*
*
El sub-secretario de la Congregación para el Culto Divino, Mons. Juan Miguel Ferrer Grenesche, participó hace pocos días en una Conferencia sobre canto gregoriano, en la cual habló ampliamente de la interpretación del Concilio Vaticano II, de los verdaderos enemigos de dicha asamblea conciliar, de las causas de la crisis post-conciliar y la secularización intra-eclesial, así como también de los desafíos que su dicasterio tiene por delante luego del Motu proprio “Quaerit semper”, de Benedicto XVI, que ha pedido que la Congregación se dedique principalmente a la promoción de la Sagrada Liturgia. El sacerdote español ha afirmado que está en curso la renovación del dicasterio para poder ocuparse orgánicamente de las prioridades asignadas por el Santo Padre. Omitimos traducir la parte referida en particular al canto gregoriano, de la cual se ofrecen amplios pasajes en el sitio Chiesa, de Sandro Magister.
***
Todos conocen la insistencia y la centralidad que el Santo Padre Benedicto XVI ha querido reservar durante todo su pontificado a la correcta y auténtica aplicación de las enseñanzas del Concilio Vaticano II.
¿Pero se trata realmente de una novedad? De hecho, no. Esta solicitud es, de hecho, manifestación de un natural y lógico interés por parte de los supremos pastores de la Iglesia, que se ha vuelto mucho más urgente cuando, transcurrido un lapso razonable de tiempo, se ha hecho posible hacer un balance de tal recepción, en cuyo surco Benedicto XVI prosigue el ejercicio de conducción del arado apostólico. Juan Pablo I, como es evidente por el nombre mismo por él elegido e inspirado en sus dos últimos predecesores – aquellos que habían convocado y concluido, respectivamente, el Concilio -, se había ya planteado tal objetivo, a pesar de que la brevedad de su pontificado no le haya concedido tiempo para proseguir ampliamente tal compromiso pastoral. Y Juan Pablo II no se ha limitado, de hecho, solamente a recoger el testimonio del nombre de su predecesor sino, sobre todo, a partir del Sínodo extraordinario de 1985, a 20 años del Concilio, ha asumido el objetivo prioritario de asegurar una recepción auténtica del Concilio Vaticano II.
El nombramiento por parte de Juan Pablo II del teólogo Cardenal Ratzinger a la cabeza de la Congregación para la Doctrina de la Fe tiene mucho que ver con tal desafío pastoral. Durante su acción como jefe de la Congregación, Ratzinger reveló y confirmó con los hechos hasta qué punto estaba convencido de que la interpretación y recepción auténtica del Concilio está estrechamente vinculada a la asunción de la continuidad respecto a todo el Magisterio anterior de la Iglesia, lo que él define “hermenéutica de la continuidad”, frente a una bastante frecuente “hermenéutica de la ruptura”, como clave hermenéutica de los documentos conciliares. Serán los documentos sobre la Teología de la libertación ("De theologia liberationis", del 6 agosto 1984: AAS 76 [1984], pp. 876-909) y la declaración “Dominus Iesus” del 6 de agosto de 2000 sobre la unicidad de la salvación ("Notitiae" 36 [2000], pp. 408-437) las piezas más explícitas para mostrar tal impostación. Corresponde, sin embargo, al Catecismo de la Iglesia Católica (1992 e 1997) el rol de documento-clave en este sentido, destinado a tener y a ejercer el mayor peso doctrinal y a suscitar las más amplias repercusiones.
En el libro-entrevista “Informe sobre la fe” (Ratzinger-Messori, 1985), el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, al preparar el Sínodo extraordinario, ya tocaba los puntos focales, señalando cómo se hacía particularmente urgente la correcta, es decir, auténtica, relectura de la extraordinaria riqueza de la enseñanza conciliar.
Cada Concilio, en materia de definiciones o afirmaciones de fe, está sujeto a los límites de lo humano y lo contingente. No toda enseñanza del Vaticano II puede, por lo tanto, ni pretende, tener el mismo valor o la misma validez con el pasar de los años. Es, por lo tanto, absolutamente legítimo leer los textos con sentido crítico, siempre que la garantía de una correcta acción pastoral, más allá de cualquier lícito juicio personal o de debate académico, garantice su “obediencia pastoral” al Papa y al Colegio Episcopal reunido en comunión con él, es decir, a la Tradición viviente de la Iglesia. Y para ser más exactos, la enseñanza de los Papas del post-Concilio y el fruto de los trabajos de los diversos Sínodos celebrados en el curso de los últimos cincuenta años nos colocan frente a la certeza que el Magisterio del Concilio Vaticano II continua siendo, en su organicidad, válido, oportuno y necesario para la Iglesia actual.
¿Quiénes son, por lo tanto, los enemigos de la doctrina y de la renovación promovida en la Iglesia por el Concilio Vaticano II? De hecho, la respuesta más clara e inmediata parecería tener que decir: aquellos que, desde el principio, lo han rechazado, considerando su enseñanza inoportuna e imprudente y, todavía más, incongruente y contradictoria con la enseñanza y la disciplina siempre vigentes. Detrás de esta posición se insinúa, de hecho, un juicio – en mi opinión – extremadamente genérico y excesivamente rigorista, que no se puede admitir sin poner seriamente en peligro las verdades de la asistencia del Espíritu y de la promesa de la Providencia, así como aquellas de la autoridad y la infalibilidad de Pedro y sus sucesores.
Sin embargo, la reivindicación de la facultad de ejecución de una lectura crítica sobre algunos puntos concretos de los documentos conciliares – como ya mencioné anteriormente – es plenamente compatible con la noción de obediente aceptación de la enseñanza conciliares, tal como es propuesto y proclamado por los legítimos Pastores de la Iglesia. Por lo tanto, sostengo con plena convicción que los auténticos y más concretos enemigos de la enseñanza del Vaticano II son aquellos que, teniéndolo siempre en los labios o en la mano como un arma pronta a ser lanzada – si bien refiriéndose más a su “espíritu” que a su efectiva y comprobada enseñanza y sin perder ocasión, probablemente para reforzar tal presunto “espíritu”, de reiterar que nos encontramos ya, de hecho, frente a la necesidad de un nuevo Concilio –, lo interpretan como antítesis o ruptura de la enseñanza y de la disciplina precedentes (tesis). Ellos afirman, además, la ilusoria pretensión, aunque astuta, de que tal manipulación o lectura “antitética” del Concilio permita volver a las fuentes de un cristianismo auténtico y primitivo, capaz de implicar mediante su comprensión genial de la realidad y no en virtud de los efectos de nuestra inserción, determinado por la obediencia de la fe, en la línea vital y vitalizante de la tradición eclesial. Son ellos, “neo-gnósticos” en ámbito doctrinal” y “neo-arqueologistas” en ámbito litúrgico, los más peligrosos enemigos del Concilio.
Volviendo, por lo tanto, a las preocupaciones del Magisterio post-conciliar, es necesario inevitablemente señalar la importancia dada al dramático fenómeno del ateísmo en masa, sobre todo práctico, pero en muchos sentidos teórico o doctrinal en su sutil laicismo militante cada vez más encendido.
Luego de las dos últimas guerras mundiales, en el preocupante clima de la así llamada guerra fría, se han afirmado en el mundo algunas poderosas tendencias de pensamiento: por un lado, un realismo materialista privado de esperanza, conocido como existencialismo ateo y centrado en la noción sartreana de “náusea”, y por el otro, la autoproyección consciente de una esperanza intra-mundana transmitida por utopías políticas, como el marxismo, o hedonistas, declinadas en las diversas modalidades del liberalismo radical ético y económico.
La conclusión del Concilio, y sobre todo su primera recepción y aplicación, tienen lugar en este específico clima cultural, prolongándose, con diversas modalidades, hasta nuestros días. Clave de comprensión de la lectura antitética del Concilio está en identificar hasta qué punto, para algunos, las ideologías dominantes, más que la tradición de la Iglesia, han constituido la clave hermenéutica para la interpretación de los documentos conciliares.
¿Cuál es la causa determinante de todo esto?
Probablemente, sobre algunos ha ejercido su peso, por falta de una seria y convicente formación, el deseo inquieto de novedades. Creo, sin embargo, que para la mayor parte se ha tratado de una búsqueda de respuestas a un problema real y urgente, si bien hecho – por decirlo en términos prestados de la medicina – a través de un diagnóstico equivocado y una terapia contraindicada. Ha sido sostenido con autoridad que entre los motivos del alejamiento respecto al cristianismo por parte del hombre contemporáneo están la división o el exceso de separacionismo con que se han explicado y vivido el orden natural y el sobrenatural. El remedio consistía en poner en evidencia la proximidad entre los dos planos y su “continuidad”. De este modo, el hombre contemporáneo habría visto la cercanía del mensaje cristiano y de su propuesta de vida con las propias aspiraciones y los propios proyectos. Pero la propuesta, en cambio, se ha traducido bien pronto en una “secularización” de la vida y de la enseñanza cristiana. Lo que buscaba, por lo tanto, evitar el avance del ateísmo de masa, ha terminado por alimentar el secularismo en la misma Iglesia; y lo que los adversarios consideraban poder introducir con lentitud y dificultad en el pueblo cristiano y frenar en las tierras de misión, ha terminado difundiéndose con inusitada rapidez, precisamente a través de la enseñanza teológica, la predicación, la catequesis, la misión e incluso la liturgia, secularizándolas. Una problemática aún persistente y cuyos nocivos efectos aún hoy sufrimos.
En este contexto debe enterse la llamada de Sínodo de 1985 para que la Iglesia viva de la Palabra de Dios y de la Liturgia y, partiendo de una teología de la Cruz, se esfuerce con dedicación, firmemente unida en la Comunión, en su esencial compromiso misionero. De aquí la insistencia en la importancia de recuperar en la Liturgia el sentido de lo sagrado, es decir, el primado de Dios y de su acción, y una catequesis mistagógica, es decir, inspirada y nutrida por la experiencia sobrenatural vivida en la Liturgia a través de la Palabra y los signos eficaces eclesialmente transmitidos, comprendidos y vitalizados.
En campo litúrgico, la Carta Apostólica “Vicesimus quintus annus” (diciembre de 1988) y la II parte del Catecismo de la Iglesia Católica (octubre de 1992 y agosto de 1997), titulada “La celebración del Misterio cristiano”, marcan la respuesta del Magisterio al respecto y la correcta recepción e interpretación del Concilio. La posibilidad concreta de afrontar y ofrecer una respuesta adecuada e inteligible al ser humano contemporáneo pasa exclusivamente a través de la reapropiación de una identidad cristiana clara y bien definida, que nazca y se alimente de la fuente de la Liturgia y que no ofrezca ni oro, ni plata, sino sólo lo que posee, la salvación de Jesucristo, único Redentor de la humanidad (cfr. Hechos 1, 6), don impredecible, pero que para quienquiera que lo reciba se vuelve respuesta imprescindible y suprema a todos sus angustias más profundas.
Como en el Concilio, tambien en el Magisterio post-conciliar, y en particular en el de Benedicto XVI, la Sagrada Liturgia – divina Liturgia, como se dice en Oriente – asume una importancia fundamental. La Liturgia, de hecho, “opus Dei”, estimula a los creyentes a una experiencia vital de Dios y de su acción a través de la experiencia de la Fe. La Liturgia es, además, operante en la Iglesia, en cuyo seno nacen los “testigos” (mártires) del Evangelio. En la perspectiva, además, de la nueva evangelización, la Liturgia muestra con claridad y fuerza cómo debe ser considerada fuente y culmen de la vida y de la acción de la Iglesia ("Sacrosanctum Concilium", n. 10). En cuanto culmen, está llamada a orientar y precisar el objetivo de la acción pastoral de la Iglesia, que es la santificación de la humanidad, la “gloria de Dios” y la vida eterna; en cuanto fuente, hace comprender la centralidad y el primado de la acción de Dios y el valor que la creación posee en la cooperación y participación en la acción divina, revelando de ese modo sus dimensiones cósmica, social y eclesial, juntamente con su valor apologético en vistas a la presentación de las “realidades” de los contenidos de la fe cristiana al hombre contemporáneo, tan dependiente de lo “concreto” en la línea del positivismo científico.
A partir de esta perspectica, asume una gran importancia el cuidado de la participación en la Liturgia por parte de los fieles (cfr. "Sacrosanctum Concilium", n. 14, y para las implicancias prácticas nn. 15-20). Tal insistencia del Concilio es ampliamente propuesta en el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 1140, leído a la luz de la entera sección nn. 1136-1186, y en el contexto más amplio del capítulo II, nn. 1135-1206, de la I seccione de la II parte). Benedicto XVI vuelve a proponer el mismo tema fundamental en la expresión “ars celebrandi”, que aparece en la Exhortación Apostólica Post-sinodal “Sacramentum Caritatis”, en los nn. 38.42, que debe leerse en relación con los nn. 52-63 del mismo documento, poniendo en evidencia la extrema importancia e interés que el tema asume en la Iglesia actual.
En este contexto debe entender el Motu Proprio “Quaerit semper”, del pasado mes de agosto (2011), con el cual el Santo Padre Benedicto XVI ha querido ulteriormente concentrar el trabajo de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos en sus competencias propiamente litúrgicas, afirmando:
“En las presentes circunstancias ha parecido conveniente que la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos se dedique principalmente a dar nuevo impulso a la promoción de la Sagrada Liturgia en la Iglesia, según la renovación querida por el Concilio Vaticano II a partir de la Constitución Sacrosanctum Concilium”.
Las palabras del Santo Padre son muy precisas:
1. Él se refiere a las “presentes circunstancias”, es decir, al amplio contexto cultural y eclesial al que hemos hecho referencia;
2. Dice “principalmente”, en cuanto la Congregación mantiene en sí todas las otras competencias, también de disciplina sacramental, si bien en este ámbito ha cedido amplio espacio al Tribunal de la Rota Romana;
3. Habla de “nuevo impulso” y cita expresamente al Concilio Vaticano II y la “Sacrosanctum Concilium”, poniendo en evidencia de ese modo cómo los nuevos objetivos de la Congregación no comportan ninguna dicotomía con la acción del Magisterio precedente, y en particular con las enseñanzas conciliares rectamente entendidas;
4. Usa el vocablo “renovación”, y no “reforma”, entendiéndolo según lo enseñado por el beato Juan Pablo II en la Carta Apostólica "Vicesimus quintus annus" (nn. 3-4, y en particular el n. 14), en la que afirmaba – citando “Dominicae Cenae”, n-9 – que “es muy conveniente y necesario que continúe poniéndose en práctica una nueva e intensa educación, para descubrir las riquezas de la liturgia” y que, al mismo tiempo, “no se puede seguir hablando de cambios como en el tiempo de la publicación del Documento [es decir, la 'Sacrosanctum Concilium'] pero sí de una profundización cada vez más intensa de la Liturgia de la Iglesia, celebrada según los libros vigentes y vivida, ante todo, como un hecho de orden espiritual” ("Vicesimus quintus annus", n. 14).
En este sentido, el trabajo de la Congregación debe, en este momento, tener como su prioridad hacer que el pueblo de Dios que vive la liturgia en la forma ordinaria del Rito Romano integre cada vez más la propia plena y fructuosa participación en las celebraciones con una intensa educación y su con su naturaleza de un hecho de orden espiritual. Esto se traduce en una particular atención en asegurar en su interior un correcto cuidado del “ars celebrandi”.
Así también, deberán tenerse bien presentes los parágrafos reservados a este tema por el Santo Padre en la II parte de la “Sacramentum Caritatis”, allí donde se habla de “ars celebrandi” (nn. 38-42) y de "actuosa participatio" (nn. 52-63):
n. 39: El Obispo, liturgo por excelencia. Esto implica una atención particular a la formación, a la consulta y al apoyo por parte de la Congregación en relación al compromiso de cada Obispo y de las Conferencias de Obispos en materia litúrgica.
n. 40: El respeto de los libros litúrgicos y la riqueza de los signos. Esto comprende una primera fase de renovado empeño en el tratamiento de las “ediciones típicas” y, en un segundo momento, de garantía respecto a su correcta traducción y a su correcto uso, junto a un esfuerzo tendiente a poner adecuadamente en sentido, luz y valor, los signos litúrgicos según las rúbricas, las Praenotanda de los diversos libros litúrgicos y el “Caeremoniale Episcoporum” en su calidad de libro que, asumiendo la liturgia episcopal como modelo, constituye la expresión más completa de la Liturgia romana.
n. 41: El arte al servicio de la celebración. Esto exige que la Congregación se dedique con un empeño cada vez mayor a la definición y a la promoción de aquellos aspectos que deben ser entendidos como parte integrante de la Liturgia, como el lugar, el espacio, los utensilios y los ornamentos para la celebración.
n. 42: El canto litúrgico. Una necesaria y particular atención debe reservarse a la música y al canto para la liturgia, parte privilegiada del arte litúrgico, en la óptica de una recuperación de la especial atención que ella merece por parte de la Congregación.
nn. 52-63: La participacion activa. Esta sección del documento pontificio obliga a la Congregación, en acuerdo con los otros Dicasterios de la Curia Romana, a proveer de modo especial en garantizar una correcta formación del clero y de los fieles en campo litúrgico, como elemento fundamnetal para una verdadera vida de cristianos y al desarrollo de la propia vocación específica en la Iglesia. Al mismo tiempo, implica una consideración cada vez más profunda de los temas urgentes de la traducción y, en particular, de la inculturación, partiendo de la perspectiva teológica y pastoral de facilitar la participación en la liturgia, más que de cualquier consideración de naturaleza socio-política o fundamentalmente intelectual, como aquella del “derecho de los pueblos”. Al mismo tiempo, la prioridad asignada a la pastoral litúrgica induce, siempre en una pesrpectiva inter-dicasterial, a tener presentes los importantes desafíos tanto ecuménicos (n. 56), como en el campo de la pastoral y de la caridad (n. 56) y de las pastoral general (nn. 57 y 61-63).
***
Fuente: Chiesa
Traducción: La Buhardilla de Jerónimo
***