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lunes, 29 de abril de 2013

Arzobispo Zollitsch: “El diaconado femenino ya no es tabú”

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Presentamos nuestra traducción de este artículo del vaticanista Andrea Tornielli sobre la propuesta de apertura al diaconado femenino a la ha hecho referencia Mons. Robert Zollitsch, Arzobispo de Friburgo y Presidente de la Conferencia Episcopal de Alemania, en la conclusión de un encuentro diocesano en el que se han planteado posibles reformas para la Iglesia.

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El presidente de los obispos alemanes, el arzobispo de Friburgo Robert Zollitsch, en la conclusión de una reunión diocesana de cuatro días en la que han participado 300 expertos que han hablado de posibles reformas, ha dicho que el diaconado femenino “no es más un tabú”. En la reunión se ha hablado también de la posibilidad para los divorciados en nueva unión de participar en la comunión eucarística.


Las palabras del presidente de los obispos alemanes podrían dejar entender la posibilidad de llegar a la ordenación diaconal de las mujeres, aún si la declaración publicada en el sitio de la arquidiócesis parece referirse más bien a una forma de ministerio diaconal distinto del masculino. Palabras de apertura hacia el diaconado ordenado femenino habían sido pronunciadas en su momento por el cardenal Carlo Maria Martini, después que Juan Pablo II, en la carta Ordinatio sacerdotalis, había excluido la posibilidad para las mujeres de recibir el sacerdocio. El documento de Wojtyla había sido publicado en 1994, luego de la decisión de la Iglesia anglicana de abrirse al sacerdocio femenino.


Ya entonces diversos expertos hicieron notar la diferencia entre un diaconado femenino entendido como servicio y el diaconado como primer grado del orden sagrado. En los comienzos del cristianismo existía una diaconía femenina (de la cual habla también San Pablo) y está documentado que en el siglo III, en Siria, existían diaconisas que ayudaban al sacerdote en el bautismo de las mujeres. Un rol atestiguado también en las Constituciones apostólicas del siglo IV, que hablan de un rito de consagración, distinto, sin embargo, del de los diáconos varones.


Formas de servicio diaconal femenino han sido ya desde hace un tiempo institucionalizadas, por ejemplo, en los pasados años, en la diócesis de Padua. Se trata de mujeres que, aún sin vestir el hábito religioso, han emitido los votos de obediencia, pobreza y castidad. Y han sido consagradas como “colaboradoras apostólicas diocesanas”. El rol y las tareas de esta nueva forma de servicio son explicadas de este modo por la diócesis de Padua: “Es una forma de diaconía femenina inspirada en el Evangelio. Las colaboradoras apostólicas asumen la diaconía apostólica como proyecto de vida acogido, aprobado y orientado por el obispo”. Entre las tareas a las que están llamadas las “diaconisas” [SIC] se encuentran el anuncio de la Palabra, la educación en la fe, las obras de caridad al servicio de los pobres, distribución de la Comunión, la animación de la liturgia, o la gestión de estructuras como escuelas e institutos. Pero no parece ser ésta la forma de diaconado en la cual se inspira la propuesta de los reformadores alemanes, sino más bien en la del diaconado ordenado masculino.


Precisamente para aclarar el argumento, en septiembre de 2001, el entonces Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Joseph Ratzinger, junto a los purpurados Arturo Medina Estévez (Culto Divino) y Darío Castrillón Hoyos (Clero), había firmado un documento, aprobado por el Papa Wojtyla, en el cual se afirmaba que “no es lícito poner en marcha iniciativas que, de cualquier modo, tengan como finalidad preparar candidatas a la ordenación diaconal”.


El nuevo obispo de Ratisbona, Rudolf Voderholzer, ha tomado distancia de las aperturas de Zollitsch, afirmando que el diaconado femenino, como el sacerdocio y el episcopado, según la tradición que se fundamente en la Biblia, “está reservado a los hombres”.


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Fuente: Sacri Palazzi


Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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miércoles, 24 de octubre de 2012

El Papa reorganiza las competencias de la Curia, con la mirada puesta en los seminarios

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Presentamos nuestra traducción de esta noticia del vaticanista Andrea Tornielli en la que hace referencia a próximos cambios en las competencias de la Curia Romana, que concentrarían en la Congregación para el Clero, guiada por el Cardenal Mauro Piacenza, la responsabilidad sobre los seminarios del mundo.

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El anuncio, dado un poco en silencio por el cardenal Gianfranco Ravasi por medio de una entrevista en L’Osservatore Romano, de la unificación de la Comisión para los Bienes Culturales de la Iglesia con el Pontificio Consejo para la Cultura, no será un caso aislado. Otros cambios, de hecho, están en vista. En la mañana del pasado jueves 18 de octubre Benedicto XVI se ha encontrado con los cardenales Zenon Grocholewski y Mauro Piacenza, respectivamente Prefectos de las Congregaciones para la Educación Católica y para el Clero, junto al arzobispo Rino Fisichella, Presidente del Pontificio Consejo para la Nueva Evangelización.


El objetivo de la pequeña cumbre era discutir y establecer una transferencia de competencias que involucra a los tres dicasterios vaticanos. El más significativo concierne al paso de la competencia sobre los seminarios de Educación Católica a Clero. Hoy es la Congregación guiada por Grocholewski la que se ocupa tanto de las universidades católicas como de la formación en los seminarios. El proyecto de transferir esta competencia al dicasterio guiado por el cardenal Piacenza tiene una larga historia, y una indicación en este sentido por parte de Benedicto XVI había llegado ya en el 2008. Pero luego ha habido dificultades y discusiones internas, y así la decisión al respecto había sido “congelada”.


En Italia la separación entre quien forma a los sacerdotes desde el punto de vista humano, espiritual y pastoral dentro de los seminarios, y quien se ocupa de su formación intelectual en las facultades teológicas y en los ateneos pontificios, es un dato de hecho. Mientras en muchos otros países, donde hay un inferior número de facultades teológicas, los profesores viven en los seminarios y los roles a veces se superponen. La reorganización en estudio debería, por lo tanto, asignar al dicasterio que se ocupa del clero la competencia sobre la formación interna en los seminarios.


Pero si el “ministerio” vaticano para los sacerdotes podría ahora ganar una competencia, perdería otra.  De hecho, está previsto que la catequesis, hasta ahora una de las materias de las que se ocupa la Congregación para el Clero, pase al recientemente creado dicasterio para la Nueva Evangelización, instituido por Benedicto XVI y guiado por el arzobispo Fisichella. La catequesis y la difusión de las enseñanzas del Catecismo de la Iglesia Católica, el texto publicado en 1992 a cargo del entonces cardenal Joseph Ratzinger que acoge las enseñanzas del Concilio Vaticano II, es un elemento fundamental para la transmisión de la fe y la nueva evangelización. Y, por lo tanto, el nuevo Pontificio Consejo se ocupará de esto directamente.


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Fuente: Vatican Insider


Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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martes, 24 de abril de 2012

Mons. Negri: “La acción del Demonio en nuestro tiempo va en aumento”

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Presentamos nuestra traducción de un artículo, publicado en L’Osservatore Romano, en el cual Mons. Luigi Negri, obispo de San Marino-Montefeltro, en el contexto de un curso sobre el ministerio del exorcismo, se refiere a la creciente acción demoníaca en la sociedad actual.

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“Es un fenómeno de gran profundidad, complejidad y perversidad”. Se trata de la acción del demonio que “condiciona la vida tratando de socavar la fe del corazón de los hombres”. De hecho, “hay una presencia diabólica ciertamente en la mentalidad que domina nuestra sociedad”, “una mentalidad sustancialmente atea, diabólica en el sentido de decir: «si se quita a Dios, el hombre se realiza plenamente»”.


Ya el Beato Juan Pablo II, cuando en 1976 predicó los ejercicios espirituales a Pablo VI, dedicó un capítulo a esta “propagación de la mentalidad del pecado original en la historia de la cultura moderna y contemporánea”, y por eso “es necesario que el fenómeno sea planteado con claridad desde el punto de vista cultural”.


Con estas palabras, el obispo de San Marino-Montefeltro, Luigi Negri, miembro de la Comisión para la Doctrina de la Fe de la Conferencia Episcopal Italiana, ha explicado a nuestro periódico el contexto del séptimo Curso sobre el ministerio del exorcismo, que tuvo lugar en Bolonia y en Roma – simultáneamente en video-conferencia – del 16 al 21 de abril pasados, en las sedes de los organizadores, el Grupo de investigación e información socio-religiosa (Gris) y el Pontificio Ateneo Regina Apostolorum.


Con el patrocinio de la Congregación para el Clero, en el curso han participado más de doscientos personas: más de la mitad sacerdotes, algunos religiosos y el resto laicos, hombres y mujeres, la mayor parte proveniente de Italia y de otros países europeos. Ha habido también una consistente representación de los Estados Unidos y de América Latina, en particular de Brasil, pero también de Canadá y de Israel, por citar algunos ejemplos. Entre los participantes había sacerdotes que se están preparando al ministerio del exorcismo; los otros inscritos buscaban una formación específica para su compromiso eclesial o para su profesión.


Monseñor Negri, a cargo de la lección inaugural, subrayó que el curso ha sabido afrontar todos los aspectos – antropológicos, fenomenológicos y sociales; teológicos, litúrgicos, canónicos, pastorales y espirituales; médicos, neuro-científicos, farmacológicos y psicológicos, e incluso criminológicos, legales y jurídicos – “también los más problemáticos, con un notable peso cultural”.


El obispo recuerda que “el poder que la Iglesia tiene sobre el demonio, que es el mismo poder que tenía Cristo, forma parte integral de su misión y se expresa como diaconía de la verdad y diaconía de la caridad”. Por eso se trata de “dar una claridad de juicio sobre la presencia del mal, del demonio, en la normalidad de la vida cultural y social, y acompañar a aquellos que son agredidos por el poder del demonio con un amplio y signicativo camino de caridad”, a cuyo término “en ciertas situaciones está, de hecho, el exorcismo”. Este es un acto litúrgico – cuyo ejercicio compete al sacerdote autorizado por el obispo – que se podría definr como “ministerio de consolación” que debe ejercerse teniendo en cuenta una mirada más amplia porque, más allá de los casos específicos, “estamos frente a una humanidad que debe ser librada del error y debe ser consolada en el camino de la vida, ejerciendo para con ella – recuerda monseñor Negri – la misma caridad que el Señor ha tenido con los primeros que ha encontrado”.


El extremo sufrimiento humano es el denominador común de todos los aspectos que, con serenidad y seriedad, han afrontado los relatores y los participantes durante el curso. Porque la acción extraordinaria del demonio inflinge un sufrimiento indecible, por infestación, vejación, obsesión o posesión. Y porque se constata el aumento de tal acción en nuestro tiempo a través del contacto de la gente, cada vez más frecuente, con el mundo de lo oculto y con sus más diversas expresiones.


Acción extraordinaria entre cuyas causas se puede identificar el ejercicio de ritos maléficos contra una persona o el acercamiento más o menos directo a prácticas ocultas. Como demuestra la experiencia de los exorcistas, son grietas por donde penetra la acción demoníaca. Por eso, de hecho, no son irrelevantes – por citar sólo algunas situaciones – el hecho de que se frecuenten médiums o magos, la superstición, la participación en reuniones espiritistas y en ritos esotéricos, sectas y cultos satánicos. Todo esto, con un mayor o menor nivel de participación.


Presente en cualquier ámbito, la fenomenología de las “sectas” ha sido minuciosamente examinada durante el curso por su incesante crecimiento respecto tanto a la variedad como al número de adeptos. Y si bien no todas las sectas son específicamente satánicas, los relatores las han definido en su conjunto como diabólicas por naturaleza, ya que, bajo un manto de secreto, su único fin es a veces sólo explotar a la persona vulnerable, privándola de su libertad – que es destruida, dañando asi la familia y la sociedad -, pisoteando sus derechos, imponiéndole un modelo estricto de existencia, encerrándola en una estructura totalizante, llevándola a un aislamiento social y afectivo y, por eso, a una despersonalización a través de los numerosos abusos más o menos evidentes.


Un contexto dramático, por las repercusiones no raramente criminales, en el cual abundan las sustancias psicoactivas – una de las formas más directas de alteración del comportamiento – y acciones rituales de la más diversa naturaleza, hasta incurrir en el peligro de lesiones y de muerte y en desviaciones sacrílegas.


El sentido religioso no tiene nada que ver con las sectas. Estas, a lo sumo, lo instrumentalizan, también en su logrado acercamiento a los jóvenes, muchos menores de edad. A estos factores se añade, además, la fascinación que el satanismo ejerce en los adolescentes. Los satanistas propiamente dichos no son numerosos, pero – también a través de internet – está muy difundida la cultura satánica, donde no es rara la instigación a la violencia y el suicidio.


El sustrato de todas estas tendencias es la búsqueda del poder que penetra por todas partes, que impulsa la pretensión de sacar determinados beneficios de una situación de alejamiento de Dios. Con raíces precisas en la dictadura del relativismo, en la crisis de las relaciones interpersonales en un panorama hiper-tecnológico, en la exaltación del subjetivismo, en el delirio de omnipotencia que hace de la persona un “dios”.


Es urgente, entonces, repasar estos casos para mantener alta la prevención, para dar ayuda y claramente para prestar la debida atención pastoral a todas las personas que viven un insoportable sufrimiento espiritual y cargan con sus devastadoras consecuencias. Estas personas tienen necesidad de acogida, de escucha, de acompañamiento, de un auténtico rescate, que ellas mismas piden. Todo esto exige del sacerdote, y sobre todo del exorcista (y de la ciencia), una buena dosis de prudencia y de discernimiento para llegar – frente a la manifestación de determinados signos – a una certeza sobre el nexo causa-efecto. Sin caer en la credulidad, pero tampoco en el racionalismo que descarta a priori una manifestación preternatural.


Cuando, cuarenta años atrás, Pablo VI dijo que uno de las mayores necesidades de la Iglesia es la defensa de “aquel mal, que llamamos el Demonio”, sabía ya que aquella afirmación podía parecer simplista, supersticiosa e irreal. Sin embargo, no dudó en indicar “la intervención en nosotros y en nuestro mundo” de este “agente oscuro y enemigo”. “El mal no es ya sólo una deficiencia, sino una eficiencia, un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor .Terrible realidad. Misteriosa y pavorosa”. “Se sale del contexto de la enseñanza bíblica y eclesiástica – advirtió – quien rechaza reconocerlo existente”.


El exorcismo busca expulsar los demonios o liberar del dominio demoníaco gracias a la autoridad espiritual que Jesús ha confiado a su Iglesia. La curiosidad morbosa se fija en las señales terribles de la acción maligna, pero desvía la atención del poder maravilloso de Dios y de su acción salvífica, algo de lo que se dan cuenta no sólo los exorcistas sino también las personas que recurren a ellos. Por eso, los mismos exorcistas – que han intervenido durante el curso -, bien conscientes de la durísima realidad que deben afrontar cada día, no han dejado de explicar su delicado y difícil ministerio en términos de alegría y de esperanza, de obra de misericordia, de enorme crecimiento en la fe. En la experiencia de la consolación auténtica – para todas las personas involucradas – que proviene de la presencia liberadora de Cristo vivo y resucitado.


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Fuente: Il blog degli amici di Papa Ratzinger


Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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jueves, 5 de abril de 2012

En la Misa Crismal, el Papa responde al Llamado a la desobediencia

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En un gesto sin precedentes, el Papa Benedicto XVI, en el marco de la Misa Crismal celebrada hoy en la Basílica Vaticana, ha pronunciado una magistral homilía en la que se ha referido de manera explícita al Llamado a la desobediencia publicado por sacerdotes austríacos, derribando sus débiles argumentos y explicando que la desobediencia nunca puede ser un camino para la renovación de la Iglesia. Presentamos a continuación la extraordinaria homilía del Santo Padre.

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En esta Santa Misa, nuestra mente retorna hacia aquel momento en el que el Obispo, por la imposición de las manos y la oración, nos introdujo en el sacerdocio de Jesucristo, de forma que fuéramos «santificados en la verdad» (Jn 17,19), como Jesús había pedido al Padre para nosotros en la oración sacerdotal. Él mismo es la verdad. Nos ha consagrado, es decir, entregado para siempre a Dios, para que pudiéramos servir a los hombres partiendo de Dios y por él. Pero, ¿somos consagrados también en la realidad de nuestra vida? ¿Somos hombres que obran partiendo de Dios y en comunión con Jesucristo? Con esta pregunta, el Señor se pone ante nosotros y nosotros ante él: «¿Queréis uniros más fuertemente a Cristo y configuraros con él, renunciando a vosotros mismos y reafirmando la promesa de cumplir los sagrados deberes que, por amor a Cristo, aceptasteis gozosos el día de vuestra ordenación para el servicio de la Iglesia?». Así interrogaré singularmente a cada uno de vosotros y también a mí mismo después de la homilía. Con esto se expresan sobre todo dos cosas: se requiere un vínculo interior, más aún, una configuración con Cristo y, con ello, la necesidad de una superación de nosotros mismos, una renuncia a aquello que es solamente nuestro, a la tan invocada autorrealización. Se pide que nosotros, que yo, no reclame mi vida para mí mismo, sino que la ponga a disposición de otro, de Cristo. Que no me pregunte: ¿Qué gano yo?, sino más bien: ¿Qué puedo dar yo por él y también por los demás? O, todavía más concretamente: ¿Cómo debe llevarse a cabo esta configuración con Cristo, que no domina, sino que sirve; que no recibe, sino que da?; ¿cómo debe realizarse en la situación a menudo dramática de la Iglesia de hoy?


Recientemente, un grupo de sacerdotes ha publicado en un país europeo una llamada a la desobediencia, aportando al mismo tiempo ejemplos concretos de cómo se puede expresar esta desobediencia, que debería ignorar incluso decisiones definitivas del Magisterio; por ejemplo, en la cuestión sobre la ordenación de las mujeres, sobre la que el beato Papa Juan Pablo II ha declarado de manera irrevocable que la Iglesia no ha recibido del Señor ninguna autoridad sobre esto. Pero la desobediencia, ¿es un camino para renovar la Iglesia? Queremos creer a los autores de esta llamada cuando afirman que les mueve la solicitud por la Iglesia; su convencimiento de que se deba afrontar la lentitud de las instituciones con medios drásticos para abrir caminos nuevos, para volver a poner a la Iglesia a la altura de los tiempos. Pero la desobediencia, ¿es verdaderamente un camino? ¿Se puede ver en esto algo de la configuración con Cristo, que es el presupuesto de una auténtica renovación, o no es más bien sólo un afán desesperado de hacer algo, de trasformar la Iglesia según nuestros deseos y nuestras ideas?


Pero no simplifiquemos demasiado el problema. ¿Acaso Cristo no ha corregido las tradiciones humanas que amenazaban con sofocar la palabra y la voluntad de Dios? Sí, lo ha hecho para despertar nuevamente la obediencia a la verdadera voluntad de Dios, a su palabra siempre válida. A él le preocupaba precisamente la verdadera obediencia, frente al arbitrio del hombre. Y no lo olvidemos: Él era el Hijo, con la autoridad y la responsabilidad singular de desvelar la auténtica voluntad de Dios, para abrir de ese modo el camino de la Palabra de Dios al mundo de los gentiles. Y, en fin, ha concretizado su mandato con la propia obediencia y humildad hasta la cruz, haciendo así creíble su misión. No mi voluntad, sino la tuya: ésta es la palabra que revela al Hijo, su humildad y a la vez su divinidad, y nos indica el camino.


Dejémonos interrogar todavía una vez más. Con estas consideraciones, ¿acaso no se defiende de hecho el inmovilismo, el agarrotamiento de la tradición? No. Mirando a la historia de la época post-conciliar, se puede reconocer la dinámica de la verdadera renovación, que frecuentemente ha adquirido formas inesperadas en momentos llenos de vida y que hace casi tangible la inagotable vivacidad de la Iglesia, la presencia y la acción eficaz del Espíritu Santo. Y si miramos a las personas, por las cuales han brotado y brotan estos ríos frescos de vida, vemos también que, para una nueva fecundidad, es necesario estar llenos de la alegría de la fe, de la radicalidad de la obediencia, del dinamismo de la esperanza y de la fuerza del amor.


Queridos amigos, queda claro que la configuración con Cristo es el presupuesto y la base de toda renovación. Pero tal vez la figura de Cristo nos parece a veces demasiado elevada y demasiado grande como para atrevernos a adoptarla como criterio de medida para nosotros. El Señor lo sabe. Por eso nos ha proporcionado «traducciones» con niveles de grandeza más accesibles y más cercanos. Precisamente por esta razón, Pablo decía sin timidez a sus comunidades: Imitadme a mí, pero yo pertenezco a Cristo. Él era para sus fieles una «traducción» del estilo de vida de Cristo, que ellos podían ver y a la cual se podían asociar. Desde Pablo, y a lo largo de la historia, se nos han dado continuamente estas «traducciones» del camino de Jesús en figuras vivas de la historia. Nosotros, los sacerdotes, podemos pensar en una gran multitud de sacerdotes santos, que nos han precedido para indicarnos la senda: comenzando por Policarpo de Esmirna e Ignacio de Antioquia, pasando por grandes Pastores como Ambrosio, Agustín y Gregorio Magno, hasta Ignacio de Loyola, Carlos Borromeo, Juan María Vianney, hasta los sacerdotes mártires del s. XX y, por último, el Papa Juan Pablo II que, en la actividad y en el sufrimiento, ha sido un ejemplo para nosotros en la configuración con Cristo, como «don y misterio». Los santos nos indican cómo funciona la renovación y cómo podemos ponernos a su servicio. Y nos permiten comprender también que Dios no mira los grandes números ni los éxitos exteriores, sino que remite sus victorias al humilde signo del grano de mostaza.


Queridos amigos, quisiera mencionar brevemente todavía dos palabras clave de la renovación de las promesas sacerdotales, que deberían inducirnos a reflexionar en este momento de la Iglesia y de nuestra propia vida. Ante todo, el recuerdo de que somos – como dice Pablo – «administradores de los misterios de Dios» (1Co 4,1) y que nos corresponde el ministerio de la enseñanza (munus docendi), que es una parte de esa administración de los misterios de Dios, en los que él nos muestra su rostro y su corazón, para entregarse a nosotros. En el encuentro de los cardenales con ocasión del último consistorio, varios Pastores, basándose en su experiencia, han hablado de un analfabetismo religioso que se difunde en medio de nuestra sociedad tan inteligente. Los elementos fundamentales de la fe, que antes sabía cualquier niño, son cada vez menos conocidos. Pero para poder vivir y amar nuestra fe, para poder amar a Dios y llegar por tanto a ser capaces de escucharlo del modo justo, debemos saber qué es lo que Dios nos ha dicho; nuestra razón y nuestro corazón han de ser interpelados por su palabra. El Año de la Fe, el recuerdo de la apertura del Concilio Vaticano II hace 50 años, debe ser para nosotros una ocasión para anunciar el mensaje de la fe con un nuevo celo y con una nueva alegría. Naturalmente, este mensaje lo encontramos primaria y fundamentalmente en la Sagrada Escritura, que nunca leeremos y meditaremos suficientemente. Pero todos tenemos experiencia de que necesitamos ayuda para transmitirla rectamente en el presente, de manera que mueva verdaderamente nuestro corazón. Esta ayuda la encontramos en primer lugar en la palabra de la Iglesia docente: los textos del Concilio Vaticano II y el Catecismo de la Iglesia Católica son los instrumentos esenciales que nos indican de modo auténtico lo que la Iglesia cree a partir de la Palabra de Dios. Y, naturalmente, también forma parte de ellos todo el tesoro de documentos que el Papa Juan Pablo II nos ha dejado y que todavía están lejos de ser aprovechados plenamente.


Todo anuncio nuestro debe confrontarse con la palabra de Jesucristo: «Mi doctrina no es mía» (Jn 7,16). No anunciamos teorías y opiniones privadas, sino la fe de la Iglesia, de la cual somos servidores. Pero esto, naturalmente, en modo alguno significa que yo no sostenga esta doctrina con todo mi ser y no esté firmemente anclado en ella. En este contexto, siempre me vienen a la mente aquellas palabras de san Agustín: ¿Qué es tan mío como yo mismo? ¿Qué es tan menos mío como yo mismo? No me pertenezco y llego a ser yo mismo precisamente por el hecho de que voy más allá de mí mismo y, mediante la superación de mí mismo, consigo insertarme en Cristo y en su cuerpo, que es la Iglesia. Si no nos anunciamos a nosotros mismos e interiormente hemos llegado a ser uno con aquél que nos ha llamado como mensajeros suyos, de manera que estamos modelados por la fe y la vivimos, entonces nuestra predicación será creíble. No hago publicidad de mí, sino que me doy a mí mismo. El Cura de Ars, lo sabemos, no era un docto, un intelectual. Pero con su anuncio llegaba al corazón de la gente, porque él mismo había sido tocado en su corazón.


La última palabra clave a la que quisiera aludir todavía se llama celo por las almas (animarum zelus). Es una expresión fuera de moda que ya casi no se usa hoy. En algunos ambientes, la palabra alma es considerada incluso un término prohibido, porque – se dice – expresaría un dualismo entre el cuerpo y el alma, dividiendo falsamente al hombre. Evidentemente, el hombre es una unidad, destinada a la eternidad en cuerpo y alma. Pero esto no puede significar que ya no tengamos alma, un principio constitutivo que garantiza la unidad del hombre en su vida y más allá de su muerte terrena. Y, como sacerdotes, nos preocupamos naturalmente por el hombre entero, también por sus necesidades físicas: de los hambrientos, los enfermos, los sin techo. Pero no sólo nos preocupamos de su cuerpo, sino también precisamente de las necesidades del alma del hombre: de las personas que sufren por la violación de un derecho o por un amor destruido; de las personas que se encuentran en la oscuridad respecto a la verdad; que sufren por la ausencia de verdad y de amor. Nos preocupamos por la salvación de los hombres en cuerpo y alma. Y, en cuanto sacerdotes de Jesucristo, lo hacemos con celo. Nadie debe tener nunca la sensación de que cumplimos concienzudamente nuestro horario de trabajo, pero que antes y después sólo nos pertenecemos a nosotros mismos. Un sacerdote no se pertenece jamás a sí mismo. Las personas han de percibir nuestro celo, mediante el cual damos un testimonio creíble del evangelio de Jesucristo. Pidamos al Señor que nos colme con la alegría de su mensaje, para que con gozoso celo podamos servir a su verdad y a su amor. Amén.


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La Buhardilla de Jerónimo

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martes, 20 de diciembre de 2011

Arzobispo Dolan: “La Iglesia actual necesita una cultura de las vocaciones”

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Presentamos una entrevista a Mons. Timothy Dolan, Arzobispo de Nueva York y Presidente de la Conferencia de los Obispos de Estados Unidos, sobre la cuestión vocacional en la Iglesia actual.

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Excelencia, tal vez el mejor modo para comenzar es una pregunta de fondo: ¿cuál es la comprensión de la Iglesia sobre la vocación?


Hay un sentido genérico y un sentido preciso. Y no creo que podamos hablar del sentido preciso si antes no comprendemos el genérico. Nosotros creemos – forma parte de la visión global de la Iglesia – que Dios tiene un proyecto para cada uno de nosotros. Él nos invita a vivir una existencia que nos remita a Él. Nos llama para esto. La palabra latina para llamada es vocatio. Por eso, en un sentido general, el entero significado del discipulado, de la Divina Providencia, de que Dios tiene un proyecto para nosotros, se deriva de lo que se podría llamar el sentido genérico de la vocación.


Y de algún modo, ésta es la pregunta más decisiva a la que se debe responder: ¿cómo quiere Dios que yo entregue mi vida? De modo general, sabemos que Dios quiere que tengamos una vida que nos conduzca a Él.


Un sentido particular de vocación es la manera particular a través de la cual Dios quiere que la vivamos. He aquí entonces el sacerdocio, la vida consagrada, la vida religiosa, la vida conyugal y la vida secular consagrada.


Pienso siempre que perdemos el tren si no hablamos del matrimonio como vocación. Quiero decir: ésta es la crisis más grande en la Iglesia actualmente, si me lo pregunta. Cuando sólo la mitad de nuestros católicos se casan no nos asombremos si tenemos una crisis en los números de las vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa.


Justamente el otro día, una joven pareja de novios me dijo que habían pedido a su párroco – y el quiso que viniesen a pedirlo a su Arzobispo – si estaba bien, para su boda en la iglesia, postrarse ambos en el suelo y cantar juntos la Letanía de los Santos. He pensado: “Wow, ¿por qué no?”.


Ahora bien, aquella joven pareja: hablamos de tener un sentido de la vocación; ellos sellan su vocación. Nosotros decimos a las parejas que se casan: “Esto que vosotros dos estáis haciendo es decir que queréis ir juntos al Cielo. Queréis ayudaros uno al otro para alcanzar vuestro destino eterno. Y, obviamente, queréis hacerlo a través de la vocación al matrimonio”.


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¿Por qué es tan difícil para nosotros descubrir la voluntad de Dios y saber cómo vivir de acuerdo a esa voluntad?


Bueno, porque, pienso, como nos recordaría santo Tomás de Aquino, que el impulso más natural y constitutivo que todos tenemos en nuestra vida es ser felices. Nosotros nacemos queriendo ser felices. Y sabemos, por la Revelación de Dios, que el único modo para ser realmente felices en esta vida y en la otra es hacer la voluntad de Dios. Dios desea ardientemente nuestra felicidad y nos ha enseñado el camino para ser felices. Por eso, en el seguimiento de su proyecto, en el discernimiento de su voluntad, en la obediencia a su ley, nosotros alcanzaremos la felicidad en esta vida y en la otra.


Muchos creen que la Iglesia dice “no” a todo, pero nosotros no decimos “no”, la Iglesia es un gran “sí”. Sí a todo aquello que nos hace felices en esta vida y en la otra. Y nosotros sabemos por una larga experiencia – y el Señor sabe que la Santa Madre Iglesia es sabia y ha aprendido a lo largo del camino – que si tú vas contra la voluntad de Dios, finalmente no serás feliz. Con el pasar de los años, nos damos cuenta cada vez más de esto, ¿no? Es aquello que dicen los Salmos, la literatura sapiencial del Antiguo Testamento. Sacude la cabeza y dice que de aquel modo se va al encuentro del desastre.


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¿Cómo ve el rol de la familia para el discernimiento de una vocación?


Sé cuán triste es hablar con un joven de su deseo de ser sacerdote, ponerse a dialogar y ver que tiene un verdadero interés, que tiene ingenio, conocimiento, entusiasmo y sinceridad, y en un cierto momento le pregunto: “¿Puedo seguir dialogando contigo? ¿Llamarte alguna vez por teléfono?”. Y a veces – me parte el corazón – el joven responde: “No llame a casa porque mis padres se van a enojar si saben que estoy pensando en ser sacerdote”.


Es lo que podríamos definir la parte negativa de la familia. Puedo admitir que haya una explicación benévola a esta reacción, porque los padres en el fondo quieren sólo que sus hijos sean felices, y piensan que los sacerdotes no lo son. Y si creen que los sacerdotes son ácidos y lamentosos, no quieren que sus hijos sean así. Por eso digo siempre a los sacerdotes: “Debemos ser hombres de alegría, de otra manera, ¿qué padre querrá que su hijo se haga sacerdote?”.


Pienso que las cosas están cambiando, y nosotros tenemos una influencia positiva. Cuando la familia es luminosa, cuando la familia anima, cuando la familia favorece. A menudo escribo o hablo de una “cultura de las vocaciones”. Lo que entiendo por “cultura de las vocaciones” es que cuando los padres crecen en una cultura que anima a hacer la voluntad de Dios y que alienta a quien desea hacerse sacerdote, no hay duda de que se hacen sacerdotes. Yo he crecido en esta cultura. Cuando dije a mis maestros en la escuela: “Pienso en ser sacerdote”, se iluminaron e hicieron lo posible por animarme. Y también mi párroco. Y mis familiares. Y los vecinos. Y la parroquia. Recuerdo que un día – habré tenido 9 o 10 años – había ido a cortarme el cabello, y el peluquero me preguntó: “¿Qué quieres ser cuando seas grande?”. Y yo respondí: “Quiero ser sacerdote”. El peluquero no era ni siquiera católico, pero me dijo: “Oye, ¿no es fantástico?”. Ésta es la cultura de las vocaciones de la que tiene necesidad la Iglesia.


Temo que, por un cierto tiempo, hemos tenido una cultura que ha desanimado las vocaciones. Y a veces de esto han formado parte también las familias. Quedo siempre maravillado, cada vez que celebro la ordenación de un sacerdote, de cómo a menudo ésta se transforma en la ocasión de una recuperación para la fe de la familia que se había alejado. Y a veces tenemos hoy en la Iglesia jóvenes ordenados que son neo-conversos. Fueron educados por católicos de modo no muy entusiasta, habían abandonado la fe, en general en la época de la escuela superior y en la universidad, y luego reencuentran la fe y la abrazan hacia los 20 años, y de aquí surge la vocación. Para la familia, mientras tanto, la fe está en el olvido, en su mayoría no son contrarios sino indiferentes. Y muy a menudo, cuando me encuentro con los seminaristas, me dicen: “Mi familia está un poco turbada con mi opción”, o “mi familia no sabe cómo manejar esto”, o “mi familia sigue tratando de hacerme cambiar de idea”. Pero con bastante frecuencia la ordenación es una ocasión de unidad familiar y la familia vuelve a la práctica de la fe y están alegres por la opción de su hijo, sobre todo cuando ven una cultura de las vocaciones en el seminario; cuando ven feliz al propio hijo; cuando ven buenas personas en torno a él que comparten sus valores y el sentido de aquella llamada. Y éste es un milagro que ocurre.


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Se usa a veces la expresión de que estamos viviendo una nueva primavera de las vocaciones. ¿Usted está de acuerdo?


Bueno, lo vemos en la Iglesia universal. Lo vemos en África; lo vemos en Asia; lo vemos en partes de América central y de Europa oriental. Lo vemos en diversos movimientos. Credo que debemos ser realistas. Pienso que estamos todavía en los comienzos de marzo, por lo que es un poco pronto para decir que es primavera. La Iglesia vive sabiendo siempre que la primavera llega. Pero debemos ser realistas.


Creo que la verdadera respuesta es lo que hemos dicho al comienzo: la renovación de un significado de vocación en el más amplio sentido dado por la Iglesia. Pero, de algún modo, no implica aquel mínimo denominador común de predicar que “todos tienen una vocación”. Digo siempre a mis sacerdotes que cuando deben predicar sobre las vocaciones al sacerdocio, lo deben hacer de modo directo, no apologético – no diluyéndolo, diciendo “no quiero desvalorizar las otras vocaciones”, o “qué bello sería ordenar hombres casados”, cosas de ese estilo. Finalmente, la gente está confundida: ¿cómo se hace para dar un mensaje fuerte sobre las vocaciones sacerdotales?


Debemos hablar de las vocaciones sacerdotales de modo directo e inmediato. Sí. Pero, al mismo tiempo, no debemos olvidar nunca en nuestra predicación ordinaria desarrollar un sentido de la Providencia de Dios, que Dios tiene un proyecto sobre todos nosotros, que la cuestión más importante en la vida, como nos recuerda san Ignacio de Loyola, es que todo lo que hacemos esté ordenado a nuestra salvación eterna. Tenemos la Providencia, tenemos nuestro destino eterno y desarrollamos un sentido de nuestro ser administradores.


Por administradores quiero hacer referencia a que Dios nos ha dado todo, incluso el próximo respiro que hacemos, como don abundante y totalmente inmerecido. Por eso queremos vivir una respuesta de humilde gratitud y ejercer un cuidado adecuado de aquellos dones, para que sean usados para alcanzar tanto el destino eterno como el amor y el servicio hacia el prójimo. Si nosotros conseguimos estas tres cosas… sentido de la Providencia, sentido de nuestra salvación eterna y sentido de ser administradores, estas son las tres virtudes bíblicas de las cuales estoy convencido que surgirán las vocaciones. Con ellas se debe siempre unir nuestra predicación. Y es esto lo que nos llevará a la primavera.


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¿Qué consejo daría a un joven que piensa en el sacerdocio?


En primer lugar, sentido del discipulado. Se comienza cultivando una relación con Jesucristo. Queremos conocer a Jesús, le hablamos, le decimos que tenemos necesidad de Él, que lo amamos, que sin Él no podemos hacer nada. Le decimos que Él es nuestro Señor y Salvador, pero le decimos también que lo consideramos nuestro mejor amigo. Le decimos que queremos pasar el resto de nuestra vida, aquí y en la eternidad, con Él. Le pedimos su gracia y misericordia y virtud. Leemos su Evangelio. Estamos frente a Él en su presencia eucarística. Deseamos con todo el corazón recibirlo en la santa Comunión, deseamos con todo el corazón escuchar la certeza de su misericordia en el sacramento de la Reconciliación; deseamos con todo el corazón compartir todo esto con buenos amigos en una comunidad sana; deseamos con todo el corazón encontrarlo en el rostro de los pobres, en nuestros actos de servicio. El Papa Benedicto XVI nos lo ha enseñado a todos en su homilía inaugural: “Yo os llamo a la santidad, que es la amistad con Jesús”.


Si un joven me dice: “Pienso realmente en convertirme en sacerdote, por eso haría bien en trabajar sobre mi vida espiritual”, yo creo que será recompensado. Trabaja sobre tu vida espiritual, pon lo mejor de ti para rezar, participa frecuentemente en la Misa, ama recibir a nuestro Señor en la santa Comunión y pasar tiempo visitándolo, ama las Sagradas Escrituras, sumérgete en la vida de los santos, busca conocer mejor tu fe católica, cultiva amistad con aquellos que comparten tus valores, ama a la Iglesia y a tu parroquia, involúcrate en obras de servicio. Todas estas cosas intensifican una vida de amistad con Jesús, que significa santidad. Si hacemos todo esto, si desarrollamos la santidad, si desarrollamos el discipulado, entonces la llamada al sacerdocio vendrá.


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Fuente: Diócesis de Porto-Santa Rufina


Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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miércoles, 5 de octubre de 2011

Card. Piacenza: “¡Nosotros tenemos necesidad de reforma!”

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El Cardenal Piacenza, Prefecto de la Congregación para el Clero, ha realizado una visita pastoral a la Arquidiócesis de Los Ángeles (Estados Unidos). Entre otras actividades, mantuvo un encuentro con los seminaristas, a los cuales pronunció un importante discurso, del cual ofrecemos algunos extractos en los que el purpurado se refiere al primado de Dios en la vida del futuro sacerdote y a la necesidad de interpretar correctamente el concilio Vaticano II

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[…] Es algo adquirido por la experiencia eclesial, que las vocaciones nacen, florecen, se desarrollan y llegan a madurez sólo donde se reconoce claramente el primado de Dios. Cualquier otra motivación, que también puede acompañar el inicio de la percepción de una llamada al sacerdocio, confluye en el movimiento de total donación al Señor y en el reconocimiento de su primado en nuestra vida, en la vida de la Iglesia y en la del mundo. 


Primado de Dios significa primado de la oración, de la intimidad divina; primado de la vida espiritual y sacramental. La Iglesia no tiene necesidad de gestores, ¡sino de hombres de Dios! No tiene necesidad de sociólogos, psicólogos, antropólogos, politólogos - y todas las demás  actuaciones que conocemos y podemos imaginar -.


La Iglesia tiene necesidad de hombres creyentes y, por tanto, creíbles, de hombres que, acogida la llamada del Señor, ¡sean sus motivados testigos en el mundo!


Primado de Dios significa primado de la vida sacramental, vivida hoy y ofrecida, a su tiempo, ¡a todos nuestros hermanos! Muchas cosas pueden encontrar los hombres en los otros; en el Sacerdote, sin embargo, buscan lo que sólo él puede dar: la divina Misericordia, el Pan de vida eterna, un nuevo horizonte  de significado ¡que haga más humana la vida presente y posible la eterna! […]


¡La Iglesia tiene necesidad de hombres fuertes! De hombres firmes en la fe, capaces de conducir a los hermanos a una auténtica experiencia de Dios.


La Iglesia tiene necesidad de sacerdotes que, en las tempestades de la cultura dominante, cuando “la barca de no pocos hermanos es combatida por las olas del relativismo” (cfr. J. Ratzinger, Homilía en la Santa Misa Eligendo Romano Pontifice), sepan, en efectiva comunión con Pedro, tener firme el timón de la propia existencia, de las comunidades que les han sido confiadas y de los hermanos que piden luz y ayuda para su camino de fe.


Además del primado indiscutido de Dios, es necesario que la formación humana ocupe el puesto fundamental que le corresponde. Nadie puede esperar una humanidad perfecta para acceder a las órdenes sagradas, pero es indispensable, con toda honestidad, ponerse en juego, confiando a Dios, a través del Director espiritual, todo sobre uno mismo. No cedáis a la ilusión por la que las cuestiones no resueltas (o no debidamente afrontadas) se podrán improvisamente resolver después de la ordenación. ¡No es así! ¡Y la experiencia lo demuestra!


La formación humana tiene ciertamente necesidad de un justo grado de auto-conocimiento, y en este sentido las llamadas ciencias humanas pueden ofrecer una válida ayuda, ¡pero sobre todo tiene necesidad de “estar en contacto” con la Santa Humanidad de Cristo!


¡Estando con Él nosotros somos plasmados progresivamente! ¡Es Él, de verdad, formador! En este sentido, ¡la adoración eucarística prolongada desempeña también un papel fundamental y sobre todo en la formación humana! Dejarse “broncear” por el Sol eucarístico, significa, en el tiempo, limar las propias aristas, aprender del humilde por excelencia, estar en la escuela de la Caridad hecha carne. […]


La formación intelectual debe tender a transmitir los contenidos ciertos de la fe, argumentado razonablemente sus fundamentos escriturísticos, los de la gran Tradición eclesial y del Magisterio y hacerse acompañar por los ejemplos de vida  de Sacerdotes santos. No debéis desorientaros en los meandros  de las diversas opiniones teológicas que no dan certeza y ponen la Verdad revelada a la par de cualquier otro “pensamiento humano”. Uno se forma en las certezas y tratando de tener en el propio equipaje una visión de síntesis con el entusiasmo de la misión.


Estoy personalmente convencido de que una buena y sólida formación teológica, que descubra también el fundamento filosófico de la metafísica y no tema acoger toda la Verdad completa, es el mejor antídoto a las tantas “crisis de identidad” que algunos viven, por desgracia. En este sentido, el Santo Padre Benedicto XVI ha recordado varias veces la imprescindible utilización del Catecismo de la Iglesia Católica como horizonte al que mirar y como referencia cierta de nuestro actual pensamiento teológico.


El catecismo es también el gran instrumento que el Beato Juan Pablo II donó a toda la Iglesia, para la correcta hermenéutica del Concilio Vaticano II. También bajo este aspecto es necesario que la formación intelectual no viva equívocos de ningún género.


Vosotros habéis nacido en el Postconcilio (creo casi todos) y quizás, por eso sois hijos del Concilio, en cuanto más inmunes a las polarizaciones, a veces ideológicas, que la interpretación de aquel Acontecimiento providencial ha suscitado.


Seréis vosotros, probablemente, la primera generación que interpretará correctamente el Concilio Vaticano II, no según el “espíritu” del Concilio, que tanta desorientación ha traído a la Iglesia, sino según cuanto realmente el Acontecimiento Conciliar ha dicho, en sus textos, a la Iglesia y al mundo.


¡No existe un Concilio Vaticano II diverso del que ha producido los textos hoy en nuestra posesión! Y en estos textos nosotros encontramos la voluntad de Dios para su Iglesia y con ellos es necesario confrontarse, acompañados por dos mil años de Tradición y de vida cristiana.


La renovación es siempre necesaria a la Iglesia, porque siempre necesaria es la conversión de sus miembros, ¡pobres pecadores! ¡Pero no existe, ni podría existir una Iglesia pre-Conciliar y una post-Conciliar! Si fuera así, la segunda – la nuestra – ¡sería histórica y teológicamente ilegítima!


Existe una única Iglesia de Cristo, de la que vosotros formáis parte, que va desde Nuestro Señor hasta los Apóstoles, desde la Bienaventurada Virgen María hasta los Padres y Doctores de la Iglesia, desde el Medioevo hasta el Renacimiento, desde el Románico hasta el Gótico, el Barroco, y así sucesivamente hasta nuestros días, ininterrumpidamente, sin alguna solución de continuidad, ¡nunca!       


¡Y todo porque la Iglesia es el Cuerpo de Cristo, es la unidad de su Persona que se nos dona a nosotros, sus miembros!


Vosotros, queridísimos Seminaristas, seréis sacerdotes de la Iglesia de San Agustín, de San Ambrosio, de Santo Tomás de Aquino, de San Carlos Borromeo, de San Juan Maria Vianney, de San Juan Bosco, de San Pío X, hasta el santo Padre Pío,   a San José María Escrivá y el Beato Juan Pablo II. Seréis sacerdotes de la Iglesia que está formada por tantísimos santos Sacerdotes que durante los siglos han hecho luminoso, bello, irradiante y por tanto fácilmente reconocible, el rostro de Cristo, Señor, en el mundo.


La verdadera prioridad y la verdadera modernidad, pues, queridos míos, ¡es la santidad! El único posible recurso para una auténtica y profunda reforma es la santidad y ¡nosotros tenemos necesidad de reforma! ¡Para la Santidad no existe un seminario, a no ser el de la Gracia de Nuestro Señor y de la libertad que se abre humildemente a su acción plasmadora y renovadora!


El Seminario de la Santidad, tiene, pues, un Rector verdaderamente magnífico y es una mujer: la Bienaventurada Virgen María. ¡Que Ella, que durante toda la vida nos repetirá: “Haced lo que Él os diga”, pueda acompañarnos en este arduo pero fascinador camino! […]


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Texto completo: Clerus


La Buhardilla de Jerónimo

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lunes, 5 de septiembre de 2011

“Una gratitud que crece año a año”

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Presentamos una entrevista que Mons. Georg Ratzinger, hermano del Santo Padre, ha concedido recientemente a la revista 30Giorni.

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Monseñor Ratzinger, ¿qué le queda en el corazón de estas jornadas de celebraciones por el sexagésimo aniversario de sacerdocio?


No le oculto que inicialmente quería celebrar solo en forma privada, sin participar en ceremonias solemnes, porque no he todavía recuperado todas las fuerzas después de la operación de la rodilla y las ceremonias, en cambio, requieren cierta frescura mental y física. Pero estoy contento de que las cosas se hayan dado de modo diverso, porque ha habido momentos muy conmovedores, como la bellísima celebración organizada en la Catedral de Freising por el Instituto Benedicto XVI, que está a cargo de la publicación de la opera omnia del Santo Padre. La Catedral de Freising es el lugar donde mi hermano y yo fuimos ordenados sacerdotes y se respiraba una atmósfera para mí realmente familiar. Por la mañana se rezaron las laudes y luego, después de los saludos y algunas intervenciones, se realizó el almuerzo con los altos prelados, algunos cardenales, los obispos auxiliares y, naturalmente, los viejos amigos. Un segundo momento importante ha sido la Misa en mi colegiata de San Juan Bautista: la iglesia estaba llena de gente y había una atmósfera solemne. Finalmente, el tercer acontecimiento fue la Misa en San Pedro en Roma: fue conmovedor pensar que nuestro jubileo se insertaba en la solemnidad de los santos Pedro y Pablo, tan importantes para Roma y para la Iglesia universal.

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Para su hermano habrá sido una alegría tenerlo a su lado en estos días…


Cuando nos vemos es siempre una gran alegría. En toda nuestra vida nos hemos siempre reencontrado y naturalmente no queremos renunciar ahora en la vejez, en la que experimentamos de modo particular este sentimiento de pertenecer el uno al otro.

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¿Usted qué pensó en aquel 29 de junio de 1951? El Papa, al recordar el día de la ordenación, dijo: “«Ya no os llamo siervos, sino amigos» (cf. Jn 15,15). Sesenta años después de mi Ordenación sacerdotal, siento todavía resonar en mi interior estas palabras de Jesús, que nuestro gran Arzobispo, el Cardenal Faulhaber, con la voz ya un poco débil pero firme, nos dirigió a los nuevos sacerdotes al final de la ceremonia de Ordenación”…


Pensé que era un punto de inflexión en mi vida, como en aquella de todo hombre que se convierte en sacerdote, porque la ordenación sacerdotal confiere al hombre una nueva calidad de vida y lo hace convertirse en “encargado” de Cristo, debe llevar el misterio y la palabra de Jesucristo al mundo. Con los años he podido comprender cuán ciertas son las palabras del Evangelio de Juan que el cardenal Faulhaber nos dirigió: porque la ordenación sacerdotal comporta una particular amistad con Cristo en cuanto confiere un mandato particular. Y nos brinda la sorpresa y la conciencia de ver cómo el Señor se involucra en nuestra vida humana.

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¿Y cómo se vivió ese día en la familia?


Fue una experiencia de alegría única. En nuestra vida familiar, que hasta ese momento había sido la vida de una familia normal, fue un evento que en aquel tiempo era considerado un don: el sacerdocio, algo que remite a la eternidad, a una esfera divina. Tenía tres años más que mi hermano pero fue bello vivir juntos la ordenación y la primera Misa, aún si era sólo consecuencia de la guerra que había desbaratado los proyectos de cada uno de nosotros. En aquellos años, de hecho, en el seminario de Freising las diferencias de edad de los aspirantes al sacerdocio eran grandes.

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¿Cuáles fueron las personas que más influyeron, durante los años del seminario, en vuestra maduración como sacerdotes y como cristianos?


Una figura clave en el “Domberg” de Freising fue nuestro rector Michael Hock, quien había estado cinco años en el campo de concentración de Dachau. Su camino fue el de un sacerdote piadoso, devoto y comprometido. Había en él algo de paterno, bueno, comprensivo, y fue considerado más un padre que un superior. Lo que más le importaba era ayudar a cada uno a encontrar, en aquellos tiempos difíciles, el camino que conduce a una meta buena.

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El Papa, durante el almuerzo con usted y los cardenales, volviendo con el pensamiento a 1951, subrayó que entonces el mundo era totalmente diverso y Alemania debía ser reconstruida materialmente y moralmente. ¿Os parecía participar en esta reconstrucción también siendo sacerdotes?


Estamos todos condicionados por la época en que vivimos, compartimos con los hombres de nuestra época las dificultades, las preocupaciones de nuestro tiempo, pero también las alegrías. En este sentido hemos contribuido también nosotros a esta obra de renovación. Pero es también cierto que no ha sido un proceso unívoco porque a medida que la economía crecía, y con ella también la riqueza y el bienestar, se introdujo también una cierta decadencia moral y, sin que nosotros pudiéramos imaginarlo, otros elementos negativos han acompañado el proceso de reconstrucción.

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Ya desde los años del seminario sabíais que tomaríais caminos diversos. Usted la música, su hermano la enseñanza teológica…


Sí, el buen Dios nos ha hecho recorrer caminos diversos. Yo había pedido siempre al Señor, si era posible, poder trabajar en la música sacra, poder cantar las alabanzas a El a través de la música. Y si miro ahora a mi vida, debo decir que ha escuchado mis oraciones de modo realmente estupendo. Me ha permitido trabajar en el coro de la Catedral de San Pedro en Ratisbona, los Regensburger Domspatzen, que aprecio mucho y que tiene cualidades, tal vez únicas en el mundo católico.

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¿Cómo juzga la situación actual de la música sacra en la Iglesia?


La situación varía de un lugar a otro y de un país a otro. En lo que respecta a mi experiencia, puedo decir que la Catedral de Ratisbona tiene una larga tradición en el particular cuidado del canto gregoriano y de la polifonía vocal clásica, que ha sido bien conservada después del Concilio pero que, de algún modo, ha ido también hacia delante. La música siempre ha tenido su importancia vital para la vida religiosa porque la palabra hablada sólo llega a la ratio mientras que la música involucra a todo el hombre en las alabanzas a Dios. Y aún si las modalidades pueden variar, la música sacra tendrá siempre una gran importancia. Debemos asegurarnos de que la música sacra sea cuidada de modo que alcance plenamente el efecto que le es propio: el de conducir a los hombres a Dios.

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Una última pregunta: recordando aquel 29 de junio de sesenta años atrás, ¿cuánto ha quedado en su hermano de aquel joven sacerdote de 24 años?


Mucho, porque ha permanecido la gratitud de haber recibido la gracia de ser sacerdote. Que es mi misma gratitud y espero siempre que quede en mí la alegría que teníamos ese día, la gratitud por haber recibido esta llamada. Más aún, espero que esta gratitud crezca de año en año.

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Fuente: 30Giorni

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Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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sábado, 2 de julio de 2011

Benedicto XVI: “En 60 años casi todo cambió pero permaneció la fidelidad del Señor”

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Este artículo de L’Osservatore Romano, que aquí ofrecemos en lengua española, presenta una síntesis de las palabras pronunciadas por el Papa Benedicto XVI durante el almuerzo ofrecido en su honor por el Colegio Cardenalicio en el 60º aniversario de su sacerdocio, así como el texto íntegro del discurso del Cardenal Decano.

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Ecce quam bonum et quam iucundum habitare fratres in unum, "¡Qué bueno y agradable es que los hermanos vivan unidos!”: estas palabras del Salmo 133 fueron una realidad vivida para Benedicto XVI el viernes a la mañana, 1º de julio, en la Sala Ducal. Lo subrayó él mismo en el discurso a los cardenales presentes en el almuerzo ofrecido en su honor, con ocasión del 60º aniversario de ordenación sacerdotal. Un encuentro que para el Papa puso de relieve la belleza del estar juntos y del vivir juntos la alegría del sacerdocio, del ser llamados por el Señor.

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El Pontífice agradeció al decano del Colegio Cardenalicio, Angelo Sodano, por las bellas, conmovedoras y confortantes palabras dirigidas en esta circunstancia y sobre todo por el don de cincuenta mil euros, que inmediatamente entregó en manos del cardenal vicario para la diócesis de Roma, Agostino Vallini, porque – explicó – de este modo el “estar juntos” se amplía a los pobres de la Urbe. De hecho, para Benedicto XVI estaban idealmente presentes en el almuerzo “aquellos pobres que tienen necesidad de nuestra ayuda y nuestra asistencia, de nuestro amor, que se realiza concretamente en la posibilidad de comer, de vivir bien; aquellos pobres de Roma, que son amados por el Señor”.


El Papa habló luego de la experiencia de la fraternidad como de una realidad interna al sacerdocio, porque uno nunca es ordenado solo sino que es insertado en un presbiterio, o como obispo en el colegio episcopal. “Por eso - agregó – esta es una hora de gratitud por la guía del Señor, por todo lo que Él me ha donado y perdonado en estos años, pero también un momento de memoria”. Y en este hacer memoria el Papa volvió con el pensamiento a 1951, cuando el mundo era totalmente distinto de hoy. Luego habló de su Alemania con las ciudades destruidas, la economía en el piso y una gran pobreza material y espiritual, que los alemanes enfrentaron con una fuerte energía y con la voluntad de reconstruir el país y de renovarlo sobre el fundamento de la fe cristiana.


Después de haber evocado los comienzos, vividos con gran entusiasmo y con alegría, el Papa habló luego del concilio Vaticano II, cuando todas las esperanzas parecían poder realizarse, y de la revolución cultural del ’68: años difíciles en los que la barca del Señor se llenaba de agua, corriendo el riesgo de hundirse, si bien el Señor – que parecía dormir – estaba presente y llevaba adelante la barca de Pedro. No podía faltar el recuerdo de los años de trabajo – definidos como inolvidables – durante el pontificado del beato Papa Juan Pablo II y luego la hora totalmente inesperada del 19 de abril de 2005, cuando el Señor llamó a Joseph Ratzinger a la sede de Pedro. “En estos sesenta años – dijo al respecto – casi todo cambió, pero permaneció la fidelidad del Señor: Él es el mismo ayer, hoy y siempre”. Y es por esto que el momento de la memoria y de la gratitud es, para Benedicto XVI, también el momento de la esperanza. “Con su ayuda – concluyó – sigamos adelante”.


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Precedentemente, el cardenal Sodano había dirigido al Papa el siguiente saludo en nombre del Colegio Cardenalicio:


Santidad, ¡venerado y amado Sucesor de Pedro! Con ocasión de sus primeros cincuenta años de vida, usted nos había dejado un libro de recuerdos, hablándonos, entre otras cosas, de la alegría que sintió en el día de su ordenación presbiteral, en aquel lejano 29 de junio de 1951.


Usted había escrito luego que precisamente en el momento en que el fallecido cardenal Faulhaber le imponía las manos, un pajarillo, tal vez una alondra, se elevó desde el altar mayor de la catedral, haciendo resonar su canto gozoso.


Hoy, en esta Sala Ducal, nosotros quisiéramos también hacer resonar un bello canto, como el de la alondra de 60 años atrás, pero no somos capaces, sin embargo le repetimos aquellas palabras que entonces le parecieron ser susurradas desde lo alto: “¡Está bien así, estás en el camino correcto!”.


Al canto hemos renunciado, ¡a causa de nuestra edad no juvenil! No renunciamos, sin embargo, a repetirle aquellas palabras que le parecieron llegar de lo alto: “¡Está bien así, estás en el camino correcto!”.


Santidad, en esta etapa importante de su vida los miembros del Colegio Cardenalicio residentes en la Curia y algunos amigos que se han asociado a nosotros se reúnen en torno a usted, agradeciendo al Señor por el abundante bien que le ha concedido sembrar en el vasto campo de la Iglesia, agricultura Dei (1 Cor 3, 9).


En realidad, a la meta de los 60 años de sacerdocio han llegado pocos de sus Predecesores en la Cátedra de Pedro. El único caso cercano a nosotros es el del Papa León XIII, que pudo celebrar su 60º aniversario de presbiterado en 1897, a la edad de 87 años. En aquella fausta circunstancia, los Cardenales de entonces le regalaron un reloj de péndulo con la siguiente escritura latina: tibi sonet nisi serenas, ¡que te suene sólo en las horas serenas! Está todavía en el Palacio Apostólico, en una esquina de una oficina, lo podéis comprobar. Nosotros hoy queremos también desearle, Santo Padre, horas serenas, ¡con voz aún más resonante que el reloj de péndulo de León XIII!


Conociendo su sensibilidad pastoral hacia su querida diócesis de Roma, en acuerdo con algunos cardenales, he pensado proponer a los hermanos hacerle un regalo distinto, y los cardenales han aceptado entonces ofrecerle un óbolo para los pobres de Roma, considerando las urgentes necesidades de tantos romanos así como de los numerosos inmigrantes y refugiados.


Con este mismo espíritu de participación en su solicitud pastoral, el Colegio cardenalicio quiso también ofrecer un almuerzo a doscientos pobres de Roma, precisamente en la fiesta de San Pedro, por iniciativa del Colegio cardenalicio y del Círculo San Pedro, precisamente para honrar a Vuestra Santidad en el 60º aniversario de sacerdocio. Algunos de estos afortunados invitados nos han escrito una nota de agradecimiento que hice ver a Su Santidad en su escritura original, y también en algún caso infantil. Por ejemplo, hay uno que escribe en español, es una persona peruana que cuida enfermos, y otro que escribe: “A Su Santidad, el Papa que es Padre: quisiera agradecerle por el almuerzo que nos ha ofrecido a mí y a mi familia, esperando su felicidad y serenidad y crecimiento cristiano. Con devoción y respeto. Claudio”. Sentimos, por lo tanto, que la familia de Roma está toda unida, ricos y pobres, sacerdotes y fieles, en torno al Papa. El drama de la pobreza de Roma es conocido por todos nosotros.


En el momento de la unificación de Italia, 150 años atrás, Roma tenía 170.000 habitantes, según las estadísticas. Hoy la diócesis de Roma llega a casi tres millones de habitantes, mientras la gran Roma supera los cuatro millones. Y los pobres están siempre con nosotros.


Frente a tal realidad, la Iglesia de Roma quiere ser, hoy más que nunca, la Iglesia de la caridad. Y nosotros cardenales, incardinados en la Iglesia de Roma, somos partícipes de su solicitud paternal. Y con un modesto óbolo queremos contribuir a esta importante obra y le remitimos, por lo tanto, un cheque de 50.000 euros, recogidos en estos días entre nosotros, que Vuestra Santidad podrá destinar como mejor le parezca.


Santidad, siéntanos siempre cercanos a usted, sobre todo en este bello día, mientras nosotros le decimos a coro: ad multos annos, ad multos felicísimos annos!


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Fuente: L’Osservatore Romano


Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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miércoles, 29 de junio de 2011

60 años de sacerdocio de Benedicto XVI

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29/6/1951 – 29/6/2011


60º Aniversario de Ordenación Sacerdotal

de Su Santidad Benedicto XVI


En el día feliz en que nuestro Santo Padre Benedicto XVI celebra el 60º aniversario de su Sacerdocio, nos unimos a toda la Iglesia en la ferviente acción de gracias a Dios por la consagración sacerdotal y la gozosa fidelidad de nuestro amado Papa y le suplicamos que, por intercesión de la Bienaventurada Virgen María y de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, continúe derramando sobre él bendiciones abundantes.


AD MULTOS ANNOS, SANCTE PATER!


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Oración escrita por el Papa Benedicto XVI con ocasión del 60º aniversario de vida sacerdotal


Señor,
te damos gracias 
porque has abierto tu corazón para nosotros;
porque en tu muerte y en tu resurrección
te has convertido en fuente de vida.
Haz que seamos personas vivientes,
vivientes de tu fuente,
y dónanos el poder ser nosotros también fuentes,
capaces de donar a este nuestro tiempo
agua de vida.
Te damos gracias
por la gracia del ministerio sacerdotal.
Señor, bendícenos
y bendice a todos los hombres de este tiempo
que están sedientos y en la búsqueda

Amén.


***

“Ahora que me encuentro en esta catedral… me vienen recuerdos de mi ordenación: cuando estaba yo postrado en tierra y en cierto modo envuelto por las letanías de todos los santos, por la intercesión de todos los santos, caí en la cuenta de que en este camino no estamos solos, sino que el gran ejército de los santos camina con nosotros, y los santos aún vivos, los fieles de hoy y de mañana, nos sostienen y nos acompañan. Luego vino el momento de la imposición de las manos... y, por último, cuando el cardenal Faulhaber nos dijo: "Iam non dico vos servos, sed amicos", "Ya no os llamo siervos, sino amigos", experimenté la ordenación sacerdotal como inserción en la comunidad de los amigos de Jesús, llamados a estar con él y a anunciar su mensaje.”


Visita del Papa Benedicto XVI a la Catedral de Santa María y San Corbiniano, Freising, 14 de septiembre de 2006.

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ESPECIAL 60 AÑOS DE SACERDOCIO DE BENEDICTO XVI


- Joseph Ratzinger recuerda los orígenes de su vocación


- 29 de junio de 1951: el recuerdo de un testigo"


- “El momento más importante de mi vida”


- Homilía de Benedicto XVI en el 60º aniversario de su Ordenación Sacerdotal


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29 de junio de 1951: el recuerdo de un testigo

60 años de sacerdocio de Benedicto XVI

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Testimonio del Padre Alfred Läpple, amigo y profesor del joven Joseph Ratzinger, sobre el día de la ordenación sacerdotal del Papa Benedicto XVI.

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La campana de San Corbiniano resonó potente y solemnemente desde el campanario el 29 de junio de 1951, cuando en la catedral de Freising, repleta de gente, ingresaron cuarenta y cuatro diáconos para recibir, de manos del arzobispo de Munich y Freising Cardenal Michael von Faulhaber, el sacramento de la consagración presbiteral (¡en ese entonces nadie hablaba de ordenación!).


Entre los candidatos a la consagración estaban también los hermanos Georg y Joseph Ratzinger. El irrenunciable signo y el elemento esencial del sacramento de la consagración es la imposición de las manos (episcopi manum impositio) unida a la pronunciación de la oración de consagración (oratio consecrationis).


Durante la ceremonia de consagración hubo silencio en toda la catedral mientras el Cardenal Faulhaber impuso las manos a cada candidato. A él lo siguieron muchos sacerdotes, los cuales también dispensaron la consagración. Así también yo las posé en silencio sobre mi amigo Joseph, haciendo una leve presión, de modo que me miró un poco y me reconoció.


Inmediatamente después de la consagración presbiteral, encontré en el Seminario a sus padres (y su hermana María) y los felicité por el inusual acontecimiento de los dos hijos.


Después de las vísperas cantadas por la tarde en la catedral, Joseph Ratzinger fue a mi apartamento del docente (en el segundo piso del Seminario de Freising). Me arrodillé humildemente frente a él y le pedí la bendición de la nueva Misa: Per extensionem manuum mearum…, antigua bendición para sacerdotes con ocasión de la primera Misa). Luego nos despedimos.


Ninguno de los dos podía saber que sólo un año después Ratzinger habría entrado nuevamente a esa habitación, porque en 1952 se convirtió en mi sucesor como docente en el Seminario de Freising.


En Traunstein fueron celebrados, en el mismo día, tres nuevos sacerdotes: Rupert Berger, que luego se convertiría en liturgista, Georg Ratzinger, que sería maestro de capilla de la catedral de Ratisbona, y Joseph Ratzinger, que se convertiría luego en el Papa Benedicto XVI.


Los dos hermanos Ratzinger tuvieron su primera Misa, en latín, el domingo 8 de julio de 1951 en la iglesia parroquial de St. Osvald en Traunstein. Entonces la concelebración no estaba admitida ni siquiera para un par de hermanos.


El hermano menor, Joseph, celebró como su primera Misa, a las siete, la así llamada Misa de los jóvenes. Fue cantada la Misa de Cristo Rey (de 1935) de Joseph Haas. La prédica fue pronunciada por el párroco de Traunstein, Georg Els. A las nueve el hermano mayor, Georg, celebró como su primera Misa la función parroquial, en la que, para honrar a Dios y al nuevo sacerdote músico, se cantó la Misa de Nelson (1798) de Joseph Haydn, dirigida por el director del coro Dr Andreas Hogger. La prédica de la primera Misa fue realizada por el Dr. Hubert Pohlein.


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Fuente: Il blog degli amici di Papa Ratzinger


Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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Joseph Ratzinger recuerda los orígenes de su vocación

60 años de sacerdocio de Benedicto XVI

 

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En diálogo con Peter Seewald, el Cardenal Joseph Ratzinger recordaba, quince años atrás, el origen de su vocación y las crisis que tuvo que atravesar.

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¿Y cómo conoció su vocación? ¿Cómo supo que estaba destinado para esto? En una ocasión dijo: «Yo estaba convencido, aunque no sabría decir por qué, de que Dios quería de mí algo que sólo podría llevarlo a cabo ordenándome sacerdote».


No lo vi gracias a un rayo de luz que, de pronto, me iluminara y me hiciera entender que debía ordenarme sacerdote, no. Fue más bien un lento proceso que iba tomando forma paulatinamente; tenía una vaga idea, siempre la misma, hasta que, por fin, tomó forma concreta. No sabría decir la fecha exacta de mí decisión. Lo que si puedo asegurar es que, esa idea de que Dios quiere algo de cada uno de nosotros -de mí también-, empecé a sentirla desde muy joven. Sabía que tenía a Dios conmigo y que quería algo de mí; ese sentimiento empezó muy pronto. Luego, con el tiempo, comprendí que se relacionaba con mi ordenación de sacerdote.


Y después, pasado el tiempo, ¿recibió alguna nueva luz se sintió de alguna manera iluminado por Dios?


Iluminado en el sentido clásico de la palabra que nosotros conocemos por los místicos, eso no, nunca; soy un cristiano normal y corriente. Pero en un sentido un poco más amplio, la fe aporta una nueva luz, qué duda cabe. Con la fe unida a la razón -como decía Heidegger- se puede entrever un espacio de claridad entre distintos caminos equivocados.


Y, una vez decidido a ordenarse sacerdote, ¿nunca tuvo dudas, tentaciones, nostalgias?


Si. Claro que tuve. Concretamente en el sexto año de estudios de teología uno se encuentra frente a cuestiones y problemas muy humanos. ¿Será bueno el celibato para mí? ¿Ser párroco será lo mejor para mí? Estas preguntas no siempre tienen respuesta fácil. En mi caso concreto, nunca dudé de lo fundamental, pero tampoco me faltaron las pequeñas crisis.


Pero, qué clase de crisis. ¿Le importaría citarme algún ejemplo?


Durante mis años de estudiante de teología en Munich yo me planteaba dos posibilidades muy distintas. La teología científica me fascinaba. La idea de profundizar en el universo de la historia de la fe, era algo que me interesaba mucho; aquello me abriría extensos horizontes del pensamiento y de la fe, que me llevarían a conocer el origen del hombre y el de mi propia vida. Pero, al mismo tiempo, cada vez veía más claro que el trabajo en una parroquia -donde atendería todo tipo de necesidades- era mucho más propio de la vocación sacerdotal, que el placer de estudiar teología. Eso suponía que ya no podría seguir estudiando para ser profesor de teología que era mi más íntimo deseo. Porque, si me decidía al sacerdocio, significaba una entrega plena a mis obligaciones, incluso en los trabajos muy sencillos y poco gratificantes. Por otra parte yo era tímido y nada práctico -estaba más bien dotado para el deporte que para la organización o el trabajo administrativo-, y también tenía la preocupación de si sabría llegar a las personas, si sabría comunicarme con ellas. Me preocupaba la idea de llegar a ser un buen capellán y dirigir a la juventud católica, o dar clases de religión a los pequeños, atender convenientemente a enfermos y ancianos, etc. Me preguntaba seriamente si estaba preparado para vivir toda la vida así, si aquella era realmente mi vocación.


A todo ello iba siempre unida la otra cuestión de si yo podría hacer frente al celibato, a la soltería, de por vida. La Universidad estaba, por aquel entonces, medio en ruinas y no teníamos local para la Facultad de teología. Estuvimos dos años en los edificios del Palacio de Fürstenried, en los alrededores de la ciudad. Aquello hacía que la convivencia -no sólo entre alumnos y profesores, sino también entre alumnos y alumnas-, fuera muy estrecha, así que la tentación de dejarlo todo y seguir los dictados del corazón era casi diaria. Solía pensar en estas cosas paseando por aquellos espléndidos parques de Fürstenried. Pero, como es natural, también haciendo largas horas de oración en la Capilla. Hasta que, por fin, en el otoño de 1950 fui ordenado diácono; mi respuesta al sacerdocio fue un rotundo sí, categórico y definitivo.


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Tomado de “La sal de la tierra. Una conversación con Peter Seewald”, de Joseph Ratzinger.

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miércoles, 23 de marzo de 2011

El Card. Piacenza defiende con fuerza el celibato, luego de las declaraciones del Arzobispo de Viena

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Pocas horas después de que el presidente de la Conferencia Episcopal Austríaca, cardenal Christoph Schönborn, afirmara, al comienzo de los trabajos de la asamblea de dicha conferencia, que “en la Iglesia debe haber un debate abierto, incluso en la cuestión del celibato”, en L’Osservatore Romano fue publicado un artículo del cardenal Mauro Piacenza, Prefecto de la Congregación para el Clero, sobre el tema del celibato sacerdotal titulado “Cuestión de radicalidad evangélica”. Presentamos el texto del artículo en español.

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Residuo preconciliar y mera ley eclesiástica. Son estas, en definitiva, las principales y más perjudiciales objeciones que reaparecen en el periódico reencenderse del debate sobre el celibato sacerdotal. Y sin embargo, nada de esto como si se mira el magisterio pontificio. El celibato es un don del Señor que el sacerdote está llamado libremente a acoger y a vivir en plenitud.


Si, de hecho, se examinan los textos, se nota en primer lugar la radical continuidad entre el magisterio que ha precedido al concilio y el sucesivo. Aún con acentos a veces sensiblemente diferentes, la enseñanza papal de las últimas décadas, desde Pío XI hasta Benedicto XVI, coincide en fundar el celibato en la realidad teológica del sacerdocio ministerial, en la configuración ontológica y sacramental al Señor, en la participación en su único sacerdocio y en la imitatio Christi que implica. Por lo tanto, sólo una incorrecta hermenéutica de los textos del Vaticano II – comenzando por la Presbyterorum ordinis – podría llevar a ver en el celibato un residuo del pasado del cual hay que liberarse. Y tal posición, además de ser errónea histórica, teológica y doctrinalmente, es también perjudicial en el aspecto espiritual, pastoral, misionero y vocacional.


A la luz del magisterio pontificio es necesario superar también la reducción del celibato, muy difundida en algunos ambientes, a una mera ley eclesiástica. De hecho, es una ley sólo porque es una exigencia intrínseca del sacerdocio y de la configuración a Cristo que el sacramento del Orden determina. En este sentido, la formación al celibato, además de cualquier otro aspecto humano y espiritual., debe incluir una sólida dimensión doctrinal ya que no se puede vivir aquello de lo que no se comprende la razón.


En todo caso, el debate sobre el celibato, que se ha reavivado periódicamente a lo largo de los siglos, ciertamente no favorece la serenidad de las jóvenes generaciones en la comprensión de un dato tan determinante de la vida sacerdotal.


Juan Pablo II, en la Pastores dabo vobis (n. 29), retomando el voto de la asamblea sinodal, afirma: “El Sínodo no quiere dejar ninguna duda en la mente de nadie sobre la firme voluntad de la Iglesia de mantener la ley que exige el celibato libremente escogido y perpetuo para los candidatos a la ordenación sacerdotal en el rito latino. El Sínodo solicita que el celibato sea presentado y explicado en su plena riqueza bíblica, teológica y espiritual, como precioso don dado por Dios a su Iglesia y como signo del Reino que no es de este mundo, signo también del amor de Dios a este mundo, y del amor indiviso del sacerdote a Dios y al Pueblo de Dios”.


El celibato es cuestión de radicalismo evangélico. Pobreza, castidad y obediencia no son consejos reservados de modo exclusivo a los religiosos. Son virtudes que deben vivirse con pasión misionera. No podemos bajar el nivel de la formación y, de hecho, de la propuesta de fe. No podemos desilusionar al pueblo santo de Dios, que espera pastores santos como el cura de Ars. Debemos ser radicales en la sequela Christi, sin temer la disminución del número de los clérigos. De hecho, tal número decrece cuando se baja la temperatura de la fe, porque las vocaciones son un asunto divino y no humano. Ellas siguen la lógica divina que es locura a los ojos humanos.


Me doy cuenta, obviamente, que en un mundo secularizado es cada vez más difícil comprender las razones del celibato. Pero debemos tener el coraje, como Iglesia, de preguntarnos si queremos resignarnos a tal situación, aceptando como inevitable la progresiva secularización de las sociedades y de las culturas, o si estamos listos para una obra de profunda y real nueva evangelización, al servicio del Evangelio y, por eso, de la verdad sobre el hombre. Considero, en este sentido, que el motivado apoyo al celibato y su adecuada valorización en la Iglesia y en el mundo pueden representar algunos de los caminos más eficaces para superar la secularización.


La raíz teológica del celibato, por lo tanto, debe hallarse en la nueva identidad que es donada a aquel que recibe el sacramento del Orden. La centralidad de la dimensión ontológica y sacramental y la consecuente estructural dimensión eucarística del sacerdocio representan los ámbitos de comprensión, desarrollo y fidelidad existencial al celibato. La cuestión, entonces, concierne a la calidad de la fe. Una comunidad que no tuviese en gran estima el celibato, ¿qué espera del Reino o qué tensión eucarística podría vivir?


No debemos, entonces, dejarnos condicionar o intimidar por quien no comprende el celibato y quisiera modificar la disciplina eclesiástica, al menos abriendo fisuras. Por el contrario, debemos recuperar la motivada conciencia de que nuestro celibato desafía la mentalidad del mundo, poniendo en crisis su secularismo y su agnosticismo y gritando, en los siglos, que Dios existe y está presente.


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Fuente: L’Osservatore Romano


Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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