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En el día de ayer, se realizó en la Basílica de San Pedro una Adoración Eucarística por la santificación de los sacerdotes, en la cual Mons. Charles Scicluna, Promotor de Justicia de la Congregación para la Doctrina de la Fe, pronunció una meditación, que ahora ofrecemos en lengua española.
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La lectura del texto evangélico nos da una descripción sintética pero estupenda de la relación dulce y tierna de Jesús con los niños. Esta escena, central y emblemática para quien está llamado a ser discípulo de Cristo, marca los versículos 36-37 del capítulo 9 de Marcos y se repite en el capítulo 10 en los versículos 13-16: “Tomando a un niño, lo puso en medio de ellos, abrazándolo” (Mc 9, 36).
“Le trajeron entonces a unos niños para que los tocara… los abrazó y los bendijo, imponiéndoles las manos” (Mc 10, 13.16).
Nuestra presencia aquí, hoy; vuestra presencia ante el Altar de la Cátedra en la presencia de Jesús Eucaristía, quiere hacerse eco del amor, del cuidado y de la solicitud que la Iglesia, Esposa de Jesús, ha tenido siempre por los niños y por los débiles.
En la escuela de los Padres de la Iglesia, atesorando el trabajo de Santo Tomás de Aquino en la Catena Aurea, notamos que para Teofilacto el niño es la imagen elocuente de la inocencia. Juan Crisóstomo comenta que el Señor aprecia en él la humildad y la sencillez “porque este pequeño estaba limpio de envidia, de vanagloria y de todo deseo de primacía” (Hom. in Matt. 58). Beda el Venerable exalta en el niño la ausencia de malicia, la sencillez sin arrogancia, la caridad sin envidia, la devoción sin ira (Comm. in Marc. 3,39).
El niño se convierte en icono del discípulo que quiere ser “grande” en el Reino de los Cielos. El Señor Jesús reprende a los suyos porque, poco antes advertidos por segunda vez de la exigencia de la cruz (Mc. 9, 30.32), se perdieron a lo largo del camino en discusiones entre ellos sobre quién era el más grande. “El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos”. ¡Cuántos pecados en la Iglesia por la arrogancia, por la ambición insaciable, por el abuso y la injusticia de quien se aprovecha del ministerio para hacer carrera, para mostrarse, por fútiles y miserables motivos de vanagloria!
“El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre, me recibe a mí, y el que me recibe, no es a mí al que recibe, sino a Aquel que me ha enviado” (Mc 9, 37).
Recibir al niño, abrir el corazón a la humildad del niño, recibirlo en el nombre de Jesús, significa asumir el corazón de Jesús, los ojos del Maestro; implica una apertura al Padre y al Espíritu Santo. Exclama Teofilacto: “Ved, pues, cuánto vale la humildad, que hace digno de recibir al Padre y al Hijo y aún al Espíritu Santo”.
“Os aseguro que el que no recibe el Reino de Dios como un niño, no entrará en él” (Mc 10, 15).
Recibir el Reino de Dios como un niño significa recibirlo con corazón puro, con docilidad, abandono, confianza, entusiasmo, esperanza. Todo esto nos recuerda el niño. Todo esto hace al niño precioso a los ojos de Dios y a los ojos del verdadero discípulo de Jesús.
Por el contrario, ¡qué árida se vuelve la tierra y qué triste el mundo cuando esta imagen tan bella, este icono tan santo, es pisoteado, quebrado, ensuciado, abusado, destruido! Sale del corazón de Jesús un grito de profundo eco: “¡Dejad que los niños vengan a mí y no se lo impidáis!” (Mc 10,14). No seáis tropiezo en su camino hacia mí, no obstaculicéis su progreso espiritual, no dejéis que sean seducidos por el maligno, no hagáis de los niños el objeto de vuestra impura codicia.
“Quien escandaliza a uno de estos pequeños que tienen fe, sería preferible para él que le ataran al cuello una piedra de moler y lo arrojaran al mar” (Mc 9, 42). Gregorio Magno comenta de este modo estas terribles palabras de Jesús: “En sentido místico, en la piedra de moler se representan las vueltas y trabajos de la vida del mundo, así como lo profundo del mar significa la condenación más terrible. Por eso, quien después de haber sido llevado a una profesión de santidad, destruye a los otros con la palabra o el ejemplo, habría sido realmente mejor para él que sus actos le hubiesen conducido a la muerte siendo seglar antes que haber sido elevado al sagrado ministerio para perder a los demás con su ejemplo, puesto que cayendo sólo, su pena en el infierno hubiera sido en verdad más tolerable”.
Pero el Señor, que no se goza en la pérdida de sus siervos y no quiere la muerte eterna de sus criaturas, enseguida añade remedio a la condena, medicina a la enfermedad, alivio al peligro de la eterna condenación. Las suyas son las palabras fuertes del Cirujano Divino que corta para curar, amputa para sanar, poda para que la vid produzca mucho fruto:
“Si tu mano es para ti ocasión de pecado, córtala” (Mc 9,43).
“Si tu pie es para ti ocasión de pecado, córtalo” (Mc 9,45).
“Si tu ojo es para ti ocasión de pecado, arráncalo” (Mc 9,47).
Diversos Santos Padres interpretan “la mano”, “el pie”, “el ojo”, como el amigo querido a nuestro corazón, con el que compartimos nuestra vida, al que estamos ligados con vínculos de afecto, concordia y solidaridad. Hay un límite a este vínculo. La amistad cristiana se somete a la ley de Dios. Si mi amigo, mi compañero, la persona querida por mí, es para mí ocasión de pecado, es para mí un obstáculo en mi peregrinar, no tengo otra opción, según el criterio del Señor, más que cortar este vínculo. ¿Quién negaría el tormento de tal opción? ¿No es ésta una cruel amputación? Y sin embargo, el Señor es claro: es mejor para mí entrar sólo en el Reino (sin una mano, sin un ojo, sin un pie), que con mi amigo ir “a la Gehena, al fuego inextinguible” (Mc 9,43; cfr. etiam Mc 9, 45.47).
Pero diría que esta imagen tan fuerte de los miembros de mi cuerpo me pone sin demasiada confusión frente al espejo de mi conciencia. La referencia a la mano, al pie, al ojo, me recuerdan las sufridas palabras del Apóstol Pablo en la carta a los Romanos:
“Descubro en mí esta ley: queriendo hacer el bien, se me presenta el mal. Porque de acuerdo con el hombre interior, me complazco en la Ley de Dios, pero observo que hay en mis miembros otra ley que lucha contra la ley de mi razón y me ata a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Ay de mí! ¿Quién podrá librarme de este cuerpo que me lleva a la muerte? ¡Gracias sean dadas a Dios, por Jesucristo, nuestro Señor!” (Rom 7, 21-25).
El Apóstol de los gentiles, que se hizo testigo del Evangelio de la Gracia (cfr. Rom 1, 16), no se rinde ante nuestra propensión al pecado. Exhorta a los Romanos con palabras de fuego que invitan a la conversión y a la fidelidad: “Así como para iniquidad entregasteis vuestros miembros como esclavos a la impureza y a la iniquidad, así ahora entregad vuestros miembros como siervos a la justicia para la santificación” (Rom 6, 19).
El Señor nos enseña, por lo tanto, otra exigencia sublime del discipulado, una medicina preventiva que Jesús Eucaristía, Fuego de Amor, propone hoy también a vosotros, jóvenes comprometidos en la formación al ministerio sagrado y eclesial: “Cada uno será salado por el fuego” (Mc 9, 49).
El fuego arde, inflama, purifica. Es signo elocuente del Espíritu Santo. Según las bellísimas palabras del Santo Padre, pronunciadas en esta Basílica de San Pedro el domingo pasado, solemnidad de Pentecostés:
“El fuego de Dios, el fuego del Espíritu Santo, es el de la zarza que arde sin consumirse (cf Ex 3,2). Es una llama que arde, pero no destruye; que, así, inflamando hace emerger la parte mejor y más verdadera del hombre, como en una fusión hace emerger su forma interior, su vocación a la verdad y al amor.
Un Padre de la Iglesia, Orígenes, en una de sus Homilías sobre Jeremías, informa de un hecho atribuido a Jesús, no contenido en las Sagradas Escrituras pero quizás auténtico, que dice así: «Quien está cerca mío está cerca del fuego» (Homilía sobre Jeremías L. I [III]). En Cristo, de hecho, habita la plenitud de Dios, a quien en la Biblia se compara con el fuego. Hemos observado anteriormente que la llama del Espíritu Santo arde pero no quema. Y sin embargo obra una transformación, y por eso debe consumir algo en el hombre, las escorias que lo corrompen y le obstaculizan en sus relaciones con Dios y con el prójimo. Este efecto del fuego divino sin embargo nos asusta, tenemos miedo de “quemarnos”, preferimos quedarnos como estamos. Esto es porque muchas veces nuestra vida está configurada según la lógica del tener, del poseer y no del darse. Muchas personas creen en Dios y admiran la figura de Jesucristo, pero cuando se les pide perder algo de sí mismos, entonces se echan atrás, tienen miedo de las exigencias de la fe. Es el miedo a tener que renunciar a algo bueno, en el que somos atacados, el miedo a que seguir a Cristo nos prive de la libertad, de ciertas experiencias, de una parte de nosotros mismos. Por una parte queremos estar con Jesús, seguirlo de cerca, y por otra tenemos miedo de las consecuencias que eso comporta.
Queridos hermanos y hermanas, siempre necesitamos oír decir del Señor Jesús lo que a menudo les repetía a sus amigos: «No tengáis miedo». Como Simón Pedro y los demás, debemos dejar que su presencia y su gracia transformen nuestro corazón, siempre sujeto a la debilidad humana. Debemos saber reconocer que perder algo, incluso a uno mismo por el verdadero Dios, el Dios del amor y de la vida, es en realidad ganar, reencontrarse más plenamente. Quien se confía a Jesús experimenta ya en esta vida la paz y la alegría del corazón, que el mundo no puede dar, y no se pueden quitar una vez que Dios las ha dado. ¡Vale por tanto la pena dejarse tocar por el fuego del Espíritu Santo! El dolor que nos causa es necesario para nuestra transformación. Es la realidad de la cruz: por eso en el lenguaje de Jesús el«fuego» es sobre todo una representación del misterio de la cruz, sin el cual no existe el cristianismo. Por eso, iluminados y confortados por estas palabras de vida, elevemos nuestra invocación: ¡Ven, Espíritu Santo! ¡Enciende en nosotros el fuego de tu amor! Sabemos que ésta es una oración audaz, con la que pedimos ser tocados por la llama de Dios; pero sabemos sobre todo que esta llama -y sólo ésa- tiene el poder de salvarnos. No queramos, por defender nuestra vida, perder la eterna que Dios nos quiere dar. Necesitamos el fuego del Espíritu Santo, porque sólo el Amor redime”.
“Cada uno será salado por el fuego” (Mc 9, 49).
La sal preserva de la corrupción, da sabor. Los Santos Padres ven aquí la imagen de la continencia y de la sabiduría. El Apóstol Pablo exhortaba a los Colosenses (Col 4, 6): “Sea vuestra palabra siempre con gracia, sazonada con sal, para que sepáis cómo debéis responder a cada uno”. La sal, por lo tanto, es el Señor Jesucristo que ha preservado a todo el mundo de la corrupción y ha concedido a los suyos, a nosotros, ser sal y luz de la tierra (Mateo 5, 13).
“La sal es una cosa excelente, pero si se vuelve insípida, ¿con qué la volveréis a salar? Que haya sal en vosotros mismos y vivid en paz unos con otros” (Mc 9,49).
Esta es la invitación que Jesús, el Maestro, nos dirige a todos hoy, en esta solemne Adoración de reparación y de oración de intercesión en sintonía con el Santo Padre Benedicto XVI. Nosotros oímos la llamada del Señor. No queremos disipar el entusiasmo de nuestra respuesta. No queremos que nuestra sal pierda su sabor. A los pies de la Eucaristía, hacemos nuestra la oración que la Iglesia dirige a Jesús, presente en el Altar, durante la Santa Misa:
“Señor Jesucristo, que dijiste a tus apóstoles «La paz os dejo, mi paz os doy», no tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia y, conforme a tu palabra, concédele la paz y la unidad. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén” (Misal Romano).
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Fuente: Zenit (edición en lengua italiana)
Traducción: La Buhardilla de Jerónimo
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