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jueves, 15 de diciembre de 2011

Hildegarda de Bingen será doctora de la Iglesia, por decisión de Benedicto XVI

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Hildegard von Bingen hildegard1

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Presentamos esta importante noticia, publicada hoy por el vaticanista Andrea Tornielli, sobre la próxima decisión de Benedicto XVI de proclamar “doctora de la Iglesia” a santa Hildegarda de Bingen. El Papa le ha dedicado dos catequesis y también hizo referencia una profecía suya al referirse al escándalo de los abusos sexuales desatado durante el Año Sacerdotal.

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Ha comparado sus visiones a las de los profetas del Antiguo Testamento, la cita con frecuencia y le ha dedicado dos catequesis de los miércoles. La ha señalado como ejemplo de mujer teóloga, ha alabado sus composiciones musicales que todavía hoy se ejecutan, como también el coraje que la llevó a enfrentar a Federico Barbarroja, al cual comunicaba advertencias divinas. Benedicto XVI está muy vinculado a la figura de santa Hildegarda de Bingen y quiere proclamarla, en octubre de 2012, “doctora de la Iglesia”: un título raro y solemne, atribuido a santos que, gracias a su vida y a sus escritos, han sido iluminadores para la doctrina católica.


La Iglesia ha reconocido hasta hoy 33 “doctores”, treinta de los cuales hombres. Las mujeres en el elenco son sólo tres: Teresa de Ávila, Catalina de Siena y Teresita de Lisieux, las primeras dos proclamadas por Pablo VI en 1970, la última por Juan Pablo II en 1997. Ahora Ratzinger quiere añadir una cuarta al elenco, invitando así a las mujeres a seguir el ejemplo de la mística renana y a contribuir a la reflexión teológica.


Hildegarda, última de diez hermanos de la noble familia de los Vermesseheim, nació en 1098 en Bermesheim, en Renania, y murió con ochenta y un años en 1179. La etimología de su nombre significa “aquella que es audaz en la batalla”, una primera profecía que se habría realizado plenamente. Enviada por sus padres a la vida religiosa desde que tenía ocho años, se hizo benedictina en el monasterio de san Disibodo, luego se convirtió en priora de la comunidad femenina y, dado el número siempre creciente de aspirantes que llamaban a las puertas de su convento, decidió separarse del complejo monástico masculino trasladando su comunidad a Bingen, donde transcurrió el resto de su vida. Desde joven había recibido visiones místicas, que hacía poner por escrito a una hermana. Temiendo que fuesen sólo ilusiones, pidió consejo a san Bernardo de Claraval, que la tranquilizó. Y en 1147 obtuvo la aprobación del Papa Eugenio III que, mientras presidía un sínodo en Tréveris, leyó un texto de Hildegarda. El Pontífice la autorizó a escribir sus visiones y a hablar en público. Su fama se difundió pronto: sus contemporáneos le atribuyeron el título de “profetisa teutónica” y “sibila del Rin”.


La mística, santa para el pueblo pero nunca oficialmente canonizada, a cuya figura está dedicado el film “Vision”de Margarethe von Trotta, en su obra más conocida, Scivias (“Conoce los caminos”), resume en treinta y cinco visiones los eventos de la historia de la salvación, desde la creación del mundo hasta el fin de los tiempos. “Con los rasgos característicos de la sensibilidad femenina – ha dicho de ella Benedicto XVI -, Hildegarda, precisamente en la sección central de su obra, desarrolla el tema del matrimonio místico entre Dios y la humanidad realizado en la Encarnación. En el árbol de la cruz se llevan a cabo las nupcias del Hijo de Dios con la Iglesia, su esposa, colmada de gracias y capaz de dar a Dios nuevos hijos, en el amor del Espíritu Santo”. Para el Papa Ratzinger, que al recordarla un año atrás había animado a las teólogas, es evidente precisamente por ejemplos como el de Hildegarda que la teología puede “recibir una contribución peculiar de las mujeres, porque son capaces de hablar de Dios y de los misterios de la fe con su peculiar inteligencia y sensibilidad”.


No faltan en sus visiones profecías a corto plazo, como aquella sobre la afirmación de la herejía cátara, pero tampoco fragmentos apocalípticos, como aquella sobre el Anticristo que sembrará muerte entre las naciones “cuando sobre el trono de Pedro se sentará un Papa que tomará los nombres de dos apóstoles”. O aquella en la cual deja entrever la posibilidad de que un musulmán convertido al cristianismo, hecho cardenal, asesina al Papa legítimo porque quiere su trono y, al no lograr obtenerlo, se proclama antipapa.


La historia de Hildegarda atestigua la vivacidad cultural de los monasterios femeninos de la época y contribuye a destruir ciertos prejuicios sobre la Edad Media. Era una monja, teólogo, cosmóloga, botánica, música: es considerada la primera mujer compositora de la historia cristiana. Sabía gobernar, condenaba la inmoralidad de los sacerdotes que con sus pecados hacían “permanecer abiertas las heridas de Cristo”, enfrentaba a los mismos obispos alemanes. Como también a Federico Barbarroja, al cual hizo llegar un mensaje de parte de Dios, después que el emperador había nombrado por segunda vez un antipapa: “"Yo puedo abatir la maldad de los hombres que me ofenden. Oh rey, si quieres vivir, escúchame o mi espada te atravesará”.


La monja alemana es también patrona de los cultores del esperanto, en cuanto autora de una de las primeras lenguas artificiales, la lengua ignota, un idioma secreto que utilizaba para fines místicos y estaba compuesta por 23 letras. Es ella misma quien describe en un códice que contiene también un glosario de 1011 palabras en “lengua ignota”.


La Congregación para las Causas de los Santos, guiada por el cardenal Angelo Amato, está concluyendo el estudio de los documentos sobre Hildegarda. Si bien los Papas habían permitido su culto en Alemania – el último en expresarse en ese sentido había sido Pío XII -, la mística renana nunca ha sido propiamente canonizada, porque el proceso abierto medio siglo después de su muerte fue interrumpido. Se prevé, por eso, que el Papa Ratzinger, que ya varias veces la ha definido “santa” en sus discursos, la canonice oficialmente antes de inscribirla en el elenco exclusivo de los doctores cuya vida y cuyas obras han sido iluminadoras para la doctrina católica.


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Fuente: La Stampa


Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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martes, 8 de febrero de 2011

Card. Piacenza: El sacerdocio católico, entre la crisis de fe y los ataques del Maligno

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Presentamos nuestra traducción de la interesante entrevista que el Cardenal Mauro Piacenza, Prefecto de la Congregación para el Clero, ha concedido recientemente al sitio Kath.net, en la cual se refiere a temas de gran importancia como la renovación del sacerdocio, la recuperación de su auténtica dignidad, la colaboración entre los fieles laicos y el clero, la crisis de las vocaciones, la sagrada liturgia, y la esencia del arte sacro.

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Con su libro “El sello – Cristo, fuente de la identidad del sacerdote”, publicado en el 2010, usted ha recordado la identidad del sacerdocio, declarando que cualquier discurso sobre una “nueva evangelización”, objetivo principal de la Iglesia, es vano si no se basa en la renovación espiritual del sacerdote. Concretamente, ¿cómo podría configurarse la renovación del sacerdocio? ¿Qué significa que el sacerdote es “signo de contradicción” en la sociedad actual, como dijo usted una vez? ¿De dónde debe partir la Iglesia y, en particular, cómo deberían intervenir los responsables de los seminarios?


Quien renueva continuamente a la Iglesia y, en ella, al sacerdocio, ¡es el Espíritu Santo! Fuera de una visión claramente pneumática y, por eso, sobrenatural, es imposible incluso sólo pensar en una renovación. Considero que este es precisamente uno de los principales caminos por recorrer: el de la recuperación clara de la dimensión vertical, espiritual del ministerio. En las décadas pasadas, demasiados “reduccionismos”, animados por la así llamada teología de la desmitificación, han tenido como resultado el de transformar el sacerdocio simplemente en un “super-ministerio” de animación y coordinación eclesial. El sacerdote es también aquel que anima la vida pastoral de una comunidad pero ejerce tal ministerio en virtud de una vocación sobrenatural y de la configuración a Cristo, determinada por el sacramento del Orden. Antes de todo “servicio ministerial”, él representa a Jesús Buen Pastor en el corazón de la Iglesia y, concretamente, en la comunidad a la cual es enviado.


Consecuencia de esto es que la renovación deberá pasar necesariamente por el primado de la oración, de la relación íntima y prolongada con Cristo Resucitado, presente espiritualmente en las Sagradas Escrituras, realmente en la Eucaristía, y con el cual el sacerdote está perennemente en relación en el servicio concreto de cada gesto ministerial. Primado de la oración significa también primado de la fe: la fe pura y sincera de los santos, capaz de desestructurar, precisamente por su sencillez, todo cálculo humano o razonamiento. Un sacerdote así, en un contexto cultural fundado en el eficientismo y el activismo, se convierte necesariamente en signo de contradicción; como el Señor Jesús ha sido y es todavía hoy “signo de contradicción”, así, a Su imagen, todo sacerdote está llamado a serlo, precisamente en virtud de la pertenencia a Cristo y a la Iglesia, y de la “novedad perenne” que la apostolica vivendi forma es para el mundo.


En el actual contexto secularizado, son signo de contradicción los sacerdotes santos, fieles, dedicados al propio ministerio porque dedicados a Dios y capaces, por eso, de conducir a las almas a un encuentro auténtico con el Señor. Sólo quien es todo de Dios puede ser todo de la gente.


En todo esto deben esencialmente ser formadas las nuevas generaciones de sacerdotes, evitando cuidadosamente caer en la tentación de quien quisiera “normalizar” el sacerdocio, pensando, de tal modo, hacerlo más aceptable a los jóvenes y a los hombres de nuestro tiempo. Esto, por el contrario, llevaría a la “desertificación” de las vocaciones. El futuro del sacerdocio, que está garantizado a nivel sobrenatural por la fidelidad de Dios a Su Iglesia, está también, en lo que nos concierne, en la motivada preocupación de su naturaleza auténtica, que es – las Escrituras lo testimonian y la gran Tradición eclesial y magisterial lo confirma – de origen exquisitamente divino.


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El Santo Padre Benedicto XVI en su libro-entrevista con Peter Seewald, “Luz del mundo”, dice: “Es imaginable que el diablo no lograse soportar el año sacerdotal y entonces nos ha echado en cara la inmundicia. Quiso mostrar al mundo cuánta suciedad hay también precisamente entre los sacerdotes”. ¿Usted considera que es casualidad que, precisamente durante el año sacerdotal, en no pocos países del mundo haya estallado el escándalo de los abusos sexuales? ¿Y realmente ha perdido el diablo al final?


¡Usted sabe bien que la casualidad no existe! Existen, en cambio, las coincidencias y, más a menudo, las estrategias humanas, que se exponen a las instrumentalizaciones del maligno.


Hay que recordar, en primer lugar, que el demonio no venció durante el Año Sacerdotal cuando, como afirmó el Santo Padre, “nos echó en cara la inmundicia”, sino más bien cuando algunos ministros de Dios, llamados por vocación a anunciar el Evangelio y administrar los Sacramentos, abusando de la propia tarea, han herido de modo mortal jóvenes vidas inocentes. En esta perversión absoluta está la verdadera victoria del maligno, y el hecho de que tales terribles y atroces comportamientos hayan emergido durante el Año Sacerdotal no ha disminuido la verdad del sacerdocio sino que, permitiendo la necesaria penitencia y reparación por lo ocurrido, ha favorecido una conciencia más profunda de cómo el extraordinario Tesoro, donado por Cristo a Su Iglesia, es contenido en vasijas de barro.


Tal situación, que es dramáticamente inquietante, podría incluso volverse desesperante si no estuviésemos seguros de que el diablo, el cual vence por desgracia muchas batallas, ya ha perdido definitivamente su guerra ya que ha sido derrotado por la Muerte redentora de Nuestro Señor Jesucristo y por su gloriosa resurrección.


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Con frecuencia, particularmente en países de lengua alemana, muchos sacerdotes son expuestos a presiones por parte de laicos y consejos pastorales. Casi se tiene la sensación de que ciertos laicos quieren hacerse lugar en el espacio del altar para asumir funciones ministeriales. En no pocas diócesis de lengua alemana, sacerdotes que quieren ser fieles a la Iglesia se encuentran con frecuencia solos. A veces ni siquiera los obispos diocesanos ofrecen a sus sacerdotes el apoyo necesario. ¿Cómo es visto este problema en Roma? ¿Cómo deberían y podrían ser defendidos los sacerdotes en tal situación


En primer lugar quiero afirmar con absoluta claridad y motivado convencimiento que la colaboración entre sacerdotes y laicos es tan necesaria cuanto sacramentalmente fundada. Es necesario vivirla dentro de algunos parámetros irrenunciables tanto desde el punto de vista teológico como bajo el perfil pastoral. Hay que recordar que al ministerio del testimonio están llamados todos los bautizados y no simplemente aquellos que han recibido algún ministerio eclesial. Los fieles laicos deben ser educados en este sentido permanente del apostolado, que debe vivirse sobre todo en el mundo, en sus concretas circunstancias existenciales, familiares, afectivas, laborales, profesionales, educativas y públicas. Los laicos realmente “comprometidos” son aquellos que se comprometen a dar testimonio de Cristo en el mundo, no aquellos que suplen la eventual carencia de clero, reivindicando porciones de visibilidad dentro de las comunidades.


Partiendo de esta claridad sobre la vocación universal de los bautizados, nada excluye que ellos puedan efectivamente colaborar en el ministerio de los sacerdotes, recordando siempre, sin embargo, que entre el sacerdocio bautismal y el ministerial existe, como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, retomando el Concilio Vaticano II, una diferencia esencial y no sólo de grado (cfr. CCC, n. 1547).


También en este caso se trata de redescubrir la fe en la Iglesia, que no es una organización humana, ni mucho menos puede ser gestionada con criterios “empresariales” que obedecen a leyes humanas, como la presunta o real competencia o eficiencia y el necesario reparto del poder, y que están lo más lejos posible del auténtico servicio eclesial.


Considero que precisamente esta “reducción empresarial” del modo de pensar la Iglesia es una de las causas tanto de la así llamada crisis del número de las respuestas a las vocaciones, como de las polémicas que, en sucesivas oleadas, a veces también orquestadas, se desencadenan contra el celibato sacerdotal. Todo forma parte de aquella miope “estrategia de normalización” que busca, en última instancia, expulsar a Dios del mundo borrando de él aquellos signos que, objetivamente, remiten a Él de modo más eficaz; en primer lugar la vida de aquellos que, en la fidelidad y la alegría, eligen vivir en la virginidad del corazón y en el celibato por el Reino de los Cielos, testimoniando de ese modo que Dios existe, está presente, y que por Él es posible vivir.


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¿Cómo se explica la “crisis de las vocaciones” en las actuales sociedades occidentales?


La así llamada crisis vocacional, de la cual, en realidad, se está saliendo lentamente, está vinculada, fundamentalmente, a la crisis de la de en Occidente. Donde existe se debe admitir que, en realidad, la crisis de vocaciones es crisis de fe. Dios continúa llamando pero para responder es necesario escuchar y para escuchar se necesita el clima adecuado y no el alboroto absoluto. En los mismos ambientes está en crisis la santificación de la fiesta, está en crisis la confesión, está en crisis el matrimonio, etc. La secularización y la consiguiente pérdida del sentido de lo sagrado, de la fe y de su práctica, han determinado y determinan una importante disminución del número de los candidatos al sacerdocio. A estas razones exquisitamente teológicas y eclesiales se le agregan algunas de carácter sociológico: en primer lugar, el decrecimiento, único en el mundo, de la natalidad, con la consiguiente disminución del número de los jóvenes y, por lo tanto, también de las jóvenes vocaciones.


En este panorama representan una loable excepción, cargada de entusiasmo y de esperanza, los movimientos y las nuevas comunidades, en las cuales la fe es vivida de manera genuina e inmediata, y traducida en vida concreta, y esto abre el corazón de los jóvenes a la posibilidad de entregarse por completo a Dios en el sacerdocio ministerial. Tal vitalidad, en la diferencia de expresión y de métodos, debe ser de toda la Iglesia, de cada parroquia y de cada diócesis, porque sólo una fe auténtica, significativa para la vida, es el ambiente en el cual pueden ser escuchadas las muchas llamadas que Dios dirige, también hoy, a los jóvenes. El primer e irrenunciable remedio a la disminución de las vocaciones lo ha sugerido el mismo Jesús: “Rueguen al dueño de los sembrados que envía trabajadores para la cosecha” (Mt. 9, 38). Éste es el realismo de la pastoral de las vocaciones. La oración por las vocaciones, una intensa, universal y extendida red de oración y de Adoración Eucarística que involucre a todo el mundo, es la única verdadera respuesta posible a la crisis de las respuestas a la vocación. ¡Pero se necesita fe! Donde esta actitud orante es vivida en forma estable se puede afirmar que una auténtica recuperación está teniendo lugar y que, en cierto modo, la noche ha pasado y ya amanece. Quisiera que cada diócesis tuviese un centro de adoración eucarística, posiblemente perpetua, precisamente por estas intenciones: santificación del clero y vocaciones. ¡Éste es el plan pastoral más eficaz y realista que pueda haber! De allí se irradiará también una admirable fuerza de caridad en todos los ámbitos. ¡Hay que probar para creer!


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Desde 2003 hasta su nombramiento como secretario de la Congregación para el Clero por parte del Papa Benedicto XVI en el 2007, usted ha sido presidente de la Pontificia Comisión para los Bienes Culturales de la Iglesia; desde el 2004 también Presidente de la Pontificia Comisión para la Arqueología Sacra. ¿Cómo juzga el estado actual del “ars sacra” que a menudo es confundido con el “ars religiosa”?


El argumento es muy amplio y merecería ser afrontado con la amplitud apropiada ya que toda realización artística habla de la idea de hombre y de Dios que tenemos, como también todo “edificio iglesia” que se construye habla tanto de la idea de Iglesia que tenemos como, sobre todo, de la experiencia de Iglesia que vivimos. La Iglesia no es una realidad sociológica humana, no es una reunión de personas que creen en lo mismo. Es el Cuerpo de Cristo, nuevo Pueblo sacerdotal, Presencia divina en el mundo.


Toda auténtica expresión de arte sagrado y toda nueva iglesia deberían ser ante todo reconocibles como tales. Todo hombre, todo transeúnte, del niño al anciano, del culto al analfabeto, del creyente al ateo, debería poder decir inmediatamente: “¡Esa una obra de arte! ¡Esa es una iglesia!”. Esta última, además, debe ser monumental, es decir, debe hablarnos de la grandeza de Dios y debe, por lo tanto, ser diferente, también por proporciones, de cualquier otro edificio. Una iglesia, y todo el arte sacro, para ser tal, no deben obedecer tanto a la originalidad subjetiva del arquitecto o artista singular como a la fe genuina y sincera del pueblo, que en ella y a través de ella rezará. No son “monumentos” a la genialidad del individuo sino lugares e instrumentos de culto, dedicados a Dios, en los cuales y a través de los cuales encontrar a Dios y reunirse como Su Pueblo.


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En su opinión, ¿qué tan importante es la celebración de la liturgia para la esencia de la vida de la comunidad y también para la misión de una nueva evangelización de los países de antigua cristianización?


Varias veces el Santo Padre ha recordado que, con la Liturgia, vive o muere la fe de la Iglesia. Ella es, al mismo tiempo, un espejo en el cual se refleja la fe, y un alimento que constantemente la nutre, la purifica y la sostiene. El antiguo adagio “lex orandi, lex credendi” obviamente mantiene todavía hoy toda la propia validez y eficacia.


En no pocos casos, el mencionado intento de desmitificación ha implicado también a la Liturgia produciendo, como único y devastador efecto, el de reducirla nuevamente y paradójicamente a “ritos pre-cristianos”, simbólicamente interpretables y expuestos, por tanto, a toda posible deriva subjetivista y relativista. La Liturgia no es principalmente un actuar humano, en el cual los individuos pueden expresar libremente la propia emocionalidad subjetiva, o en el que sería necesario hacer o decir algo para participar; ella es principalmente acción de Cristo, el cual, vivo y presente en Su Iglesia, rinde culto al Padre, atrayendo, en esta acción humano-divina, a nosotros los hombres.


Cristo Resucitado es el verdadero protagonista de la historia y de la Liturgia, y toda acción humana que quiera ser realmente litúrgica debe obedecer a este imprescindible criterio y debe buscar orientar el corazón de los fieles hacia el reconocimiento del primado absoluto de Dios.

Haber reducido o banalizado la Liturgia es una responsabilidad gravísima, no independiente de la pérdida del sentido de lo sagrado, de la que Occidente es víctima y que se deriva, una vez más, de la desmitificación radical promovida por cierta teología, creyendo ser “científica”.


La respuesta a todo esto puede encontrarse, sin embargo, en el corazón del hombre, el cual, a pesar de todo, está hecho por Dios y es constitutivamente religioso, por lo tanto abierto a lo trascendente y al sentido de lo sagrado. Una Liturgia cristocéntrica, correctamente celebrada, eclesialmente significativa y que sea la realización de “Él [Cristo] debe crecer y yo, en cambio, disminuir” (cfr. Jn. 3, 30), de joánea memoria, contribuye ciertamente a la nueva evangelización de Europa y a la recuperación del sentido de lo sagrado, sin el cual incluso el necesario diálogo con las otras culturas y tradiciones religiosas sería imposible.


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Le agradecemos a su Eminencia por la entrevista e invocamos sobre usted la bendición de Dios


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Fuente: Kath.net


Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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miércoles, 23 de junio de 2010

“400.000 sacerdotes y, sin embargo, un único Sacerdote”

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Cardenal Ouellet

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En el encuentro internacional de sacerdotes, con ocasión de la clausura del Año Sacerdotal, además del Arzobispo de Colonia, intervino también el Cardenal Marc Ouellet, Arzobispo de Québec y Primado de Canadá. Ofrecemos nuestra traducción de su conferencia.

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Pedro, Juan, Santiago, Andrés, Felipe y Tomás, Bartolomé, Mateo, Santiago, hijo de Alfeo, Simón el Zelote y Judas, hijo de Santiago. Todos ellos, íntimamente unidos, se dedicaban a la oración, en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús” (Hechos 1, 13-14)


Queridos amigos,


El Santo Padre Juan Pablo II amaba particularmente esta escena de los Hechos de los Apóstoles. Se sumergía literalmente en contemplación, en la conciencia de pertenecer a este misterio con toda la Iglesia y de modo especial con los sacerdotes. Desde el Cenáculo de Jerusalén, él les dirigía este mensaje:


Desde este lugar santo me surge espontáneamente pensar en vosotros en las diversas partes del mundo, con vuestro rostro concreto, más jóvenes o más avanzados en años, en vuestros diferentes estados de ánimo: para tantos, gracias a Dios, de alegría y entusiasmo; y para otros, de dolor, cansancio y quizá de desconcierto. En todos quiero venerar la imagen de Cristo que habéis recibido con la consagración, el «carácter» que marca indeleblemente a cada uno de vosotros. Éste es signo del amor de predilección, dirigido a todo sacerdote y con el cual puede siempre contar, para continuar adelante con alegría o volver a empezar con renovado entusiasmo, con la perspectiva de una fidelidad cada vez mayor” (Carta a los sacerdotes, Jueves Santo del año 2000).


Este mensaje formulado en el cenáculo de Jerusalén, la ciudad santa por excelencia, nos interpela en esta primera basílica mariana de la cristiandad y en esta hora bendita del Año Sacerdotal. Nos recuerda el amor de predilección que nos eligió y nos reúne en oración en el cenáculo, como los Apóstoles permanecieron en oración con María después de la Resurrección, en la espera de que se cumpliera la promesa del Señor: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra” (Hechos 1, 8).


San Ireneo de Lyon describe esta fuerza del Espíritu que ha atravesado los siglos:


“El Espíritu de Dios descendió sobre el Señor, Espíritu de sabiduría y de inteligencia, Espíritu de consejo y de fortaleza, Espíritu de ciencia y de piedad, Espíritu de temor de Dios. A su vez, el Señor lo ha donado a la Iglesia, enviando al Paráclito sobre toda la tierra desde el cielo, que fue de donde dijo el Señor que había sido arrojado Satanás como un rayo” (Contra las herejías).


El día de mi ordenación sacerdotal, después de la imposición de manos, yo quedé impresionado por una palabra de San Pablo para el resto de mis días: “Esto no quiere decir que haya alcanzado la meta ni logrado la perfección, pero sigo mi carrera con la esperanza de alcanzarla, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús” (Fil. 3, 12). Ordenado sacerdote en 1968, comencé mi ministerio en una atmósfera de contestación general que habría podido hacer desviar o incluso interrumpir mi carrera, como ocurrió en aquel período para muchos sacerdotes y religiosos. La experiencia misionera, la amistad sacerdotal y la cercanía de los pobres me ayudaron a sobrevir a la agitación de los años postconciliares.


Hoy somos testigos de la irrupción de una ola de contestación sin precedentes sobre la Iglesia y el sacerdocio, tras la revelación de escándalos de los que debemos reconocer la gravedad y reparar con sinceridad las consecuencias. Pero más allá de las necesarias purificaciones merecidas por nuestros pecados, también hay que reconocer en el momento presente una abierta oposición a nuestro servicio de la verdad y también los ataques desde el exterior y desde el interior que buscan dividir a la Iglesia. Nosotros rezamos juntos por la unidad de la Iglesia y por la santificación de los sacerdotes, estos heraldos de la Buena Noticia de la salvación.


En el auténtico espíritu del Concilio Vaticano II, nos recogemos en la escucha de la Palabra de Dios, como los padres conciliares que nos han dado la Constitución Dei Verbum: "Os anunciamos la vida eterna, que estaba en el Padre y se nos manifestó: lo que hemos visto y oído os lo anunciamos a vosotros, a fin de que viváis también en comunión con nosotros, y esta comunión nuestra sea con el Padre y con su Hijo Jesucristo" (1 Jn.1, 2-3).


Queridos amigos, una gran figura sacerdotal nos acompaña y nos guía en esta meditación, el santo Cura de Ars, declarado patrono de todos los sacerdotes, por la gracia de Dios y la sabiduría de la Iglesia.


San Juan María Vianney confesó a la Francia arrepentida, desgarrada y atormentada por la Revolución y de lo que allí surgió. Fue un sacerdote ejemplar y un pastor lleno de celo. Puso la oración en el corazón de la vida sacerdotal. “Nosotros nos habíamos hecho indignos de orar, pero Dios, por su bondad, nos ha permitido hablar con Él. Nuestra oración es el incienso que más le agrada”. “Oh Dios mío, si mi lengua no pudiera decir que te amo en cada instante, quiero que mi corazón te lo repita tantas veces cuantas respiro”.


Estamos aquí, en gran número, en esta Basílica, con María, madre de Jesús y madre nuestra. Juntos “adoramos al Padre en espíritu y en verdad por la mediación del Hijo que hace descender sobre el mundo, de parte del Padre, las bendiciones celestiales” (San Cirilo de Alejandría). A través de la fe, estamos unidos a todos los sacerdotes del mundo en comunión fraterna, bajo la guía de nuestro Santo Padre el Papa Benedicto XVI, a quien agradecemos desde lo profundo del corazón por haber convocado este Año Sacerdotal.


El misterio del sacerdocio


La Iglesia Católica cuenta hoy con 408.024 sacerdotes distribuidos en los cinco continentes. 400.000 sacerdotes: es mucho y es poco para más de mil millones de católicos. 400.000 sacedotes y, sin embargo, un solo Sacerdote, Jesucristo, el único medidador de la Nueva Alianza, aquel que presentó “súplicas y plegarias, con fuertes gritos y lágrimas, a Aquel que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su humilde sumisión” (Heb. 5, 7).


A causa de la desobediencia, el hombre pecador ha perdido desde los orígenes la gracia de la filiación divina. Es por eso que los hombres nacen privados de la gracia original. Era necesario que esta gracia fuese restaurada por la obediencia de Jesucristo: “Aunque era Hijo de Dios, aprendió por medio de sus propios sufrimientos qué significa obedecer. De este modo, él alcanzó la perfección y llegó a ser causa de salvación eterna para todos los que le obedecen, porque Dios lo proclamó Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec” (Heb 5).


Este único y gran Sacerdote está en la cima del calvario como un nuevo Moisés, sosteniendo el combate de las fuerzas del amor contra las fuerzas del mal. Con los brazos clavados a la cruz de nuestras iglesias, pero los ojos abiertos como el crucifijo de San Damián, Él pronuncia sobre la Iglesia, sobre el mundo y sobre el universo entero, la gran Epíclesis.


Luego, en cada Eucaristía, la inmensa epíclesis de Pentecostés escucha y corona la invocación de la cruz. Cristo, con los brazos extendidos entre cielo y tierra, recoge todas las miserias y todas las intenciones del mundo. Él transforma en ofrenda agradable todo el dolor, todos los rechazos y todas las esperanzas del mundo. En un único Acto de Amor infinito, Él presenta al Padre el trabajo de los hombres, los sufrimientos de la humanidad y los bienes de la tierra. En Él, “todo está cumplido”. El sacrificio de amor del Hijo satisface todas las exigencias de amor de la Nueva Alianza. Su descenso a los infiernos, hasta las profundidades extremas de la noche, hace resonar la Palabra de Dios, la Palabra del Padre, que proclama hasta los confines del universo: “Tú eres mi Hijo muy amado, en ti tengo puesta toda mi predilección” (Mc 1, 11).


De este modo, el Padre responde a la oración del Hijo: “Padre, glorifícame junto a ti, con la gloria que yo tenía contigo antes que el mundo existiera” (Jn 17, 5). No pudiendo negar nada a su Hijo, el Padre hace descender sobre él el don último de la gloria, el don del Espíritu Santo, según la palabra de san Juan Evangelista y la interpretación que da de ella san Gregorio de Nisa.


De aquí el Evangelio de Dios proclamado por Pablo a los Romanos, “acerca de su Hijo, Jesucristo, nuestro Señor, nacido de la estirpe de David según la carne, y constituido Hijo de Dios con poder según el Espíritu santificador por su resurrección de entre los muertos” (Rm 1, 3-4). Resurrección de Cristo: revelación suprema del misterio del Padre, confirmación de la gloria del Hijo, fundamento de la creación y de la salvación.


La Iglesia de Dios lleva este Evangelio de Dios a todo el mundo desde sus orígenes, en el poder del Espíritu Santo. De esto, nosotros somos testigos.


Queridos hermanos sacerdotes, la Iglesia es el sacramento de la salvación. En ella, nosotros somos el sacramento de este gran Sacerdote de los bienes presentes y futuros. Hemos nacido del intercambio de amor entre las Personas divinas y el Cristo-Sacerdote ha puesto sobre nosotros su celestial y gloriosa impronta. Habitados y poseídos por Él, elevamos a Dios Padre la súplica y el grito de la humanidad sufriente. Por Él, con Él y en Él, en comunión con el pueblo de Dios, reconocemos el misterio que nos es propio y damos gracias a Dios.


400.000 sacerdotes y, sin embargo, un único Sacerdote. Por el poder del Espíritu Santo, el Resucitado une a sí ministros de su Palabra y de su ofrenda. Por medio nuestro, Él permanece presente como el primer día y aún más que en el primer día ya que ha prometido que nosotros haríamos cosas más grandes. Cristo iba al encuentro de sus hermanos y sus hermanas caminando hacia la Cruz. Nosotros, sus ministros, vamos hacia nuestros hermanos y hermanas en su Nombre y en su poder de Resucitado. Nosotros estamos aferrados a Cristo, plenitud de la Palabra, y enviados por todos los caminos del mundo sobre las alas del Espíritu.


“Por lo tanto – escribe Benedicto XVI –, el sacerdote que actúa in persona Christi Capitis y en representación del Señor, no actúa nunca en nombre de un ausente, sino en la Persona misma de Cristo resucitado, que se hace presente con su acción realmente eficaz” (Audiencia general, 14 de abril de 2010).


El Espíritu Santo garantiza nuestra unidad de ser y de obrar con el Único Sacerdote, aunque sigamos siendo 400.000. Él es quien hace de la multitud una sola grey, un solo Pastor. Ya que si el sacramento del sacerdocio es multiplicado, el misterio del sacerdocio permanece único e idéntico, como las hostias consagradas son múltiples pero único e idéntico es el Cuerpo del Hijo de Dios presente en ellas.


Benedicto XVI señala las consecuencias espirituales y pastorales de esta unidad: “Para el sacerdote vale lo que Cristo dijo de sí mismo: «Mi doctrina no es mía» (Jn 7, 16); es decir, Cristo no se propone a sí mismo, sino que, como Hijo, es la voz, la Palabra del Padre. También el sacerdote siempre debe hablar y actuar así: «Mi doctrina no es mía, no propago mis ideas o lo que me gusta, sino que soy la boca y el corazón de Cristo, y hago presente esta doctrina única y común, que ha creado a la Iglesia universal y que crea vida eterna»” (Audiencia general, 14 de abril de 2010).


Que nosotros podamos, queridos amigos, conservar una conciencia viva de actuar in persona Christi, en la unidad de la Persona de Cristo. Sin esto, el alimento que ofrecemos a los fieles pierde el gusto del misterio y la sal de nuestra vida sacerdotal se vuelve insípida. Que nuestra vida conserve el sabor del misterio y, por eso, sea en primer lugar una amistad con Cristo: “Pedro, ¿me amas? Apacienta mis ovejas” (Jn. 21, 15). Vivida en este amor, la misión del sacerdote de apacentar las ovejas será entonces realizada en el Espíritu del Señor y en la unidad con el Sucesor de Pedro.


El Espíritu Santo, la Virgen María y la Iglesia


Busquemos ahora el secreto y desconocido fundamento de la santidad sacerdotal allí donde convergen todos los misterios del sacerdocio: en la intimidad espiritual de la Madre del Hijo en la que reina el Espíritu de Dios.


Sobre las agua de la creación primordial, el Espíritu aletea y hace surgir el orden y la vida. El salmista se hace eco de esta maravilla cantando: “Oh Señor, nuestro Dios, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!” (Sal 8, 2). A lo largo de toda la historia de la salvación, el Espíritu desciende sobre patriarcas y profetas, reuniendo al Pueblo elegido en torno a la Promesa y a las “diez Palabras” de la Alianza. El profeta Isaías se hace eco de esta historia santa: “¡Qué hermosos son sobre las montañas los pasos del que trae la buena noticia!” (Is 52, 7).


En la casa de Nazareth, el Espíritu cubre a la Virgen con su sombra para que dé a luz al Mesías. María adhiere con todo su ser: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38). Ella acompaña al Verbo encarnado en el curso de su vida terrena; camina con Él en la fe, a menudo sin comprender, sin dejar nunca de otorgar el asentimiento sin condiciones y sin límites que había dado de una vez para siempre al Ángel de la Anunciación.


Bajo la cruz está de pie, en silencio, aceptando sin comprender la muerte de su Hijo, asistiendo dolorosamente a la muerte de la Palabra de vida que había dado a luz.


El Espíritu la tiene en este sí “nupcial” que desposa el destino del Cordero inmolado. La Virgen de los dolores es la Esposa del Cordero. En ella y por ella, toda la Iglesia es asociada al sacrificio del Redentor. En ella y por ella, en la unidad del Espíritu, toda la Iglesia es bautizada en la muerte de Cristo y participa en su resurrección.


Estamos aquí con ella en el cenáculo, nosotros, sacerdotes de la Nueva Alianza, nacidos de su maternidad espiritual y animados por la fe en la victoria de la Palabra sobre la muerte y el infierno. Estamos aquí para implorar con un solo corazón la venida del Reino de Dios, la revelación de los hijos de Dios y la glorificación de todas las cosas en Dios (cfr. Rm 8, 19).


Nuestra santidad sacerdotal en y con Cristo está envuelta en la unidad de la Madre y del Hijo, en la unión indisoluble del Cordero inmolado y de la Esposa del Cordero. No olvidemos que la sangre redentora del Sumo Sacerdote proviene del seno inmaculado de María que le ha dado vida y que se ofrece con Él. Esta sangre purísima nos purifica, esta sangre de Cristo “que por obra del Espíritu eterno se ofreció sin mancha a Dios” (Heb 9, 14).


“Todas las buenas obras juntas – escribe el Cura de Ars – no son comparables al Sacrificio de la Misa, porque son obras de hombres, mientras la Santa Misa es obra de Dios. El martirio no es nada en comparación: es el sacrificio que el hombre hace de su vida a Dios; pero la Misa es el Sacrificio que Dios ofrece al hombre de Su Cuerpo y de Su Sangre”


La grandeza y la santidad del sacerdote derivan de esta obra divina. Nosotros no ofrecemos a Dios una obra humana; nosotros ofrecemos Dios a Dios. “¿Cómo puede ser esto?”, podríamos preguntar con María, haciéndonos eco de la pregunta que ella hizo al Ángel. “Nada es imposible para Dios” (Lc 1, 37) fue la respuesta dada a la Virgen con el signo tangible de la fecundidad de Isabel. Recibamos y hagamos nuestra esta respuesta, con María, para que “no vivamos ya para nosotros mismos sino para Él, que por nosotros murió y resucitó” (Plegaria Eucarística IV). “Nada es imposible para Dios”. El Evangelio nos dice en otro punto: “Todo es posible para el que cree” (Mc. 9, 23).


“Los sacerdotes están en una relación de especial alianza con la santísima Madre de Dios – escribe San Juan Eudes –. Así como el eterno Padre la ha hecho partícipe de su divina paternidad, del mismo modo dona a los sacerdotes formar a este mismo Jesús en la santa Eucaristía y en el corazón de los fieles. Así como el Hijo la ha hecho cooperadora en la obra de la redención del mundo, así los sacedotes son sus cooperadores en la obra de la salvación de las almas. Así como el Espíritu Santo la ha asociado en aquella obra maestra que es el misterio de la Encarnación, así se asocia a los sacerdotes para una continuación de este misterio en cada cristiano mediante el bautismo…”.


Virgen María, Mater misericordiae, vita, dulcedo et spes nostra, salve! En tu santa compañía, Madre de misericordia, nosotros bebemos de la fuente del amor. Nuestros corazones sedientos y nuestras almas inquietas tienen acceso, a traves de ti, a la habitación nupcial de la Nueva Alianza. “He aquí que los sacerdotes, al poseer una alianza tan estrecha y una conformidad tan maravillosa con la Madre del supremo Sacerdote – añade San Juan Eudes –, tienen vínculos especialísimos de amor hacia ella, de honrarla y de revestirse de sus virtudes y sus disposiciones. Entrad en el deseo de tender a esto con todo vuestro corazón. Ofrecéos a ella y pedidle que os ayude con fuerza”.

Epíclesis sobre el mundo


“Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: «Dame de beber», tú misma se lo hubieras pedido, y él te habría dado agua viva” (Jn. 4, 10). El Espíritu del Señor es un agua viva, un soplo vital, pero es también un fuerte viento que sacude la casa, una alegre paloma portadora de paz, un fuego que arde, una luz que rompe las tinieblas, una energía creadora que cubre con su sombra a la Iglesia.


De un extremo al otro de las Sagradas Escrituras, el Dios de la Alianza se revela como un Esposo que quiere donar todo y donarse a sí mismo, a pesar de los límites y los errores de la humanidad pecadora, su Esposa. El Dios celoso y humillado no se cansa de buscar a la esposa vagabunda e idólatra hasta el día bendito de las bodas del Cordero. Es por eso que la esperanza del don de Dios nunca falla: “El Espíritu y la Esposa dicen: « ¡Ven!», y el que escucha debe decir: « ¡Ven!». Que venga el que tiene sed, y el que quiera, que beba gratuitamente del agua de la vida” (Ap 22, 17).


Sí, Padre, nosotros te damos gracias porque Tú ya derramas tu agua viva sobre la tierra en el corazón de los más pobres entre los pobres, gracias a la incansable dedicación de todas estas almas consagradas que hacen de su existencia un sacramento de tu amor gratuito.


Oh, Padre de todas las gracias, por la luz inaccesible en la que habitas y en la que somos introducidos por el Espíritu, con Jesús y María, nosotros te pedimos consumirnos en la unidad consagrándonos en la verdad.


Infunde tu Espíritu Santo sobre nosotros y sobre toda carne, el Espíritu de verdad que regenera la fe, el Espíritu de libertad que resucita la esperanza, el Espíritu de amor que hace a la Iglesia santa, creíble, atrayente y misionera.


¡Venga tu Reino! Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Tu voluntad salvífica realizada en tu Hijo crucificado y glorificado se realice también en nosotros, sacerdotes de la Nueva Alianza, y en las almas confiadas a nuestro ministerio.


“Con el Espíritu Santo – escribe san Basilio el Grande – llega nuestra readmisión al Paraíso, el retorno a la condición de hijos, la audacia de llamar a Dios Padre, el llegar a ser partícipes de la gracia de Cristo, el ser llamados hijos de la luz, el compartir la gloria eterna”.


“Si, por lo tanto, queréis vivir del Espíritu Santo – escribe san Agustín –, conservad la caridad, amad la verdad, desead la unidad, y alcanzaréis la eternidad”.


Nosotros, pobres pecadores, llevamos dentro las heridas de la humanidad desgarrada por los crímenes, por las guerras y por las tragedias. Nosotros confesamos los pecados del mundo en su crudeza y en su miseria con Jesús crucificado, convencidos de que la gracia y la verdad hacen libres. Nosotros confesamos los pecados en la Iglesia, sobre todo aquellos que son motivo de escándalo y de alejamiento de los fieles y de aquellos que no creen.


Por encima de todo, nosotros confesamos, Señor, tu Amor y tu Misericordia que se irradia desde tu corazón eucarístico y por la absolución de los pecados que nosotros damos a los fieles.


El Santo Padre nos los ha recordado abundantemente en todo el desarrollo de este Año Sacerdotal:


“Queridos sacerdotes, ¡qué extraordinario ministerio nos ha confiado el Señor! Como en la celebración eucarística él se pone en manos del sacerdote para seguir estando presente en medio de su pueblo, de forma análoga en el sacramento de la Reconciliación se confía al sacerdote para que los hombres experimenten el abrazo con el que el padre acoge al hijo pródigo, restituyéndole la dignidad filial y la herencia (cf. Lc 15, 11-32)”. (Discurso a los participantes en un curso sobre fuero interno, 10 de marzo de 2010).


San Juan María Vianney nos lo repite a su manera:


“El buen Dios lo sabe todo. Antes incluso de que se lo confeséis, sabe ya que pecaréis nuevamente y sin embargo os perdona. ¡Qué grande es el amor de nuestro Dios que le lleva incluso a olvidar voluntariamente el futuro, con tal de perdonarnos!"


En el altar del Sacrificio, en unión con María, ofrecemos a Cristo al Padre y nos ofrecemos nosotros mismos con Él. Somos conscientes, queridos amigos, de que al celebrar la Eucaristía no realizamos una obra humana sino que ofrecemos Dios a Dios. ¿Cómo puede ser esto?, se podría objetar. Es posible mediante la fe, ya que la fe nos da a Dios. La fe nos da también a Dios. De alguna manera, nosotros disponemos de Dios como Él dispone de nosotros. Aquel que los filósofos designan como el Totalmente Otro y el Inaccesible por excelencia ha querido nacer y vivir entre nosotros, hombre entre los hombres, en virtud de una Sabiduría que es escándalo para los judíos y locura para los paganos (cfr. 1 Cor 1, 23). En su divina compañía, nos asemejamos a veces a niños despreocupados y rebeldes que se acercan a tesoros, prontos a derrocharlos como si nada fuese.


¡Qué abismo es el misterio del sacerdocio! ¡Qué maravillas el sacerdocio común de los bautizados y el sacerdocio ministerial! Estos misterios sacramentales remiten finalmente al misterio del Dios uno y trino. La ofrenda sacrificial de Cristo redentor es, en el fondo, la eterna Eucaristía del Hijo que responde al Amor del Padre en nombre de toda la creación. Nosotros estamos asociados a este misterio por el Espíritu de nuestro bautismo que nos hace partícipes de la naturaleza divina (2 Pe. 1, 4). El Espíritu hace que los bautizados vivan de la filiación divina y que los sacerdotes resplandezcan por la paternidad divina; los dos se unen en una común epíclesis que irradia sobre el mundo la alegría del Espíritu. “Para que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste” (Jn. 17, 21).


Reunidos en el Cenáculo, invocando al Espíritu Santo con María, en comunión fraterna, oramos por la unidad de la Iglesia. El escándalo permanente de la división de los cristianos, las recurrentes tensiones entre clérigos, laicos y religiosos, la laboriosa armonización de los carismas, la urgencia de una nueva evangelización, todas estas realidades piden sobre la iglesia y sobre el mundo un nuevo Pentecostés.


Un nuevo Pentecostés, en primer lugar, sobre los obispos y sus sacerdotes para que el Espíritu de santidad recibido con la ordenación produzca en ellos nuevos frutos, en el espíritu auténtico del Concilio Vaticano II. El decreto Presbyterorum Ordinis ha definido la santidad sacerdotal partiendo de la caridad pastoral y de las exigencias de unidad del presbyterium:


La caridad pastoral exige que los presbíteros, para no correr en vano, trabajen siempre en vínculo de unión con los obispos y con otros hermanos en el sacerdocio. Obrando así hallarán los presbíteros la unidad de la propia vida en la misma unidad de la misión de la Iglesia, y de esta suerte se unirán con su Señor, y por El con el Padre, en el Espíritu Santo, a fin de llenarse de consuelo y de rebosar de gozo” (PO 14).


Actualmente, como en los orígenes de la Iglesia, los desafíos de la evangelización están acompañados por la prueba de las persecuciones. Recordemos que la credibilidad de los discípulos de Cristo se mide en el amor recíproco que les permite convencer al mundo (cfr. Jn. 13, 35; Jn. 16, 8). “Más aún – dice san Pablo a los Romanos –, nos gloriamos hasta de las mismas tribulaciones, porque sabemos que la tribulación produce la constancia; la constancia, la virtud probada; la virtud probada, la esperanza. Y la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rom. 5, 3-5).


Acción de gracias Trinitaria


Queridos amigos, demos gracias a Dios por el don insigne del sacerdocio de la Nueva Alianza. Desde el momento en que somos asociados al sacrificio del Cordero inmolado, nosotros entramos en contacto con la plenitud de la fe que abre los misterios de la vida eterna. Junto con María dejémonos llevar por el Espíritu con el coro de los ángeles en la alabanza de la gloria del Dios tres veces santo. “Que Él nos transforme en ofrenda permanente” (Plegaria Eucarística III).


“Te amo, Oh infinitamente amoroso Dios, y prefiero morir amándote que vivir un instante sin Ti”. San Juan María Vianney, patrono de todos los sacerdotes, nos guíe en el seguimiento de Cristo por el camino de la intimidad con el Padre en el gozo del Espíritu Santo, nos conserve en la alegría del servicio de Dios.


Siguiendo su ejemplo, amemos a Dios con todo nuestro corazón en la unidad del Espíritu Santo y amemos también a la Iglesia que es su morada en la tierra:


“Recibimos también nosotros – escribe san Agustín – el Espíritu Santo si amamos a la Iglesia, si somos compañeros en la caridad, si nos alegramos de poseer el nombre de católico y la fe católica. Creedlo, hermanos: en la medida en que uno ama a la Iglesia, posee el Espíritu Santo”.


El Siervo de Dios Juan Pablo II resumía en dos palabras su existencia sacerdotal en el seguimiento de Cristo: Don y Misterio. Don de Dios, Misterio de comunión. Sus grandes brazos abiertos para abrazar al mundo entero permanecen grabados en nuestra memoria. Son para nosotros el ícono de Cristo, Sacerdote y Pastor, remitiendo sin cesar nuestro espíritu a lo esencial, el Cenáculo, donde los Apóstoles con María esperan y reciben el Espíritu Santo, en la alegría y en la alabanza, en nombre de la humanidad entera. ¡Amén!

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Fuente: Annus Sacerdotalis


Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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lunes, 21 de junio de 2010

El rigor espiritual de Benedicto XVI

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“El Papa estará también tenso y cansado - como señalan las agencias de prensa - pero sus palabras son lúcidas y puntuales”, decía ayer un editorial de La Stampa en referencia a la homilía pronunciada por Benedicto XVI. En este artículo publicado por otro periódico italiano, el Corriere della Sera, se citan algunas frases de dicha homilía de la Santa Misa en la cual el Papa ordenó catorce nuevos sacerdotes de la diócesis de Roma.

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“El sacerdocio no puede jamás representar un modo para alcanzar seguridad en la vida o para conquistar una posición social”. La tentación del poder, el carrerismo. En la Basílica de San Pedro, Benedicto XVI ordena catorce sacerdotes y les recuerda, no están a su beneficio, lo fundamental: ser discípulo de Jesús significa “perderse a sí mismo” para “reencontrarse plenamente”, “conformarse a la voluntad de Dios” y seguir al Crucificado.


No es, ni podría ser, una referencia a la investigación sobre el cardenal Sepe: la homilía de ayer estaba escrita desde hace días. Sin embargo, permite entender, una vez más, el rigor espiritual de Ratzinger en cuanto a escándalos o contaminaciones “mundanas”. La referencia, memorable, son las palabras que el entonces cardenal y prefecto del ex Santo Oficio escribió para la novena estación del Vía Crucis del 15 de marzo de 2005, un mes antes de ser elegido Pontífice: “¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a él! ¡Cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia!”. Una invitación a la humildad repetida diez días atrás, en la clausura del Año sacerdotal, cuando recordaba que ser sacerdote no es “un oficio” sino “un sacramento”, y depende de la “audacia de Dios” que seres humanos, con sus debilidades, puedan “actuar en su lugar”.


Por otra parte, “quien quiere sobre todo realizar una ambición propia, alcanzar un éxito propio, será siempre esclavo de sí mismo y de la opinión pública”, explicó ayer Benedicto XVI. “Para ser considerado, deberá adular; deberá decir aquello que agrada a la gente; deberá adaptarse al cambio de las modas y de las opiniones y, de este modo, se privará de la relación vital con la verdad, reduciéndose a condenar mañana aquello que había alabado hoy”. De aquí la advertencia a los nuevos sacerdotes: “Un hombre que plantee así su vida, un sacerdote que vea en estos términos su propio ministerio, no ama realmente a Dios y a los demás sino sólo a sí mismo y, paradójicamente, termina por perderse a sí mismo”.


Poco después, en el Angelus, el Pontífice volvió sobre la invitación de Jesús en el Evangelio: “si alguno quiere venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, cargue con su cruz, y me siga”. Y citó las palabras de una mujer, la “santa carmelita” Edith Stein, filósofa del siglo XX, de familia judía, perseguida por los nazis y muerta en Auschwitz: “Más se hace oscuro a nuestro alrededor, tanto más debemos abrir el corazón a la luz que viene de lo alto”.

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Fuente: Il blog degli amici di Papa Ratzinger


Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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miércoles, 16 de junio de 2010

La pérdida de la Confesión es la raíz de muchos males en la Iglesia

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Joachim Meisner

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El Cardenal Meisner, Arzobispo de Colonia, pronunció una conferencia sobre “Conversión y misión” durante el encuentro internacional de sacerdotes en la conclusión del Año Sacerdotal. Aquí ofrecemos nuestra traducción en lengua española.

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¡Queridos hermanos!


Ciertamente no trataré de brindaros una nueva exposición sobre la teología de la penitencia y de la misión. Pero quisiera dejarme guiar por el mismo Evangelio, junto a vosotros, hacia la conversión, para luego ser enviados por el Espíritu Santo a llevar a los hombres la buena noticia de Cristo.


En este camino, quisiera ahora recorrer con vosotros quince puntos de reflexión.


1. Debemos convertirnos nuevamente en una “Iglesia en camino a los hombres” (Geh-hin-Kirche), como le gustaba decir a mi predecesor, el entonces Arzobispo de Colonia, el cardenal Joseph Höffner. Esto, sin embargo, no puede ocurrir por un mandato. A esto nos debe mover el Espíritu Santo.


Una de las pérdidas más trágicas que nuestra Iglesia ha sufrido en la segunda mitad del siglo XX es la pérdida del Espíritu Santo en el sacramento de la Reconciliación. Para nosotros, los sacerdotes, esto ha causado una tremenda pérdida de perfil interior. Cuando los fieles cristianos me preguntan: “¿Cómo podemos ayudar a nuestros sacerdotes?”, entonces siempre respondo: “¡Id a confesaros con ellos!”. Allí donde el sacerdote ya no es confesor, se convierte en un trabajador social religioso. Le falta, de hecho, la experiencia del éxito pastoral más grande, es decir, cuando puede colaborar para que un pecador, también gracias a su ayuda, deje el confesionario siendo nuevamente una persona santificada. En el confesionario, el sacerdote puede echar una mirada al corazón de muchas personas y de esto le surgen impulsos, estímulos e inspiraciones para el propio seguimiento de Cristo.


2. A las puertas de Damasco, un pequeño hombre enfermo, san Pablo, es tirado al suelo y queda ciego. En la segunda Carta a los Corintios, él mismo nos habla de la impresión que sus adversarios tenían de su persona: era físicamente insignificante y de retórica débil (cfr. 2 Cor 10,10). A las ciudades del Asia Menor y de Europa, sin embargo, a través de este pequeño hombre enfermo, será anunciado, en los años venideros, el Evangelio. Las maravillas de Dios no ocurren nunca bajo los “reflectores” de la historia mundial. Estas se realizan siempre a un lado; precisamente, a las puertas de la ciudad como también en el secreto del confesionario. Esto debe ser para todos nosotros un gran consuelo, para nosotros que tenemos grandes responsabilidades pero, al mismo tiempo, somos conscientes de nuestras, a menudo limitadas, posibilidades. Forma parte de la estrategia de Dios: obtener, mediante pequeñas causas, efectos de grandes dimensiones. Pablo, derrotado a las puertas de Damasco, se convierte en el conquistador de las ciudades del Asia Menor y de Europa. Su misión es la de reunir a los llamados en la Iglesia, dentro de la “Ecclesia” de Dios. Aún si – vista desde fuera – es sólo una pequeña y oprimida minoría, es impulsada desde dentro, y Pablo la compara al cuerpo de Cristo, más aún, la identifica con el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Esta posibilidad de “recibir de las manos del Señor”, en nuestra experiencia humana, se llama “conversión”. La Iglesia es la “Ecclesia semper reformanda” y, en ella, tanto el sacerdote como el obispo son un “semper reformandus” que, como Pablo en Damasco, deben ser tirados a tierra desde el caballo siempre de nuevo para caer en los brazos de Dios misericordioso, que luego nos envía al mundo.


3. Por eso no es suficiente que en nuestro trabajo pastoral queramos aportar correcciones sólo a las estructuras de nuestra Iglesia para poder mostrarla más atractiva. ¡No basta! Tenemos necesidad de un cambio del corazón, de mi corazón. Sólo un Pablo convertido pudo cambiar el mundo, no un ingeniero de estructuras eclesiásticas. El sacerdote, a través de su ser en el estilo de vida de Jesús, está de tal modo habitado por Él que el mismo Jesús, en el sacerdote, se hace perceptible para los otros. En Juan 14, 23, leemos: “El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él”. ¡Esto no es sólo una bella imagen! Si el corazón del sacerdote ama a Dios y vive en la gracia, Dios uno y trino viene personalmente a habitar en el corazón del sacerdote. Ciertamente, Dios es omnipresente. Dios habita en todos lados. El mundo es como una gran iglesia de Dios, pero el corazón del sacerdote es como un tabernáculo en la iglesia. Allí, Dios habita de un modo misterioso y particular.


4. El mayor obstáculo para permitir que Cristo sea percibido por los otros a través nuestro es el pecado. Este impide la presencia del Señor en nuestra existencia y, por eso, para nosotros no hay nada más necesario que la conversión, también en orden a la misión. Se trata, por decirlo sintéticamente, del sacramento de la Penitencia. Un sacerdote que no se encuentra, con frecuencia, tanto de un lado como del otro de la rejilla del confesionario, sufre daños permanentes en su alma y en su misión. Aquí vemos ciertamente una de las principales causas de la múltiple crisis en la que el sacerdocio ha estado en los últimos cincuenta años. La gracia especialmente particular del sacerdocio es aquella por la que el sacerdote puede sentirse “en su casa” en ambos lados de la rejilla del confesionario: como penitente y como ministro del perdón. Cuando el sacerdote se aleja del confesionario, entra en una grave crisis de identidad. El sacramento de la Penitencia es el lugar privilegiado para la profundización de la identidad del sacerdote, el cual está llamado a hacer que él mismo y los creyentes se acerquen a la plenitud de Cristo.


En la oración sacerdotal, Jesús habla a los suyos y a nuestro Padre celestial de esta identidad: “No te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del Maligno. Ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Conságralos en la verdad: tu palabra es verdad” (Jn. 17,15-17). En el sacramento de la Penitencia, se trata de la verdad en nosotros. ¿Cómo es posible que no nos guste enfrentar la verdad?


5. Ahora debemos preguntarnos: ¿no hemos experimentado todavía la alegría de reconocer un error, admitirlo y pedir perdón a quien hemos ofendido? “Me levantaré e iré a la casa de mi padre y le diré: "Padre, pequé contra el Cielo y contra ti” (Lc 15,18). ¿No conocemos la alegría de ver, entonces, cómo el Otro abre los brazos como el padre del hijo pródigo: “su padre lo vio y se conmovió profundamente, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó” (Lc 15,20)? ¿No podemos imaginar, entonces, la alegría del padre, que nos ha vuelto a encontrar: “Y comenzó la fiesta” (Lc 15,24)? Si sabemos que esta fiesta es celebrada en el Cielo cada vez que nos convertimos, ¿por qué, entonces, no nos convertimos más frecuentemente? ¿Por qué – y aquí hablo de un modo muy humano – somos tan mezquinos con Dios y con los santos del Cielo al punto de dejarlos tan raramente celebrar una fiesta por el hecho de que nos hemos dejado abrazar por el corazón del Señor, del Padre?


6. A menudo no amamos este perdón explícito. Y, sin embargo, Dios nunca se muestra tanto como Dios como cuando perdona. ¡Dios es amor! ¡Él es el donarse en persona! Él da la gracia del perdón. Pero el amor más fuerte es aquel amor que supera el obstáculo principal al amor, es decir, el pecado. La gracia más grande es el ser perdonados (die Begnadigung), y el don más precioso es el darse (die Vergabung), es el perdón. Si no hubiese pecadores, que tuvieran más necesidad del perdón que del pan cotidiano, no podríamos conocer la profundidad del Corazón divino. El Señor lo subraya de modo explícito: “Les aseguro que, de la misma manera, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse” (Lc. 15,7). ¿Cómo es posible – preguntémonos una vez más – que un sacramento, que evoca tan gran alegría en el Cielo, suscita tanta antipatía sobre la tierra? Esto se debe a nuestra soberbia, a la constante tendencia de nuestro corazón a atrincherarse, a satisfacerse a sí mismo, a aislarse, a cerrarse sobre sí. En realidad, ¿qué preferimos?: ¿ser pecadores, a los que Dios perdona, o aparentar estar sin pecado, viviendo en la ilusión de presumirnos justos, dejando de lado la manifestación del amor de Dios? ¿Basta realmente con estar satisfechos de nosotros mismos? ¿Pero qué somos sin Dios? Sólo la humildad de un niño, como la han vivido los santos, nos deja soportar con alegría la diferencia entre nuestra indignidad y la magnificencia de Dios.


7. El fin de la confesión no es que nosotros, olvidando los pecados, no pensemos más en Dios. La confesión nos permite el acceso a una vida donde no se puede pensar en nada más que en Dios. Dios nos dice en el interior: “La única razón por la que has pecado es porque no puedes creer que yo te amo lo suficiente, que estás realmente en mi corazón, que encuentras en mí la ternura de la que tienes necesidad, que me alegro por el mínimo gesto que me ofreces, como testimonio de tu consentimiento, para perdonarte todo aquello que me traes en la confesión”. Sabiendo de tal perdón, de tal amor, entonces seremos inundados de alegría y de gratitud. De este modo, perderemos progresivamente el deseo del pecado, y el sacramento de la Reconciliación se convertirá en una cita fija de la alegría en nuestra vida. Ir a confesarse significa hacer un poco más cordial el amor a Dios, sentir, decir y experimentar eficazmente, una vez más – porque la confesión no es estímulo sólo desde el exterior –, que Dios nos ama; confesarse significa recomenzar a creer – y, al mismo tiempo, a descubrir – que hasta ahora nunca hemos confiado de modo suficientemente profundo y que, por eso, debemos pedir perdón. Frente a Jesús, nos sentimos pecadores, nos descubrimos pecadores, que hemos dejado de lado las expectativas del Señor. Confesarse significa dejarse elevar por el Señor a su nivel divino.

8. El hijo pródigo abandona la casa paterna porque se ha vuelto incrédulo. Ya no tiene confianza en el amor del Padre, que lo satisface, y exige su parte de herencia para resolver por sí sólo todo lo que a él concierne. Cuando se decide a volver y pedir perdón, su corazón está aún muerto. Cree que ya no será amado, que ya no será considerado hijo. Vuelve sólo para no morir de hambre. ¡Esto es lo que llamamos contrición imperfecta! Pero hacía tiempo que el padre lo esperaba. Hacía tiempo que no tenía pensamiento que le diera más alegría que el de creer que el hijo podría volver un día a casa. Tan pronto lo ve, corre al encuentro, lo abraza, no le da tiempo ni siquiera para terminar su confesión, y llama a los sirvientes para hacerlo vestir, alimentar y curar. Dado que se le muestra un amor tan grande, el hijo, en ese momento, comienza también a sentirlo nuevamente, dejándose colmar. Un arrepentimiento inesperado le sobreviene. Esta es la contrición perfecta. Sólo cuando el padre lo abraza, él mide toda su ingratitud, su insolencia y su injusticia. Sólo entonces retorna verdaderamente, se vuelve a convertir en hijo, abierto y confidente con el padre, reencuentra la vida: “Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado” (Lc. 15,32), dice el padre, al respecto, al hijo que había permanecido en la casa.


9. El hijo mayor, “el justo”, ha vivido un cambio similar – así, al menos, quisiéramos esperar que continúe la parábola. El caso de este hijo es, sin embargo, mucho más difícil. ¡No se puede decir que Dios ama a los pecadores más que a los justos! Una madre ama a su niño enfermo, al que dirige sus cuidados particulares, no más que a los niños sanos, a los que deja jugar solos, a los que expresa su amor – no ciertamente menor - pero de modo diverso. Mientras las personas rechazan reconocer y confesar los propios pecados, mientras siguen siendo pecadores orgullosos, Dios prefiere a los humildes pecadores.


Tiene paciencia con todos. El Padre tiene paciencia también con el hijo que se ha quedado en la casa. Le ruega y le habla con bondad: “Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo”  (Lc. 15,31). El perdón de la insensibilidad del hijo mayor no es expresado aquí pero está implícito. ¡Qué grande debe ser la vergüenza del hijo mayor frente a tal clemencia! Había previsto todo pero no ciertamente esta humilde ternura del padre. De repente, se encuentra desarmado, confundido, copartícipe de la alegría común. Y se pregunta cómo pudo pensar en quedarse a un lado, cómo pudo, aunque por un solo instante, preferir ser infeliz solo mientras todos los otros se amaban y se perdonaban mutuamente. Afortunadamente, el padre está allí y lo trata a tiempo. Afortunadamente, ¡el padre no es como él! Afortunadamente, el padre es mucho mejor que todos los otros juntos. Sólo Dios puede perdonar los pecados. Sólo Él puede realizar este gesto de gracia, de alegría y de abundancia de amor. Por eso, el sacramento de la Penitencia es la fuente de permanente renovación y de revitalización de nuestra existencia sacerdotal.


10. Por eso, para mí, la madurez espiritual de un candidato al sacerdocio, para recibir la ordenación sacerdotal, se hace evidente en el hecho de que reciba regularmente – al menos, en la frecuencia de una vez al mes – el sacramento de la Reconciliación. De hecho, es en el sacramento de la Penitencia donde encuentro al Padre misericordioso con los dones más preciosos que ha de dar, y esto es el donarse (Vergabung), el perdón y la gracia. Pero cuando alguno, a causa de su falta de frecuencia de confesión, dice al Padre: “¡Ten para ti tus preciosos dones! Yo no tengo necesidad de ti y de tus dones”, entonces deja de ser hijo porque se excluye de la paternidad de Dios, porque ya no quiere recibir sus preciosos dones. Y si ya no es más hijo del Padre celestial, entonces no puede convertirse en sacerdote, porque el sacerdote, a través del bautismo, es antes que nada hijo del Padre y, luego mediante la ordenación sacerdotal, es con Cristo, hijo con el Hijo. Sólo entonces podrá ser realmente hermano de los hombres.


11. El paso de la conversión a la misión puede mostrarse, en primer lugar, en el hecho de que yo paso de un lado al otro de la rejilla del confesionario, de la parte del penitente a la parte del confesor. La pérdida del sacramento de la Reconciliación es la raíz de muchos males en la vida de la Iglesia y en la vida del sacerdote. Y la así llamada crisis del sacramento de la Penitencia no se debe sólo a que la gente no vaya más a confesarse sino a que nosotros, sacerdotes, ya no estamos presentes en el confesionario. Un confesionario en que el está presente un sacerdote, en una iglesia vacía, es el símbolo más conmovedor de la paciencia de Dios que espera. Así es Dios. Él nos espera toda la vida. En mis treinta y cinco años de ministerio episcopal conozco ejemplos conmovedores de sacerdotes presentes cotidianamente en el confesionario, sin que viniera un penitente; hasta que, un día, el primer o la primera penitente, después de meses o años de espera, se hizo finalmente presente. De este modo, por así decir, se ha desbloqueado la situación. Desde ese momento, el confesionario empezó a ser muy frecuentado. Aquí el sacerdote está llamado a poner de su parte todos los trabajos exteriores de planificación de la pastoral de grupo para sumergirse en las necesidades personales de cada uno. Y aquí debe, sobre todo, escuchar más que hablar. Una herida purulenta en el cuerpo sólo puede sanar si puede sangrar hasta el final. El corazón herido del hombre puede sanar sólo si puede sangrar hasta el final, si puede desahogar todo. Y se puede desahogar sólo si hay alguien que escucha, en la absoluta discreción del sacramento de la Reconciliación. Para el confesor es importante, primero que nada, no hablar sino escuchar. ¡Cuántos impulsos interiores experimenta y recibe el sacerdote, precisamente en la administración del sacramento de la confesión, que le sirven para su seguimiento de Cristo! Aquí puede sentir y constatar cuánto más avanzados que él, en el seguimiento de Cristo, están los simples fieles católicos, hombres, mujeres y niños.


12. Si nos falta en gran parte este ámbito esencial del servicio sacerdotal, entonces caemos fácilmente en una mentalidad funcionalista o en el nivel de una mera técnica pastoral. Nuestro estar a ambos lados de la rejilla del confesionario nos lleva, a través de nuestro testimonio, a permitir que Cristo se haga perceptible para el pueblo. Para decirlo claramente, con un ejemplo negativo: quien entra en contacto con el material radioactivo, también él se vuelve radioactivo. Si luego se pone en contacto con otro, entonces también -éste quedará igualmente infectado por la radioactividad. Pero ahora volvamos al ejemplo positivo: aquellos que entran en contacto con Cristo, se vuelven “Cristo-activos”. Y si, entonces, el sacerdote, siendo “Cristo-activo”, se pone en contacto con otras personas, éstas ciertamente serán “infectadas” por su “Cristo-actividad”. Ésta es la misión, así como fue concebida y estuvo presente desde el comienzo del cristianismo. La gente se reunía en torno a la persona de Jesús para tocarlo, aunque sólo fuera el borde de su manto. Y quedaban sanados incluso cuando esto ocurría mientras Él estaba de espaldas: “porque salía de él una fuerza que sanaba a todos” (Lc. 6,19).


13. Con nosotros, en cambio, con frecuencia las personas huyen, ya no buscan nuestra cercanía para entrar en contacto con nosotros. Por el contrario, como dije, se nos escapan. Para evitar que esto suceda, debemos plantearnos la pregunta: ¿con quién entran en contacto cuando se ponen en contacto conmigo? ¿Con Jesucristo, en su infinito amor por la humanidad, o bien con alguna privada opinión teológica o alguna queja sobre la situación de la Iglesia y del mundo? A través de nosotros, ¿entran en contacto con Jesucristo? Si este es el caso, entonces las personas tendrán vida. Hablarán entre ellas de tal sacerdote. Se expresarán sobre él con términos similares: “Con él sí se puede hablar. Me entiende. Realmente puede ayudar”. Estoy profundamente convencido de que la gente tiene una profunda nostalgia de tales sacerdotes, en los cuales pueden encontrar auténticamente a Cristo, que los hace libres de todos los lazos y los vincula a su Persona.


14. Para poder perdonar realmente, tenemos necesidad de mucho amor. El único perdón que podemos conceder realmente es el que hemos recibido de Dios. Sólo si experimentamos al Padre misericordioso, podemos hacernos hermanos misericordiosos para los otros. Aquel que no perdona, no ama. Aquel que perdona poco, ama poco. Quien perdona mucho, ama mucho. Cuando dejamos el confesionario, que es el punto de partida de nuestra misión, tanto de un lado como del otro de la rejilla, entonces se quisiera abrazar a todos, para pedirles perdón y esto ocurre especialmente después de habernos confesado. Yo mismo he experimentado de forma tan gratificante el amor de Dios que perdona, como para poder solamente pedir con urgencia: “¡Acoge también tú su perdón! Toma una parte del mío, que ahora he recibido en sobreabundancia. ¡Y perdóname que te lo ofrezca tan mal!”. Con la confesión se vuelve dentro del mismo movimiento del amor de Dios y del amor fraterno, en la unión con Dios y con la Iglesia, del cual nos había excluido el pecado. Si Dios nos ha enseñado a amar de un modo nuevo, podemos y debemos amar a todos los hombres. Si no fuese así, sería un signo de que no nos hemos confesado bien y que, por lo tanto, deberíamos confesarnos de nuevo.


Probablemente, el más grande sacerdote confesor de nuestra Iglesia es el Santo Cura de Ars. Gracias a él tenemos el Año Sacerdotal y, por lo tanto, nuestro actual encuentro como sacerdotes y obispos con el Santo Padre aquí en Roma. Con este santo párroco he reflexionado sobre el misterio de la santa confesión ya que su ministerio cotidiano de la reconciliación, en el confesionario de Ars, ha hecho que se convirtiera en un gran misionero para el mundo. Se ha dicho que, como sacerdote confesor, ha vencido espiritualmente a la Revolución francesa. Lo que me ha inspirado este diálogo espiritual con Juan María Vianney, lo he dicho aquí. Sin embargo, me ha recordado también algo muy importante.


15. ¡Amamos a todos, perdonamos a todos! ¡Hay que prestar atención, sin embargo, a no olvidar a una persona! Existe un ser, de hecho, que nos desilusiona y nos pesa, un ser con el que estamos constantemente insatisfechos. Y somos nosotros mismos. Con frecuencia tenemos bastante de nosotros. Estamos hartos de nuestra mediocridad y cansados de nuestra misma monotonía. Vivimos en un estado de ánimo frío e incluso con una increíble indiferencia hacia este prójimo más próximo que Dios nos ha confiado para que le hagamos tocar el perdón divino. Y este prójimo más próximo somos nosotros mismos. Está dicho, de hecho, que debemos amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos (cfr. Lv. 19,18). Por lo tanto, debemos amarnos también a nosotros mismos así como tratamos de amar a nuestro prójimo. Entonces debemos pedir a Dios que nos enseñe que debemos perdonarnos: la rabia de nuestro orgullo, las desilusiones de nuestra ambición. Pidamos que la bondad, la ternura, la paciencia y la confianza indecible con la que Él nos perdona, nos conquiste hasta el punto de que nos liberemos del cansancio de nosotros mismos, que nos acompaña por todas partes, y con frecuencia incluso nos causa vergüenza. No somos capaces de reconocer el amor de Dios por nosotros sin modificar también la opinión que tenemos de nosotros mismos, sin reconocer a Dios mismo el derecho de amarnos. El perdón de Dios nos reconcilia con Él, con nosotros, con nuestros hermanos y hermanas, y con todo el mundo. Nos hace auténticos misioneros.


¿Lo creéis, queridos hermanos? ¡Probadlo, hoy mismo!


+ Joachim Card. Meisner

Arzobispo de Colonia

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Fuente: Annus Sacerdotalis


Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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martes, 15 de junio de 2010

Modelo de sacerdocio: ¿adecuado a los tiempos o a Cristo?

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“El Santo Cura de Ars, ¿un modelo de santidad adecuado a los tiempos o adecuado a Cristo?” es el título de un interesante artículo escrito por el Padre Matteo De Meo para el blog Fides et Forma. Un argumento de gran actualidad, también considerando las declaraciones del Papa en los últimos días y la conclusión del Año Sacerdotal. Aquí lo ofrecemos en español.


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El pobre Cura de Ars, ¿puede ser un modelo para todos los sacerdotes de nuestro atormentado y confuso tiempo?


Para el Santo Padre Benedicto XVI, ¡sí! Es lo primero que afirma en su homilía durante la Santa Misa de clausura del Año Sacerdotal: “…modelo del ministerio sacerdotal en nuestro mundo”.


Alguno, sin embargo, lo considera un modelo “no suficientemente universal”; ya lo es para los sacerdotes con cura de almas, ¡pero para todos los sacerdotes sería un poco excesivo! Un sacerdote actual tiene que enfrentarse a miles de problemáticas, y con una realidad pastoral muy compleja (vivimos en la era de la informática, del mundo virtual y altamente tecnologizado, con otros modos de sentir y vivir la Iglesia y la misma fe); en resumen, otros tiempos, los nuestros, muy distintos a los del pobre Cura de Ars, que transcurría gran parte de su jornada diciendo Misa, confesando y haciendo penitencia por sus ovejas.


Pero, en este punto, surge espontánea una pregunta: ¿qué modelo podría corresponder universalmente al ministerio sacerdotal de nuestros tiempos?


Seguramente son muchos los modelos sacerdotales de santidad, y hay que dar gracias a Dios que no deja de enviar sus santos, en cada época, a la Iglesia y al mundo. Pero parece que se está difundiendo un extraño pensamiento: ¡un modelo tiene fecha de vencimiento! ¡Hay modelos nuevos y modelos viejos! Santos modernos y santos arcaicos: por ejemplo, San Pío de Pietrelcina es considerado un modelo de santidad arcaica respecto a la Madre Teresa de Calcuta que, en cambio, reflejaría una idea más moderna de santidad. Por lo tanto, santos más adecuados a nuestros tiempos y santos menos adecuados. Pero, ¿Cristo no es el mismo ayer, hoy y siempre? Un santo, canonizado por la Iglesia, ¿no se convierte en un modelo de santidad universal, que va más allá del espacio, del tiempo, de las culturas?


En una perspectiva meramente humana, horizontal, el santo se convierte en un modelo tout court; un simple personaje histórico que está sometido al desgaste y al polvo de los siglos.


Sólo si nos dejamos abrazar por el Misterio presente y operante en la sagrada Liturgia de la Iglesia se salvaguarda esta óptica insidiosa.


Los santos de los primeros siglos, los santos de las regiones más desconocidas y remotas, están más presentes y más cercanos, más íntimos que aquellos con los que convivimos o nos encontramos cada día. Toda distancia de tiempo, de lugar, de condición social, es vencida. La Iglesia celebra su fiesta porque el santo no es un personaje histórico ya lejano en el tiempo sino que la unión viva con él forma parte de su misma vida. Es el maravilloso misterio de la Comunión de los Santos: “… Nunca ella (la Iglesia) pierde a sus hijos, nunca el tiempo los aleja de ella, y sus hijos están cerca no en razón de los años sino en razón de su santidad…” (Don Divo Barsotti, Il Mistero cristiano, p. 359).


En un tiempo de fuerte crisis para la identidad sacerdotal, un modelo como el del Cura de Ars es, sin duda, aquello de lo que tenemos necesidad los sacerdotes.


Si ha sido proclamado patrono de todos los párrocos, si el Santo Padre lo ha elegido, entre tantos, como modelo durante todo el Año Sacerdotal, si como conclusión del mismo lo ha definido modelo para todos los sacerdotes – no sólo párrocos –, no es tanto porque rezaba y hacía penitencia (una práctica que todo cristiano está llamado a redescubrir, y todavía más un consagrado); no tanto porque veía al diablo que, para no darle tregua, le destrozaba la cama también de noche; no tanto porque tenía una particular habilidad en realizar “estrategias” y “objetivos” pastorales, sino porque ha sido un sacerdote auténtico, ha correspondido en plenitud a su ministerio sacerdotal, hasta el heroísmo. Es decir, ha realiza plenamente la misión apostólica recibida con el Sacramento del Orden, que es propia de todo sacerdote, sea o no párroco. Si no fuese así, no habría tenido sentido tampoco proclamarlo patrono de los párrocos…


Su ser sacerdote no era, a pesar de cierta hagiografía, una suerte de contorno de su persona. El sacerdote no es un monje pero tampoco se lo define sobre todo por su particular oficio: párroco, vicario, teólogo, académico, llamado a hacer también un poco de ministerio en mayor o menor grado. El sacerdocio ministerial, de hecho, no es conferido primariamente en vista de la santidad personal o de un rol particular, sino más bien para que uno se convierta en apóstol. Por eso, debe buscar la propia santificación personal a través del ejercicio del sacerdocio ministerial y una clara conciencia del mismo; luego, esto puede también expresarse en una multiplicidad de formas dispuestas por la Providencia divina que guía y sostiene a la Iglesia en la historia y en la mutabilidad de los tiempos.


Lo que el sacerdote debe salvar a toda costa para volverse una persona capaz de afrontar los grandes desafíos de la nueva evangelización de la sociedad contemporánea, sin entrar en crisis, es la unidad entre su identidad sacerdotal y la misión apostólica.


Una identidad de sacerdote fundada sobre la idea de una santificación personal subjetiva, o sobre la especificidad de un oficio particular, o de una particular inclinación (sacerdotes de la calle, de frontera, de lo social, y quien tenga más, añada…), más que sobre la necesidad de santificarse a través del ejercicio del sacerdocio ministerial, en obediencia a Cristo a través de su Iglesia, genera un dualismo pernicioso. No es raro hoy en día ver sacerdotes exaltados por los medios porque están totalmente inmersos en lo social, ¡pero que nunca hablan de Cristo, de los sacramentos, de la Iglesia, de la Misa! O, peor aún, difunden una imagen propia de Cristo, de los Sacramentos, de la Iglesia y de la misma Fe. La pretensión de realizar una imagen propia de sacerdote, por lo tanto, a menudo construida por las exigencias y las demandas del mundo, se haría más importante que la misma vocación apostólica y misionera. Hoy más que nunca hay necesidad de recuperar, no tanto una capacidad pastoral del sacerdote en el propio tiempo, sino la identidad esencial del sacerdote y del ministerio a él confiado. La particularidad con la que este ministerio puede desarrollarse en los tiempos, en los lugares y en las circunstancias, es gracia de Dios; y su autenticidad depende más de la fidelidad al mismo ministerio que a las propias capacidades o inclinaciones personales.


Me parece que el Santo Padre, al proponernos un modelo sacerdotal como el del Santo Cura de Ars, nos está diciendo algo fundamental pero poco considerado: el sacerdote no es sacerdote sólo para ser un cristiano mejor que otros. Para esto, basta cualquier fiel con una verdadera personalidad. El sacerdote debe ser, antes que nada, una persona que en su vida realiza las razones por las que se le ha confiado el ministerio sacerdotal. Su especificidad radica en el hecho objetivo del Sacramento del Orden, que ha recibido y que lo distingue de todos los otros fieles.


¡Y de esto el Cura de Ars es, sin duda, un ejemplo excepcional! Vivía en el continuo deseo de ser liberado de una responsabilidad que le parecía aterradora: la responsabilidad de ser párroco. Durante los cuarenta años que pasará en Ars, Juan María estará obsesionado por la idea de irse. Sueña con la Trapa, o un retiro en soledad y oración. Pero, sobre todo, tiene una profunda conciencia de la inmensidad del misterio que está contenido en el sacerdote: “¡Ah, qué cosa terrible ser sacerdote! ¡La confesión! ¡Los sacramentos! ¡Qué peso! ¡Oh, si se supiese lo que significa ser sacerdote, se huiría al desierto, como los santos, para no serlo!”. “¡Oh, cuando se piensa que nuestro gran Dios se ha dignado dar este encargo a miserables como nosotros!”.


Al mismo tiempo, sin embargo, es consciente de la belleza a la que se está llamado sin ningún mérito y esto lo hace feliz, y tal felicidad lo distinguirá hasta la muerte. Morirá párroco y, en definitiva, feliz de serlo. “El sacerdote es un hombre que tiene el lugar de Dios, un hombre revestido de todos los poderes de Dios”. Él está convencido de ello. Y la fuente de su felicidad está en su vocación. La conciencia de su dignidad de sacerdote – “¡Dios mío, qué honor!”, exclamaba – no quita nada a su humildad.


¿Quién más que el pobre y santo Cura de Ars puede decirnos a nosotros, sacerdotes del tercer milenio, de qué dignidad hemos sido investidos sin mérito nuestro y de qué humildad debemos revestirnos para ser auténticos testigos de la paternidad y de la guía de Dios para los hombres que encontramos en nuestro camino? Hombres enamorados de Cristo y de su Iglesia.


Estamos cada vez más preocupados por adecuarnos al sentir del mundo, de los tiempos, terminando por confundirnos con él: estamos cada vez más preocupados, hasta el cansancio, por ser útiles al mundo y en cambio estamos llamados a servir al reino de Dios en el mundo, ¡un reino que el mundo no reconoce porque no le pertenece! Esto significa que hoy, si queremos todavía encontrar penitentes en torno al confesionario como en los tiempos del Cura de Ars, debemos ser fieles hasta el heroísmo a la identidad de nuestro ministerio; un ministerio que nos separa del mundo y que nos enraíza totalmente en el misterio de Cristo para continuar su obra de salvación, y no persiguiendo nuestros vanos razonamientos. Digámoslo claramente: los sacerdotes debemos luchar cada día con la tentación individualista y subjetivista, propia del camino de la cultura de nuestro tiempo; nosotros miramos la vida de fe como un esfuerzo individual, miramos nuestra vocación como la expresión de opciones (teológicas, éticas, pastorales), así como se desarrolla nuestra jornada como el producto de nuestra iniciativa. En cambio, el sacerdote – y esto emerge con fuerza en la imagen del Cura de Ars - es uno con la Iglesia y con Cristo, y por eso es singularmente expresivo del misterio de Cristo, porque está en la Iglesia, y para el mundo es la imagen objetiva del Señor Jesucristo, por quien vive y actúa, a través del Sacramento y la palabra.


Separados del mundo para llevar a Cristo al mundo. Sólo en esta perspectiva amamos con los hechos y en la verdad: “…como tampoco se trata de amor si se deja proliferar la herejía, la tergiversación y la destrucción de la fe, como si nosotros inventáramos la fe autónomamente. Como si ya no fuese un don de Dios, la perla preciosa que no dejamos que nos arranquen”, dice el Pontífice en un precioso pasaje de la citada homilía.


Es también cierto que, en su vida, el sacerdote tiene un deber; es un deber ascético-espiritual aún antes que pastoral, porque lo pastoral será la efusión, el rebosamiento, de aquella verdad de fondo que el sacerdote continúa realizando, asimilándose al Señor. Creo que en esta perspectiva se ubica la voluntad del Santo Padre de indicar al Cura de Ars como modelo para todos los sacerdotes en este mundo nuestro donde arrecia una verdadera “dictadura”, la del relativismo. Volver a partir desde la fundamental dedicación a Cristo que se convierte luego, en la sabiduría de la Iglesia y por la sabiduría de la Iglesia, en compromiso también público, y canónico, con mayor o menor intensidad (según las intenciones de la Iglesia).


Entonces, ¿qué figura de sacerdote podrá ser fuente de inspiración y modelo auténtico? ¿Un modelo de sacerdocio adecuado a los tiempos o adecuado a Cristo?


Gracias, Santidad, por habernos indicado al Santo Cura de Ars como sublime modelo de aquel alter Christus que, en la tradición católica, dice esta singularísima configuración del sacerdote a Cristo y que actualmente, cada vez más, se intenta ensombrecer por una presunta modernidad de ser, de estilos y de forma.


San Juan María Vianney, ¡ruega por nosotros!

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Fuente: Fides et Forma


Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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