Por Antonio
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Hace algunos meses, revolviendo las estanterías, encontré, fuera de lugar, un volumen de los escritos de San Bernardo: Sermones de adviento y navidad. Lo abrí en cualquier parte y comencé a leer y a recordar que alguna vez había recorrido aquellas páginas. En esos momentos vino a mi cabeza un pensamiento. Estos sermones, me dije, los oyeron cristianos de hace más de ocho siglos, pronunciados de viva voz por Bernardo. ¿Cómo habrá sido aquello? Imaginé a ese hombre tremendo predicando a personas que no tenían idea de que les hablaba nada menos que el “doctor melifluo”. Y por un instante tuve el deseo de ser uno de ellos. Pero enseguida me percaté de algo que diluyó, en parte, ese deseo. El hecho de que esos sermones estuvieran en mis manos, indicaba que yo estaba siendo agraciado aún más que aquellos cristianos contemporáneos de Bernardo. Porque, a diferencia de ellos, puedo leerlos y releerlos tantas veces como necesite; puedo meditarlos consciente de que el que habla es el mismísimo doctor “boca de miel”; y lo más importante, puedo pedirle a él mismo que me consiga poder comprender lo que él comprendió, saborear lo que saboreó y, más aún, puedo rogarle su poderoso auxilio para llegar a donde él llegó.
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Aparté, entonces, el librito, y comencé a leer uno a uno los sermones. Lo que aquí comparto con los lectores quiere ser una invitación a escuchar a San Bernardo, basándola en el valor que tienen su vida y su obra. Él es considerado como uno de los más grandes maestros de la espiritualidad católica. Fue el heredero de una riquísima tradición monacal, y uno de los últimos exponentes de aquella época en que la teología era, por sobre todo, un sapere, es decir, un saborear, un gustar afectivamente de las cosas divinas. Algunos dicen que fue “el último Padre de la Iglesia”; lo cierto es que en él confluyeron un profundo conocimiento patrístico y lo mejor de la tradición monástica.
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Antes de seguir, es preciso hacer una aclaración. Es sabido que cualquiera que desee hoy realizar la valoración de cualquiera de los clásicos de la espiritualidad cristiana, ha de evitar dos peligros. Por un lado, el de sumarse a la enorme lista de aquellos que habiéndose beneficiado con la lectura de esas obras, se han dedicado, con toda justicia, a alabar sus excelencias. Y por otro lado, el riesgo de acercarse a unos escritos muy antiguos con nuestra mentalidad contemporánea, tan distinta, y terminar cediendo a la tentación de considerar esa obra como una hermosa reliquia del pasado. Aquí evitaremos ambos. Hecha la aclaración, comencemos con una breve ambientación histórica, y una vista rápida de los temas que se destacan en estos sermones.
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De San Benito a la Orden de Cluny
Hacia el año 540, San Benito (480-547) escribió su famosa Regula Monasteriorum, que habría de tener una influencia decisiva en el futuro del monacato y la vida religiosa en Occidente. Por obra de San Benito de Aniano (750-821), la Regla benedictina fue imponiéndose en toda Europa, hasta que a principios del siglo X surgió la Orden de Cluny.
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En el siglo XII, los cluniacenses contaban con alrededor de dos mil prioratos. Pero su enriquecimiento, y su gran poder temporal, hicieron que, poco a poco, la Orden fuera perdiendo su influencia espiritual. Al tiempo de iniciada la reforma de Cluny, los monasterios no sólo perdieron su autonomía, sino también el equilibrio de la liturgia, lectura sagrada, oración personal y trabajo que había dado a la vida benedictina su fuerza y simplicidad características.
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La crisis del monacato cluniacense y el surgimiento de la Orden del Císter
El siglo XI, representó el apogeo de la Orden de Cluny. En este mismo siglo, los cluniacenses recibieron un duro golpe, aunque de modo indirecto: la Reforma Gregoriana. La Iglesia rompía con el sistema socio-religioso vigente desde hacía siglos, que le exigía una estrecha unión con el poder político (y los cluniacenses eran el fiel reflejo de aquella sociedad).
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Se sumó también en aquellos que tenían ansias de una mayor perfección, todo un “movimiento de retorno al desierto”. Es bueno destacar que el monacato no necesitaba tanto una renovación moral como redefinir su puesto dentro del contexto social-eclesial cambiante surgido de la Reforma Gregoriana (aunque es cierto que los aspirantes a la vida monástica, ya no llamaban a las puertas de las espléndidas abadías cluniacenses, sino que empezaban a preferir otras formas ascéticas).
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El Císter surge como una reforma expresamente querida. San Roberto de Molesme, cansado de todo lo que el monacato cluniacense tenía de ruidoso, quiso retornar al silencio, a la forma originaria de la Regla de San Benito. En 1071, se retiró a vivir con un grupo de eremitas en los bosques de Collan. Este primer intento resultó fallido. Se les sumaron tantos hombres, que pronto perdieron el control de la disciplina. En muy poco tiempo, el estilo de vida se hizo muy similar al de las abadías cluniacenses. Esto no debe resultar extraño. La Orden de Cluny llevaba dos siglos de casi completa hegemonía, y la idea de vida monástica de los hombres de esa época, era la de la vida en las abadías cluniacenses. San Roberto retornó a Molesme. En 1090, volvió a salir de la abadía para vivir con un grupo de anacoretas en el desierto de Aux. Tres años después volvieron a Molesme. Todo esto demuestra la enorme dificultad que existe para llevar a cabo una reforma de costumbres.
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Ya en 1098, San Roberto junto con San Esteban Harding, San Alberico y una veintena más de monjes, dejando nuevamente la abadía de Molesme, fundaron un monasterio en Citeaux (Císter). Es correcto afirmar que el Císter se halla más en la línea de aquel monacato pre-benedictino al que la misma Regla de San Benito se mantiene aferrada cuando en su capítulo primero deja la puerta abierta al anacoretismo de los monjes.
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La nueva fundación planteó todo un problema jurídico. La salida de San Roberto se interpretó como una verdadera apostasía de la estabilidad monástica benedictina. Los monjes de Molesme llevaron el asunto ante la Santa Sede. Se obligó a San Roberto a regresar. Pero los demás recibieron el permiso para quedarse en Citeaux. San Roberto regresó, y ejerció el cargo de abad hasta su muerte en 1111. San Alberico sucedió a San Roberto como abad del Císter. A su muerte lo sucedió San Esteban Harding.
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San Bernardo ingresó a la nueva orden entre 1112 y 1113. Para la muerte de San Bernardo (1153), la orden contaba con 343 abadías. Un crecimiento realmente extraordinario. El espíritu originario del Císter, pretendía estar centrado en la contemplación y en la soledad. Con San Bernardo, se dio una apertura de la Orden hacia la participación activa en los asuntos públicos de la Iglesia y el Estado. Pero, si bien es cierto que la actividad y la espiritualidad de San Bernardo no se deben identificar con la actividad y la espiritualidad del Císter, sin embargo su influencia en ambas es bien patente.
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San Bernardo de Claraval
Nacido en Borgoña (Francia) el año 1090, fue el tercero de siete hermanos: Los beatos Guido (el mayor), Gerardo (el hombre de un solo ideal), Humbelina (la compañera en el servicio del Amor), Andrés (el hombre que cuida la puerta), Bartolomé (el cándido) y Nivardo (el pobre joven rico).
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Sus biógrafos refieren un hecho acontecido en una noche de Navidad. Mientras San Bernardo estaba en la Iglesia para asistir a maitines, se quedó dormido. Entonces se le apareció el Niño Jesús, “Hermosísimo por sobre todo lo que se puede decir, y recreando su alma con una suavidad inefable” (los datos biográficos están tomados de “Vida de San Bernardo” del P. Pedro de Ribadeneira). Desde entonces, se dedicó a la contemplación, y fue muy devoto del Misterio del Nacimiento del Señor, contemplación y devoción que volcó magníficamente en sus Sermones de Adviento y Navidad.
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A los 23 años, entró al monasterio del Císter, junto con sus hermanos Bartolomé, Andrés, Guido y Gerardo. Nivardo ingresó unos años después - cuando Bernardo ya era Abad de Claraval - junto con su tío Viderico, y con otros treinta hombres.
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Son famosas las palabras que a sí mismo se dirigía para llamarse constantemente a la búsqueda de una mayor perfección: “Bernardo, Bernardo, ¿a qué viniste a la religión?”.
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Poco después de su ingreso en la Orden, en 1115, San Esteban Harding lo envió a edificar un monasterio en Claraval. Una vez establecido como abad, desearía permanecer allí hasta el final de su vida. Pero la Providencia Divina tenía otros planes para con él. Debido a la fama de santidad de la que gozaba, el año 1130 fue llamado a participar en el Concilio de Etampes, que trató el cisma del antipapa Anacleto. Fue allí donde volcó a toda Francia en favor del verdadero Papa, Inocencio II. De allí pasó a Inglaterra, donde convenció al rey Enrique. Por último, hizo lo mismo con el conde Guillermo de Gascuña. En el año 1138 San Bernardo fue a Milán, que todavía estaba desunida del verdadero Pontífice, y logró “reducirla a la obediencia”. Volvió a Claraval, pero poco después tuvo que ir nuevamente a Roma. Terminó el cisma de Anacleto, pero no las preocupaciones del Santo. En 1140 participó en el Concilio de Sens que condenó la obra de Pedro Abelardo. En 1147, participó en el Concilio de Reims, que trató sobre los escritos sobre la Trinidad de Gilberto Porretano. También evitó la guerra entre los ciudadanos de Metz y los príncipes comarcanos. Intervino como predicador en la segunda cruzada a Oriente (1147-1149).
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Enfermó gravemente, y rodeado de obispos, abades y monjes, murió el año 1153. “Tenía en su rostro una gracia maravillosa y apacible, más de espíritu que de carne; en los ojos resplandecía una pureza angélica y una simplicidad de paloma”.
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Fue canonizado el 18 de enero de 1174 por el Papa Alejandro III, y proclamado “Doctor de la Iglesia” por Pío VIII, el 20 de agosto de 1830.
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La espiritualidad cisterciense
La Orden del Císter era conciente de ser la heredera de una rica tradición. Sus grandes figuras redescubrieron el doble dinamismo del ejercicio de la “meditación”, resultado de una “fuerza inmanente”, procedente del hombre mismo, incapaz de lograr por sí solo sus objetivos, y otra “trascendente” que procede del Dios Misericordioso que busca al hombre (P. Juan de la Torre OCSO). Es fundamental tener esto en cuenta al acercarnos a los escritos de San Bernardo, y de un modo especial a sus Sermones de Adviento y Navidad.
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La espiritualidad cisterciense puede considerarse como una búsqueda de Dios a través de Su Palabra. Esta búsqueda está “sancionada” por la profesión monástica, y está facilitada por un medio ambiente adecuado. El “lugar” es el claustro. Pero este no es el lugar exclusivo del ejercicio de la meditación: incluso en las horas de trabajo, continúa la “rumia” de los Salmos. El “tiempo” es la vida misma. La meditación llena toda la jornada monástica. Todo concurre a un conocimiento de memoria de toda la Escritura. La exégesis monástica es una exégesis de reminiscencia.
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En los Sermones, se percibe a simple vista el enorme conocimiento que San Bernardo tenía de los textos bíblicos. Las citas son permanentes, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. Se explica un versículo por otro, se establecen paralelos, y el monje se va convirtiendo en una especie de concordancia viviente, de biblioteca ambulante. O en palabras de un contemporáneo de San Bernardo:
“Las Santas Escrituras han de leerse con el mismo Espíritu con que fueron escritas… Por eso, en la lectura diaria, se ha de procurar que quede algo siempre en el fondo de la memoria para que sea rumiado con frecuencia… Cuando se leen las Escrituras, siempre se ha de tener presente que el principio de la sabiduría es el Temor del Señor: así, ahincándose sólidamente en él la intención del lector, de él dimana y se armoniza la inteligencia y el sentido de toda la lectura” (“Carta de Oro”, Guillermo de Saint Thierry)
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La actitud del monje se reduce a crear en su interior una capacidad de “resonancia”. El objetivo de esta experiencia no es “algo”, sino Alguien. Todo apunta al conocimiento de Cristo. En Él se realiza la maravillosa concordia de los dos Testamentos en perfecta unidad.
“Veis, hermanos, cuán una son las Escrituras y cómo, con el mismo sentido y casi con las mismas palabras hablan de la Bienaventuranza de las alma” (Sermón “En la Fiesta de Todos los Santos”, 2, 4)
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La meditación marca al mismo tiempo un largo proceso de interiorización y de ascensión durante toda una vida. El punto culmen de la espiral es la “experiencia”, de suyo inenarrable. Se trata de un desbordamiento que tiende a comunicarse. Dios hace resonar con tal fuerza Su Palabra en el interior de estos hombres predilectos, que les provoca la “eructatio”, expresión escrita de esa Palabra inspirada. Los cistercienses comprenden que para alcanzar la experiencia en la Palabra hay que reemprender en ascensión por la “meditatio” el camino descendente de la “eructatio” de los Autores Sagrados.
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La obra de San Bernardo
San Bernardo fue el hombre del siglo XII, como San Agustín lo fue del siglo V y Santo Tomás del XIII. Su enorme actividad fue externa e interna. Sobre las incontables facetas de su obra externa ya hemos hablado algo en la pequeña reseña de su vida: renovador del Císter, reformador de la sociedad laica y religiosa, defensor del Papado, pacificador de discordias, obrador de milagros, etc.
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Aquí voy a referirme brevemente a su obra “interna”, aquella que luego fue volcada o “eructada” en sus escritos. Obra “interna”, porque los escritos de San Bernardo son inseparables de la “obra” de su propia santificación. Mientras haya mundo, San Bernardo continuará trabajando, seguirá viviendo vida de acción mediante sus escritos.
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La mayor parte de los escritos de San Bernardo son de ocasión y momentáneos. Sólo el Tratado “De Laudibus Virginia Matris” (“Sobre las Excelencias de la Virgen Madre”) fue compuesto con el único fin de saciar su devoción a la Santísima Virgen.
“Aunque me impelía la devoción a tomar la pluma, las muchas ocupaciones me lo estorbaban. Sin embargo, ya que impedido por mis achaques, no puedo al presente seguir con mis ejercicios monásticos, este poquito de ocio que, aunque sea quitándolo del sueño, me dejan tomar por las noches, no quisiera pasarlo ociosamente… Quiero pues […] escribir las excelencias de la Virgen Madre, sobre la lección del Evangelio de San Lucas en que se contiene la historia de la Anunciación del Señor ”.
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La obra de San Bernardo puede dividirse en tres partes:
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Sus “Sermones”, que constituyen cerca de la mitad de su producción literaria. Son los menos “pensados” o “trabajados”, por lo que son lo más espontáneo y la expresión más justa de su sentir. Aunque llevan consigo los defectos de toda obra improvisada, son un auténtico reflejo del sentir de San Bernardo. Es bueno destacar que se puede hablar de improvisación hasta cierto punto. Los “Sermones de tiempo” -y en particular los de Adviento y Navidad- forman un maravilloso orden, y reflejan muchas de las preocupaciones del Santo.
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Finalmente, una tercera parte la constituyen sus “Tratados ascéticos y dogmáticos”, entre los que se destaca el “Tratado sobre la Consideración” (“De Consideratione”) dirigido al Papa Eugenio III (1145-1153).
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Es indudable que la obra literaria de San Bernardo tiene un valor grande y perenne, ante todo por su doctrina. La Iglesia lo considera Doctor. Ya desde el principio del siglo XV se lo conoce como “Melifluo”, apelativo que recogerá Pío XII en su Encíclica con ocasión del octavo centenario de la muerte del Santo. Con este calificativo se quiso destacar la “unción, piedad, suavidad, dulzura” de la doctrina bernardina.
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Las grandes fuentes de su doctrina fueron las Sagradas Escrituras y la Tradición. Amaba la Biblia, porque amaba profundamente a Dios y tenía sed de Su Palabra. Sin duda el libro que más llenaba sus aspiraciones era el Cantar de los Cantares. Pero en sus obras, prácticamente no queda ningún Libro Sagrado que no haya citado. El más citado, como no puede ser de otra manera en un monje, es el Salterio.
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En cuanto a la Tradición, San Bernardo es discípulo de la Escuela de San Víctor. En su época, esta corriente mística y fiel a los Santos Padres, tuvo duros enfrentamientos con otra corriente que, encarnada en Pedro Abelardo, tenía tendencias heréticas. De ella, con el tiempo, y purificada de sus errores, surgiría la Escolástica.
“Estos [los Apóstoles] son nuestros Maestros… ¿Qué nos enseñaron o qué nos enseñan los Apóstoles Santos? No […] a leer a Platón, no a manejar las sutilezas de Aristóteles, no a aprender siempre y nunca llegar a la ciencia de la Verdad” (Sermón “En la Fiesta de los Apóstoles San Pedro y San Pablo”).
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En sus escritos, siguió las huellas de los Santos Padres. Jamás buscó ser original. Incluso, con ocasión de las Homilías sobre la Virgen María, se excusa de haber emprendido una obra ya realizada por aquellos de los que sentía una gran admiración:
“He expuesto la lección del Evangelio como he podido y […] sé que reprenderán mi trabajo por superfluo o me juzgarán presumido; porque, después que los Padres han explicado plenísimamente este asunto, me he atrevido yo, como nuevo expositor, a poner mi mano en lo mismo. Pero si he dicho algo después de los Padres que, sin embargo, no es contrario a los Padres, ni a los Padres ni a otro alguno juzgo que debe desagradar” (“Homilías sobre las Excelencias de la Virgen Madre”, 4).
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Es fiel discípulo de San Ambrosio y San Agustín . La influencia de ambos es notoria en sus cuatro Homilías sobre la Virgen Madre, que contienen citas textuales de los comentarios de estos Santos al mismo texto de San Lucas. En moral, su autor favorito es San Gregorio Magno. También son de notar en sus escritos la influencia de Casiodoro (sobre todo de su “Comentario a los Salmos”), Orígenes, San Atanasio y San Beda el Venerable.
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Por sobre todos ellos, destaca, como no puede ser de otra forma, la influencia de San Benito y la Regla. En su corazón, la Regla de San Benito tuvo siempre un lugar de preeminencia muy junto a la Sagrada Escritura. ¿No era también un libro inspirado? Así lo creyó. Esta influencia de la Regla de San Benito se descubre en todos sus escritos, pero principalmente en el tratado “Sobre los grados de la humildad y la soberbia”, donde explana de una manera originalísima la doctrina expuesta por el Santo Patriarca en el capítulo séptimo.
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Su originalidad, pues, no ha de buscarse en los campos de la dogmática o de la moral, sino en el campo de la mística. San Bernardo nos ha dejado en sus escritos una suma de espiritualidad. Fue el fundador e impulsor principal de una escuela de la ciencia mística. No escribió una obra sistemática sobre el tema. Pero puede hablarse de un “esquema de la ascesis bernardina”. Bernardo habla de cuatro “estados” en nuestro caminar hacia el amor:
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Tratando sobre este último “estado”, San Bernardo habla de la “unión mística” (amar a Dios no ya por nosotros, sino tan sólo por Él, con un amor desinteresado de complacencia, “como de esposa”). Esta “ascensión” es penosa a nuestra naturaleza: es un camino “sembrado de cruces”. En los escritos de San Bernardo, se pueden ver cuáles son los “medios” para alcanzar esta unión:
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La Gracia.
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La Devoción a la Humanidad de Cristo.
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La Devoción a María.
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La Devoción a los Santos.
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La Humildad.
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La Meditación y la Oración.
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La Penitencia.
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Sobre todos estos temas vuelve una y otra vez en los “Sermones de Adviento y Navidad”. Su mismo punto de partida es la devoción a la Humanidad del Salvador, y son ocasión para hablar de la humildad y la penitencia. Otro tanto puede decirse de las “Homilías sobre las Excelencias de la Virgen Madre”. Vayamos ahora al análisis de los sermones mismos.
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Los “Sermones de Adviento y Navidad” y las “Homilías sobre las Excelencias de la Virgen Madre”
Su Contenido
La obra puede dividirse en cuatro grandes partes:
· Los Sermones “En el Adviento del Señor”.
· Las Homilías “Sobre las Excelencias de la Virgen Madre”.
· Los Sermones “En la Vigilia de la Natividad del Señor”.
· Los Sermones “En la Natividad del Señor”.
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Los Sermones de Adviento son siete. El primero considera “seis circunstancias del Adviento”, a saber: “Quién viene”, “de dónde viene”, “adónde viene”, “a qué viene”, “cuándo viene” y “por dónde viene”. El segundo versa sobre el texto de Is 7, 11: “Pide al Señor tu Dios que te haga ver un prodigio o de lo profundo del cielo, o de lo más alto del Cielo”. En el tercero trata de tres Advientos del Señor: “a los hombres”, “en los hombres” y “contra los hombres”, y de siete columnas: reverencia, obediencia, consejo, auxilio, guarda, disciplina, reconocimiento de los pecados. El cuarto versa sobre dos Advientos del Señor: Encarnación y Parusía, y sobre las virtudes. En el quinto considera el Adviento intermedio del Señor: oculto, en el corazón, como Alimento. En el sexto trata sobre la Resurrección de la Carne. Y en el último, el séptimo, considera las tres utilidades del Adviento del Señor: consejo, auxilio, amparo.
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Las cuatro Homilías sobre la Virgen María recorren el texto de la Anunciación en el Evangelio de San Lucas (Lc 1, 26-38). En la primera destaca el prodigio de la admirable Fecundidad de María unida a su Virginidad. La segunda, que destaca la Pureza y Fortaleza de la Madre del Señor, contiene la famosa oración de San Bernardo a María, Estrella del Mar. En la tercera homilía destaca la Obediencia de la Virgen. Y en la cuarta, el centro lo ocupa la virtud de la Humildad.
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Los Sermones de la Vigilia de Navidad son seis. El primero es una meditación sobre las palabras: “Jesucristo, Hijo de Dios, nace en Belén de Judá”. En el segundo, trata sobre el texto de 2Cr 20, 17: “¡Oh, Judá y Jerusalén!, no temáis; mañana saldréis y el Señor estará con vosotros!”. En el tercero, medita sobre las palabras de Éx 16, 7: “Hoy sabréis que viene el Señor y mañana veréis Su Gloria”. El cuarto versa sobre el misterio de la “Generación Casta” y el “Parto sin dolor”. En el quinto habla de la santificación y preparación necesarias para ver la Gloria del Señor. Y en el sexto retoma lo que había iniciado en el primero de esta serie de sermones, poniendo el acento principalmente en la virtud de la Fe.
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Los Sermones de Navidad, finalmente, son otros cinco. En el primero, habla de “las cuatro fuentes” que riegan el Paraíso, y que el Señor nos trajo con Su Venida: Misericordia, Sabiduría, Devoción y Caridad. El segundo es una meditación sobre “las tres principales Obras de Dios”: la Creación, la Redención y la futura Glorificación. El sermón tercero trata de distintas circunstancias del Nacimiento del Señor: Nace en invierno, de noche, en un establo – todo para enseñarnos la Humildad. En el cuarto habla de la Continencia y la Justicia, junto con la Humildad. En el quinto y último sermón, reflexiona sobre las palabras de San Pablo a los Corintios en 2Co 1, 3-4: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de Misericordias y Dios de todo consuelo, que nos consuela en todas nuestras tribulaciones”.
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Los temas fundamentales
Los temas tratados en estos Sermones y Homilías son muchísimos. Prácticamente, San Bernardo no deja virtud alguna sin considerar. Trata asimismo de muchos de los misterios de la fe cristiana, siempre con una precisión teológica admirable.
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¿Hay alguna virtud que San Bernardo resalte especialmente? Para responder a esta pregunta, es conveniente delimitar, en lo posible cuál es el “misterio” en el que centra su atención, cosa no fácil, dada la tendencia del Santo a abarcar muchos temas distintos sin un orden del todo claro. Antes que nada, es de notar el enorme respeto que San Bernardo tiene hacia el misterio. Nunca pretende explicarlo todo, reconociendo que hay cosas que no conocen siquiera los mismos Ángeles:
“¿Qué quiere decir ‘y la Virtud del Altísimo te cubrirá con Su Sombra’? El que lo pueda entender, lo entienda. Porque ¿quién, exceptuada acaso la que sola mereció experimentar en sí esto felicísimamente, podrá percibir con el entendimiento, discernir con la razón, de qué modo aquel esplendor inaccesible del Verbo Eterno se infundió en las virginales entrañas…?”. (Homilías sobre las Excelencias de la Virgen Madre”, 4, 4)
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“Misterio” no es solamente lo que Dios ha obrado en la Virgen María y en Sus Santos. Es también “misterio” lo que Dios obra en cada uno de nosotros:
“El ojo no vio, el oído no oyó, ni subió al corazón del hombre lo que has preparado, ¡oh, Dios!, para los que Te aman. Luz es inaccesible, paz es que excede toda inteligencia, fuente es que no sabe el ascenso sino el descenso… La paz que excede a toda inteligencia, ni por ellos mismos se podía concebir qué grande era, lejos de poder anunciar a oídos de otros”. (Sermón “En la Vigilia de Navidad”, 4, 8)
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En los Sermones de Adviento y Navidad, como no puede ser de otra forma, el Misterio es la Encarnación y el Nacimiento del Señor. Aquí es conveniente tener en cuenta lo dicho anteriormente sobre los “medios” para alcanzar la “unión mística” con Dios, en especial la “devoción a la Humanidad del Salvador”. Para San Bernardo, ningún “misterio” de la Vida de Cristo puede considerarse aislado del resto. Esto es del todo claro en sus Sermones de Navidad, cuando medita, junto con el Misterio del Nacimiento de Jesús, el Acontecimiento de Su Dolorosa Pasión. Cristo vino… para redimirnos. La Pasión es el cumplimiento de aquello por lo cual Él vino a este mundo:
“Pero ¿cómo ha sido que cuando estábamos hablando de los Misterios del Nacimiento nos hemos pasado repentinamente a contemplar los Sacramentos de la Pasión del Señor? Con todo eso no es maravilla que busquemos en la Pasión lo que trajo Cristo en Su Nacimiento, puesto que entonces fue cuando, rasgado el saco, derramó el dinero que estaba escondido para precio de nuestra Redención”. (Sermón “En el Día de Navidad”, 1, 8)
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El punto mismo de partida de sus reflexiones es la Humanidad de Cristo. De esto saca sus enseñanzas sobre un sinnúmero de virtudes: la humildad, la obediencia, la disciplina, el reconocimiento de los pecados, la misericordia, la sabiduría, la devoción, la caridad, etc. Destacan, sin duda, las dos primeras. Prácticamente no hay sermón en el que San Bernardo no recomiende a sus monjes la obediencia, la humildad, o bien ambas a la vez.
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Siguiendo una larga tradición comenzada en las mismas Sagradas Escrituras y continuada por muchos Padres de la Iglesia, San Bernardo considera a la “soberbia” del demonio como la causa de su caída. En cuanto al hombre, la pérdida de la comunión con Dios fue causa de su “desobediencia”. Exhortando a sus monjes a la práctica de la humildad y la obediencia, apunta a la misma raíz del pecado.
“Dios resiste a los soberbios y da la gracia a los humildes. Bien ves cómo te recomienda Dios la humildad en Su Nacimiento; pues en él se abatió a Sí Mismo, tomando la forma de Siervo y siendo reconocido Hombre en todo lo que se vio en su exterior”. (Sermón “En la Vigilia de Navidad”, 4, 6)
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La Humildad de Cristo tiene que servir de “modelo” y de “ejemplo” a imitar para los hombres. Pero no se trata tan sólo de una mera imitación exterior sino que estamos llamados a “participar” de la Humildad de Aquel que “venció al Soberbio”.
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Nadie como la Virgen María en esto de la “imitación” y la “participación” en la Humildad de Jesucristo. En las Homilías sobre las “Excelencias” de María, la virtud de la humildad tiene un lugar del todo especial. Una a una compara entre sí las virtudes que hacen a la Virgen “excelente”. Pero la Virginidad, la Fecundidad, la Pureza, la Fortaleza, y todas las demás “excelencias” de María palidecen ante su obediencia y humildad. A estas dos virtudes dedica entera la tercera homilía. Y ya en la primera de ellas, dice lo siguiente:
“Aprende, hombre, a obedecer; aprende, tierra, a sujetarte; aprende, polvo, a observar la voluntad del superior. De tu Autor habla el Evangelista y dice: ‘Y estaba sujeto a ellos’; sin duda a María y a José. Avergüénzate, soberbia ceniza: Dios Se humilla, ¿y tú te ensalzas? Dios Se sujeta a los hombres, ¿y tú, anhelando dominar a los hombres te prefieres a tu Autor?” . (“Homilías sobre las Excelencias de la Virgen Madre”, 1, 8)
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San Bernardo fue un enemigo acérrimo de la honra de este mundo. Hemos visto cómo, a pesar de haber intervenido favorablemente en los asuntos más complicados de la Iglesia de su tiempo, jamás quiso aceptar los honores de los príncipes y de los pueblos. En el año 1139, fue elegido unánimemente como arzobispo de Reims. Sería la quinta vez que rechazara el puesto episcopal. Nuevamente el modelo de esta actitud es para él la Santísima Virgen María:
“He aquí, dice, ‘la Esclava del Señor’. ¿Qué humildad es ésta tan alta que no se deja vencer de las honras ni se engrandece en la gloria? Es Escogida por Madre de Dios, y se da el nombre de ‘esclava’… No es cosa grande ser humilde en el abatimiento, pero es muy grande y muy rara ser humilde en el honor. Y […] yo, hombre miserable y de ningún mérito, si me eleva la Iglesia, engañada de mis disimulos, a algún honor […] me olvido al momento de quién he sido…”. (“Homilías sobre las Excelencias de la Virgen Madre”, 4, 9)
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La devoción a la Humanidad de Jesús, la devoción a María, la práctica de la humildad, todo al servicio del único anhelo del Santo: la unión mística con Cristo, el Esposo, el Amado.
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Sobre estos temas escribe en los Sermones de Adviento y Navidad. También vuelve sobre ellos en las Homilías sobre María. Y estos mismos temas reaparecen una y otra vez en cada una de sus obras, sobre todo en su Comentario al Cantar de los Cantares.
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Además de los medios ya mencionados, San Bernardo no olvida recomendar a sus monjes la penitencia:
“Anímate, pues, a la penitencia, y encienda en ti más vehementes deseos la concebida esperanza de la salud… ¡…cuántos sabios en aquella Hora descansaban en blandas camas, y ninguno de ellos fue tenido por digno de ver la nueva Luz, de saber la noticia de tanto gozo, de oír cantar a los Ángeles: ‘Gloria sea a Dios en las alturas’! Reconozcan cuánto agrada a los Celestiales Ciudadanos el trabajo, cuyo fin es el bien espiritual, puesto que aún a los que trabajan por el alimento del cuerpo y obligados por su necesidad se dignan favorecer con sus palabras, y palabras tan dichosas”. (Sermón “En el Día de Navidad”, 3, 5)
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Conviene, más que nunca en este momento, recordar esa gracia que San Bernardo tuvo de pequeño, en una Noche de Navidad y que, al decir de sus biógrafos, lo introdujo en la contemplación.
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Finalmente, voy a citar un párrafo que muestra bien por qué la historia y la Tradición de la Iglesia han considerado ya desde antiguo a San Bernardo como el Doctor Melifluo, es decir, “dulce como la miel”. Un texto que muestra, además, que la “precisión teológica” nunca va en desmedro de la verdadera espiritualidad. Un texto que, por último, tiene una vigencia enorme para la espiritualidad católica actual, una de cuyas vertientes principales es la devoción a la Divina Misericordia:
“Le reverenciamos, pues, nosotros en el pesebre, Le reverenciamos en la Cruz, Le reverenciamos en el Sepulcro. Devotamente Le recibimos ‘delicado’ por nosotros, ‘ensangrentado’ por nosotros; Le reverenciamos ‘sepultado’ por nosotros. Adoramos devotamente con los Magos y abrazamos devotamente con el Santo Simeón la Infancia del Salvador, recibiendo Su Misericordia en medio de Su Templo, pues Él Mismo es de Quien leemos: ‘La Misericordia de Dios permanece por toda la eternidad’ (Sal 102, 16). Porque ¿qué hay de coeterno al Padre sino el Hijo y el Espíritu Santo? Y así el Uno como el Otro, no tanto son Misericordiosos cuanto la Misma Misericordia. Igualmente el Padre es Misericordia, y estos Tres no son sino una sola Misericordia, así como son una sola Esencia, una sola Sabiduría, una sola Divinidad, una sola Majestad… ¡Qué bien se llama Padre de Misericordias, pues es propio de Él tener siempre Misericordia y perdonar”. (Sermón “En el Día de Navidad”, 4, 2)
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Para concluir
El hombre del siglo XXI es distinto del hombre del siglo XII en muchísimos aspectos. Entre San Bernardo y nuestros días, nos separan mucho más que “nueve siglos”. Pero existe, sin duda, un punto de contacto. El hombre de hoy, como el de ayer, es un ser “deseoso” de Dios, una criatura que aspira a una más íntima unión con Él. San Bernardo ardió en este “deseo de Dios”, y nos legó el testimonio de su búsqueda en sus escritos.
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De entre los medios para alcanzar la unión con Dios, los Sermones de Adviento y Navidad resaltan principalmente la devoción a la Humanidad de Jesucristo. San Bernardo suspira por el Dios Verdadero. Y se acerca hasta Él por medio de Su Hijo hecho Hombre.
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En esta época en la que los “reduccionismos” cristológicos han hecho -y continúan haciendo- tanto daño, la búsqueda de San Bernardo tiene una vigencia extraordinaria. Para el Santo de Claraval, no hay distinción entre un “Jesús histórico” y un “Cristo de la fe”. Jesucristo, el Verbo hecho carne en María, la Virgen, es el Señor de la historia. Y tanto como lo era de la historia del agitadísimo siglo XII, lo es también de nuestra historia y de nuestro siglo.
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San Bernardo es un teólogo. Sus fuentes son las Sagradas Escrituras y la Tradición. De este “gran libro” de la Revelación extrae sus meditaciones, siempre con el fin de edificar, y edificarse. Su búsqueda primordial en las Escrituras no es la de un “conocimiento” sino la de un “alimento”.
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San Bernardo tiene un enorme respeto por la Obra Inefable de Dios. En algunos pasajes de sus obras parece como si pudiera “explicarlo todo”. Así lo vemos extrayendo significados de la etimología de los nombres bíblicos, o penetrando en los motivos de la Encarnación y Pasión de Cristo. Pero se cuida mucho del peligro del racionalismo. El Misterio permanece “Misterio”, y sólo nos podemos acercar a él con la virtud de la humildad.
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La exégesis moderna ha superado ampliamente a las obras escriturísticas de San Bernardo. Pero, ¡cuán pocos predican hoy como él! De a poco se va imponiendo actualmente un acercamiento a la Escritura de tipo sincrónico, buscando más el sentido del texto en su versión final. El sentido de la unidad de la Escritura -fruto, sin duda, de la contemplación de la Unidad de Jesucristo- está presente en San Bernardo, y le permite explicar un texto a partir de otros, y leer a Cristo en cada página sagrada.
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Así, sus Sermones tienen una fuerza especial: ya sea que hable de temas tan distintos como las virtudes en particular, las “Excelencias” de María, o la cercanía del Juicio, todo brota de Cristo y a Él tiende, todo tiene en Él su centro, su unidad, y su “clave hermenéutica”.
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Todo el Magisterio contemporáneo gira en torno a la centralidad de Jesucristo. Es bien sabido que de los monofisismos cristológicos brotan los monofisismos eclesiológicos, y de estos últimos brotan los monofisismos espirituales y pastorales.
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San Bernardo nos señala a Jesucristo, Verdadero Dios y Verdadero Hombre. Nos enseña que sólo a través de Él podremos llegar a la unión con Dios, anhelo de todos los hombres y mujeres de todas las épocas. Nos enseña que Él es el Señor de la historia. Que Él es nuestro Alimento.
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No sería justo terminar sin una última cita de San Bernardo. He hablado antes del cristocentrismo de San Bernardo. Ahora bien, el autor de los “Sermones” insiste también en señalarnos una ayuda para nuestra búsqueda personal de Cristo, y nos lo dice así:
“¡Oh!, cualquiera que seas el que en la impetuosa corriente de este siglo te miras, mas antes fluctuar entre borrascas y tempestades, que andar por la tierra, no apartes los ojos del resplandor de esta Estrella, si quieres no ser oprimido de las borrascas. Si se levantan los vientos de las tentaciones, si tropiezas en los escollos de las tribulaciones, mira a la Estrella, llama a María. Si eres agitado de las ondas de la soberbia, si de la detracción, si de la ambición, si de la emulación, mira a la Estrella, llama a María. Si la ira, o la avaricia, o el deleite carnal impele violentamente la navecilla de tu alma, mira a María. Si, turbado a la memoria de tus crímenes, confuso a vista de la fealdad de tu conciencia, aterrado a la idea del horror del Juicio, comienzas a ser sumido en la sima sin suelo de la tristeza, en el abismo de la desesperación, piensa en María. En los peligros, en las angustias, en las dudas, piensa en María, invoca a María. No se aparte María de tu boca, no se aparte de tu corazón; y para conseguir los sufragios de su intercesión, no te desvíes de los ejemplos de su virtud. No te descaminarás si la sigues, no desesperarás si la ruegas, no te perderás si en ella piensas. Si ella te tiene de su mano, no caerás; si te protege, nada tendrás que temer; no te fatigarás, si es tu guía; y llegarás felizmente al puerto si ella te ampara; y así, en ti mismo experimentarás con cuánta razón se dijo: «Y el nombre de la Virgen era María»”.
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