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Como hemos informado, en lo que puede considerarse uno de los nombramientos más importantes de su Pontificado, el Papa Benedicto XVI, luego de aceptar la renuncia presentada por el cardenal Re, ha nombrado como nuevo Prefecto de la Congregación para los Obispos al cardenal Marc Ouellet, hasta ahora arzobispo de Québec y Primado de Canadá. De este modo, el reconocido purpurado canadiense, de 66 años de edad, guiará uno de los dicasterios clave de la Curia Romana, que “examina lo referente a la constitución y provisión de las Iglesias particulares, así como al ejercicio de la función episcopal en la Iglesia latina” y “trata todo lo que se refiere al nombramiento de los obispos”, según afirma la Constitución Apostólica Pastor Bonus del Papa Juan Pablo II.
Para conocer un poco más de cerca a este cardenal, que siempre se ha caracterizado no sólo por su firme fidelidad al Sucesor de Pedro sino también por una notable cercanía al pensamiento de Joseph Ratzinger, reproducimos una interesante entrevista que el purpurado concedió, en noviembre de 2003, a la revista 30Giorni, pocos días después de haber ingresado en el Colegio Cardenalicio, en la cual pueden apreciarse los rasgos más sobresalientes de su historia y pensamiento.
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Marc Ouellet es quizá el más poliglota de los nuevos cardenales creados por Juan Pablo II el 21 de octubre. Procede de Canadá, país de la Commonwealth británica, pero es hijo del Québec de lengua francesa. Ha trabajado durante muchos años en Hispanoamérica y discutió en alemán su licenciatura en teología. Habla perfectamente italiano, visto que ha enseñado también en Roma, donde tuvo una breve aunque intensa experiencia en la Curia como secretario del dicasterio encargado del dialogo ecuménico. Ouellet, que tiene 59 años y fue ordenado sacerdote en 1968, es además el nuevo cardenal elector con el nombramiento episcopal más reciente: fue consagrado obispo en marzo de 2001, y en noviembre del año pasado fue promovido a arzobispo de Québec, la sede primada canadiense.
El nuevo purpurado es el tercer cardenal canadiense que pertenece a la sociedad de vida apostólica de los Sulpicianos tras el fallecido Paul-Émile Léger, arzobispo de Montréal desde 1950 a 1968, y Edouard Gagnon, de 85 años, que desde hace unos años ha vuelto a su patria después de un largo servicio en la Curia romana. La archidiócesis de Québec cuenta también con un purpurado emérito, Louis-Albert Vachon, primado canadiense desde 1981 a 1990. Tanto Gagnon como Vachon no pudieron participar en las celebraciones del 25º aniversario de pontificado ni en el Consistorio. “Gagnon”, nos dice Ouellet, “tiene desde hace tiempo problemas de salud, pero aún conserva todas sus facultades. Vachon es muy anciano, tiene 91 años, de todos modos me llamó por teléfono la mañana de mi nombramiento. Estaba muy contento porque la tradición cardenalicia de Québec continúa…”.
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Eminencia, usted fue ordenado sacerdote en mayo de 1968, un periodo bastante agitado… ¿Qué recuerda del clima de aquellos años?
Era un clima algo caótico. Recuerdo muy bien que el día de mi ordenación, uno de mis parientes más estrechos me dijo: tendrás que replantearte tu decisión, porque parece que la Iglesia a la que vas a dar tu vida se está desmoronando, no parece que tenga futuro. Y lo decía seriamente, no era una broma.
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¿No le fascinó nada de aquel clima “revolucionario”?
No. Si bien en la protesta de los estudiantes había algo profundo, que iba más allá de la simple protesta política y social. Había una búsqueda de sentido, una insatisfacción global frente a las estructuras de la sociedad, también las religiosas… Al respeto he de decir que yo había terminado la universidad en abril, así que no viví directamente los hechos de mayo. De todos modos, recuerdo que en octubre los seminaristas que iban a la universidad tomaron parte masivamente en el movimiento estudiantil y para ser más creíbles ante los demás eran los más radicales en las protestas. El seminario permaneció cerrado durante quince días, después fueron admitidos sólo aquellos que aceptaban someterse a la autoridad de los superiores…
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Tras ser ordenado sacerdote, estuvo durante dos años como vicepárroco en Val d’Or…
Fue una época estupenda. El párroco tenía sesenta años y trabajábamos bien juntos. Me ocupaba sobre todo de la pastoral de la enseñanza y me encargaba del canto y la liturgia, que en aquel momento vivía un momento especialmente caótico…
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Volveremos a este tema. Luego comenzó su actividad académica, que desarrolló sobre todo en América Latina. También allí encontró una situación delicada…
Comencé en 1970 enseñando filosofía en el seminario de Bogotá. En aquel periodo había una fuerte crisis vocacional. No faltaron los momentos de tensión y protesta por parte de los seminaristas, pero la situación estaba bajo control…
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Son los años en que empieza a difundirse la Teología de la liberación…
Efectivamente, el primer libro del teólogo Gustavo Gutiérrez es precisamente de 1971. Pero he de decir que en Colombia no arraigó la versión de la Teología de la liberación dependiente de la ideología marxista. Gracias a la intensa actividad que desarrolló el entonces obispo, hoy cardenal, Alfonso López Trujillo.
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¿Tuvo aspectos positivos la Teología de la liberación?
Por supuesto que sí. La Teología de la liberación nace de la Palabra de Dios: ha sido una manifestación del Espíritu en el sentido de que ha dado voz al grito de los pobres que clama justicia, que pide ayuda y que se inspira en la Biblia, especialmente en el Antiguo Testamento. La Teología de la liberación, además, deja una herencia muy positiva, una manifestación de vitalidad, mediante las comunidades eclesiales de base. Lo que le faltaba a la Teología de la liberación era una cristología más profunda. En la media en que había un influjo excesivo del análisis marxista de la sociedad, se tendía a hacer retroceder la inspiración evangélica hacia el Antiguo Testamento con, por ejemplo, una interpretación política del Éxodo. En la Teología de la liberación faltaba la comprensión del hecho de que Jesús no es un simple mártir de una causa, sino el cumplimiento de la historia humana. Por esto las intervenciones de la Congregación para la doctrina de la fe fueron muy útiles. También Gutiérrez después de estas intervenciones profundizó en la dimensión espiritual de su Teología de la liberación.
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En 1982 defendió usted en la Universidad Gregoriana su tesis de licenciatura en teología sobre la obra de Hans Urs von Balthasar. Un breve recuerdo personal del famoso teólogo suizo…
La primera vez que me puse en contacto con él fue en 1973. Estaba comenzando la Teodramática, la segunda parte de su Trilogía, tenía casi setenta años y pensaba que no iba a terminarla. Me acuerdo de que trató de convencerme de que no hiciera una tesis sobre su teología. No lo logró. Me fascinaba la dimensión mística y el amplio horizonte cultural de su teología, y me concentré en un tema candente como el de la antropología teológica. De aquí nació una amistad que se ha manifestado también en un intenso intercambio epistolar. Siempre me causó impresión la rapidez con la que respondía a mis cartas, pese a todo lo que tenía que hacer. Para mí era imposible. Lo que sobre todo me llamaba la atención en él era su mirada de águila –el símbolo de san Juan es el águila–, su capacidad de observarlo todo –Sagrada Escritura, tradición, literatura–… desde el punto más alto, y, por tanto, más profundo, posible. Von Balthasar ha iluminado mi mente y mi corazón.
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Después de enseñar en la Universidad Lateranense, tuvo una breve aunque intensa experiencia como secretario del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos.
Tras el Concilio Vaticano II la Iglesia católica entró de un modo decisivo e irreversible en el movimiento ecuménico. Y esto es un gran hecho pentecostal de nuestro tiempo, que hay que valorar. Pero la separación vivida durante mil años con los ortodoxos y durante quinientos con las comunidades que nacieron de la Reforma, no puede cicatrizarse rápidamente. Se necesita tiempo. Creo que con este pontificado la Iglesia católica se ha convertido en la fuerza motriz del movimiento ecuménico…
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No siempre con éxito…
Por desgracia no se han cumplido las enormes expectativas que suscitó el acontecimiento de gracia del encuentro entre Pablo VI y Atenágoras, un hecho de gran alcance simbólico. Por nuestra parte, no vemos grandes obstáculos para la unidad con la ortodoxia desde el punto de vista dogmático y sacramental, aunque persiste el problema no secundario de la unidad de la Iglesia cum Petro y sub Petro. Pero desde el punto de vista ortodoxo, las cosas no son simples: hay una desconfianza secular, existe el temor de una invasión nuestra en sus territorios tradicionales, del proselitismo católico. A veces me pregunto si los católicos prestamos la atención necesaria a este factor psicológico, cultural, histórico, en nuestros métodos de diálogo y de acercamiento.
El momento es especialmente difícil con la ortodoxia rusa, y en este caso hay que ejercer la virtud de la paciencia, pero hay que reconocer que se han dado pasos enormes durante estos años con Grecia, Bulgaria y Serbia. En este diálogo hay que estar atentos para evitar, cuando las relaciones se vuelven tirantes, jugar –por decirlo de alguna manera– “políticamente”, incluso mediante una guerra mediática. No es lo apropiado usar estos medios en las relaciones ecuménicas.
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Aludía usted a un punto especialmente delicado del diálogo ecuménico, el relativo al ejercicio del primado petrino.
El Papa con la encíclica Ut unum sint ha abierto el camino al debate sobre este tema, invitando a los hermanos separados a expresar su punto de vista sobre el modo más aceptable para ellos en que podría ejercerse el primado. Aún se sigue debatiendo. Es una apertura de la Sede de Pedro para recibir sugerencias y esto significa que existe una disponibilidad a cambiar algo. Probablemente podemos asimilar más el principio de sínodo, muy desarrollado en Oriente. Por otra parte, el mundo ortodoxo, sin embargo, tiene dificultades para coordinarse entre sí. Desde hace treinta años se habla de una reunión panortodoxa, pero hasta ahora no han sido capaces de organizarla: les falta el principio petrino con su eficacia, mientras que predomina el principio nacional que obstaculiza todo por intereses de otro tipo.
Toda la Iglesia, pues, tiene que estar dispuesta a un intercambio de dones que va más allá de la búsqueda, digamos así, de las fórmulas políticas. Por esto, en mi reflexión sobre el movimiento ecuménico, he tratado de desarrollar el principio mariano.
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¿En qué sentido?
La orientación ecuménica se concentra demasiado en el episcopado, en las relaciones entre colegialidad y papado, y menos en los fundamentos de la fe y, por tanto, en el papel de María que –y en esto los ortodoxos están muy próximos a nosotros– es más profundo que el papel de Pedro o de los obispos. Haría falta una reflexión sobre el principio mariano como la base de la unidad de la Iglesia. En mi opinión, aún no ha sido profundizado suficientemente este hecho en el diálogo ecuménico.
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Este principio mariano puede ser menos eficaz respecto al mundo protestante.
No creo. Dialogando con los anglicanos he descubierto que en su tradición litúrgica mantienen fiestas marianas. Claro que ellos, a diferencia de nosotros, no rezan, no invocan a María, pero sobre otras cuestiones esenciales se ha hecho un texto común sobre el misterio de María en Cristo y en la Iglesia que será publicado próximamente. Además, en 1997 el Groupe des Dombes hizo un documento bien articulado en que el se llega a la conclusión de que María no es un factor de división entre teólogos reformados y católicos. Por tanto, entre católicos y ortodoxos, pero también entre católicos y anglicanos y entre católicos y reformados, hay puntos comunes de gran importancia que pueden dar lugar a consecuencias positivas. Partiendo siempre, es oportuno recordarlo, de las Escrituras. Porque la unidad es posible a partir de la Revelación y del modo en que juntos podemos acoger la Revelación. María es la figura clave, bíblica, para enseñarnos a acoger la Palabra.
Al respecto, he de confesar que en el mundo protestante, por desgracia, se habla con mucho énfasis de la Escritura, pero no se sigue. Ahora somos los católicos los que llevamos el diálogo a la base escrituraria. Cuando se dan divergencias en el campo antropológico y ético, por ejemplo, nosotros nos centramos en la Escritura, ellos, los protestantes, en la cultura.
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¿Cuáles son las cuestiones prioritarias que la Iglesia debe afrontar hoy?
La cuestión fundamental es y debe ser siempre la misión. La primera cuestión es siempre cómo anunciar el Evangelio al mundo que aún no lo ha recibido. Y es una cuestión demasiado olvidada, que no encuentra espacio en los medios de comunicación, pero es la cuestión de la Iglesia. Desde este punto de vista, lo que ha ocurrido con la beatificación de la madre Teresa es simbólico y epocal. En el sentido de que la pequeña gran hermana ha fundado las Misioneras de la caridad, no las hermanas de la caridad, y lo ha hecho en India. Ahora estas misioneras, en gran parte indias, están en todo el mundo, ejerciendo una caridad radical, gratuita, con los más pobres de los pobres. Este es el símbolo de la misión para el tercer milenio. Paradójicamente es Asia, el continente menos cristiano, el que nos ayuda y evangeliza, nos re-evangeliza…
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Al principio de la entrevista hablaba del caos litúrgico postconciliar. ¿Considera necesaria la reforma de la reforma litúrgica?
Después del Concilio Vaticano II ha habido un movimiento progresista litúrgico muy exagerado, que ha hecho desaparecer algunos tesoros de la tradición como el canto gregoriano, por ejemplo. Tesoros que hay que recuperar. Pero sobre todo, como afirma el cardenal Ratzinger, se debe recuperar el sentido sagrado de la liturgia, la percepción de que la liturgia no es algo nuestro que fabricamos nosotros, que podemos recomponer según nuestros gustos pasajeros, sino que es algo que se recibe, que se nos dona. Por tanto, la objetividad de las formas litúrgicas tiene su importancia. Creo que estas admoniciones del cardenal Ratzinger son importantes. Creo que el Concilio Vaticano II hizo una buena constitución sobre la sagrada liturgia, la Sacrosanctum Concilium. Pero la realización de la reforma litúrgica no siempre ha estado a la altura. Habría que volver a la letra de la Sacrosanctum Concilium.
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Otro tema actual en el debate eclesiástico es el de la colegialidad. ¿Cree usted que es necesario hacer reformas en esta cuestión?
El diálogo ecuménico me ha hecho descubrir la riqueza de las otras tradiciones. Los latinos tenemos una vida eclesial más centralizada. El principio petrino es nuestra fuerza y no hay que convertirlo en una debilidad. En la tradición ortodoxa rige el sínodo, mientras que entre los protestantes la base de los laicos participa más en la vida de la comunidad. El desarrollo de la colegialidad necesita ajustes que tengan de alguna manera en cuenta las tradiciones de nuestros hermanos separados. Veo la aspiración a una mayor participación de los obispos diocesanos en las relaciones con los dicasterios de la Curia romana, veo que hay dificultades en estas relaciones, debido a la actitud un poco rígida de ambos. Está claro que hay que inventar algo, pero no se me ocurre una receta que proponer, entre otras cosas porque mi experiencia en el colegio episcopal es aún muy reciente.
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Su país, Canadá, podría ser el tercer país, después de Bélgica y Holanda, que reconozca jurídicamente las parejas homosexuales. ¿Qué opina al respecto?
Existe este peligro. Es una señal más de la tremenda crisis antropológica que está viviendo el mundo occidental, en que toda diferencia sexual es insignificante. Pero ahora, gracias a la acción unánime y decidida de los obispos, es como si la población canadiense se hubiera despertado, y creo que el gobierno, que ha promovido este proyecto de ley, se ha dado cuenta de haberse pasado de la raya… No es una casualidad de que en el partido de mayoría absoluta [liberal, n de la r.] se haya dado una división sobre este tema. Espero que con el previsto cambio de líder en el partido de mayoría y, por tanto, de primer ministro [de Jean Cretien a Paul Martin, n. de la r.], se abandone para siempre este proyecto de ley.
La cuestión ha sido sometida a la Corte suprema federal y espero que los jueces interpreten la magna charta de los derechos de un modo no puramente formal, sino en el contexto de la vida nacional y también de la sabiduría filosófica y religiosa de la humanidad, que siempre ha concebido el matrimonio como la unión de un hombre y de una mujer. Esto debería ser algo de sentido común. Por eso espero que la Corte suprema federal no confirme las decisiones de las cortes inferiores que se han pronunciado en favor del reconocimiento jurídico de las parejas homosexuales que fue votado por un par de asambleas estatales. Se verá… pero si también la Corte de Ottawa se pronunciara a favor no sería una buena noticia para el mundo ni para nuestro país.
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