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La primera petición del Padre Nuestro nos recuerda el segundo mandamiento del Decálogo: "No pronunciarás el nombre del Señor tu Dios en falso" (Ex 20, 7; cf. Dt 5, 11). Pero, ¿qué es el "nombre de Dios"? Cuando hablamos de ello pensamos en la imagen de Moisés viendo en el desierto una zarza que ardía sin consumirse.
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En un primer momento, llevado por la curiosidad se acerca para ver ese misterioso fenómeno, pero he aquí que una voz le llama desde la zarza y le dice: "Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob" (Ex 3,6). Este Dios le manda de vuelta a Egipto con el encargo de sacar de allí al pueblo de Israel y llevarlo a la tierra prometida. Moisés deberá pedir al Faraón la liberación de Israel en nombre de Dios.
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Pero en el mundo de entonces había muchos dioses; así pues, Moisés pregunta a Dios cuál es su nombre, el nombre con el que este Dios demuestra su mayor autoridad frente a los otros dioses. En este sentido, la idea del nombre de Dios pertenece en principio al mundo politeísta; en él, este Dios ha de tener también un nombre. Pero el Dios que llama a Moisés es realmente Dios. Dios en sentido propio y verdadero no existe en pluralidad con otros dioses. Dios es, por definición, uno solo. Por eso no puede entrar en el mundo de los dioses como uno de tantos, no puede tener un nombre entre los demás.
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Así, la respuesta de Dios es al mismo tiempo negación y afirmación. Dice simplemente de sí: "Yo soy el que soy", Él es, y basta. Esta afirmación es al mismo tiempo nombre y no-nombre. Por eso era del todo correcto que en Israel no se pronunciara esta autodefinición de Dios que se percibe en la palabra YHWH, que no la degradaran a una especie de nombre idolátrico. Y por ello no es del todo correcto que las nuevas traducciones de la Biblia se escriba como un nombre más este nombre, que para Israel es siempre misterioso e impronunciable, rebajando así el misterio de Dios, del que no existen ni imágenes ni nombres pronunciables, al nivel ordinario de una historia genérica de las religiones.
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No obstante, sigue siendo cierto que Dios no rechazó simplemente la petición de Moisés y, para entender este singular entrelazarse de nombre y no-nombre, hemos de tener claro lo que significa realmente un nombre. Podríamos decir sencillamente: el nombre crea la posibilidad de dirigirse a alguien, de invocarle. Establece una relación. Cuando Adán da nombre a los animales no significa que describa su naturaleza, sino que los incluye en su mundo humano, les da la posibilidad de ser llamados por él. A partir de ahí podemos entender de manera positiva lo que se quiere decir al hablar del nombre de Dios: Dios establece una relación entre Él y nosotros. Hace que lo podamos invocar. Él entra en relación con nosotros y da la posibilidad de que nosotros nos relacionemos con Él. Pero eso comporta que de algún modo se entrega a nuestro mundo humano. Se ha hecho accesible y, por ello, también vulnerable. Asume el riesgo de la relación, del estar con nosotros.
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Lo que llega a su cumplimiento con la encarnación ha comenzado con la entrega del nombre. De hecho, al reflexionar sobre la oración sacerdotal de Jesús vemos que allí Él se presenta como el nuevo Moisés: “He manifestado tu nombre a los hombres…” (Jn 17, 6). Lo que comenzó en la zarza que ardía en el desierto del Sinaí se cumple en la zarza ardiente de la cruz. Ahora Dios se ha hecho verdaderamente accesible en su Hijo hecho hombre. Él forma parte de nuestro mundo, se ha puesto, por decirlo así, en nuestras manos.
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De esto podemos entender lo que significa la exigencia de santificar el nombre de Dios. Ahora se puede abusar del nombre de Dios y, con ello, manchar a Dios mismo. Podemos apoderarnos del nombre de Dios para nuestros fines y desfigurar así la imagen de Dios. Cuanto más se entrega Él en nuestras manos, tanto más podemos oscurecer nosotros su luz; cuanto más cercano sea, tanto más nuestro abuso puede hacerlo irreconocible. Martin Buber dijo en cierta ocasión que, con tanto abuso infame como se ha hecho del nombre de Dios, podríamos perder el valor de pronunciarlo. Pero silenciarlo sería un rechazo todavía mayor del amor que viene a nuestro encuentro. Buber dice entonces que sólo con gran respeto se podrían recoger de nuevo los fragmentos del nombre enfangado e intentar limpiarlos. Pero no podemos hacerlo solos. Únicamente podemos pedirle a Él mismo que no deje que la luz de su nombre se apague en este mundo.
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Y esta súplica de que sea Él mismo quien tome en sus manos la santificación de su nombre, de que proteja el maravilloso misterio de ser accesible para nosotros y de que, una y otra vez, aparezca en su verdadera identidad librándose de las deformaciones que le causamos, es una súplica que comporta siempre para nosotros un gran examen de conciencia: ¿cómo trato yo el santo nombre de Dios? ¿Me sitúo con respeto ante el misterio de la zarza que arde, ante lo inexplicable de su cercanía y ante su presencia en la Eucaristía, en la que se entrega totalmente en nuestras manos? ¿Me preocupo de que la santa cohabitación de Dios con nosotros no lo arrastre a la inmundicia, sino que nos eleve a su pureza y santidad?
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Tomado de: “Jesús de Nazareth”, Joseph Ratzinger – Benedicto XVI.
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