Presentamos aquí la traducción de una entrevista que Monseñor Raymond Burke, hasta hace pocas semanas Arzobispo de Saint Louis y actualmente Prefecto del Tribunal Supremo de la Signatura Apostólica, ha concedido a la revista “Radici Cristiane”.
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Excelencia, parece que hoy prevalece una visión laxista respecto a la recepción de la Eucaristía. ¿Por qué? ¿Cree que esto afecta a los fieles en el modo de vivir como católicos?
Una de las razones por las que creo que este laxismo ha estado desarrollándose es el insuficiente énfasis en la devoción eucarística, especialmente mediante el culto al Santísimo con procesiones, bendiciones con el Santísimo Sacramento, con tiempos más amplios para la adoración solemne y con la devoción de las Cuarenta Horas.
Sin devoción al Santísimo Sacramento, la gente pierde rápidamente la fe eucarística. Sabemos que hay un elevado porcentaje de católicos que no cree que bajo las especies eucarísticas estén el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Sabemos, por otro lado, que existe un alarmante porcentaje de católicos que no participan en la Misa dominical.
Otro aspecto es la pérdida del sentido de conexión entre el sacramento de la Eucaristía y el de la Penitencia. Quizás en el pasado hubo un énfasis exagerado hasta el punto de que la gente creía que cada vez que recibía la Eucaristía debía antes confesarse, incluso si no había cometido un pecado mortal. Pero ahora la gente va regularmente a comulgar y quizás nunca, o muy rara vez, se confiesa.
Se ha perdido el sentido de nuestra propia indignidad para acercarnos al Sacramento y de la necesidad de confesar los pecados y hacer penitencia a fin de recibir dignamente la Sagrada Eucaristía.
A esto se suma la impresión, desarrollada a partir de la esfera civil, consistente en creer que recibir la Eucaristía es un derecho. Es decir, que como católicos tenemos el derecho de recibir la Comunión.
Es verdad que una vez que fuimos bautizados y llegamos al uso de la razón, debemos estar preparados para recibir la Sagrada Comunión y, si estamos bien dispuestos, debemos recibirla. Pero, por otra parte, nosotros no tenemos nunca un derecho de recibir la Eucaristía.
¿Quién puede reivindicar un derecho a recibir el Cuerpo de Cristo? Todo es un acto sin medida del amor de Dios. Nuestro Señor se hace Él mismo disponible en su Cuerpo y en su Sangre pero no podemos decir jamás que tenemos el derecho de recibirlo en la Santa Comunión. Cada vez que nos acercamos a Él, debemos hacerlo con una profunda conciencia de nuestra indignidad.
Estos serían algunos de los elementos que explican la actitud laxa hacia la Eucaristía en general. Lo vemos también en el modo en el que algunas personas se acercan a recibir la Sagrada Comunión. Por ejemplo, vemos gente que se acerca a la Comunión sin juntar las manos e incluso, a veces, hablando entre sí. Asimismo, algunos no demuestran una debida reverencia al momento de recibir la Hostia.
Todo esto nos indica la necesidad de una nueva evangelización en lo concerniente a la fe y a la práctica eucarística.
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Hay leyes de la Iglesia para impedir conductas inadecuadas de parte de los fieles, en beneficio de la comunidad. ¿Podría comentarlas y explicarnos hasta qué punto la Iglesia y la Jerarquía tienen la obligación de intervenir con el fin de aclarar y corregir?
Respecto a la Eucaristía, por ejemplo, hay dos cánones en particular que tienen que ver con la digna recepción del Sacramento. Tienen como fin dos bienes.
Un bien es el de la persona misma, porque recibir indignamente el Cuerpo y la Sangre de Cristo es un sacrilegio. Si lo hace deliberadamente en pecado mortal es un sacrilegio. Entonces, por el bien de la persona misma, la Iglesia debe instruirnos diciéndonos que cada vez que recibimos la Eucaristía, debemos antes examinar nuestra conciencia. Si tenemos un pecado mortal en la conciencia, debemos primero confesarnos de ese pecado y recibir la absolución, y sólo después acercarnos al Sacramento Eucarístico.
Muchas veces nuestros pecados graves están ocultos y son conocidos sólo por nosotros mismos y quizás por algunos pocos más. En ese caso, somos nosotros quienes debemos tener bajo control la situación y poder disciplinarnos a fin de no recibir la Comunión. Pero hay otros casos de personas que cometen pecados graves deliberadamente y son casos públicos, como un funcionario público que con conocimiento y consentimiento sostiene acciones que están contra la ley moral Divina y Eterna. Por ejemplo, apoya públicamente el aborto procurado, que comporta la supresión de vidas humanas inocentes e indefensas. Una persona que comete pecado de esta manera debe ser amonestada públicamente de modo que no reciba la Comunión hasta que no haya reformado la propia vida.
Si una persona que ha sido amonestada persiste en un pecado mortal público y se acerca a recibir la Comunión, el ministro de la Eucaristía tiene la obligación de negársela. ¿Por qué? Sobre todo por la salvación de la persona misma, impidiéndole realizar un sacrilegio. Pero también por la salvación de toda la Iglesia, para impedir que haya escándalo de dos maneras.
En primer lugar, un escándalo referente a nuestra disposición para recibir la Santa Comunión. En otras palabras, se debe evitar que la gente sea inducida a pensar que se puede estar en estado de pecado mortal y acercarse a la Eucaristía. En segundo lugar, podría existir otra forma de escándalo, consistente en llevar a la gente a pensar que el acto público que esta persona está haciendo, que hasta ahora todos creían que era un pecado serio, no deba serlo tanto si la Iglesia le permite recibir la Comunión. Si tenemos una figura pública que abierta y deliberadamente sostiene los derechos abortistas y que recibe la Eucaristía, ¿qué terminará pensando la gente común? Puede llegar a creer que es correcto hasta cierto punto suprimir una vida inocente en el seno materno.
Ahora la Iglesia tiene estas disciplinas, y son muy antiguas. De hecho, se remontan a los tiempos de San Pablo. Pero a lo largo de su historia, la Iglesia ha debido siempre disciplinar la materia de la recepción de la Comunión, que es el tesoro más sagrado que posee. Es el don del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Disciplina esta práctica a fin de que, por un lado, la gente no se acerque a recibir la Santa Comunión indignamente a costa del propio daño moral y, por otro, que la fe eucarística sea siempre respetada y los fieles no sean llevados a la confusión, o incluso al error, en lo referente a la sacralidad del sacramento y de la ley moral.
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Excelencia, hay casos en los que figuras públicas van a Misa, reciben los sacramentos y públicamente dicen ser católicos pero que, en la práctica, sostienen legislaciones contrarias a la moral católica. Algunos de ellos, como defensa, sostienen que no se sienten, en conciencia, equivocados, y que se trata de un asunto privado. ¿Podría explicar por qué esta posición es errónea y cómo la formación de la propia conciencia no es una cuestión subjetiva?
Es verdad que debemos actuar de un modo conforme a los dictámenes de nuestra conciencia, pero ella debe estar adecuadamente formada. Nuestra conciencia debe conformarse a la verdad de la situación. No se trata de una realidad subjetiva con la que juzgo lo que para mí está bien o está mal. Por el contrario, es una realidad objetiva por la cual debo conformar mi pensamiento a la verdad.
A veces se escucha hablar de la primacía de la conciencia en el sentido de que “cualquier cosa que yo decida en conciencia, debo hacerla”, y este axioma regula la vida. Ciertamente, esto es verdad si la conciencia está formada correctamente. Me gusta repetir lo que ha dicho el Cardenal George Pell, Arzobispo de Sidney: “antes que hablar de la primacía de la conciencia debemos hablar de la primacía de la verdad”. Es decir, la verdad de la ley moral de Dios con la cual debe formarse nuestra conciencia. Una vez hecho esto, entonces sí que la conciencia tiene aquella primacía que se le atribuye.
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Algunas personas afirman que es parte del derecho a recibir la Comunión el no oír decir a nadie, ni siquiera a un obispo, sacerdote o ministro de la Eucaristía, qué debe hacerse al respecto. ¿Qué piensa?
Sobre todo, es necesario decir que el Cuerpo y la Sangre de Cristo son un don del amor de Dios por nosotros. El don más grande, un don que va más allá de nuestra capacidad de describirlo. Entonces ninguno tiene derecho a este don, así como no tenemos derecho a ningún don que se nos da.
Un don es gratuito, surge del amor, y esto es precisamente lo que Dios hace cada vez que participamos en la Misa y recibimos la Sagrada Eucaristía. Por lo tanto, decir que tenemos derecho a recibir la Comunión no es correcto. Si queremos decir que, si estamos bien dispuestos, podemos acercarnos a la Eucaristía en la Misa que se está celebrando, que tenemos el derecho de recibir la Comunión en el sentido de que tenemos el derecho de acercarnos para hacerlo, entonces sí, esto es cierto.
Así, en la recepción de la Sagrada Eucaristía están involucrados Nuestro Señor mismo, la persona que la debe recibir, y por último el ministro del sacramento que tiene la responsabilidad de asegurarse que la Eucaristía sea dada sólo a las personas dignas de recibirla. Ciertamente la Iglesia tiene el derecho de decir a quien persiste en un serio pecado público que no podrá recibir la Comunión hasta que no esté bien dispuesto para hacerlo.
Este derecho del ministro de negarse a dar la Comunión a alguien que persiste en pecado grave y público está garantizado por el Código de Derecho Canónico en virtud del canon 915. De lo contrario, si se quita el derecho de negar la comunión a un pecador público que se acerca a recibirla dando escándalo a todos, es el ministro el que es puesto en situación de violentar la propia conciencia en relación a una materia seriecísima. Esto sería simplemente erróneo.
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Excelencia, parece que a menudo el cumplimiento de la ley canónica por parte de un obispo, un sacerdote e incluso una autoridad de la Curia vaticana, es vista por algunos como una crueldad, como una arbitrariedad para con los fieles. No ven esto como un acto de caridad que tiene el fin de evitar que alguien se acerque en modo indigno a la Eucaristía, comprometiendo su salvación eterna. Por esta razón, la Iglesia tiene sus reglas. ¿Podría comentar este aspecto del ministerio?
Estoy de acuerdo, por supuesto. Evitar que alguien haga algo sacrílego es el acto más grande de caridad. Primero, se debe amonestar a quien quiere hacerlo y luego se debe evitar tomar parte en un sacrilegio. Es una situación análoga a la del padre que debe oponerse a que el niño juegue con fuego. ¿Quién diría que el padre no es caritativo porque lo llama a la disciplina? Al contrario, diremos que éste es un padre que verdaderamente ama al hijo. Lo mismo hace la Iglesia: en su amor, prohíbe hacer cosas que ofenden gravemente a Dios y son perjudiciales para las almas mismas.
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Se dice, a veces, que cuando un miembro de la Jerarquía amonesta a aquellos católicos que son figuras públicas, está usando su influencia para interferir en la política. ¿Cómo responde a esta objeción?
El obispo o la autoridad eclesiástica, podría ser incluso el párroco, que interviene en esta situación, lo hace sólo por el bien del alma de la figura pública involucrada. No tiene ninguna intención de interferir en la vida pública sino en el estado espiritual del político o del funcionario público que, si es católico, debe seguir la ley divina también en la esfera pública. Si no lo hace, debe ser amonestado por su pastor. Por tanto, es simplemente ridículo y equivocado tratar de silenciar a un pastor acusándolo de interferir en política para que no pueda hacer el bien al alma de un miembro de su grey.
Esto se deduce también de lo que ha denunciado el Santo Padre Benedicto XVI a los obispos, me refiero al deseo de algunas personas de nuestra sociedad de relegar completamente la fe religiosa al ámbito privado, afirmando que no tiene nada que ver con el ámbito público. Esto es sencillamente erróneo. Debemos dar testimonio de nuestra fe no sólo en lo privado de nuestros hogares sino también en nuestra vida pública con los demás para dar un fuerte testimonio de Cristo. Por eso, es necesario terminar con la idea de que, de alguna manera, nuestra fe es una materia completamente privada que no tiene ninguna relación con nuestra vida pública.
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Texto original italiano: Lo Zuavo Pontificio
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