Pío XII, dotado de un profundo conocimiento de la misión que le había sido encomendada, y de una nítida visión de la realidad de la Iglesia y del mundo, consideraba la unidad de todos los cristianos como un remedio a muchos males.
Mientras ardía la reciente guerra con su secuela de miseria, hambre y enfermedades, Nos, sin distinguir entre los pueblos, que Nos suelen llamar Padre, hemos trabajado por aliviar dondequiera el peso de las desgracias; Nos hemos esforzado por ayudar a las viudas, a los niños, a los ancianos, a los enfermos y Nos hubiéramos considerado más felices si hubiéramos podido equiparar los medios a los deseos. No vacilen, pues, en rendir el debido homenaje a esta Sede Apostólica, para la que el presidir es ayudar, a esta inquebrantable roca de verdad plantada por Dios, aquellos que por la calamidad de los tiempos se han separado de ella...
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Ciertamente no desconocemos qué cúmulo inveterado de prejuicios impide tenazmente que se realice la oración dirigida por Cristo en la última Cena al Eterno Padre por los que siguieran el Evangelio: “Que todos sean uno”. Pero sabemos también que la fuerza de la oración es grande si los que oran, formando un solo ejército, arden en una sincera fe y pura conciencia capaz de arrancar una montaña y precipitarla en el mar.
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Hay, además, otro motivo, que con grande urgencia exige que las falanges cristianas cuanto antes se unan y combatan bajo una sola bandera central los tempestuosos asaltos del enemigo infernal. ¿A quién no horroriza el odio y la ferocidad con que los enemigos de Dios, en muchos países del mundo, amenazan y tienden a destruir todo lo que es divino y cristiano? Contra sus confederadas milicias no podemos seguir divididos y dispersos, perdiendo el tiempo, todos los que señalados con el carácter bautismal, estamos destinados a combatir con valor los combates de Cristo.
Las cárceles, los sufrimientos, los tormentos, los gemidos, la sangre de aquellos que, conocidos o ignorados, pero ciertamente muchos en estos últimos tiempos y aun hoy día, han sufrido y están sufriendo por la constancia de la virtud y la profesión de fe, llaman a todos con voz cada vez más alta, para que abracen esta santa unidad de la Iglesia.
La esperanza de la vuelta de los hermanos y de los hijos, separados hace ya mucho tiempo de esta Sede Apostólica, se hace más fuerte con la amarga y sangrienta cruz de los sufrimientos de tantos otros hermanos e hijos: ¡que ninguno impida y descuide la obra salvadora de Dios! A estos beneficios y al gozo de esta unidad invitamos con paterna súplica...