Papa, que es signo de la Bendición de Dios, permanezcamos unidos como verdaderos hijos de un mismo país, de una misma Iglesia, y de un mismo Dios. Permanezcamos unidos en un solo corazón y una sola alma, para cumplir nuestra labor común en unidad.


Que la Bendición del Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre vosotros y permanezca para siempre. Amén.


Dado en Vilnius, en la Fiesta de la Natividad de la Santísima Virgen María, 8 de Septiembre de 1923.

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Tomado del libro "George Matulaitis-Matulewicz. Journal" editado por Sister Ann Mikaila, MVS.


Traducción por La Buhardilla de Jerónimo


El Arzobispo Jurgis Matulevicius fue beatificado por Juan Pablo II en 1987.


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