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Ofrecemos una entrevista, publicada en L’Osservatore Romano, al cardenal Roberto Tucci, quien además de haber sido director de la revista La Civiltá Cattolica y de la Radio Vaticana, durante 20 años (desde 1982 hasta 2002) fue el organizador de los viajes pontificios. En la entrevista, el cardenal Tucci habla de su servicio a la Iglesia, su relación con los Pontífices, el trabajo en la revista de los jesuitas y en la radio del Papa, y de algunos interesantes recuerdos de los viajes pontificios.
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Sacerdote, compañero de Jesús a toda costa. Al punto de irse de su casa, todavía muy joven, para seguir su vocación. Tenacidad coronada por una vida sacerdotal ejemplar y por una vivacidad intelectual internacionalmente reconocida, por un servicio a la Iglesia con fidelidad y humildad, hasta la púrpura romana. El cardenal Roberto Tucci acepta hablar con nuestro periódico, “si bien – dice previamente con la natural franqueza heredada de sus orígenes napolitanos – no entiendo por qué queréis entrevistarme. No soy un personaje importante como para terminar en las páginas de L’Osservatore Romano”. Y no es falsa modestia: como lo sabe quien conoce al “padre Tucci” – muchos continúan llamándolo así – que, entre otras cosas, nunca ha concedido entrevistas a ningún periódico. Y hablando, recorre los recuerdos de los últimos años de la historia de la Iglesia, muchos de los cuales ha vivido como protagonista, “no por voluntad mía – dice – sino por obediencia al Papa y a los superiores”. Nos encontramos en su estudio, en Radio Vaticana, a las 8.30. Ya está allí esperándonos y viene a nuestro encuentro sin aquel bastón convertido en su compañero de vida desde que sufre por un problema en la rodilla, “regalo de juventud”, bromea. Un café, como buen anfitrión napolitano, y luego comienza el viaje en la memoria.
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Jesuita, ¿por qué?
Si tuviera que darle una respuesta razonada, no sabría que decirle. Como sucede un poco con todos, ha sido el primer contacto con una figura o con una comunidad religiosa el que determinó la elección. Yo lo he tenido con la Compañía de Jesús y, por eso, cuando finalmente logré coronar mi deseo, fui con los jesuitas de Vico Equense.
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¿Por qué dice “cuando finalmente”?
Porque mi vocación ha tenido mucha oposición de mi madre. Era inglesa y anglicana pero, sobre todo, me consideraba demasiado joven para poder tomar una decisión tan importante. Y además era hijo único, y para ella era muy difícil aceptar la idea de que yo dejara la casa tan pronto.
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¿Y que hizo usted?
Me escapé de casa. Dos veces. Incluso sufrí el hambre: recuerdo que fui de algunos amigos para encontrar algo de comer. Llegué a Vico Equense, donde estaban los jesuitas. Y mi padre fue a buscarme con los policías del lugar y me llevó a casa, a pesar de mis protestas. Era menor de edad y no podía decidir solo.
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¿Y luego qué ocurrió?
Poco a poco, las cosas comenzar a ir por el lado correcto. Me acerqué a los jesuitas porque tenía una gran estima por el padre Alberto Giampieri, que entonces dirigía una congregación mariana en Posillio, donde estaba el teologado. Estaba un poco avergonzado porque aún no estaba bautizado en la Iglesia católica. Había sido bautizado en una iglesia anglicana y sentía que no estaba bien. Debo decir que, ante mi pedido de hacerme católico, mi madre enseguida estuvo de acuerdo y con un cierto entusiasmo. Pero no por motivos teológicos; en forma mucho más sencilla consideraba que, siendo italiano, era mucho mejor si era católico. Me lo dijo claramente mientras me llevaba de un anciano sacerdote católico que me preparó para el bautismo. Fui bautizado sub conditione, porque se consideraba válido ya el primer bautismo. Efectivamente era así. Cuando luego fui creado cardenal, fui en Nápoles a aquella iglesia anglicana donde había sido bautizado. Recuerdo al párroco, que me recibió con mucha gentileza. Incluso rezamos juntos. Tenía ya preparado el libro de los bautismos, abierto en la página correspondiente. Entre otras cosas, descubrí entonces que tenía un doble nombre: fui bautizado como Robert Francis.
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¿Recuerda algo del período vivido como anglicano?
Recuerdo que iba siempre con mi madre a los servicios en esta iglesia de Nápoles. Lo recuerdo porque era todo muy ordenado. Nos daban un pequeño misal apenas entrábamos y luego debíamos devolverlo antes de salir; hasta había almohadones para arrodillarse. Recuerdo que eran todas familias inglesas o algunas mixtas, como la mía. Luego encontré a este sacerdote realmente grande, que me cambió desde dentro y me infundió tanta determinación. De hecho, mi madre tuvo que rendirse frente a mi “cabeza dura” – como decimos en Nápoles – y me dio su aprobación. Pero la paz verdadera la hicimos algunos años más tarde, cuando fue a verme por primera vez en el noviciado. Fue algo cómico. Entre tantas reglas que nos imponían, estaba la de la modestia. Nos recomendaban, por ejemplo, tener la mirada baja, no mirar a los superiores a los ojos sino ligeramente por debajo. Y, por eso, frente a mi madre – que había ido a verme, entre otras cosas, para intentar convencerme una vez más de que desista –, yo permanecí en silencio y con la cabeza baja en signo de respeto. Ella interpretó mal esta actitud. Me tomó por el cuello de la túnica que usaba y me dijo, casi gritando, en inglés: “¡Mírame derecho a los ojos y no te hagas el jesuita!”. Luego, poco a poco, se fue convenciendo. Hizo amistad con varias parejas, padres de mis amigos, en particular con una señora italiana y el marido japonés que se había convertido al catolicismo. No me sorprendí cuando ella me dijo que se haría católica. Y terminó siendo mucho más fiel que muchos católicos de nacimiento.
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De estudioso a docente, y luego periodista. ¿Cuáles han sido las diversas etapas?
Una vez ordenado sacerdote – el 24 de agosto de 1950 –, tenía que ver qué hacer. Estaba en Nápoles, recientemente graduado en teología dogmática. Me fue ofrecida la cátedra en la facultad teológica San Luis y acepté con gusto. En esos años me acerqué al mundo periodístico. Con algunos colegas fundamos una revista y nunca habría pensando que esa aventura desembocaría en la dirección de La Civiltá Cattolica en 1959. Juan XXIII quería una actualización de la revista y tuve que encargarme de ello.
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¿Fue entonces cuando comenzó su amistad con Roncalli?
Con frecuencia, el Papa me llamaba por diversas cuestiones. He tenido con él nueve largas audiencias privadas y, cada quince días, me encontraba con el Secretario de Estado. A veces, Juan XXIII me veía desanimado y me consolaba; otras veces me veía vacilante, y me animaba. Luego, cuando convocó el concilio Vaticano II, fui nombrado miembro de la comisión preparatoria para el apostolado de los laicos. El Papa me quiso como perito conciliar. Trabajé mucho en la redacción de la Lumen gentium y de la Apostolicam actuositatem. Si tuviera que decir que me quedó más grabado en el corazón de aquel período, diría seguramente el trabajo hecho para la elaboración de aquel “esquema trece” que se convirtió luego en la Gaudium et spes. Recuerdo también con satisfacción los encuentros cotidianos con los periodistas de lengua italiana para informarles sobre los trabajaos en el aula. Me divertía mucho y lo hacía con gusto. Me sentía bien con los periodistas.
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Y de su experiencia en la dirección de “La Civiltá Cattolica”, ¿qué recuerda con más satisfacción?
Diría todo. Pero si debo indicar algo, hay un episodio que me dejó primero un sabor amargo aunque luego intervino el Papa y entonces comprendí que debía estar orgulloso. Era el primer encuentro entre el Pontífice y un representante de la Comunión anglicana. El cardenal Tardini, entonces Secretario de Estado, me llamó y me dijo que debía escribir un artículo para atenuar un poco la importancia – en su opinión, excesiva – que estaba asumiendo esta visita para la prensa. Por lo tanto, tuve que escribir para demostrar que se trataba de una visita como muchas otras que representantes de diversas confesiones hacían al Papa. Nada más que eso, mucho menos “histórica”. Y el mismo cardenal Tardini eligió un frío título: “La visita de cortesía del dr. Fisher a Su Santidad”. El arzobispo de Canterbury se ofendió por este artículo y lo manifestó apenas llegó a Roma. Yo quedé mal y, apenas el Papa me recibió en audiencia – en vísperas de Navidad de 1960 –, le manifesté mi malestar. Juan XXII no me dejó, ni siquiera, terminar de hablar. Me dijo que sabía todo, también que había seguido las directivas de Tardini. Me explicó que el Secretario de Estado, a su vez, había sido objeto de presiones por parte de la jerarquía católica, temerosa de que la visita fuese de algún modo interpretada como una bofetada al afirmarse de la Iglesia católica en Inglaterra. Me dijo también que mi artículo era óptimo y que había hecho bien en seguir las indicaciones de Tardini.
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En los siguientes años, de todos modos, usted ha tenido un rol importante precisamente en el ámbito ecuménico. Ha sido el primer sacerdote católico invitado a dirigir un discurso en una asamblea general del Consejo ecuménico de las Iglesias.
Fui llamado a Upsala, en Suecia, donde – era julio de 1968 – se realizaba la asamblea general. Me pidieron que intervenga sobre el tema “Movimiento ecuménico, Consejo ecuménico de las Iglesias e Iglesia católica”. Mi relación tuvo amplia resonancia y fue publicada en diversas revistas, tanto católicas como protestantes. Otras revistas me pidieron, luego, artículos sobre la cuestión ecuménica. También en 1975 fui invitado, esta vez en calidad de huésped, a otra asamblea general del Consejo ecuménico de las Iglesias. Era la quinta y se llevaba a cabo en Nairobi, en Kenya.
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Sus tiempos en la dirección de “La Civiltá Cattolica” coincidieron con un momento histórico muy importante para Italia: estaba en discusión la cuestión de la apertura a la izquierda sugerida por Aldo Moro. ¿Cuál fue el rol de la revista de los jesuitas?
Fueron, para mí, años llenos de incomodidad. Nuestros lectores eran muy atentos. Una de las tres secciones de la revista – junto a “Santa Sede” y “Exteriores” – era precisamente “Italia”. El cardenal Tardini, aún Secretario de Estado, era bastante contrario a esta apertura así como lo era, por otro lado, a la hipótesis de un partido católico conservador. Una vez me dijo: “Por caridad, esto lo quiere el cardenal Ottaviani. No yo, porque estoy convencido de que si se constituyen dos partidos católicos, pelearían más entre ellos que para defender los intereses de los católicos”. Y recuerdo también que toda nuestra crónica relativa a Italia volvía de la revisión de la Secretaría de Estado llena de observaciones y correcciones de los colaboradores de Tardini.
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¿Y cómo veía Juan XXIII la cuestión?
Le contaré una anécdota significativa. Me recibió en audiencia en vísperas del famoso congreso de la Democracia cristiana, en 1962 en Nápoles, durante el cual Aldo Moro pronunció el discurso rebautizado por Andreotti como “la encíclica Cauti connubi”. Durante el encuentro, el Pontífice me repitió algo que ya me había confiado durante el primero de nuestros encuentros: no deseaba ocuparse de los asuntos de Italia y quería que la Secretaría de Estado fuera muy prudente con las cuestiones italianas. Me dijo que no entendía de política y, en todo caso, pensaba que el Papa, perteneciendo a la Iglesia universal, no debía estar involucrado en cuestiones particulares concernientes a Italia. Respecto a las divisiones internas de la Democracia cristiana, agregó – pienso que refiriéndose a la izquierda – que, de todos modos, debían ser respetados también aquellos que no estaban, por así decir, en las posiciones más aceptables, porque se trataba de personas que defendían sus ideas en buena fe: “Yo no entiendo de esto pero francamente no comprendo por qué no se puede aceptar la colaboración de otros, que tienen una ideología distinta, para hacer cosas en sí mismas buenas, con tal que no se ceda en la doctrina”. Así entendí que Moro tendría luz verde. Es más, pienso que al estadista se le comunicó esta posición del Papa porque, conociendo su fe, no creo que hubiera procedido de otra manera por ese camino.
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Y llegamos a los años de su aventura en la dirección de la Radio Vaticana.
Era 1973, y fue Pablo VI quien me llamó a sustituir a mi hermano jesuita, el padre Giacomo Martegani, quien había renunciado por graves motivos de salud. Dejé con nostalgia la dirección de La Civiltá Cattolica. Sin embargo, puse alma y cuerpo en el proyecto de desarrollo de la emisora del Papa. Tenía junto a mí un buen grupo de colaboradores y, por lo tanto, no fue difícil. Fueron años maravillosos y llenos de satisfacción. Pero, sobre todo, fueron años fundamentales para mi experiencia personal, tanto humana como sacerdotal, porque precisamente en mi calidad de director general de Radio Vaticana pude entrar en contacto con el sacerdote que imprimió un giro decisivo a mi vida espiritual: Juan Pablo II. En realidad, yo ya había conocido a Karol Wojtyla en los tiempos del concilio Vaticano II. Pero no había estado directamente en contacto con él.
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¿De qué manera Juan Pablo II imprimió un giro a su vida?
El tema es extremadamente amplio. El espacio de este diálogo no puede, ciertamente, contener el balance de una vida o la síntesis de un pontificado largo, rico, variado, ni puede representar el pensamiento o la acción pastoral de un hombre que, como los profetas, ha ido delante para hablar a toda la humanidad en nombre de Dios, testigo él mismo de Dios con nosotros y por nosotros, de Dios como futuro del hombre. Y yo he tenido la suerte de seguir sus pasos desde el inicio – primero como director de la Radio Vaticana, luego como organizador de sus viajes – y ha sido la experiencia que marcó mi vida. Entre otras cosas, quiso elevarme a la dignidad cardenalicia. Era el 21 de febrero de 2001.
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¿A cuándo se remonta su primer encuentro con él después de su elección?
El momento más importante, que luego dio inicio a mi relación especial con él, fue cuando me pidió presentar a los periodistas su primer encíclica, la Redemptor hominis. Acudí primero a él y le expliqué de qué manera tenía intención de presentarla. Había entendido bien la encíclica pero comprendía poco de su autor. Comprendí, entonces, todas sus preocupaciones por la Iglesia, por ciertas tendencias post-conciliares caracterizadas por poca atención al misterio de la Iglesia. Pero comprendí también todo su amor por la humanidad, a la que quería libre para que pudiera comprender y seguir mejor el camino del Evangelio. Con pasión, traté de transmitir su ansia pastoral también a los periodistas. Y busqué que la Radio Vaticana abriera cada vez más los caminos al Papa e hiciese fructífero su ministerio apostólico en todo el mundo. No sé si lo logré. Dediqué todo mi ser a esta tarea.
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¿Cómo fue el paso al nuevo cargo de organizador de los viajes papales al exterior?
Fue casi natural. Los había seguido todos desde el comienzo del pontificado y había acumulado una gran experiencia. A menudo hablaba de ello con Juan Pablo II y compartíamos muchas observaciones. De este modo, en 1982 me confió el trabajo de ocuparme de todo lo necesario para su desarrollo. En esos años, tuve que tratar con obispos, sacerdotes, laicos, con gobiernos, con monarcas. Tuve que ocuparme de protocolo, transportes, seguridad, alojamientos. Piense que, una vez, al final de una de las tantas reuniones que se hacían con el Papa para preparar un viaje, después de haber escuchado mis peripecias, me tomó del brazo y me dijo textualmente: “¡Pobre Padre Tucci! ¡Cómo ha caído hacia abajo desde la cima de la teología!”. Me había conocido, en efecto, cuando yo era teólogo en el Vaticano II.
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¿Qué recuerda de aquellos viajes?
Necesitaría un libro entero para recoger todo. Los recuerdos son muchos, muchísimos, y vale la pena no olvidar nada. Me gusta empezar recordando la valentía que mostraba el Papa Wojtyla al afrontar situaciones difíciles, a veces también escabrosas o peligrosas. Era testarudo. ¿Cómo olvidar su determinación en querer orar a toda costa en la tumba del arzobispo Oscar Arnulfo Romero en San Salvador? Ignorar aquella tumba había sido una de las condiciones puestas por el Gobierno para permitir la visita. Los obispos desaconsejaron al Papa que vaya. No había nada que hacer: Juan Pablo II quería hacerlo porque se trataba de un obispo asesinado mientras celebraba la Eucaristía. Cuando llegamos al lugar, encontramos la catedral cerrada. El Pontífice se detuvo y dijo que no se movería de allí hasta que no se le permitiera rezar en aquella tumba. Permanecimos por largo tiempo en la plaza desierta. La policía había hecho alejar a todos, no había nadie. Pero luego llegó la llave y el Papa pudo permanecer largo tiempo frente a aquella tumba.
Luego estuvo la contestación organizada por el Gobierno durante la Misa en Managua, Nicaragua, en 1983. Recuerdo que el mismo Juan Pablo II, en un momento, tomó el micrófono y gritó: “¡Silencio!”. Y obtuvo silencio.
¿Cómo olvidar el rostro de Wojtyla cuando se dio cuenta de la jugada que le hizo Pinochet durante el viaje a Chile en 1987? Lo hizo asomarse con él al balcón del palacio presidencial, contra su voluntad. Nos tomó el pelo a todos. A nosotros, los del séquito, nos hicieron sentar en un pequeño salón en espera del diálogo privado. Según lo pactado – que se había acordado por precisa disposición del Papa –, Juan Pablo II y el presidente no se asomarían para saludar a la multitud. Wojtyla era muy crítico con el dictador chileno y no quería aparecer junto a él. Yo mantenía continuamente la mirada en la única puerta que conectaba el salón, donde estábamos nosotros, con la habitación en la cual estaban el Papa y Pinochet. Pero con un movimiento estudiado, lo hicieron salir por otra puerta. Pasaron frente a una gran cortina negra cerrada – nos contó luego el Papa furioso – y Pinochet hizo detener allí a Juan Pablo II, como si tuviese que mostrarle algo. La cortina fue abierta de golpe y el Pontífice se encontró frente al balcón abierto hacia la plaza llena de gente. No pudo retirarse pero recuerdo que, cuando se despidió de Pinochet, lo fulminó con la mirada. Alfonsín, en Argentina, fue más respetuoso y no pretendió absolutamente aparecer a su lado. En cambio, en África, reyes, dictadores y gobernantes corruptos lo llevaban a todas partes para explotar la imagen. Él lo sabía pero era un precio que debía pagar para encontrarse con la gente. Esto lo afligía pero lo soportaba. Luego se desahogaba con nosotros. Y cuando hablaba, no ahorraba denuncias.
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¿Hay algo que recuerde en particular del período preparatorio de los viajes?
Muchas cosas, ciertamente. Las tratativas en los países comunistas, por ejemplo, porque las autoridades tendían a aislar lo más posible al Papa de la multitud. O bien, la necesidad de estudiar en los mínimos detalles posibles escenarios de atentados para evitar peligros: en los Estados Unidos ha sido una verdadera obsesión, ¡pero he aprendido diversas técnicas de los servicios secretos!
Tal vez una cosa que me quedó en la mente más que otras: la preparación de la visita a Cuba. Recuerdo, sobre todo, la gran disponibilidad por parte de las autoridades a dejar al Papa que fuera libre de hacer todo lo que deseaba. Pero el aspecto más interesante es que, tomadas las decisiones, debía hablar con Fidel Castro en persona. El hecho es que él comenzaba a trabajar a las nueve de la noche y, por lo tanto, a veces me recibía cerca de la medianoche.
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¿Ha habido algún viaje programado pero nunca realizado?
Más de uno, a decir verdad. Es conocido el último, el que el Papa quería realizar a Sarajevo durante la guerra, en 1994. Cuando hice la inspección del lugar con Alberto Gasbarri – actual director administrativo de la Radio Vaticana y organizador de los viajes papales fuera de Italia –, nos obligaron a usar el chaleco antibalas. Era demasiado peligroso y casi imposible garantizar la seguridad absoluta. Por lo tanto, con mucha amargura para el Papa, no pudo hacerse nada.
Recuerdo con pena el fracaso de la visita a Hong Kong. El cardenal John Baptist Wu Cheng-chung, obispo desde 1975, me manifestó sus perplejidades. Hong Kong tenía todavía su autonomía pero la presencia del Papa podía ser interpretada como un acto descortés con Taiwán: estábamos en 1994, en vísperas del paso de Hong Kong a China, ocurrido en 1997.
Otra desilusión fue el fracaso del viaje que el Papa quería hacer a Irak después de la guerra del Golfo. Recuerdo que llegamos, en avión, a una base militar en plena noche. Luego, seis horas en auto hasta Bagdad. Estuvimos tres días discutiendo con dos vice-ministros de Exteriores, los cuales sostenían que el Papa no entendía nada, porque Abraham era musulmán. Finalmente nos dijeron que el Papa en la tierra de Abraham, es decir en el sur de Irak, en el límite con Irán, habría representado un riesgo muy serio por posibles atentados, de los cuales luego serían culpados los iraquíes. Por lo tanto, era necesario reflexionar mucho antes de tomar una decisión. Entonces desaconsejé el viaje.
En tema de fracasos, no puedo dejar de recordar los encuentros nunca realizados con Alejo II. La primera vez, cuando el Papa viajaría a Austria. Por voluntad de la Santa Sede, organicé un encuentro con el Patriarca de Moscú, Alejo II, porque el padre Pierre Duprey, entonces secretario del actual Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, había sondeado el terreno y parecía que los tiempos estaban maduros. Hubo negociaciones y decidieron que podrían encontrarse en Viena. Preparé todo hasta los mínimos detalles. Habíamos elegido el monasterio cisterciense de la Santa Cruz. Pero, pocos días antes, el Patriarcado de Moscú nos hizo saber que el encuentro no se realizaría. El motivo, nos dijeron, era el maltrato reservado por los católicos a los ortodoxos en Ucrania por la recuperación de sus iglesias, un pretexto. Lo mismo ocurrió con ocasión de la visita a Pannonhalma, en Hungría, en 1996. También aquella vez estaba todo listo pero luego fueron puestas ulteriores condiciones y se canceló todo.
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El último pensamiento es para dos amigos.
El primero, que aún siento muy cerca de mi corazón, es el padre Pasquale Borgomeo. Un hermano para mí, antes que un compañero. Me ayudó muchísimo en mi aventura en la Radio Vaticana. Recuerdo que el día de las exequias, dije que si había alguien que podía decir verdaderamente al Señor “gracias por habérnoslo dado”, ese alguien era yo. En el período de mi dirección, dirigí la radio junto a él. Estábamos muy unidos y él, en cuanto a la radio, sabía más que yo: siento que he perdido mucho, si no todo [el Padre Borgomeo falleció el 2 de julio de este año].
Y luego, Alberto Gasbarri, un amigo auténtico, sincero, devoto. También él ha sido, para mí, insustituible. Al punto de que, cuando festejé mi púrpura cardenalicia con todos mis amigos, conocidos, colegas y parientes, en el discurso que pronuncié, dije sin medios términos que si este reconocimiento del Papa era por el servicio hecho a su pontificado itinerante, entonces el cardenalato lo habría merecido, mucho más que yo, el laico Gasbarri.
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Fuente: L’Osservatore Romano
Traducción: La Buhardilla de Jerónimo
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