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Ofrecemos este artículo del Cardenal Antonio Cañizares, Prefecto de la Congregación para el Culto Divino, que ha sido recientemente publicado en la edición española de L’Osservatore Romano pero que, en general, ha pasado desapercibido. En el mismo, que realmente puede ser considerado programático, el purpurado habla de la urgente necesidad de una educación litúrgica en toda la Iglesia y menciona que su dicasterio está trabajando “como en una especie de silencio de Nazaret”.
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Se ha cumplido un año del encargo que recibí como prefecto de la Congregación para el culto divino. No es la hora de hacer ningún balance. Este tiempo -todo lo que en él ha acaecido- me ha confirmado en la necesidad apremiante que hay de que la santa liturgia sea en nuestros días el centro y el corazón de la vida de la Iglesia; que sea, como corresponde a su misma naturaleza, en expresión del Vaticano II, «fuente y culmen de la vida cristiana».
Reavivar el espíritu y el verdadero sentido de la liturgia en la vida de la Iglesia, de todos los fieles, es un desafío y cometido principal siempre, pero aún más en estos momentos. Es urgente, en efecto, que se reavive el genuino y verdadero sentido de la liturgia, porque es algo que está en la misma entraña del ser y de la vida de la Iglesia: la liturgia es culto a Dios, instrumento de santificación, celebración de la fe de la Iglesia y medio de su transmisión. En ella se abren las puertas del cielo y los fieles entran en comunión con la santa e indivisible Trinidad, experimentando su participación en la naturaleza divina como don de la gracia. La liturgia es también anticipación de la bienaventuranza final y de la gloria celeste a la que estamos llamados, objeto y meta de la esperanza más grande.
Siempre, pero más todavía, si cabe, en estos momentos de la historia en los que padecemos una tan profunda crisis de Dios en el mundo y una secularización interna de la Iglesia tan fuerte, al menos en Occidente, el reavivar y fortalecer el sentido y el espíritu genuino de la sagrada liturgia en la conciencia y vida de la Iglesia es algo prioritario que apremia como ninguna otra cosa.
La Iglesia, las comunidades y los fieles cristianos tendrán vigor y vitalidad, vivirán una vida santa, serán testigos vivos, valientes, fieles e incansables anunciadores del Evangelio, si viven la liturgia y si viven de ella, si beben de esta fuente y se alimentan de ella, porque así vivirán de Dios mismo, y de su gracia, que es en Quien radica la santificación, la fuerza, la vida, la capacidad y valentía evangelizadora, toda la aportación de la Iglesia a los hombres y al futuro de la humanidad. El futuro del hombre está en Dios: el cambio decisivo del mundo está en Dios -nada más que en Dios- y en su adoración verdadera. Y ahí está la liturgia.
La liturgia nos remite a Dios; el sujeto de la liturgia es Dios, el Padre; es Cristo, el Hijo de Dios vivo; es el Espíritu Santo, que nos introduce en el misterio de Dios y nos santifica, nos hace ser hombres nuevos, hijos suyos, conforme a su voluntad creadora y redentora. El sujeto de la liturgia, como de toda la obra de la salvación, no somos nosotros.
Liturgia significa, ante todo, hablar de Dios, presencia y acción de Dios: reconocer a Dios en el centro de todo, de quien nos viene todo bien; es glorificar a Dios, dejar que Dios actúe y obre su salvación, nos renueve y santifique. La constitución sobre la sagrada liturgia del concilio Vaticano II enseña que el fin de la celebración litúrgica es la gloria de Dios y así la salvación y santificación de los hombres. En la liturgia, «Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados» (Sacrosanctum Concilium, 7); y no olvidemos, por lo demás, que son los santos, santificados por Él, los verdaderos adoradores de Dios, los más y profundos reformadores del mundo, testigos del mundo futuro que no perece.
Como recordaba el entonces cardenal Joseph Ratzinger, el hecho, mirado retrospectivamente, de que la constitución Sacrosanctum Concilium se colocase al comienzo del Vaticano II tiene el sentido preciso de que en el principio «está la adoración. Y, por lo tanto, Dios. Este principio corresponde a las palabras de la Regla benedictina: Operi Dei nihil praeponatur». La Iglesia, por naturaleza, deriva de su misión de glorificar a Dios y, por ella, está irrevocablemente ligada a la liturgia, cuya sustancia es la reverencia y la adoración a Dios, el Dios que está presente y actúa en la Iglesia y por ella.
Una cierta crisis que ha podido afectar de manera importante a la liturgia y a la misma Iglesia desde los años posteriores al Concilio hasta hoy se debe al hecho de que frecuentemente en el centro no está Dios y la adoración de Él, sino los hombres y su capacidad «hacedora». «En la historia del posconcilio ciertamente la constitución sobre la liturgia no fue entendida a partir de este primado fundamental de Dios y de la adoración, sino como un libro de recetas sobre lo que podemos hacer con la liturgia. Sin embargo, cuanto más la hacemos nosotros y para nosotros mismos, tanto menos atrayente es, ya que todos advierten claramente que lo esencial se ha perdido» (J. Ratzinger). Cuando esto sucede, es decir, cuando se pretende que la liturgia la hacemos nosotros, en el fondo sólo nosotros, y esto se impone, entonces los fieles y las comunidades se secan, se debilitan y hasta languidecen.
En definitiva, si queremos una Iglesia presente en el mundo, renovándolo y transformándolo conforme al querer de Dios, tal y como señala emblemáticamente la Gaudium et spes y el magisterio social de la Iglesia, es preciso que, primero y por encima de todo, sea una Iglesia que viva de Dios y de cuanto de Él viene, es decir, de cuanto entraña y acontece en la liturgia de la Iglesia. Es lo que nos enseña y recuerda la Sacrosanctum Concilium.
Por ello, de lo que se trata en los momentos que vivimos, lo más urgente sin duda, es promover y reavivar un nuevo impulso litúrgico que haga revivir la verdadera herencia del concilio Vaticano II y de aquel gran movimiento litúrgico del siglo XIX y primera mitad del XX, en la mente de todos, que desembocó y fecundó la Iglesia en el Vaticano II.
Tenemos necesidad -sin duda una grandísima necesidad- de este nuevo. impulso. Así lo ve con una lucidez y claridad meridiana un hombre tan providencial de nuestros días, testigo de la esperanza «grande» y comprometido como pocos en hacer posible que surja con fuerza una humanidad nueva hecha de hombres nuevos, así como una nueva cultura y un mundo nuevo, dignos del hombre: el Papa Benedicto XVI. Él está haciendo de la liturgia uno de los distintivos más ricos y esperanzadores de su pontificado. En plena conformidad con nuestro Papa sentimos y tenemos la necesidad y el deber de conducir la liturgia hacia una renovación profunda y verdaderamente conciliar.
El Papa, a través de sus escritos, sobre todo de la exhortación apostólica Sacramentum caritatis y de sus gestos, aprecia y valora profundamente el camino genuino de la reforma conciliar, y trata de conducir a toda la Iglesia hacia un profundo redescubrimiento de la liturgia en fidelidad a las fuentes conciliares, en continuidad con la gran Tradición de la Iglesia e intenta enriquecerla con los tesoros y rica herencia de esa Tradición. Incluso liberarla de introducirse, por una u otra causa, bajo el influjo de una mentalidad que no ha interpretado bien el Concilio dentro de la «hermenéutica de la continuidad», y así lo ha empobrecido u oscurecido.
El Papa Benedicto XVI, antes de serlo, ha hablado de todo un proceso educativo que debiera conducir, en toda la Iglesia, al «culto razonable» a Dios (cf. Rm 12, 1). «Es urgente una vuelta al espíritu de la renovación litúrgica; no necesitamos nuevas formas para derivar cada vez más hacia lo externo, sino formación y reflexión, esa profundización mental sin la cual cualquier celebración degenera en exterioridad rápidamente» (J. Ratzinger).
La obra del Papa actual ha seguido, está siguiendo, ese mismo proceso educativo que él pide, de ir al «espíritu» de la liturgia para superar de este modo un pensamiento extrinsecista acerca de ella, que parece predominar en algunos ámbitos, y que ya denunciaba en su tiempo Pío XII, en su gran encíclica «litúrgica» Mediator Dei, al señalar que «no tienen noción exacta de la sagrada liturgia los que la consideran como una parte sólo externa y sensible del culto divino o un ceremonial decorativo; ni se equivocan menos los que la consideran como un mero conjunto de leyes y de preceptos con que la jerarquía eclesiástica ordena el cumplimiento de los ritos».
Es indudable que una profundización y una renovación de la liturgia era necesaria; y así lo vio la Iglesia, asistida por el Espíritu Santo, en el Vaticano II. Pero, con frecuencia no ha sido una operación perfectamente lograda con toda la hondura y alcance que el Concilio reclamaba. Una buena parte, de hecho, de la constituciónSacrosanctum Concilium parece que todavía no ha entrado plenamente en el corazón del pueblo cristiano, sobre todo el llamado «espíritu» de la liturgia. Ha habido un cambio en las formas, pero tal vez no se ha dado suficientemente una honda y verdadera, o al menos suficiente, renovación, como pedían los padres conciliares, animados por el Espíritu de la verdad que alienta a la Iglesia.
A veces se ha cambiado por el simple gusto de cambiar respecto de un pasado percibido como totalmente negativo y superado, concibiendo la forma como una ruptura y no como un desarrollo orgánico de la Tradición. No se puede abandonar la herencia histórica de la Iglesia, su gran Tradición, y establecer todo ex novo; tal comportamiento sería como quitar la tierra debajo de los pies. El propio Vaticano II se ha leído por muchos en una clave diferente a una genuina hermenéutica del mismo que, como ha señalado el Papa Benedicto XVI, no puede ser otra que una hermenéutica de la continuidad. Desde ésta se pueden, además, abrir los tesoros de la liturgia a todos los fieles, posibilitándole descubrimiento de los tesoros del patrimonio litúrgico de la Iglesia a quienes lo desconocen todavía.
Para impulsar una renovación profunda de la liturgia y una revitalización vigorosa de la misma en la vida de la Iglesia, tal y como el Vaticano II, asistido por el Espíritu Santo, indica y reclama, es preciso recurrir hoy a las enseñanzas lúcidas del Papa, obviamente en cuanto Papa, pero también, y no menos, debemos recurrir a sus enseñanzas anteriores como profesor, pastor, arzobispo y prefecto, que ha tratado tantas veces y con tan diferentes motivos de la liturgia. (La publicación de sus obras completas, de las que el primer volumen aparecido en alemán ha querido él mismo -todo un signo- que sea el que recoja sus escritos litúrgicos, ayudará, sin duda mucho, a recuperar hoy con fuerza el sentido y espíritu de la santa liturgia).
El punto de vista teológico es el que prima en el punto de mira y en la enseñanza del Papa; y aquí radica también su máximo interés, porque sin una fundamentación teológica, sin una base de una buena teología litúrgica, cristológica y eclesiológica inseparablemente unidas, no se llevará adelante la tan necesaria y urgente revitalización de la liturgia en la vida del pueblo de Dios. El Papa va al fondo y a lo esencial de la cuestión litúrgica; así, dice y pone por escrito aquello que considera la esencia de la sagrada liturgia, es decir, aquello que no se puede perder, aquello a lo que no se puede en modo alguno renunciar. Él, como sabemos, se preocupa muy mucho de exponer una y otra vez cuál es la verdadera esencia de la liturgia como lugar y acontecimiento absolutamente central en la Iglesia y como enteramente irrenunciable para el hombre.
El Papa, además, es muy consciente de que es en el ámbito litúrgico donde se puede observar y conservar con más nitidez la continuidad de la gran Tradición -también donde puede darse su ruptura más grave y profunda-. Esto, además, es fundamental en nuestros días, en los que la urgencia máxima de la Iglesia es la transmisión -traditio- de la fe, para que el mundo crea, se salve y tenga futuro y camine en esperanza. Su reflexión, como todo su quehacer teológico y magisterial, por otra parte, no se realiza en abstracto, sino que tiene muy presente la historia así como situaciones reales del desarrollo concreto de la liturgia y de cómo se actúa, en muchas ocasiones, desfigurando la verdad de la liturgia.
Pero además, como él mismo lo reconoce y confiesa en su propia autobiografía: «Así como había aprendido a comprender el Nuevo Testamento como alma de toda la teología, del mismo modo entendí la liturgia como el fundamento de la vida, sin la cual ésta acabaría por secarse. Por eso, consideré, al comienzo del Concilio, el esbozo preparatorio de la constitución sobre la liturgia que acogía todas las conquistas esenciales del movimiento litúrgico como un grandioso punto de partida para aquella asamblea eclesial. No era capaz de prever que los aspectos negativos del movimiento litúrgico volverían con mayor fuerza, con serio riesgo de llevar directamente a la autodestrucción de la liturgia» (J. Ratzinger). Tan en su entraña lleva el Papa la liturgia que, en su misma autobiografía, llega a decir algo que nos da la clave de cómo la liturgia, desde niño, ha estado en su experiencia humana más rica y profunda hasta hoy: «La inagotable realidad, dice, de la liturgia católica, me ha acompañado a lo largo de todas las etapas de mi vida; por este motivo, no puedo dejar de hablar continuamente de ella» (J. Ratzinger).
Necesitamos, pues, imbuirnos del pensamiento y directrices del Papa en el campo de la liturgia y de su teología litúrgica para un nuevo impulso en el movimiento litúrgico, por tantos motivos apremiantes. El conocer y dar a conocer, estudiar y aplicar sus enseñanzas, su pensamiento, sus orientaciones es, a mi entender, una de las tareas y posibilidades que la providencia de Dios nos ofrece y abre en estos momentos tan necesitados, sobre todo, de Dios, para que el hombre no perezca. La Congregación para el culto divino está empeñada en propiciar y promover el estudio y la divulgación del pensamiento y la obra litúrgica de Benedicto XVI, entre sacerdotes y fieles, como aportación insustituible, en estos momentos, si queremos en verdad reavivar el genuino espíritu y significado de la liturgia.
Este estudio y difusión de las enseñanzas del Papa, leídas en el horizonte y óptica de la hermenéutica de la continuidad, junto con una nueva profundización y amplia divulgación de las claves y la doctrina de la constitución conciliar Sacrosanctum Concilium -de la que, en el año 2013, celebraremos con acción de gracias, los cincuenta primeros años de su aprobación y promulgación-, habrán de encaminarse a suscitar un gran movimiento, nuevo y empeñado, de formación litúrgica -objetivo prioritario de la Congregación- tanto de los sacerdotes como de las personas consagradas, y de los fieles, a través de diversos medios y cauces.
Estoy convencido de que la promoción y la revitalización del sentido genuino de la liturgia no puede ser fruto de un cierto voluntarismo o de sólo una serie de medidas administrativas, disciplinares y pastorales, que por lo demás también habrán de tenerse en cuenta, sin duda; no se trata, sin más, de nuevos cambios o de introducción o supresión de signos, de formas o de usos, sino que, ante todo y sobre todo, se trata de impulsar una gran obra educativa interior, una «iniciación» cristiana, que lleve a descubrir y vivir la verdad de la liturgia, del culto divino católico auténtico de la Iglesia.
Esto implica y requiere, sin duda, muchas cosas, entre otras: el propiciar entrar «dentro» de la liturgia; y gozar y experimentar desde ese «dentro», desde su interior más propio, no desde fuera o desde la superficie externa, lo que es su naturaleza, su estructura más íntima, su singular belleza, y su lugar y significación en la vida de la Iglesia y de los fieles. Lo mismo que para contemplar, saborear y gozar de la belleza y de la riqueza tan grande, por ejemplo, de la catedral de Toledo hay que entrar dentro de ella y «descansar» en ella; también para saborear y gozar de cuanto acontece en la liturgia hay que entrar y estar «dentro» de la liturgia, vivirla, sumergirse en ella, sumergirse en el Misterio inefable que en ella acontece y se hace presente como don y gracia desbordantes. Y esto requiere una inmensa tarea de formación y una labor tendente a poder ofrecer a todos, en el acontecer mismo de la celebración, vivir la verdad y la belleza, el Misterio infinito de amor que en ella se hace presente. Es en lo que está trabajando, como en una especie de «silencio de Nazaret», la Congregación para el Culto: éste es, creo, su servicio a la Iglesia, el que debe empeñar y llenar todas sus energías.
Es preciso reconocer que todavía queda mucho por asimilar del Vaticano II en lo que se refiere a la liturgia, y no menos lo que se necesita asumir de la tradición litúrgica eclesial en su conjunto. La verdadera renovación, más que recurrir a actuaciones arbitrarias, consiste en desarrollar cada vez mejor la conciencia del sentido del Misterio, de modo que la liturgia sea momento de comunión con el misterio grande y santo de la Trinidad. Celebrando los actos sagrados como relación con Dios y acogida de sus dones, como expresión de auténtica vida espiritual, como adoración, la Iglesia podrá alimentar verdaderamente su esperanza y ofrecerla a quien la ha perdido.
En las celebraciones hay que poner como centro a Jesucristo, presente y actuante en ellas, para dejarnos iluminar y guiar por Él. La liturgia de la Iglesia no tiene como objeto calmar lo deseos y los temores del hombre, sino escuchar y acoger a Jesús, que vive, honra y alaba al Padre, para alabarlo y honrarlo con Él. Las celebraciones eclesiales proclaman que nuestra esperanza nos viene de Dios por medio de Jesús nuestro Señor.
Para todo ello se requiere ese gran esfuerzo de formación que ha de ser impulsada y moderada de manera muy particular y principal por los obispos. Esta formación se orienta a favorecer la comprensión del verdadero sentido de las celebraciones de la Iglesia y requiere, además, una adecuada instrucción sobre los ritos, una auténtica espiritualidad y una educación para vivirla en plenitud. Por tanto, se ha de promover una auténtica «mistagogia litúrgica».
Subrayo que, en esta formación, se trata de dos aspectos inseparables: un aspecto es la instrucción –fundamentalmente teológica y doctrinal- sobre la liturgia y sus ritos, la iniciación cristiana en cuanto de ellos se significa y en aquello que reclama de quienes participan en la liturgia; y el otro aspecto es la participación misma en la liturgia, verdaderamente viva conforme al sentir y pensar de la Iglesia. Esta formación litúrgica no sólo ha de ser una formación doctrinal, teológica, sobre la naturaleza y la verdad de la liturgia y de las acciones litúrgicas sino que, de manera muy principal, ha de comportar un cuidado exquisito de la vida litúrgica de las comunidades, de la celebración en sí misma, de modo que esta constituya el alma y el corazón de toda la vida de las mismas comunidades.
Para esta formación, además de la constitución Sacrosanctum Concilium, y del Catecismo de la Iglesia Católica –imprescindible instrumento para toda la formación cristiana en general, y en lo particular que se refiere a la liturgia-, así como de otras enseñanzas y directrices del Magisterio de la Iglesia sobre la divina liturgia, tan rico a raíz del Concilio hasta hoy, habrá que facilitar instrumentos y orientaciones para dicha formación para diferentes destinatarios y con distintos cauces; habrá también que enriquecer los Praenotanda con las enseñanzas de los últimos Papas, de los Sínodos y la experiencia de lo acaecido durante las últimas décadas en la Iglesia y en el campo específico de la liturgia como signo de lo que el Espíritu dice a la Iglesia; habremos de estar muy atentos a la liturgia del Papa, a los signos y gestos que en ella se ponen de relieve, y que son indicativos de su magisterio, de por dónde hay que caminar; deberemos, asimismo, atender al canto, tan principal y de tanta incidencia educativa positiva y a veces negativa; habrá que cuidar mucho expresiones, signos y gestos en la liturgia, e incluso recuperar algunos de ellos perdidos u olvidados; no deberemos olvidar jamás el arte de la liturgia, la dignidad y belleza de los espacios celebrativos, que inviten a entrar en el Misterio que acontece en la liturgia y que ayuden a «ver y palpar» la «grandeza sobrecogedora» de lo que es y significa el «universo» o ámbito propio de la liturgia. Habrá que «mejorar» las celebraciones y llevar a cabo un grande y generalizado esfuerzo de catequización, de iniciación o de reiniciación cristiana, integral, de todo el pueblo de Dios, fuertemente arraigada y apoyada en el Catecismo de la Iglesia Católica.
En suma, nos sentimos urgidos a impulsar un nuevo, vigoroso, intenso y universal movimiento litúrgico, conforme al « derecho» de Dios y a lo que Él merece, y a las enseñanzas que la Iglesia ofrece. Que Dios nos ayude, o mejor, que nos dejemos ayudar por Él para que podamos ofrecerle «por Cristo, con Él y en Él, en la Unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria».
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Texto tomado del sitio web del Centro de Cultura Teológica.
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1 Comentarios:
Muy interesante, pero nada se solucionará con bonitas palabras, ya que la liturgia post conciliar, que suplantó la misa sacrificial, lleva en si misma el germen de lo espantoso: Lengua vernácula que permite al celebrante la improvisación, y alta participación de la feligresía con su ignorancia y frivolidad y su empeño de girar sobre si misma en lugar de mirar a Dios. Si ya ni siquiera hay un altar, sólo una "mesa eucarística" (¿Y para que altar, si no hay sacrificio alguno en la voluntad del celebrante y de los feligreses?).
Creo que en la práctica no tiene solución alguna.
Sólo queda exigir la misa tradicional, ahora denominada "forma extraordinaria" ¡vaya!
Gustavo
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