sábado, 26 de abril de 2008

Compendio de Teología III

CAPÍTULO XXV
No hay sinonimia en las diferentes denominaciones aplicadas a Dios.

De lo dicho podemos deducir las siguientes conclusiones: primera, que los diferentes nombres aplicados a Dios, aunque signifiquen una misma cosa en sí, no son, sin embargo, sinónimos. Para que ciertos nombres sean sinónimos, es necesario que signifiquen la misma cosa y representen la misma concepción del entendimiento: es así que cuando una cosa está designada según las diversas relaciones o concepciones que de ella tiene la inteligencia, no hay sinonimia, porque no hay identidad perfecta de significación, supuesto que las palabras significan inmediatamente las concepciones de la inteligencia, que son las semejanzas de las cosas; luego como las diversas denominaciones aplicadas a Dios significan las diferentes concepciones de nuestra inteligencia con relación a Dios, es evidente que no son sinónimas, aun cuando significan absolutamente una misma cosa.

CAPÍTULO XXVI
Lo que está en Dios no puede ser definido por las definiciones de estos nombres o denominaciones.

La segunda consecuencia es que no pudiendo nuestra inteligencia abarcar perfectamente la esencia divina por medio de ninguna de las concepciones significadas por las denominaciones aplicadas a Dios, es imposible que lo que está en Dios sea definido por las definiciones de estos nombres, como si, por ejemplo, creyéramos que la definición de la sabiduría era la definición del poder divino, y así en todo lo demás. Aun podemos presentar otra prueba. Toda definición está basada en el género y las diferencias; la especie es propiamente el objeto de la definición; es así que la esencia divina no puede ser contenida, ni en género ni en especie alguna, según hemos demostrado antes, luego no puede formularse ninguna definición de la esencia divina.

CAPÍTULO XXVII
Las denominaciones aplicadas a Dios y a otras cosas no están tomadas en sentido unívoco o equívoco.

La tercera consecuencia es que las denominaciones aplicadas a Dios y a otras cosas, no están tomadas ni en un sentido completamente unívoco ni totalmente equívoco. No pueden pues tomarse en sentido equívoco, porque la definición de lo que es predicado de la criatura no puede ser la misma que la definición de lo que es predicado de Dios, siendo como es necesario que las cosas tomadas en un sentido unívoco, tengan una definición idéntica. Tampoco pueden ser tomadas en un sentido completamente equívoco. En efecto: en las cosas que son casualmente equivocas se impone el mismo nombre a una, sin consideración alguna a la otra, y esto hace que no pueda juzgarse de una cosa por otra; pero las denominaciones aplicadas a Dios y a otras cosas son atribuidas a Dios, en virtud de ciertas relaciones que Dios tiene con estas cosas, y en las cuales la inteligencia observa su significación, resultando de aquí que podemos juzgar y raciocinar de Dios por medio de otras cosas. No es, por consiguiente, en sentido completamente equivoco la aplicación que de estas denominaciones hacemos a Dios y a otras cosas, como sucede en las que son equívocas, por efecto de la casualidad. Estas denominaciones se aplican a Dios por analogía, es decir, en virtud de ciertas relaciones. En efecto; por la misma razón que comparamos las demás cosas a Dios, como a su primer origen, le atribuimos las denominaciones que significan las perfecciones de estas mismas cosas. Queda, pues, probado que estas denominaciones, en cuanto a la cosa significada por el nombre, son aplicadas anteriormente a Dios, del cual emanan las perfecciones de las demás criaturas, aunque en cuanto a la imposición del nombre se apliquen anteriormente a las cosas, en atención a que la inteligencia que impone la denominación se eleva de las criaturas a Dios.

CAPÍTULO XXVIII
Dios debe ser inteligente.

Probemos ahora que Dios es inteligente. Todas las perfecciones de los seres preexisten en Dios de una manera superabundante, según se demostró antes: es así que entre las perfecciones todas es la primera la inteligencia activa, supuesto que las cosas intelectuales aventajan a las demás; luego necesario es que Dios sea inteligente. Además, y lo hemos demostrado también, Dios es un acto puro sin mezcla alguna de potencialidad, al paso que la materia es el ser en potencia; luego es necesario que en Dios no haya de modo alguno materia: es así que la inmunidad y exención de la materia es la causa de la facultad intelectual, cuyo signo es hacer actualmente inteligibles las formas materiales, por lo mismo que están abstraídas de la materia y de las condiciones de la materia; luego Dios es inteligente. Por otra parte, Dios es el primer motor: es así que el movimiento parece ser propio de la inteligencia, porque la inteligencia usa de todas las demás cosas como de instrumento para el movimiento, y así sucede que el hombre, por medio de su inteligencia, se sirve como de instrumentos, de los animales, de las plantas y de todas las cosas inanimadas; luego necesario es que Dios, que es el primer motor, sea inteligente.

CAPÍTULO XXIX
La facultad intelectual no existe en Dios ni en potencia ni en hábito. Sino en acto.

Como nada se encuentra en Dios que esté en potencia, sino únicamente en acto, necesario es que Dios sea inteligente; pero no en potencia ni en hábito, sino solamente en acto; de donde resulta con la mayor claridad que Dios, en el ejercicio de esta facultad, no sufre sucesión alguna. En efecto; siempre que la inteligencia obra sucesivamente sobre muchos objetos, es necesario que en tanto que obra actualmente sobre una cosa, obre en potencia sobre otra; porque no hay sucesión en las cosas que existen simultáneamente; luego si el entendimiento divino no está nunca in potentia, necesariamente está exento de sucesión. De aquí se sigue que Dios lo comprende todo, y que lo comprende por un acto de comprensión simultáneo, que no está sujeto a novedad alguna, porque la inteligencia, que obra de nuevo sobre lo que ya ha sido objeto de su concepción; fue antes inteligencia en potencia. No es menos evidente que la inteligencia de Dios no obra de un modo discursivo para proceder de lo conocido a lo desconocido, a la manera que lo verifica nuestra inteligencia, que siempre procede por medio de laboriosos raciocinios. En efecto; hay acción discursiva en la inteligencia, siempre que procedemos de lo conocido a lo desconocido, o a lo que antes no había sido objeto de nuestra consideración, lo cual no puede verificarse en la inteligencia divina.

CAPÍTULO XXX
La inteligencia no obra en Dios por una especie distinta de su esencia.

De los principios anteriores se deduce claramente, que Dios no ejerce su inteligencia por una especie distinta de su esencia. En efecto; todo entendimiento en quien la acción de entender se verifica por medio de una especie diferente de él mismo, es con respecto a esta especie intelectiva como la potencia es al acto, supuesto que la especie intelectiva es aquella de sus perfecciones que produce el acto de entender; luego si en Dios no hay nada que esté en potencia; luego si en Dios todo es acto puro, necesario es que el acto de entender no se verifique en Él por una especie distinta de su esencia. De aquí resulta que él mismo es el objeto directo y principal de su acción intelectiva. La esencia de una cosa no conduce directa y propiamente al conocimiento de alguna cosa, sino sólo de aquella cosa cuya es la esencia. En efecto; el hombre es conocido por la definición del hombre, y el caballo por la del caballo; luego si Dios es inteligente por su esencia, necesario es que el objeto directo y principal de su inteligencia sea el mismo Dios. Y como Dios es su propia esencia, se sigue que en Dios el ser inteligente, el modo y el objeto de la inteligencia, son absolutamente. una misma cosa.

CAPÍTULO XXXI
Dios es su inteligencia.

Necesario es igualmente que Dios sea su inteligencia. Siendo la inteligencia un acto segundo, todo entendimiento que no es su propia inteligencia, es a su inteligencia como la potencia al acto; porque en el orden de las potencias y de los actos, lo que es anterior está en potencia con respecto a lo posterior, y lo que es último, es complementario, hablando de una misma y única cosa, sin embargo de que suceda lo contrario en cosas diferentes. En efecto: el motor y el agente son, con respecto al movimiento y al acto, lo que el agente es a la potencia. En Dios, que es acto puro, no puede haber comparación de una cosa a otra, como de la potencia al acto. Por consiguiente, Dios es su misma inteligencia. Además: el entendimiento es en cierto modo al acto de entender, lo que la esencia es al ser. Dios ejerce su inteligencia por su esencia: es así que su esencia es su ser; luego su entendimiento es su propia inteligencia. De aquí resulta que, por lo mismo que es inteligente, no hay composición en Él, y que en Él el entendimiento, la acción de entender y la especie intelectiva, son una misma cosa, y todas juntas su misma esencia.

CAPÍTULO XXXII
Es necesario en Dios el ejercicio de la voluntad.

Es también evidente que el ejercicio de la voluntad debe darse en Dios; pues Él se comprende a sí mismo, que es el bien perfecto, según hemos demostrado: es así que el bien comprendido es necesariamente amado, y esto se verifica por medio de la voluntad; luego el ejercicio de la voluntad es necesario en Dios. Además, Dios es primer motor, y el entendimiento no se mueve sino mediante el apetito: es así que el apetito que se fija en un objeto concebido por el entendimiento no es otra cosa que la voluntad; luego el ejercicio de la voluntad es necesario en Dios.

CAPÍTULO XXXIII
La voluntad de Dios no es otra cosa que su inteligencia.

Es evidente que la voluntad de Dios no debe ser diferente de su inteligencia. En efecto: siendo el bien comprendido objeto de la voluntad, determina esta voluntad y es acto y perfección de ella. En Dios, según ya se ha demostrado, el principio y el objeto del movimiento, la potencia y el acto, la perfección y la cosa perfectible, son una misma cosa, y es por consiguiente necesario que en Dios la voluntad no sea una cosa diferente del objeto mismo de la concepción intelectual. Es así que la inteligencia divina es lo mismo que su esencia; luego la voluntad divina no es otra cosa que su inteligencia y su esencia. Además, las principales perfecciones en las cosas creadas son la inteligencia y la voluntad, y su indicio o carácter es el encontrarse en los seres más nobles. Es así que las perfecciones de las cosas son en Dios una cosa con su esencia; luego en Dios la inteligencia y la voluntad están identificadas a su esencia.

CAPÍTULO XXXIV
La voluntad de Dios es su propia volición.

Lo dicho prueba también que la voluntad divina no es otra cosa que la misma volición de Dios. En efecto: la voluntad divina es lo mismo que el bien querido por Dios: es así que no podría suceder esto si la voluntad fuera en Dios un acto diferente de la volición, puesto que la volición procede de la voluntad, por medio del objeto querido; luego la voluntad en Dios es lo mismo que su propia volición. Además, la voluntad de Dios, su entendimiento y su esencia, son una misma cosa: es así que el entendimiento de Dios es su propia inteligencia, y que su esencia es su ser; luego necesariamente su voluntad es su volición. De este modo resulta claramente que la voluntad de Dios no repugna a su simplicidad.

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