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"Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer, vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza" (Ap. 12, 1)
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Cada título de María tiene un significado específico y un sentido propio y puede ser objeto de una meditación diferente. A María la invocamos como Madre de Cristo.
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¿Qué sentido tiene el dirigirnos a Ella con esa invocación? El de traernos ante los ojos que María es aquella Mujer de la que hablaron las profecías desde el principio y que estuvo asociada a las esperanzas y a las oraciones de todos los hombres santos, de todos los verdaderos adoradores de Dios, de todos los que “aguardaban la Redención de Israel” en todo tiempo antes que llegase la Redención.
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Nuestro Señor fue llamado Cristo o Mesías por los profetas y por el pueblo judío. Las dos palabras – Cristo y Mesías – significan lo mismo. Significan “Ungido”. En los tiempos antiguos había tres grandes ministerios o funciones de los que Dios se servía para hablar a Su pueblo escogido, los israelitas o, como se les llamó más tarde, los judíos: el de sacerdote, el de rey y el de profeta. A los que Dios elegía para cualquiera de esas funciones se les ungía solemnemente con aceite; ese aceite significaba la Gracia de Dios que se les concedía para que pudiesen desempeñar dignamente su elevada misión.
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Nuestro Señor fue las tres cosas: Sacerdote, Profeta y Rey. Sacerdote, porque Se ofreció a Sí Mismo como sacrificio por nuestros pecados; Profeta, porque nos reveló la santa ley de Dios; Rey, porque reina sobre nosotros. Por eso es el único Cristo verdadero.
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Y esperando a este gran Mesías vivió el pueblo elegido – los judíos, o israelitas, o hebreos – durante siglos y siglos. Él vendría para arreglarlo todo. Y junto a la gran pregunta que llenaba sus mentes – o sea, ¿Cuándo vendrá el Mesías? –, estaba otra pregunta: ¿Quién sería Su Madre? Se les había dicho desde el principio que no bajaría del Cielo, sino que nacería de una Mujer. Cuando la caída de Adán, Dios ya dijo que el linaje de la Mujer aplastaría la cabeza de la serpiente. ¿Quién sería, pues, esa Mujer anunciada de manera tan expresiva al linaje caído de Adán? Muchos siglos después, se les reveló además a los judíos que el gran Mesías, o Cristo, nacería de su raza, y en concreto de una de las doce tribus en que estaba dividida. Desde entonces, todas las mujeres de esa tribu esperaban tener el gran privilegio de ser la Madre del Mesías, pues era lógico pensar que si Él era tan grande, Su Madre tenía que ser también grande, buena y bendita.
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Por eso, entre otras razones, los judíos tenían en tan alta estima el estado matrimonial: porque, al no conocer el Misterio de la Concepción milagrosa de Cristo cuando viniese realmente a la tierra, pensaban que el matrimonio era el camino necesario para Su Venida.
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Por eso, si María hubiese sido como las demás mujeres, habría aspirado al matrimonio, que le abría la posibilidad de engendrar al gran Rey. Pero Ella era demasiado humilde y demasiado pura para albergar tales pensamientos. Dios le había inspirado elegir una manera de servirlo que aún no había dado a conocer a los judíos: el estado de virginidad. María prefería ser Su Esposa a ser Su Madre. Por eso, cuando el Ángel Gabriel le anunció su elevado destino, se mantuvo a la espera hasta que el Ángel le aseguró que eso no la obligaría a renunciar a su propósito de llevar una vida virginal consagrada a su Dios.
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Y así se convirtió en Madre de Cristo, aunque no de la manera en que le habían esperado durante siglos las mujeres piadosas: María, renunciando a la gracia de esa maternidad, la consiguió mediante una gracia más alta. Y éste es el sentido más profundo de las palabras de Isabel cuando fue a visitarla la Virgen Santísima, que nosotros repetimos en el Ave María: ¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el Fruto de tu vientre! Y por eso, en el ejercicio de piedad conocido como la “Corona de Doce Estrellas”, alabamos a Dios Espíritu Santo por obra del cual María fue a la vez Virgen y Madre.
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John Henry Newman, “Meditaciones sobre las Letanías”
El título del Post está tomado de un saludo de San Ildefonso de Toledo a la Santísima Virgen.
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Para conocer la “Corona de Doce Estrellas” a la que refiere el Cardenal Newman, siga este enlace. Este ejercicio piadoso fue compuesto por el fundador de las Escuelas Pías, San José de Calasanz (1557-1648), hacia 1628. Se trata de una de las devociones más agradables a la Virgen Santísima. El mismo santo decía que nunca había pedido gracia alguna por medio de esta devoción que no la hubiese alcanzado.
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