jueves, 3 de noviembre de 2016

Permanentemente lastimada

Al parecer, el artículo que publicamos traducido a continuación se conserva aún en la red gracias a alguien llamado John L. que colocó el texto en su totalidad en el área de comentarios de un sitio web. El título original era “Permanent Scars” y fue publicado por Daniel Mitsui en su blog “The lion and the cardinal”, en marzo de 2007

***

TV ES PETRVS ET SVPER HANC PETRAM ÆDIFICABO ECCLESIAM MEAM ET PORTÆ INFERI NON PRÆVALEBVNT ADVERSVS EAM



Entre ciertos católicos existe una suerte de optimismo fácil acerca del futuro cercano de la Iglesia; una expectativa de que si las cosas alguna vez se vuelven demasiado malas, Dios hará surgir algunos nuevos santos y héroes y genios para hacer todo bueno de nuevo. Esta es una expectativa en la que eso sucederá como algo natural.

Pero la promesa contra las puertas del infierno fue una promesa de victoria final solamente, no de estabilidad y confort durante nuestras vidas. Si la Iglesia tiene que sobrevivir, lo hará en ocasiones como lo hizo en las catacumbas romanas, las cuevas del Líbano, los escondites de los recusantes ingleses o de las Islas Goto. A veces tiene que sobrevivir a pesar de las agobiantes carencias materiales en circunstancias desesperantes. La esperanza no sería virtud si fuera fácil.

Los optimistas son afectos a citar un capítulo de El Hombre Eterno de Chesterton referido a las cinco muertes de la Fe, y su inexplicable resurrección en cada ocasión. La conclusión, por supuesto, es que esto es lo que sucede siempre. Nunca pensé que éste fuera uno de los argumentos más convincentes de Chesterton; si él hubiese sido un asirio en vez de un inglés, podría haber corregido el capítulo, porque en Asiria la fe murió cinco veces sin nunca regresar a la vida.

Aunque decir esto no es exactamente justo; unos pocos asirios fieles existen hoy en día, y unos pocos buenos cristianos existieron en cada era de muerte identificada por Chesterton. Cuando habla de una muerte de la fe, nunca quiso decir que ésta cesó por completo, sino que dejó de estar sana, de ser vibrante e influyente. No fue una crisis del Cristianismo, sino de la Civilización Cristiana.

Pero nunca se nos hizo la promesa de que las puertas del infierno no prevalecerían contra la civilización cristiana. En Europa, la civilización cristiana fue resucitada cinco veces; no existe promesa de una sexta. El Cristianismo muy bien podría tener que sobrevivir sin civilización cristiana, como algo brutalmente perseguido, internamente conflictuado y socialmente irrelevante. Éste, en realidad, no es más que el estado normal del Cristianismo.

Tanto entre los Católicos como entre los Ortodoxos existe un deseo expresado abiertamente de retornar a los principios del Cristianismo del primer milenio. Es un deseo que comparto, en tanto creo que la continuidad con los Padres de la Iglesia es absolutamente indispensable, y que la Iglesia Romana y la Bizantina deben ser una. Pero ese deseo no nos debe engañar acerca de lo que fue realmente la Gran Iglesia del primer milenio.

En los dos siglos de la legalización del Cristianismo, la Gran Iglesia perdió dos de los antiguos patriarcados; en unos pocos siglos siguientes, perdió contra los mahometanos la mayoría de su territorio y de su gente, y nunca recuperó mucho de eso. La historia del Cristianismo del primer milenio es de un continuo fracaso y atrición; la Iglesia sufrió de herejías cristológicas y trinitarias unas tras otras, y con la misma facilidad con la que se podía alejar a la Iglesia de ellas una vez leídos los anatemas, todas estas herejías surgían en el interior de la Iglesia. Hubo un tiempo, antes de que fueran lanzados los anatemas, cuando cada una de las herejías todavía no había sido condenada, en el que eran profesadas abiertamente en todos los niveles de la Iglesia. Vivir como cristiano en el primer milenio, especialmente en alguno de los patriarcados orientales, la mitad de las veces significaba tener a herejes cristológicos o trinitarios por obispos y sacerdotes, y que los fieles en su mayoría profesaran también los errores o fueran demasiado cobardes o indiferentes para oponerse a ellos.

Durante los 61 años previos al Segundo Concilio de Nicea, y después del mismo durante otros 28 años, la Iglesia de Bizancio fue gobernada por emperadores iconoclastas y los sicofantes que ellos pudieron colocar en la sede patriarcal; las imágenes eran blanqueadas, los monjes torturados y asesinados, las reliquias lanzadas al mar, las devociones del santoral suprimidas. Fue la destrucción de la tradición más violenta jamás ocurrida en el interior de la Iglesia; sólo una muy pequeña cantidad de íconos anteriores a la crisis sobrevivió, la mayoría de ellos bajo la relativa seguridad del gobierno mahometano. Existe una considerable porción de memoria histórica del Cristianismo Bizantino con la que muchos de sus admiradores y conversos de occidente aún no han podido.  La iconoclasia aparece en su mente, y esto podría atemperar su jactancia; porque hubo un tiempo en el que la Ortodoxia Oriental también lo perdió todo.

Hay en esto una verdad tan simple que con frecuencia la olvidamos: Satanás es más listo que nosotros. Y es más fuerte que nosotros y más paciente que nosotros. Si no lo fuese, no tendríamos necesidad de un Salvador. No se nos prometió un paraíso en esta vida, sino un continuo ataque hasta que el Reino venga. Satanás destruiría, dividiría y degradaría a la Iglesia en cualquier forma que pudiera divisar. Lo haría con la herejía, el cisma y la guerra, en el saqueo de las hordas bárbaras y en el complot de las sociedades secretas. Obraría a través de la codicia de los príncipes, la lujuria de los reyes, el orgullo de los emperadores y la insensatez de los papas. Susurraría malas ideas en los oídos de hombres de buena voluntad. Atraería terremotos, fuego y plagas, y cualquier cosa que pudiera manipular de la buena tierra de Dios. Arruinaría la Iglesia desde adentro y desde afuera. Obraría en momentos horribles y en siglos de inadvertida degradación.

Satanás odia a la Iglesia y quiere que nosotros odiemos a la Iglesia. Y es lo suficientemente listo, fuerte y paciente para arruinar todo lo que hace fácil amar a la Iglesia. Fue lo suficientemente hábil para arruinar la aparentemente inmortal Edad Media, por lo que ciertamente es lo suficientemente hábil para arruinar el frágil movimiento tradicionalista de hoy. Y es lo suficientemente hábil para arruinar la ortopraxis y la estabilidad teológica del Oriente Cristiano. Si esto no fuese obvio como dato teológico, debería serlo como hecho histórico; él lo ha hecho antes.

Y la Ortodoxia Latina patrístico-medieval en la que deseo que se convierta el Catolicismo Romano, y a lo que dedicaré los esfuerzos de mi vida entera: él es lo suficientemente hábil para arruinar eso también. Esto es lo que necesita ser recordado por quienes buscan refugiarse del Modernismo en el Catolicismo Tradicional o en la Ortodoxia Oriental o en sus propias fantasías historicistas sobre cualquiera de ellos. No hay refugio en la Iglesia Militante. Si una Iglesia parece haber resistido al modernismo, simplemente significa que Satanás está esperando para afligirla con algún otro error tan pronto como pueda. Las antiguas Iglesias son vulnerables y han sido siempre vulnerables.

Al examinarlas, todas ellas llevan las cicatrices permanentes del ataque enemigo; las pérdidas y las rupturas y las traiciones de la antigua tradición. Si hubiese una Iglesia sin ellas, no tendría pretensión creíble de ser la verdadera Iglesia; sería algo tan poco amenazador para el principado de Satanás que ni siquiera se molestaría en prestarle atención. Una Iglesia que no es permanentemente lastimada no es el Cuerpo de Cristo.

Los apóstoles entendieron esto, y vivieron siempre como si el esjaton fuera inminente y el enemigo estuviera cerca. Dudo que alguno de ellos esperara que la sociedad de continentes enteros estuviera orientada hacia el Cielo por miles de años. Esto sería algo muchísimo mejor que lo que tenían algún derecho de esperar.

La civilización cristiana y todos sus tesoros eran un regalo; un inmerecido y extremadamente generoso regalo. Cuando un niño recibe un regalo precioso de su padre amado, lo aprecia y lo cuida, recordando siempre la generosidad de aquel que se lo dio. Sólo la más despreciable ingratitud haría que lo descuide, lo desfigure, que decida que ya no es de su agrado y lo arroje a la basura, o lo transforme en algo diferente. Esto es lo que han perdido de vista los apologistas del nuevo Catolicismo, quienes constantemente reivindican su validez sacramental como si eso fuera lo único que importa. El problema con la nueva liturgia, la música banal, las iglesias vacías no es que dañen la imagen de Dios, más bien ellas dañan la nuestra.

Pero algo diferente es perdido de vista por los tradicionalistas, quienes incesantemente se quejan de que los problemas no son arreglados con la suficiente rapidez, o quienes amenazan con dejar la Iglesia hasta que sean arreglados. Si el regalo es estropeado, el niño no tiene derecho a hacer berrinche y exigir que su padre lo repare o le compre uno nuevo inmediatamente. Porque no lo merecía, en primer lugar. El padre está en todo su derecho de retener su generosidad hasta que el niño aprenda su lección, o de decirle al niño que lo repare él mismo. No es nuestra prerrogativa exigir que los problemas en la Iglesia sean resueltos conforme a nuestra conveniencia. Tampoco que estos problemas sean necesariamente resueltos por alguien más.

Dios confió a los hombres el cuidado de su Iglesia en este mundo hasta la parusía. Edificándola en el territorio del enemigo es como participamos en la acción de la Providencia en la historia, y como somos santificados. Ciertamente Dios puede asistirnos de maneras extraordinarias; la notoria resiliencia de la Iglesia en ocasiones sólo puede ser explicada por intervención divina. Pero, en justicia, nada exige a Dios darnos de modo ordinario un nuevo grupo de santos y héroes y sabios para reparar todas las cosas. Cuando la Iglesia necesita santos, héroes y sabios, puede que nos tenga sólo a nosotros. Y la mayoría de nosotros estamos demasiado detestablemente orgullosos de nuestra falsa humildad como para al menos intentar la santidad heroica.

La situación actual de la vida cristiana, como siempre, es la de rezar entre ruinas; la de buscar entre los escombros de una iglesia largamente destruida en busca de piezas que reconozcamos; la de aferrarse a ellas y atesorarlas como nunca hicieron quienes las disfrutaron en su esplendor. Veneramos estos trozos de escombros, y los estudiamos para figurarnos de qué forma se ensamblaban y el significado que una vez tuvieron. Inducimos lo que podemos de los olvidados métodos de su construcción y del olvidado lenguaje de su simbolismo, y reconstruimos lo que podemos en el tiempo que se nos asigna. Construimos algo hermoso para Dios, de tal modo que la memoria de la antigua fe pueda sobrevivir para la próxima generación, hasta que las fuerzas del mal desbaraten, incendien y sepulten nuestras construcciones.

Y nosotros hacemos esto creyendo, no obstante toda tentación de desesperar, que la victoria ya ha sido obtenida, y que la liberación está cerca. Nos ha sido dada la tarea de modo que en ella podamos encontrar nuestro propósito y nuestro gozo y nuestra santidad. Y perseverando, heredaremos un cielo nuevo y una tierra nueva, donde construiremos de forma permanente lo que a modo de pobre imitación hemos edificado en este mundo roto.

*
Texto original en inglés aquí 

*


domingo, 30 de octubre de 2016

San Atanasio: "Jamás ha sucedido nada semejante"



“El hombre se levantó para marchar junto con su concubina y su siervo, cuando su suegro, el padre de la joven, le dijo: -Mira que el día ya declina hacia el atardecer, permaneced hasta que acabe el día. Quédate aquí esta noche y tu corazón disfrutará. Mañana os levantaréis para emprender vuestro camino, y marcharás a tu tienda.

Pero el hombre no quiso quedarse otra noche y se puso en marcha. Llegó frente a Jebús, esto es, Jerusalén, con sus dos asnos enjaezados y acompañado por su concubina.
Cuando ya estaban junto a Jebús y el día ya declinaba, el siervo dijo a su señor: -Vamos a dirigirnos a la ciudad de estos jebuseos para pasar en ella la noche.

Su señor le respondió: -No nos dirigiremos hacia una ciudad extranjera que no es de los hijos de Israel. Llegaremos hasta Guibeá. Y dijo a su siervo: -Vamos a acercarnos a uno de estos lugares. Haremos noche en Guibeá o en Ramá. Siguieron su camino y se les puso el sol junto a Guibeá, que pertenece a Benjamín.

Se dirigieron allí para entrar a hacer noche en Guibeá. Entró y se quedó en la plaza de la ciudad, porque nadie los invitó a dormir en su casa.

Hubo un hombre anciano que venía de hacer su trabajo en el campo por la tarde. Este hombre era de la montaña de Efraím y vivía en Guibeá. En cambio los hombres de aquel lugar eran hijos de Benjamín. 

El anciano alzó sus ojos, vio a aquel forastero en la plaza de la ciudad, y le dijo: -¿De dónde vienes y adónde vas? Él respondió: -Vamos pasando desde Belén de Judá hasta la región limítrofe de la montaña de Efraím, de donde soy yo. De allí fui a Belén de Judá y ahora regreso a mi casa, pero nadie me ha invitado a la suya. Tenemos paja y forraje para nuestros asnos, y pan y vino para tu sierva y el joven que acompaña a tu siervo. No necesitamos nada.

El anciano le dijo: -La paz sea contigo. Me haré cargo de todo lo que necesites, pero no pases la noche en la plaza. Lo llevó a su casa, dio forraje a los asnos, y a ellos les lavó los pies, y comieron y bebieron. Estaban alegres sus corazones cuando unos hombres de la ciudad, hijos de Belial, rodearon la casa golpeando en la puerta y diciendo al hombre anciano dueño de la casa: -Entréganos al hombre que ha venido a tu casa para que lo conozcamos.

El dueño de la casa salió y les dijo: -No, hermanos, no hagáis ese mal, puesto que este hombre ha venido a mi casa. No cometáis semejante infamia. Mirad, aquí tenéis a mi hija, que es virgen, y a su concubina. Os las entrego para que las humilléis y les hagáis lo que os plazca, pero con este hombre no cometáis semejante infamia.

Sin embargo, esos hombres no quisieron escucharlo, por lo que el hombre tomó a su concubina y se la sacó fuera. Ellos la conocieron y la maltrataron durante toda la noche hasta el amanecer, y la soltaron al rayar el alba.

De madrugada la mujer regresó y cayó a la entrada de la casa de aquel hombre en donde estaba su señor, hasta que clareó el día.
Por la mañana se levantó su señor, abrió las puertas de la casa y salió para emprender su camino cuando encontró a su concubina tumbada a la entrada de la casa, con las manos en el umbral, y le dijo: -Levántate, vamos. Pero ella no le respondió. La colocó sobre un asno, y se puso en marcha hacia su tierra.

Cuando llegó a su casa, tomó un cuchillo, sujetó a su concubina y la descuartizó, respetando los huesos, en doce trozos, y la envió a todos los confines de Israel.

Y todos los que veían aquello, decían: -Nunca ha sucedido ni se ha visto nada igual desde que los hijos de Israel subieron de la tierra de Egipto hasta el día de hoy. Pues había dado órdenes a los hombres que había enviado de que dijeran: -Decid esto a todos los hijos de Israel: «¿Acaso ha sucedido nada igual desde que los hijos de Israel subieron de la tierra de Egipto hasta el día de hoy? ¡Prestad atención a esto, deliberad y hablad!».

Todos los hijos de Israel acudieron desde Dan hasta Berseba, incluyendo la tierra de Galaad, y la comunidad se reunió, como un solo hombre, con el Señor, en Mispá.
Se presentaron, a asamblea del pueblo de Dios, los jefes del pueblo entero, todas las tribus de Israel, cuatrocientos mil hombres de infantería armados con espadas.

Los hijos de Benjamín se enteraron de que los hijos de Israel estaban subiendo a Mispá. Entonces los israelitas dijeron: -Hablad, ¿cómo ha ocurrido esta maldad?

El levita, marido de la mujer asesinada, respondió diciendo: -Llegué a Guibeá de Benjamín junto con mi concubina para pasar la noche; se levantaron contra mí los habitantes de Guibeá y rodearon durante la noche la casa donde estaba, intentando matarme. Humillaron a mi concubina y ella murió.

Yo tomé mi concubina, la descuarticé y la envié por toda la campiña de la heredad de Israel, porque hicieron algo perverso e infame en Israel.

Y todos vosotros, hijos de Israel, deliberad ahora y tomad una decisión. Se alzó todo el pueblo como un solo hombre diciendo: -Nadie se marchará a su tienda ni se retirará a su casa.

Esto es lo que haremos ahora contra Guibeá, por sorteo:  tomaremos diez hombres de cada cien de todas las tribus de Israel, y cien de cada mil, y mil de cada diez mil, para aportar provisiones a la tropa, de modo que cuando lleguen a Guibeá de Benjamín les den su merecido por la infamia que han cometido en Israel. Todos los israelitas, unidos como un solo hombre, se dirigieron a la ciudad.” (Jueces 19,9 - 20,11)


De una carta de San Atanasio, del año 341
A TODOS LOS OBISPOS

"A todos los hermanos Obispos de todo lugar, queridos señores, Atanasio los saluda en el Señor.

Lo que hemos sufrido es terrible y casi insoportable; no es posible explicarlo como corresponde. Pero, para que el horror de los acontecimientos sea conocido más rápidamente, he considerado bueno recordar un pasaje de la Sagrada Escritura.

Un Levita, cuya mujer había sido gravemente ultrajada -era una hebrea de la tribu de Judá- conoció el horror de este crimen. Trastornado por  el ultraje que se le habla inferido, descuartizó  – según refiere en el libro de los Jueces la Sagrada Escritura –  el cuerpo de la mujer muerta y mandó los trozos a las Tribus de Israel. No solamente él, sino todos, debían sufrir con él este grave crimen. Si ellos compartían su dolor y sufrimiento, todos a una debían vengarlo también. Pero si no querían saber nada, debería caer la ignominia sobre ellos, como si fuesen los criminales. Los mensajeros dieron cuenta del suceso. Pero los que lo vieron y oyeron, declararon: jamás ha sucedido nada semejante desde los días en que los hijos de Israel salieron de Egipto. Todas las tribus de Israel se movilizaron y, como si lo hubiesen sufrido en su propio cuerpo, se unieron contra los criminales. Estos fueron vencidos en la guerra y aborrecidos de todos, pues los bandos reunidos no atendieron la pertenencia tribal, sino que sólo miraron con indignación el crimen cometido.

Vosotros, hermanos, conocéis este relato y lo que la Escritura quiere señalar con él. No quiero extenderme más sobre ello, puesto que escribo a enterados, y me esforzaré por atraer vuestra atención sobre lo que ha acontecido ahora, que es más espantoso que lo de entonces. Por esto he recordado este relato, para que podáis comparar los acontecimientos y hechos actuales con los descritos y reconozcáis que lo actual excede en crueldad a lo de entonces. Y deseo que en vosotros crezca una mayor indignación contra los criminales, que la que entonces hubo. Pues la dureza de la persecución contra nosotros, es incluso superior.

Es exigua la desgracia del Levita en comparación con lo que ahora se está haciendo con la Iglesia. Nada peor ha ocurrido jamás en el mundo, ni nadie ha sufrido jamás mayor desgracia. En aquel entonces fue una sola mujer la ultrajada, un solo Levita el perseguido. Hoy es toda la Iglesia, la que sufre injusticias, todo el orden sacerdotal el que padece insolencias y -lo que es aún peor- la religiosidad es perseguida por la impiedad.


En aquel entonces cada tribu se asustó al ver un trozo de una sola mujer. Hoy se ve despedazada a trozos toda la Iglesia. Los mensajeros que os son enviados a vosotros y a otros, para transmitir la noticia, sufren la insolencia y la injusticia.

Conmoveos, os lo imploro, no sólo como si fuésemos nosotros solos los que hubiésemos sufrido injusticia, sino también vosotros mismos. Cada uno debe ayudar, tal como si él mismo lo sufriese. Si no, dentro de poco se derrumbará el orden eclesiástico y la fe de la Iglesia. Ambas cosas, amenazan, si Dios no restablece rápidamente y con vuestra ayuda, el orden querido, si el sufrimiento no expía por la Iglesia.

No es ahora cuando la Iglesia ha recibido el orden y los fundamentos. De los Patriarcas los recibió bien y con seguridad. Y tampoco es ahora que se inició la fe, sino que nos vino del Señor a través de sus discípulos. Que no se pierda, lo que desde el principio hasta nuestros días se ha conservado en la Iglesia; no malversemos lo que nos fue confiado.

Hermanos, como administradores de los Misterios de Dios, dejad conmoveros, ya que veis como todo ello nos es robado por los otros. Los mensajeros de esta carta os dirán más cosas; a mí sólo me cabe reseñároslo en breves líneas, para que realmente reconozcáis que jamás ha sucedido nada semejante contra la Iglesia, desde el día en que el Señor, ascendido a los Cielos, dio el encargo a sus discípulos con las palabras: "Id y enseñad a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo".

(“Encyclica ad Episcopos Epistola”, Beati Athanasii Episcopi Alexandriae, en Migne, Patrología griega, tomo 25, col. 219-240, el fragmento citado corresponde a las col. 221-226 / Se puede ver aquí, página 268; el fragmento es citado por Mons. Rudolph Graber en su obra “Atanasio y la Iglesia de nuestro tiempo”, año 1974).