domingo, 30 de octubre de 2016

San Atanasio: "Jamás ha sucedido nada semejante"



“El hombre se levantó para marchar junto con su concubina y su siervo, cuando su suegro, el padre de la joven, le dijo: -Mira que el día ya declina hacia el atardecer, permaneced hasta que acabe el día. Quédate aquí esta noche y tu corazón disfrutará. Mañana os levantaréis para emprender vuestro camino, y marcharás a tu tienda.

Pero el hombre no quiso quedarse otra noche y se puso en marcha. Llegó frente a Jebús, esto es, Jerusalén, con sus dos asnos enjaezados y acompañado por su concubina.
Cuando ya estaban junto a Jebús y el día ya declinaba, el siervo dijo a su señor: -Vamos a dirigirnos a la ciudad de estos jebuseos para pasar en ella la noche.

Su señor le respondió: -No nos dirigiremos hacia una ciudad extranjera que no es de los hijos de Israel. Llegaremos hasta Guibeá. Y dijo a su siervo: -Vamos a acercarnos a uno de estos lugares. Haremos noche en Guibeá o en Ramá. Siguieron su camino y se les puso el sol junto a Guibeá, que pertenece a Benjamín.

Se dirigieron allí para entrar a hacer noche en Guibeá. Entró y se quedó en la plaza de la ciudad, porque nadie los invitó a dormir en su casa.

Hubo un hombre anciano que venía de hacer su trabajo en el campo por la tarde. Este hombre era de la montaña de Efraím y vivía en Guibeá. En cambio los hombres de aquel lugar eran hijos de Benjamín. 

El anciano alzó sus ojos, vio a aquel forastero en la plaza de la ciudad, y le dijo: -¿De dónde vienes y adónde vas? Él respondió: -Vamos pasando desde Belén de Judá hasta la región limítrofe de la montaña de Efraím, de donde soy yo. De allí fui a Belén de Judá y ahora regreso a mi casa, pero nadie me ha invitado a la suya. Tenemos paja y forraje para nuestros asnos, y pan y vino para tu sierva y el joven que acompaña a tu siervo. No necesitamos nada.

El anciano le dijo: -La paz sea contigo. Me haré cargo de todo lo que necesites, pero no pases la noche en la plaza. Lo llevó a su casa, dio forraje a los asnos, y a ellos les lavó los pies, y comieron y bebieron. Estaban alegres sus corazones cuando unos hombres de la ciudad, hijos de Belial, rodearon la casa golpeando en la puerta y diciendo al hombre anciano dueño de la casa: -Entréganos al hombre que ha venido a tu casa para que lo conozcamos.

El dueño de la casa salió y les dijo: -No, hermanos, no hagáis ese mal, puesto que este hombre ha venido a mi casa. No cometáis semejante infamia. Mirad, aquí tenéis a mi hija, que es virgen, y a su concubina. Os las entrego para que las humilléis y les hagáis lo que os plazca, pero con este hombre no cometáis semejante infamia.

Sin embargo, esos hombres no quisieron escucharlo, por lo que el hombre tomó a su concubina y se la sacó fuera. Ellos la conocieron y la maltrataron durante toda la noche hasta el amanecer, y la soltaron al rayar el alba.

De madrugada la mujer regresó y cayó a la entrada de la casa de aquel hombre en donde estaba su señor, hasta que clareó el día.
Por la mañana se levantó su señor, abrió las puertas de la casa y salió para emprender su camino cuando encontró a su concubina tumbada a la entrada de la casa, con las manos en el umbral, y le dijo: -Levántate, vamos. Pero ella no le respondió. La colocó sobre un asno, y se puso en marcha hacia su tierra.

Cuando llegó a su casa, tomó un cuchillo, sujetó a su concubina y la descuartizó, respetando los huesos, en doce trozos, y la envió a todos los confines de Israel.

Y todos los que veían aquello, decían: -Nunca ha sucedido ni se ha visto nada igual desde que los hijos de Israel subieron de la tierra de Egipto hasta el día de hoy. Pues había dado órdenes a los hombres que había enviado de que dijeran: -Decid esto a todos los hijos de Israel: «¿Acaso ha sucedido nada igual desde que los hijos de Israel subieron de la tierra de Egipto hasta el día de hoy? ¡Prestad atención a esto, deliberad y hablad!».

Todos los hijos de Israel acudieron desde Dan hasta Berseba, incluyendo la tierra de Galaad, y la comunidad se reunió, como un solo hombre, con el Señor, en Mispá.
Se presentaron, a asamblea del pueblo de Dios, los jefes del pueblo entero, todas las tribus de Israel, cuatrocientos mil hombres de infantería armados con espadas.

Los hijos de Benjamín se enteraron de que los hijos de Israel estaban subiendo a Mispá. Entonces los israelitas dijeron: -Hablad, ¿cómo ha ocurrido esta maldad?

El levita, marido de la mujer asesinada, respondió diciendo: -Llegué a Guibeá de Benjamín junto con mi concubina para pasar la noche; se levantaron contra mí los habitantes de Guibeá y rodearon durante la noche la casa donde estaba, intentando matarme. Humillaron a mi concubina y ella murió.

Yo tomé mi concubina, la descuarticé y la envié por toda la campiña de la heredad de Israel, porque hicieron algo perverso e infame en Israel.

Y todos vosotros, hijos de Israel, deliberad ahora y tomad una decisión. Se alzó todo el pueblo como un solo hombre diciendo: -Nadie se marchará a su tienda ni se retirará a su casa.

Esto es lo que haremos ahora contra Guibeá, por sorteo:  tomaremos diez hombres de cada cien de todas las tribus de Israel, y cien de cada mil, y mil de cada diez mil, para aportar provisiones a la tropa, de modo que cuando lleguen a Guibeá de Benjamín les den su merecido por la infamia que han cometido en Israel. Todos los israelitas, unidos como un solo hombre, se dirigieron a la ciudad.” (Jueces 19,9 - 20,11)


De una carta de San Atanasio, del año 341
A TODOS LOS OBISPOS

"A todos los hermanos Obispos de todo lugar, queridos señores, Atanasio los saluda en el Señor.

Lo que hemos sufrido es terrible y casi insoportable; no es posible explicarlo como corresponde. Pero, para que el horror de los acontecimientos sea conocido más rápidamente, he considerado bueno recordar un pasaje de la Sagrada Escritura.

Un Levita, cuya mujer había sido gravemente ultrajada -era una hebrea de la tribu de Judá- conoció el horror de este crimen. Trastornado por  el ultraje que se le habla inferido, descuartizó  – según refiere en el libro de los Jueces la Sagrada Escritura –  el cuerpo de la mujer muerta y mandó los trozos a las Tribus de Israel. No solamente él, sino todos, debían sufrir con él este grave crimen. Si ellos compartían su dolor y sufrimiento, todos a una debían vengarlo también. Pero si no querían saber nada, debería caer la ignominia sobre ellos, como si fuesen los criminales. Los mensajeros dieron cuenta del suceso. Pero los que lo vieron y oyeron, declararon: jamás ha sucedido nada semejante desde los días en que los hijos de Israel salieron de Egipto. Todas las tribus de Israel se movilizaron y, como si lo hubiesen sufrido en su propio cuerpo, se unieron contra los criminales. Estos fueron vencidos en la guerra y aborrecidos de todos, pues los bandos reunidos no atendieron la pertenencia tribal, sino que sólo miraron con indignación el crimen cometido.

Vosotros, hermanos, conocéis este relato y lo que la Escritura quiere señalar con él. No quiero extenderme más sobre ello, puesto que escribo a enterados, y me esforzaré por atraer vuestra atención sobre lo que ha acontecido ahora, que es más espantoso que lo de entonces. Por esto he recordado este relato, para que podáis comparar los acontecimientos y hechos actuales con los descritos y reconozcáis que lo actual excede en crueldad a lo de entonces. Y deseo que en vosotros crezca una mayor indignación contra los criminales, que la que entonces hubo. Pues la dureza de la persecución contra nosotros, es incluso superior.

Es exigua la desgracia del Levita en comparación con lo que ahora se está haciendo con la Iglesia. Nada peor ha ocurrido jamás en el mundo, ni nadie ha sufrido jamás mayor desgracia. En aquel entonces fue una sola mujer la ultrajada, un solo Levita el perseguido. Hoy es toda la Iglesia, la que sufre injusticias, todo el orden sacerdotal el que padece insolencias y -lo que es aún peor- la religiosidad es perseguida por la impiedad.


En aquel entonces cada tribu se asustó al ver un trozo de una sola mujer. Hoy se ve despedazada a trozos toda la Iglesia. Los mensajeros que os son enviados a vosotros y a otros, para transmitir la noticia, sufren la insolencia y la injusticia.

Conmoveos, os lo imploro, no sólo como si fuésemos nosotros solos los que hubiésemos sufrido injusticia, sino también vosotros mismos. Cada uno debe ayudar, tal como si él mismo lo sufriese. Si no, dentro de poco se derrumbará el orden eclesiástico y la fe de la Iglesia. Ambas cosas, amenazan, si Dios no restablece rápidamente y con vuestra ayuda, el orden querido, si el sufrimiento no expía por la Iglesia.

No es ahora cuando la Iglesia ha recibido el orden y los fundamentos. De los Patriarcas los recibió bien y con seguridad. Y tampoco es ahora que se inició la fe, sino que nos vino del Señor a través de sus discípulos. Que no se pierda, lo que desde el principio hasta nuestros días se ha conservado en la Iglesia; no malversemos lo que nos fue confiado.

Hermanos, como administradores de los Misterios de Dios, dejad conmoveros, ya que veis como todo ello nos es robado por los otros. Los mensajeros de esta carta os dirán más cosas; a mí sólo me cabe reseñároslo en breves líneas, para que realmente reconozcáis que jamás ha sucedido nada semejante contra la Iglesia, desde el día en que el Señor, ascendido a los Cielos, dio el encargo a sus discípulos con las palabras: "Id y enseñad a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo".

(“Encyclica ad Episcopos Epistola”, Beati Athanasii Episcopi Alexandriae, en Migne, Patrología griega, tomo 25, col. 219-240, el fragmento citado corresponde a las col. 221-226 / Se puede ver aquí, página 268; el fragmento es citado por Mons. Rudolph Graber en su obra “Atanasio y la Iglesia de nuestro tiempo”, año 1974).