jueves, 25 de octubre de 2012

Card. Filoni: “A cinco años de la carta a la Iglesia en China, el Papa espera una respuesta”

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Presentamos nuestra traducción de una reflexión que el Cardenal Fernando Filoni, Prefecto de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, ha escrito a cinco años de la importante Carta del Santo Padre Benedicto XVI a los católicos chinos, la cual nunca ha recibido una respuesta por parte de las autoridades de la República Popular China. La reflexión del purpurado hace un balance de la compleja situación actual de la Iglesia en China y ofrece algunas propuestas concretas para el futuro.

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El 2007 representa un año clave para la Santa Sede respecto a China: diez años antes, Hong Kong había vuelto bajo la soberanía de Pekín y treinta años antes (1977), Deng Xiaoping había abierto China. Por algunos años (1992-2001) yo he vivido en Hong Kong ocupándome de la Iglesia de aquel país que salía de largas y dramáticas persecuciones. Por razones de oficio, algunas veces he viajado a Pekín, encontrando favorables impresiones sobre el desarrollo económico de la nación. También para el futuro de la Iglesia se nutrían esperanzas: su historia de sufrimiento y de fidelidad, con sus confesores y mártires, provocaban una extraordinaria fascinación. Parecía que ya no pudiese sufrir más de lo que ya había sufrido, especialmente durante la Revolución Cultural (1966-1976). Sin embargo, los problemas, tanto internos a la Iglesia como en las relaciones con el Estado, eran enormes.


También entre China y la Santa Sede había grandes dificultades: históricas, culturales, políticas, de comprensión recíproca y de valoración de las cuestiones. Juan Pablo II había muerto en el 2005 con el deseo de visitar China y dejando una rica herencia de amor apasionado por la Iglesia en China, de atención paternal por quien se había alejado de la comunión plena con el Sucesor de Pedro, de vivo aprecio y de sentimientos de amistad por el pueblo chino. Yo fui testigo directo de esto en no pocas ocasiones. En el 2007, Benedicto XVI, examinando a fondo el status quo, consideró que los tiempos para las relaciones entre China y la Santa Sede eran objetivamente lejanos y por eso se necesitaba trabajar para allanar el camino. La primera tarea era manifestar públicamente cuál era la actitud de la Santa Sede frente a la compleja situación de la Iglesia en China, luego cuál debía ser la actitud que se esperaba internamente de la Iglesia china y en las relaciones con el Estado, y finalmente qué actitud tenía la Santa Sede respecto al Estado chino.


En este contexto nació y fue preparada la Carta a los Obispos, a los presbíteros, a las personas consagradas y a los fieles laicos de la Iglesia Católica en la República Popular China, publicada el 27 de mayo de 2007.


La Santa Sede y la compleja situación de la Iglesia en China


Después de años de estudio, la Santa Sede tenía la clara percepción de que la Iglesia en China, en su conjunto, no había sido nunca cismática. Cuando estuve en Hong Kong usaba una analogía para describir lo que había ocurrido. Desde su comienzo histórico, la evangelización en China había tenido lugar en fidelidad al Evangelio. Cristo era su única fuente y la Iglesia que de allí había nacido fluía como un río de agua límpida, a pesar de las vueltas y revueltas por los accidentes del terreno, es decir, de la historia. Un terremoto político que comenzó en 1950 alteró la vida. Por eso, una parte de las aguas comenzó a fluir bajo tierra, y otra parte continuó fluyendo en la superficie. Sucedió, por lo tanto, que una parte de la Iglesia no aceptó los compromisos y el control político, la otra los aceptó por cálculo existencial. Nos preguntábamos: ¿volverían esas aguas a fluir juntas, libre y abiertamente? Ciertamente en el Corazón de Cristo, mar infinito de Misericordia, allí habría una común conclusión. Pero en el curso de la historia, ¿sería posible que la Iglesia en China se presentase de nuevo visiblemente unida?


El objetivo de la Carta del Papa Benedicto XVI, como ya se dice en el parágrafo 2, es ofrecer orientaciones respecto a la vida de la Iglesia y a la obra de evangelización en China. Por lo tanto, no tiene un principal objetivo político. Según el Papa, de hecho, la Iglesia en China debería reencontrar en sí misma la voluntad y las energías para proceder hacia la reconciliación. Se necesitaba, por lo tanto, eliminar prejuicios e interferencias, divisiones y conspiraciones, odio y ambigüedad. Por eso era necesario comenzar un proceso de verdad, de confianza, de purificación y de perdón.


Los sujetos interesados eran: la así llamada Iglesia “clandestina”, o sea, no oficialmente reconocida por las autoridades civiles, y la así llamada Iglesia “patriótica”, o sea, oficialmente reconocida por las autoridades civiles. Pero estaban también la Sede Apostólica y las autoridades de Pekín.


Estos sujetos, de hecho, interactuaban creando una multiplicidad de relaciones abiertas y escondidas, prudentes e imprudentes, violentas y cautas.


Por lo tanto, ¿la reconciliación no habría sido nunca posible sin, al mismo tiempo, un diálogo entre la Santa Sede y Pekín?


El diálogo entre las las dos “corrientes”


A primera vista, hay que reconocer que lo auspiciado en la Carta del Papa ha conocido dificultades. Esto fue causado por las presiones externas sobre la misma Iglesia, pero también por las incomprensiones entre las dos “corrientes”. Décadas de separación han cavado surcos y elevado muros, de modo que las profundas heridas internas a la Iglesia están todavía presentes.


Se sabe, sin embargo, que el diálogo tiene como presupuesto la búsqueda de la verdad y como fin el perdón y la reconciliación. Si el Papa escribe que la solución de los problemas existentes no puede ser perseguida a través de un conflicto permanente, esto debe ser tomado en consideración por las dos “corrientes” de la Iglesia en China. Por lo tanto, el punto muerto puede ser superado por ambas “corrientes” en la fidelidad y en la obediencia al Sucesor de Pedro, principio y fundamento perpetuo y visible de la fe y de la comunión

(cf. Conc. Vat. II, Lumen gentium, 18).


El diálogo entre la Santa Sede y las autoridades chinas


La Carta de Benedicto XVI a la Iglesia en China se abre con la declaración, pública y clara, de que la Santa Sede está dispuesta a un diálogo respetuoso y constructivo con las autoridades de Pekín, subrayando que la solución de los problemas existentes no puede ser buscada a través de un conflicto permanente (n.4). Esta manifestación abierta de buena voluntad y de disponibilidad nunca ha faltado. Ciertamente el proceder de la Sede Apostólica y de un país grande y en evolución como China puede ser diverso, pero nos preguntamos: ¿se debe esperar para siempre?


Por su parte, ¿bajo qué condiciones la Santa Sede accede al diálogo (no sólo con China, sino con todos los países del mundo)? Supuestos algunas preliminares como la confianza recíproca, la igual dignidad, la voluntad clara de acceder y de proseguir también en las dificultades, la Santa Sede pone los propios parámetros de referencia en las características queridas para la Iglesia por su Fundador: la unidad, incluida la de los Obispos entre ellos y con el Papa; la santidad, incluyendo la dignidad y la idoneidad de sus pastores; la catolicidad, es decir, la universalidad; la totalidad y la integridad de la fe; y la apostolicidad, en relación a su origen y estructura. La Santa Sede es consciente de que tales características son encarnadas y vividas en el contexto concreto de cada pueblo, transformando íntimamente los auténticos valores culturales mediante su integración en el cristianismo. Por eso la Iglesia en China, así como en otros países, tendrá expresiones particulares, que permitan a sus fieles ser y sentirse plenamente católicos y plenamente chinos.


Es con referencia a tales características que se han manifestado los altibajos en estos cinco años desde la publicación de la Carta de Benedicto XVI a los católicos chinos. Por cuestiones de brevedad, podría identificar tres recientes obstáculos surgidos en el camino entre la Santa Sede y las Autoridades chinas:


1. La VIII Asamblea Nacional de los Representantes Católicos, organizada por las autoridades de Pekín en el 2010, ha incrementado el control del Estado sobre la Iglesia y en particular la política de las tres autonomías. Luego ha habido un encarnizamiento hacia el clero llamado “clandestino” para que adhiriese a la Asociación Patriótica, una institución puesta al control de la Iglesia en China con el fin de hacerla independiente de la catolicidad y del Papa. A su vez, la misma Asociación ha incrementando el propio control también sobre la comunidad llamada “oficial”, es decir, sobre los propios obispos, clero, lugares de culto, finanzas, seminarios (por ejemplo, un oficial del gobierno había sido nombrado vice-rector del Seminario Mayor de Shijiazhuang, induciendo a los seminaristas a la huelga y la protesta).


2. El control riguroso sobre los nombramientos de los Obispos ha llevado a la elección de candidatos a menudo discutibles, cuando no moralmente y pastoralmente inaceptables, si bien gratos a las autoridades políticas; nombramientos luego edulcorados con la elección que a menudo los participantes, con cartas y en otras formas, se han apresurado a contestar por serias razones.


3. Las consagraciones episcopales, tanto legítimas como ilegítimas, han sido forzadas a través de la intromisión en los ritos de obispos ilegítimos, creando dramáticas crisis de conciencia, tanto en los obispos consagrados como en los obispos consagrantes.


Tal vez algunas reacciones de la Santa Sede no han sido bien acogidas porque no se entendieron o porque no se tuvo presente que estaban dictadas por la preocupación de permanecer fieles a determinados valores, que pertenecen a la doctrina y a la tradición de la Iglesia y, por lo tanto, garantizan su misma identidad. En cambio, en la raíz de todas estas intervenciones, ha habido siempre un sincero y profundo respeto por los católicos chinos.


La Iglesia china y el Estado


En el contexto de la misión que ha recibido de Cristo, la Iglesia en China reivindica la libertad de cumplir la propia misión, sin interferencias civiles y en el respeto tanto de las leyes del Estado como de los principios de verdad, de justicia y de colaboración. Una vez, un anciano sacerdote chino me decía: “¡A nosotros, los católicos en China, se nos concede sólo la libertad del pájaro en la jaula!”. La Iglesia en China, en verdad, no pide privilegios, ni intenta ponerse en el lugar del Estado, como tampoco quiere identificarse de ningún modo con la comunidad política, siendo ellas, Iglesia y comunidad política, recíprocamente autónomas; de buen grado, en cambio, la Iglesia ofrece su propia contribución al bien común.


En concreto, la situación sigue siendo grave. Algunos obispos y sacerdotes están segregados o privados de la libertad, como recientemente ha ocurrido en el caso del obispo Ma Daqin de Shanghai por haber declarado su voluntad de dedicarse al ministerio pastoral a tiempo pleno, deponiendo cargos que, por otro lado, no son tampoco competencia de un Pastor. El control sobre las personas y sobre las instituciones ha crecido y se recurre cada vez más fácilmente a sesiones de adoctrinamiento y a presiones.


Ante la ausencia de libertad religiosa o en presencia de fuertes límites, ¿no le corresponde a toda la Iglesia defender los legítimos derechos de los fieles chinos y en primer lugar a la Santa Sede dar voz a quien no la tiene?


A cinco años del documento pontificio, ¿es posible aún tener esperanza?


Los intentos de diálogo que se han dado entre Roma y Pekín han mostrado grandes límites. Un diálogo sincero y respetuoso, abierto y leal, como ha pedido el Papa en la carta, es deseable y requiere contactos directos y estables entre las dos partes. Los resultados que se habían auspiciado en más de veinte años de contacto, de hecho, han faltado, mientras que no han faltado noticias incompletas o erradas, incomprensiones, acusaciones y rigideces.


Nos preguntamos: ¿no ha llegado tal vez el tiempo de pensar en un nuevo modo de dialogar, también más abierta y a un nivel más equivalente, donde ya no sea posible que intereses particulares socaven las voluntades, la confianza y la estima recíproca? La Santa Sede tiene un diálogo abierto y franco con muchos países. Por ejemplo, la Santa Sede y Vietnam han encontrado un modus operandi et progrediendi. También Pekín y Taipei tienen Comisiones estables de altísimo nivel para tratar cuestiones de interés recíproco. ¿No es posible esperar un adecuado y sincero diálogo con China?


China es un gran país y los chinos están por todas partes. Desde que, en 1978, ha comenzado a abrirse a la realidad mundial, ¡cuántos sacerdotes, clérigos, religiosos, religiosas y laicos se han formado en los seminarios y en los institutos católicos de todo el mundo! ¿Acaso alguna vez se les ha pedido que renuncien a su identidad nacional? ¿Acaso han sido forzados a seguir una fe contra su conciencia? Si los migrantes chinos piden el bautismo (y no son pocos), ¿no gozan de los mismos derechos que los otros bautizados? Y en un mundo que se abre y se interrelaciona cada vez más, ¿se puede pensar en un aislamiento de los católicos chinos sólo porque viven en su país?


¡Cuántas veces he hablado con amigos chinos que me comentan su orgullo de pertenecer al propio país, pero que se sienten humillados en cuanto católicos en su propia casa, mientras que son muy estimados y apreciados en otras partes! ¿Pueden las Autoridades chinas ser insensibles al grito de tantos conciudadanos? Incluso señales que, en estos cinco años, han generado positivas expectativas, se han debilitado; pienso, por ejemplo, en el majestuoso concierto ofrecido al Papa por la Orquesta Filarmónica China y por el Coro de la Obra de Shanghai (2008), iniciativa que, de todos modos, sigue siendo histórica y totalmente positiva.


Una mejor comprensión de la Carta a los católicos chinos


La Carta del Papa al clero y a los fieles chinos sigue siendo válida. Los acontecimientos de estos cinco años en la Iglesia en China han reiterado su valor, oportunidad y actualidad. Después de incertidumbres, dudas, miedos y restricciones que han retrasado su conocimiento y comprensión, ahora se abre un tiempo en que el documento pontificio puede ser mejor comprendido, puede representar un punto de partida para el diálogo en la Iglesia en China y puede estimular el diálogo entre la Santa Sede y el Gobierno de Pekín. El Papa Benedicto XVI espera que se realice pronto el deseo de su venerado Predecesor, Juan Pablo II, quien ya una década atrás había declarado: “No es un misterio para nadie que la Santa Sede, en nombre de toda la Iglesia católica y, según creo, en beneficio de toda la humanidad, desea la apertura de un espacio de diálogo con las Autoridades de la República Popular China, en el cual, superadas las incomprensiones del pasado, puedan trabajar juntas por el bien del pueblo chino y por la paz en el mundo” (Carta, n. 4). Por lo tanto, un diálogo que manifieste el debido aprecio por los católicos chinos, hijos fieles de su Pueblo, y produzca frutos de armonía y de paz, que van más allá del bien de la Santa Sede y de la Iglesia.


La Carta, de todos modos, sigue siendo un documento de carácter prevalentemente religioso y sirve para allanar el camino a la reconciliación en la verdad y sin ambigüedad en la Iglesia en China.


El documento pontificio, por lo tanto, me parece todavía un admirable punto de referencia que pone bien en evidencia la pasión del Papa por la verdad, la justicia política y el amor por su pueblo. Pero es también un texto en el que se conjugan la doctrina católica, la visión política y el bien común. Espera una respuesta.


22 de octubre de 2012


Card. Fernando Filoni

Prefecto de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos


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Fuente: AsiaNews


Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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miércoles, 24 de octubre de 2012

La sorpresa del Papa: en noviembre creará 6 nuevos cardenales

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Al finalizar la audiencia general de esta mañana, el Santo Padre Benedicto XVI ha dado el sorpresivo anuncio – esta vez no anticipado, como suele suceder, por los vaticanistas – de que el próximo 24 de noviembre celebrará un “pequeño” Consistorio para la creación de 6 nuevos cardenales. Entre los nuevos miembros del Colegio Cardenalicio, que a continuación presentamos, no hay ningún italiano, más aún, ningún europeo.


El Santo Padre, que recordó que “los cardenales tienen el deber de ayudar al Sucesor de Pedro en el desarrollo de su ministerio de confirmar a los hermanos en la fe y de ser principio y fundamento de la unidad y de la comunión de la Iglesia”, invitó a todos “a rezar por los nuevos elegidos, pidiendo la maternal intercesión de la Santísima Virgen María, para que sepan amar siempre con valentía y dedicación a Cristo y a su Iglesia”.


Los elegidos por el Papa para recibir la dignidad cardenalicia son:


1. Mons. James Michael Harvey, de 63 años de edad, Prefecto de la Casa Pontificia desde 1998, a quien tiene intención de nombrar Arcipreste de la Basílica Papal de San Pablo Extramuros, sucediendo en ese oficio al actual Arcipreste, el cardenal Monterisi.

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2. Su Beatitud Béchara Boutros Rai, de 72 años de edad, Patriarca de Antioquía de los Maronitas (Líbano) desde el año pasado, cuando fue elegido por el Santo Sínodo de la Iglesia Maronita, una de las más numerosas Iglesias Orientales Católicas, y recibió la comunión eclesiástica del Papa Benedicto XVI, a quien recibió el mes pasado en su Sede Patriarcal.

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3. Su Beatitud Baselios Cleemis Thottunkal, Arzobispo Mayor de Trivandrum de los Siro-Malankares (India), de 53 años de edad, elegido en el año 2007 como cabeza de la Iglesia Siro-Malankar, que restauró su comunión con la Sede de Pedro en 1930 y que fue elevada a Iglesia arzobispal mayor por el Beato Juan Pablo II en el año 2005.

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4. Mons. John Olorunfemi Onaiyekan, Arzobispo di Abuja (Nigeria), de 68 años de edad, elegido y consagrado obispo por el Beato Juan Pablo II en 1990, cuando lo nombró obispo coadjutor de Abuja, sede de la que sería titular en 1992, y finalmente primer arzobispo en 1994.

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5. Mons. Rubén Salazar Gómez, Arzobispo de Bogotá (Colombia), de  70 años de edad, nombrado hace dos años por el Santo Padre para ocupar la sede primada de Colombia, donde ya como arzobispo de Barranquilla ocupaba el oficio de Presidente de la Conferencia Episcopal, en el que fue reelegido recientemente. Es también primer Vicepresidente del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM).

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6. Mons. Luis Antonio Tagle, Arzobispo de Manila (Filipinas), que con 55 años de edad es el segundo más joven de los nuevos purpurados, desde el año pasado Arzobispo de una de las más importantes sedes asiáticas, por varios años miembro de la Comisión Teológica Internacional y actualmente a cargo de la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe de su nación.

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La Buhardilla de Jerónimo

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El Papa reorganiza las competencias de la Curia, con la mirada puesta en los seminarios

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Presentamos nuestra traducción de esta noticia del vaticanista Andrea Tornielli en la que hace referencia a próximos cambios en las competencias de la Curia Romana, que concentrarían en la Congregación para el Clero, guiada por el Cardenal Mauro Piacenza, la responsabilidad sobre los seminarios del mundo.

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El anuncio, dado un poco en silencio por el cardenal Gianfranco Ravasi por medio de una entrevista en L’Osservatore Romano, de la unificación de la Comisión para los Bienes Culturales de la Iglesia con el Pontificio Consejo para la Cultura, no será un caso aislado. Otros cambios, de hecho, están en vista. En la mañana del pasado jueves 18 de octubre Benedicto XVI se ha encontrado con los cardenales Zenon Grocholewski y Mauro Piacenza, respectivamente Prefectos de las Congregaciones para la Educación Católica y para el Clero, junto al arzobispo Rino Fisichella, Presidente del Pontificio Consejo para la Nueva Evangelización.


El objetivo de la pequeña cumbre era discutir y establecer una transferencia de competencias que involucra a los tres dicasterios vaticanos. El más significativo concierne al paso de la competencia sobre los seminarios de Educación Católica a Clero. Hoy es la Congregación guiada por Grocholewski la que se ocupa tanto de las universidades católicas como de la formación en los seminarios. El proyecto de transferir esta competencia al dicasterio guiado por el cardenal Piacenza tiene una larga historia, y una indicación en este sentido por parte de Benedicto XVI había llegado ya en el 2008. Pero luego ha habido dificultades y discusiones internas, y así la decisión al respecto había sido “congelada”.


En Italia la separación entre quien forma a los sacerdotes desde el punto de vista humano, espiritual y pastoral dentro de los seminarios, y quien se ocupa de su formación intelectual en las facultades teológicas y en los ateneos pontificios, es un dato de hecho. Mientras en muchos otros países, donde hay un inferior número de facultades teológicas, los profesores viven en los seminarios y los roles a veces se superponen. La reorganización en estudio debería, por lo tanto, asignar al dicasterio que se ocupa del clero la competencia sobre la formación interna en los seminarios.


Pero si el “ministerio” vaticano para los sacerdotes podría ahora ganar una competencia, perdería otra.  De hecho, está previsto que la catequesis, hasta ahora una de las materias de las que se ocupa la Congregación para el Clero, pase al recientemente creado dicasterio para la Nueva Evangelización, instituido por Benedicto XVI y guiado por el arzobispo Fisichella. La catequesis y la difusión de las enseñanzas del Catecismo de la Iglesia Católica, el texto publicado en 1992 a cargo del entonces cardenal Joseph Ratzinger que acoge las enseñanzas del Concilio Vaticano II, es un elemento fundamental para la transmisión de la fe y la nueva evangelización. Y, por lo tanto, el nuevo Pontificio Consejo se ocupará de esto directamente.


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Fuente: Vatican Insider


Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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lunes, 22 de octubre de 2012

La señal del Papa: el retorno del fanón, símbolo del “escudo de la fe”

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En esta breve pero interesante entrevista, cuya traducción en lengua española ofrecemos, Don Nicola Bux explica las motivaciones y el significado de una sorpresiva introducción en la liturgia pontificia de las Canonizaciones, celebradas ayer en el Vaticano, junto a la anunciada modificación del rito: el retorno del fanón papal, un ornamento exclusivo del Romano Pontífice, que se encontraba en desuso desde los primeros años del pontificado de Pablo VI y que, hasta el día de ayer, sólo había sido usado en una ocasión por el Beato Juan Pablo II.

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Don Nicola Bux, ¿por qué Benedicto XVI ha utilizado el fanón papal?


El fanón se usa sobre la casulla, y está formado por dos mucetas superpuestas la una a la otra; la inferior es más larga que la superior. Es de tela blanca y dorada, con largas líneas perpendiculares, separadas por una franja amaranto o roja. Sobre el pecho tiene una cruz bordada en oro.

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¿Cuál es el significado litúrgico del fanón papal?


Simboliza el escudo de la fe (cfr. Efesios 6, 16: “Tened siempre embrazado el escudo de la fe, para que en él se apaguen todas las flechas incendiarias del maligno”) que protege la Iglesia católica, representada por el Papa. Las bandas verticales de color dorado y plateado representen la unidad y la indisolubilidad de la Iglesia latina y oriental.

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Por primera vez, el domingo pasado, el rito de la Canonización ha sido anticipado antes del comienzo de la Misa. Había sucedido también con el Consistorio para la creación de nuevos cardenales en febrero y, aún antes, con el canto de la Kalenda la noche de Navidad. ¿Cuál es el motivo de estas opciones?


La razón es lograr que se perciba cada vez mejor la diferencia entre lo que pertenece al rito eucarístico de la Misa y lo que en cambio se añade a él excepcionalmente. Hoy cada vez más se tiende a añadir a la Misa otros ritos, o hacer mezclas indebidas, o a superponer frecuentemente otros ritos sacramentales. Todo esto termina impidiendo que los fieles perciban los márgenes del Sacrificio Eucarístico, así como de los distintos sacramentos y sacramentales, llevando a reducir la Misa a un programa que se completa a gusto.

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¿No existe el riesgo de que a, los ojos de los creyentes y de todo el mundo, la imagen del Papa usando vestiduras litúrgicas en desuso o las continuas modificaciones en la estructura de los ritos presididos por él puedan presentar a Benedicto XVI como un Pontífice anticuado al que le gusta usar vestimentas de museo?


Ningún riesgo, sino la señal de que, en la Iglesia, hay continuidad de Magisterio: lo que era sagrado sigue siendo sagrado. El ornamento usado por primera vez por Benedicto XVI en esta Canonización ha sido usado por Juan Pablo II, así como por Pablo VI, por Juan XXIII, por Pío XII.


Aquello que hoy debe volver a comprenderse es que los ornamentos litúrgicos no siguen las modas humanas sino que quieren dar gloria a Dios. Los sacerdotes y los obispos hasta el Papa son ministros, es decir, siervos – el Papa es servus servorum Dei -, por lo tanto, frente a la Majestad divina deben presentarse con la mayor dignidad. La riqueza de los ornamentos es el signo de esto, si bien nunca bastante adecuado, y a él debe corresponder la pureza del corazón y la castidad del cuerpo, como escribe san Francisco en la Carta a los Fieles.


Lo sagrado no va nunca al museo. La actual tendencia a la exhibición en museos de los objetos sagrados tiene algo de patológico cuando no está justificada por el motivo de salvaguardar su conservación. Los ornamentos son, en gran parte, fruto de donaciones del pueblo de Dios para conferir esplendor al culto divino.


La modificación de la estructura de los ritos corresponde a la exigencia de restaurar lo que se ha deformado por el paso del tiempo o las concesiones a las modas del momento, para permitir a los ritos expresar más claramente la lex credendi de la Iglesia. A diferencia de la beatificación, la canonización, por ejemplo, es un acto solemne del Magisterio pontificio, que declara ex cathedra, es decir, de modo infalible, que algunos de sus hijos gozan con seguridad de la visión beatífica de Dios en el Paraíso, y pueden ser invocados como intercesores y señalados como ejemplos para toda la Iglesia y no sólo para las Iglesias particulares.

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Fuente: Orticalab


Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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domingo, 21 de octubre de 2012

Testigos de la fe: los siete nuevos santos del Año de la Fe

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Al comienzo del Año de la Fe, el Santo Padre preside hoy las Canonizaciones por las cuales ofrecerá a la Iglesia siete nuevos santos, testigos de la fe para nuestro tiempo. Presentamos la entrevista que el Cardenal Angelo Amato, Prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos, ha concedido a L’Osservatore Romano para ilustrar las figuras de los que hoy serán elevados al honor de los altares: la nativa norteamericana Catalina Tekakwhita, el sacerdote jesuita Santiago Berthieu, el joven catequista filipino Pedro Calungsod, el sacerdote italiano Juan Bautista Piamarta, la religiosa española María Carmen Sallés y Naranguersa, la religiosa alemana Mariana Cope y la laica alemana Ana Schäffer.

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¿Cómo podemos interpretar estas canonizaciones en pleno desarrollo del Sínodo y a pocos días de la apertura del Año de la Fe?


En el Año de la Fe, estas canonizaciones celebran a hombres y mujeres, grandes y pequeños, que han vivido con heroísmo su fe bautismal. El Papa no podía dar un mensaje más claro para el comienzo de este Año bendito. La fe, de hecho, no sólo debe ser acogida y motivada, sino sobre todo vivida y testimoniada, incluso con heroísmo. La Iglesia pide hoy a sus hijos superar el respeto humano y ser explícitos en la afirmación y la defensa de su identidad cristiana. Nuestra cultura, que está tan orgullosa de defender los derechos fundamentales de la libertad de conciencia y del respeto de las otras convicciones religiosas, es enormemente enriquecida por la coherencia de vida y por la perfección de la caridad de los cristianos.

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Dos sacerdotes, dos religiosas y tres laicos: se puede decir que el pueblo de Dios está enteramente representado. ¿Qué es lo que une a estas figuras eclesiales tan lejanas, en el tiempo, entre ellas?


El hilo conductor es su santidad, que es la vocación de todo bautizado: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5, 48). El concilio Vaticano II ha dedicado un amplio capítulo de la Constitución dogmática sobre la Iglesia precisamente a la “vocación universal a la santidad en la Iglesia”, afirmando que todos están llamados a la santidad, tanto aquellos que pertenecen a la jerarquía, como aquellos que son dirigidos por la jerarquía. A todos, de hecho, está dirigida la palabra del apóstol Pablo: “Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación” (1Tes. 4, 3).


En nuestro caso, tenemos al jesuita francés Jacques Berthieu (1838-1896), misionero en Madagascar. Impresionaba profundamente su celo evangelizador y su fe inmensa. Fue asesinado in odium fidei con un golpe en la nuca, mientras trataba de defender a sus fieles de los ataques de los rebeldes, que veían en los misioneros a aquellos que, llevando a Cristo, habían hecho perder el poder a las divinidades paganas y a sus amuletos.


En el grupo de los siete beatos hay también otro mártir. Se trata del joven catequista filipino Pedro Calungsod (1654-1672), uno de los muchos muchachos que acompañaban a los misioneros jesuitas españoles en misión en las islas del Océano Pacífico, hoy denominadas Marianas. Fue martirizado, junto al beato Diego Luis de San Vitores, con un golpe de lanza. Sus cuerpos fueron abandonados, con una gran piedra atada a los pies, en el fondo del océano. El hecho causó enorme impresión entre los cristianos, que recordaban a Pedro como un joven virtuoso, fiel a Cristo y entusiasta de su fe. Con su martirio, Pedro dio prueba de ser un valiente soldado del Señor Jesús (cfr. 2 Tim. 2, 3).

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Muchos padres sinodales, en sus intervenciones, han subrayado la ejemplaridad de los santos para una evangelización más eficaz. ¿Cree que la Iglesia debe dar más importancia al valor testimonial de sus fieles?


Desde los orígenes, la Iglesia ha sido bendecida por el testimonio de sus fieles. Los mártires son, de hecho, los “testigos” heroicos de la fe, hasta el don de la propia vida. Santos mártires y santos confesores son todos testigos calificados del Evangelio de Cristo. Ellos reflejan a su Señor, imitándolo con una existencia de pobreza, de pureza de corazón, de misericordia, de caridad. Los santos, como san Francisco de Asís, evangelizan con su existencia enteramente evangélica de completa asimilación a su Señor y Maestro. Hoy, sobre todo, el pueblo de Dios tiene necesidad de maestros, pero sobre todo de testigos santos.

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En estas figuras de santidad, ¿qué aspecto es más actual para la Iglesia y para la sociedad?


Su fidelidad al bautismo. Esto significa que ellos han hecho fructificar los talentos espirituales recibidos en el bautismo, es decir, las virtudes teologales de fe, esperanza y caridad. Con el ejercicio de su caridad hacia Dios y hacia el prójimo ellos hacen resplandecer a la Iglesia, como la casa de la misericordia que acoge a los desheredados, que consuela a los afligidos, que instruye a los ignorantes, que cura a los enfermos. Esta santidad – como demuestra nuestra civilización del amor – ayuda a promover un tenor de vida más humano también en la misma sociedad terrena. Desde este punto de vista, los santos se revelan también como los verdaderos benefactores de la ciudad del hombre.
El sacerdote bresciano, Juan Bautista Piamarta (1841-1913), por ejemplo, es fundador de la Congregación de la Sagrada Familia de Nazaret y de las Humildes Siervas del Señor. Son dos instituciones cuyo objetivo es la formación cristiana y la orientación profesional de los jóvenes. Este apostolado es todavía hoy altamente benéfico para aquellos jóvenes que, sin la adquisición de un oficio, se encontrarían abandonados a la ignorancia y a la indigencia.


También la religiosa española, María del Monte Carmelo (1848-1911), fundadora de las hermanas Concepcionistas Misioneras de la Enseñanza, se ha ocupado de la formación cristiana y profesional de las muchachas.


Como se ve, estos dos santos, siguiendo el ejemplo de Jesús que pasaba por los pueblos y las ciudades haciendo el bien, enriquecen a la sociedad con aspectos concretos de la caridad cristiana, mediante la instrucción escolástica, la orientación profesional, la asistencia a los trabajadores, el cuidado de su formación humana y cristiana. De este modo, el Evangelio se encarna en la sociedad, promoviendo una vida más buena y honesta.

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Hay dos mártires, Pedro Calungsod y Jacques Berthieu, en el grupo que el Papa canoniza. ¿Por qué hay todavía hoy tanta hostilidad con los cristianos en muchas partes del mundo?


La historia de la Iglesia está marcada desde el comienzo por el martirio de sus hijos inocentes. Por otro lado, entre las bienaventuranzas evangélicas, que describen los comportamientos esenciales de los discípulos de Cristo, está también la persecución: “Felices vosotros cuando os insulten, os persigan y se os calumnie en toda forma a causa de mí. Estad alegres y contentos porque vuestra recompensa será grande en los cielos” (Mt. 5, 11-12).


Jesús mismo, el inocente cordero sin mancha, fue injustamente condenado a muerte y crucificado. Pero la muerte fue vencida por Aquel que es el Autor de la Vida, que después de tres días resucitó, revelando la verdadera meta de la existencia terrena: la vida eterna. El pasado 13 de octubre, dos días después del comienzo del Año de la Fe, han sido beatificados en Praga 14 frailes franciscanos, asesinados in odium fidei por los enemigos de la Iglesia de Cristo. ¿Por qué las persecuciones anticristianas? Porque las tinieblas tienen miedo de los hijos de la luz y no dudan en suprimirlos. En vano, sin embargo, porque la sangre de los mártires es fecunda semilla de cristianos. La muerte, como el mal, no tiene nunca la última palabra.

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Entre los nuevos santos está la primera nativa norteamericana en ser elevada al honor de los altares. ¿Qué significado reviste para estos pueblos y para quienes los han discriminado?


Digamos, en primer lugar, que la Iglesia nunca ha discriminado a nadie. Se ha interesado siempre – puede verse a la beata Madre Teresa de Calcuta – por la asistencia y la protección de los seres más débiles y marginados. Más aún, a menudo ha sido la precursora de muchos derechos humanos, que hoy son considerados no negociables, como la defensa de los más pequeños y de los más pobres. Es conocida la carta que Meshkioassang, jefe de una tribu indígena de América del Norte, escribió el 13 de marzo de 1885 al Papa para manifestar todas las virtudes de esta joven y pedir el reconocimiento de su santidad para ofrecerla a la veneración de sus hermanos indígenas. La Iglesia no ha dejado de escuchar el pedido del jefe de la tribu. En el consistorio del sábado 18 de febrero de 2012, Benedicto XVI ha respondido al pedido hecho por las 27 tribus de católicos nativos americanos, repartidos entre los Estados Unidos del Norte y Canadá, anunciando la canonización de la beata Catalina Tekakwitha para el 21 de octubre de 2012.


La glorificación de Kateri Tekakwitha (1656-1680), hija de un jefe mohawk, pagano, y de una algonquina, ferviente cristiana, ha suscitado gran alegría y entusiasmo entre los nativos americanos. Es un gran honor para este pueblo orgulloso y valiente, que ve en este acto solemne de la Iglesia, su madre espiritual, el reconocimiento oficial del heroísmo de su joven hija, del temperamento dulce y caritativo, que vivía trabajando y rezando en los bosques de su tierra. Dedicándose completamente al amor de Jesús, hizo el voto de virginidad perpetua. En febrero de 1680, agotada por la enfermedad, murió diciendo: “Jesús, te amo”. Una vez más se había verificado la bienaventuranza evangélica: “Felices los que tienen el corazón puro porque verán a Dios” (Mt. 5, 8). La pureza angelical es el impactante mensaje que la joven Tekakwitha deja a la Iglesia y al mundo de hoy, tan lejano de la sencillez divina de esta joven.

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Entre los nuevos santos hay cuatro mujeres y tres hombres. ¿Es tal vez un signo de la mayor atención de la Iglesia hacia las mujeres?


En este caso se trata de la simple maduración de las respectivas causas y, por lo tanto, de coincidencia fortuita. También este campo, de todos modos, la Iglesia siempre ha dado gran espacio a sus hijas. Podemos pensar en la autoridad concedida a las abadesas de los monasterios y también en la libertad de movimientos y decisiones que tienen las superioras generales de las congregaciones religiosas.

Pero es más importante detenerse un segundo en las figuras de estas dos santas, ambas con un gran deseo de ser misioneras. Ana Schäffer, sin embargo, no pudo realizar este sueño por estar afectada por incidentes y enfermedades, que la obligaron por largo tiempo a permanecer en cama. Aceptó su enfermedad como camino de santificación personal y de edificación del prójimo.

Marianne Cope, en cambio, es conocida como Madre Mariana de Molokai. Como san Damián de Veuster, también ella se prodigó con heroísmo y abnegación en la asistencia a los leprosos. En la Iglesia la santidad está siempre acompañada por la caridad hacia los necesitados. Esta benéfica proyección social hace del Evangelio el libro de la vida para la humanidad entera.

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Fuente: Il Sismografo

Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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miércoles, 17 de octubre de 2012

Con un nuevo Motu Proprio, el Papa reforma el Pontificio Consejo para la Cultura

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Presentamos esta entrevista que el Cardenal Gianfranco Ravasi ha concedido a L’Osservatore Romano sobre el Motu proprio “Pulchritudinis fidei”, del Papa Benedicto XVI, por el cual son fusionados el Pontificio Consejo para la Cultura y la Pontificia Comisión para los Bienes Culturales de la Iglesia.

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Arte y fe, proyectos humanos y acción del Espíritu, misterio y signo se han entrelazado y fusionado inseparablemente en la historia: “Ecclesiae historiam esse quoque inseparabiliter culturae et artium historiam” (“la historia de la Iglesia es también, inseparablemente, historia de la cultura y del arte”) se lee en el Motu proprio Pulchritudinis fidei con el cual la Pontificia Comisión para los Bienes Culturales de la Iglesia es unida al Pontificio Consejo para la Cultura. Aprobado el pasado 30 de julio por Benedicto XVI y publicado en las “Acta Apostolicae Sedis” del 3 de agosto, el documento pontificio entrará en vigor el próximo 3 de noviembre. Hemos pedido al cardenal Gianfranco Ravasi que nos hable de los motivos y las consecuencias de esta fusión.

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La exigencia de una coordinación única ha crecido a lo largo de los años, se lee en el documento: ¿por qué?


Alguna nota histórica: Pío XI en 1924 creaba la Pontificia Comisión Central para el Arte Sacro en Italia, específicamente encargada del cuidado del patrimonio histórico-artístico de la Iglesia, pero con exclusiva competencia para el territorio italiano. Juan Pablo II, por su parte, con la Constitución Apostólica Pastor Bonus (28 de junio de 1988) la había transformado luego en la Pontificia Comisión para la Conservación del Patrimonio Artístico e Histórico de la Iglesia, vinculándola a la Congregación para el Clero. El mismo Pontífice la transforma sucesivamente en la Pontificia Comisión para los Bienes Culturales de la Iglesia con el Motu proprio Inde a pontificatus (25 de marzo de 1993). Juan Pablo II, unificando el Pontificio Consejo para la Cultura y el Pontificio Consejo para el Diálogo con los No Creyentes, subrayaba al mismo tiempo la exigencia de “una estrecha relación entre el trabajo de este Pontificia Consejo y la actividad a la que está llamada la Pontificia Comisión para la Conservación del Patrimonio Artístico e Histórico de la Iglesia”, desde entonces denominada Pontificia Comisión para los Bienes Culturales de la Iglesia. En el mismo documento se dispone que la Comisión “no estará ya establecida en la Congregación para el Clero, sino que será autónoma, con un propio presidente que formará parte de los miembros del Pontificio Consejo para la Cultura, con el cual mantendrá contactos periódicos, para asegurar una sintonía de finalidades y una fecunda colaboración recíproca”.


La unificación de los dos organismos sella, de este modo, un camino de convergencia, implementado también en los ordenamientos de muchas naciones – es un uso difundido, en Italia y en el Consejo de Europa – hacia una visión cultural amplia y articulada en su organicidad y unidad, en el que también el extraordinario patrimonio histórico-artístico de la Iglesia, producido a lo largo de los siglos, con sus más específicas exigencias de tutela, conservación y valorización, recibe su más digna colocación en el ámbito de las actividades culturales promovidas por la Santa Sede.

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¿La Comisión se convertirá, por lo tanto, en un departamento dentro del Pontificio Consejo para la Cultura?


Sí, como Fe y arte, el Patio de los Gentiles, o el recientemente constituido dedicado al Deporte. También la Unesco hoy protege la “cultura inmaterial”; a la base del nuevo concepto de cultura no está ya la idea del siglo XVIII de una aristocracia intelectual, sino un concepto antropológico, la elaboración consciente de cada obra de la creatividad humana; el arco de las actividades no se puede seleccionar por fragmentos, se necesita una mirada de conjunto. Entre las áreas de competencia del departamento está obviamente también la colaboración con la Fundación para los Bienes y las Actividades Artísticas de la Iglesia.

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¿Las prioridades que están la agenda?


Debemos proceder a un análisis de la aplicación de los documentos ya publicados en la Iglesia universal en cuestión de bibliotecas, inventarios y catalogación, archivos y museos. Un gran artífice, en esto, ha sido el cardenal Francesco Marchisano, y de esto se ocupará de modo particular monseñor Carlos Moreira Azevedo, delegado del Pontificio Consejo para la Cultura.


Se necesitan modelos concretos y direcciones de método para ofrecer elementos de gestión cultural, que permitan encontrar recursos financieros, y para adaptar a una gradualidad realista y eficaz las orientaciones existentes según las posibilidades de las diversas iglesias. Los ejemplos de esto podrían ser muchísimos: pienso en el caso de Arequipa en Perú, donde se conservan millares de volúmenes provenientes de las bibliotecas de la orden de los recoletos, o en el patrimonio bibliotecario en riesgo de dispersión en el Salvador. Son bienes que son heridos inexorablemente por el ambiente climático y necesitan rápidas intervenciones de tutela. En esto la informática nos puede ayudar mucho, para hacer accesibles a todos, por ejemplo, los tesoros escondidos en una pequeña parroquia aislada en los Andes.


Después de la atención a la preservación de los bienes culturales, debemos desarrollar su valorización y su goce al servicio de la nueva evangelización y de la dimensión estética en el pensamiento contemporáneo. Es necesario evitar una impostación sólo conservadora de los bienes, es fundamental una fruición que genere gusto, que sea capaz de “lavar los ojos” a quien está acostumbrado a ver sólo cosas feas, edificios horrendos, imágenes banales.

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“La belleza sirve para entusiasmar en el trabajo, el trabajo para resurgir” escribía Juan Pablo II en la Carta a los artistas, citando un verso del poeta polaco Cyprian Norwid. ¿Qué piensa de esto?


El trabajo no falta. Arte y fe deben recordarse de nuevo que son hermanas y la Iglesia no debe olvidar la importancia del elemento simbólico en el anuncio de la fe, en el presente, para continuar haciendo aquello que siempre ha hecho en el pasado. Basta pensar en la explosión de belleza de las iglesias romanas, desde las más famosas hasta las más olvidadas, como Santa Bibiana, absorbida y casi vuelta invisible por las vías de la estación de Termini: ¿quién conoce sus bellísimas columnas y la estatua de Bernini en su interior?


Fruición y tutela, a largo plazo, están estrechamente vinculadas; en el fondo, se protege sólo lo que se ama, por lo tanto hacer conocer y apreciar es también el mejor modo para tutelar. Los dos tercios de una pinacoteca pueden ser leídos sólo si se conoce la Biblia; en un estatuto sienés del siglo XIV, los artistas hablan de sí mismos como de “predicadores por imágenes” con la tarea de mostrar los grandes misterios de la salvación a quien no podría conocerlos de otra manera. La Biblia es también una mina de narraciones sugestivas, de “versículos que valen más que una obra de Shakespeare”, como escribe George Steiner hablando de la noche de la pitonisa de Endor y la caída final de Saúl en el primer libro de Samuel (28, 7-25).


En la Bienal de Venecia trataremos de continuar haciendo aquello que la Iglesia ha hecho siempre: dialogar con los artistas, proponiéndoles en este caso dejarse inspirar por la poderosa narración del Génesis. Mucho deseo de ofender, en el arte contemporáneo, es el signo de una nostalgia violenta por lo divino. El Crucifijo es todavía percibido como un símbolo potentísimo en medio de tantas otras imágenes inertes a nivel de comunicación.

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¿Y la música sagrada?


Después del éxito del concurso sobre el Credo en la Sagra Musicale Umbra, al que han llegado más de doscientas partituras, quisiera seguir el consejo de Muti y de Chailly, recuperando el patrimonio del barroco italiano; como Porpora, por ejemplo: los Wiener Philarmoniker, después de un reciente concierto, se han asombrado de su música. El Stabat Mater, signo luminoso de un sentido religioso profundo, ha sido escrito por un muchachito (Pergolesi era jovencísimo cuando lo compuso).


Con la estructura del díptico podríamos recuperar un gran texto sagrado y musical conectándolo a algo contemporáneo, de modo que haya una mutua conexión entre pasado y presente. También los textos de muchas canciones de música pop están imbuidos de un anhelo espiritual muy fuerte; no por casualidad los muchachos gastan su dinero en la entrada de un concierto, porque sienten que la música exterioriza, hace aflorar a la superficie y expresa su búsqueda de significado sepultada u olvidada. Y el mismo drama personal de muchos artistas – por dar un ejemplo entre los muchos posibles, la muerte prematura de Amy Winehouse, de cuyos álbumes me ha hablado recientemente el nuncio en Guatemala – debe hacer reflexionar: nos hace comprender cuán concreto es en nuestra época el choque entre la esperanza y el deseo de vida y el aniquilamiento como consecuencia extrema y trágica del nihilismo.

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Fuente: Il Sismografo


Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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martes, 16 de octubre de 2012

“Cuando el Papa reza tres veces”: es modificado el Rito de canonización

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El próximo domingo 21 de octubre se celebrará, en Plaza San Pedro, la canonización de siete nuevos santos, uno de los acontecimientos importantes del Año de la Fe que está viviendo la Iglesia. Además, en esta ocasión, el Santo Padre utilizará por primera vez un nuevo Ritual para las ceremonias de canonización, preparado por la Oficina para las Celebraciones Litúrgicas del Sumo Pontífice, que realiza algunas modificaciones al ritual hasta ahora vigente y recupera algunos signos del antiguo ritual. Presentamos nuestra traducción de la entrevista que Mons. Guido Marini, Maestro de las Celebraciones Litúrgicas Pontificias, ha concedido a L’Osservatore Romano.


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Entonces, ¿el rito de canonización ya no se realizará durante la celebración eucarística?


Exactamente, como ya ha ocurrido, por otro lado, para los otros ritos: piénsese en el rito del Resurrexit, el domingo de Pascua; en el consistorio para la creación de nuevos cardenales, a partir del pasado 18 de febrero; y en la bendición y imposición de los palios a los arzobispos metropolitanos, en la reciente solemnidad de los santos Pedro y Pablo.

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¿Cuál es el motivo de fondo?


Evitar que dentro de la celebración eucarística estén presentes elementos que no pertenecen estrictamente a la misma, manteniendo así intacta la unidad, como es pedido por la Constitución conciliar sobre la sagrada liturgia Sacrosanctum Concilium. Además, no es modificada una tradición consolidada sino sólo una práctica reciente. La canonización es fundamentalmente un acto canónico, en el cual están involucrados el munus docendi y el munus regendi. El munus santificandi entra en escena como segundo momento y está constituido por el acto de culto que sigue a la canonización.

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En pocas palabras, para decirlo con el documento del Vaticano II citado por usted, ¿“sana tradición y legítimo progreso”?


Ciertamente, si bien en este caso específico la renovación del rito de canonización se inserta en el surco del camino comenzado por Benedicto XVI en el 2005. Fue entonces que la Congregación para las Causas de los Santos, con comunicación del 29 de septiembre, dispuso – luego de las conclusiones del estudio de las razones teológicas y las exigencias pastorales sobre los ritos de beatificación y canonización aprobados por el Santo Padre – que la canonización seguiría siendo presidida por el Pontífice en San Pedro, mientras que la beatificación sería celebrada por un representante suyo, normalmente el Prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos, en las diócesis interesadas. La canonización, en efecto, es una sentencia definitiva, con la cual el Sumo Pontífice decreta que un siervo de Dios, ya incluido entre los beatos, sea insertado en el catálogo de los santos y se venere en la Iglesia universal con el culto debido a todos los canonizados. Se trata, por lo tanto, de un acto preceptivo y universal. La autoridad ejercida por el Papa en la sentencia de la canonización será ahora todavía más visible a través de algunos elementos rituales.

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Más allá del cambio de lugar del Rito, que tendrá lugar enteramente antes del comienzo de la Misa, ¿cuáles son estos elementos rituales?


En primer lugar, el triple pedido, durante el cual el cardenal Prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos se dirigirá al Santo Padre para pedirle que proceda a la canonización de los siete beatos. Es por lo tanto recuperada, si bien de forma renovada, la antigua tradición según la cual el Papa reza con insistencia para pedir la ayuda del Señor en la realización del importante acto. En particular, en respuesta a la segunda petición, él invocará al Espíritu Santo y, después de tal invocación, será entonado el himno del Veni Creator. En segundo lugar, el canto del Te Deum, presente en el Rito de canonización hasta 1969, acompañará la colocación y la veneración de las reliquias de los nuevos santos.

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Respecto a la procesión con las reliquias de los nuevos santos, ¿está prevista alguna otra modificación?


La habitual procesión se detendrá brevemente frente al Santo Padre que, así, podrá venerar las reliquias. Una vez que sean colocadas ante el altar, las reliquias serán incensadas por el diácono.

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La revisión del rito de canonización, como ya los otros ritos, ¿comporta también una simplificación?


Diría que sí. Y también esto es un aspecto importante del rito renovado, junto al de su reforma en armónica continuidad con una tradición ya secular. De este modo es posible realizar el “esplendor de la noble sencillez” auspiciado por el concilio Vaticano II. Las Letanías de los santos acompañarán la procesión inicial, resultando anticipadas respecto a la praxis actual. Ocurría así durante el pontificado de Pío XII, a partir de 1946. Serán además omitidas las biografías de los nuevos santos por parte del Prefecto, dado que el Santo Padre, como es costumbre, las presentará brevemente durante la homilía. No está ya previsto, finalmente, el saludo personal del Pontífice por parte de los postuladores, que podrán encontrarlo brevemente después de la Misa, en la sacristía de la basílica Vaticana.

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Fuente: L’Osservatore Romano


Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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viernes, 12 de octubre de 2012

Benedicto XVI: “Después de 50 años, también hoy estamos felices, pero con una alegría más sobria y humilde”

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Para recordar la noche del 11 de octubre de 1962 en la que, después de la inauguración del Concilio Vaticano II, una multitud con antorchas colmó la Plaza San Pedro haciendo que el Papa Juan XXIII se asomara por la ventana del Palacio Apostólico y pronunciara espontáneamente aquellas inolvidables palabras que luego pasarían a la historia como el “discurso de la Luna”, la diócesis de Roma organizó, ayer por la noche, una procesión con velas hacia la Plaza en la que, luego de un momento de oración, desde la misma ventana del Palacio Apostólico, el Papa Benedicto XVI pronunció unas bellas palabras de saludo y bendición, que ahora ofrecemos en nuestra traducción al español.


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"Cincuenta años atrás, en este día, también yo estuve aquí en la Plaza con la mirada hacia esta ventana donde se asomó el Papa bueno, el Beato Papa Juan, y nos habló con palabras inolvidables, palabras llenas de poesía, de bondad, palabras del corazón. Estábamos felices, llenos de entusiasmo.


El gran Concilio Ecuménico estaba inaugurado, estábamos seguros de que debía venir una nueva nueva primavera de la Iglesia, un nuevo Pentecostés, una nueva presencia fuerte de la Gracia liberadora del Evangelio.


También hoy estamos felices, traemos alegría en nuestro corazón, pero diría que una alegría tal vez más sobria, una alegría humilde. En estos cincuenta años hemos aprendido y experimentado que el pecado original existe y se traduce siempre de nuevo en pecados personales que pueden también convertirse en estructuras de pecado. Hemos visto que en el campo del Señor hay siempre también cizaña. Hemos visto que en la red de Pedro se encuentran también peces malos. Hemos visto que la fragilidad humana está presente también en la Iglesia, que la barca de la Iglesia está navegando también con el viento en contra, con tempestades que amenazan la barca. Y alguna vez hemos pensado: ¿El Señor dónde está? ¡Nos ha olvidado! Esto es una parte de las experiencias de estos cincuenta años.


Pero hemos tenido también la nueva experiencia de la presencia del Señor, de su bondad, de su fuerza. El fuego del Espíritu Santo, el fuego de Cristo, no es fuego devorador, destructivo, es un fuego silencioso, es una pequeña llama de bondad, de bondad y de verdad que transforma, de luz y calor. Hemos visto: el Señor no nos olvida, también hoy con su modo humilde, el Señor está presente y da calor a los corazones, muestra vida, crea carismas de bondad y de caridad que iluminan el mundo y son para nosotros garantía de la bondad de Dios. Sí, Cristo vive, está con nosotros también hoy y podemos estar felices también hoy porque su bondad no se apaga y es fuerte también hoy.



Finalmente me animo a hacer mías las inolvidables palabras del Papa Juan. Id a casa, dad un beso a los niños y decidles que es de parte del Papa. Con esto, de todo corazón, os imparto mi bendición".

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Fuente: Korazym


Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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jueves, 11 de octubre de 2012

Con la mirada puesta en Cristo, comienza el Año de la Fe

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En el día del comienzo del Año de la Fe presentamos la extraordinaria homilía pronunciada por el Santo Padre Benedicto XVI en esta solemne ocasión, un texto que, sin duda, pasará a formar parte de las intervenciones más importantes del Magisterio del actual Pontificado.

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Venerables hermanos, queridos hermanos y hermanas.


Hoy, con gran alegría, a los 50 años de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II, damos inicio al Año de la fe. Me complace saludar a todos, en particular a Su Santidad Bartolomé I, Patriarca de Constantinopla, y a Su Gracia Rowan Williams, Arzobispo de Canterbury. Un saludo especial a los Patriarcas y a los Arzobispos Mayores de las Iglesias Católicas Orientales, y a los Presidentes de las Conferencias Episcopales. Para rememorar el Concilio, en el que algunos de los aquí presentes – a los que saludo con particular afecto – hemos tenido la gracia de vivir en primera persona, esta celebración se ha enriquecido con algunos signos específicos: la procesión de entrada, que ha querido recordar la que de modo memorable hicieron los Padres conciliares cuando ingresaron solemnemente en esta Basílica; la entronización del Evangeliario, copia del que se utilizó durante el Concilio; y la entrega de los siete mensajes finales del Concilio y del Catecismo de la Iglesia Católica, que haré al final, antes de la bendición. Estos signos no son meros recordatorios, sino que nos ofrecen también la perspectiva para ir más allá de la conmemoración. Nos invitan a entrar más profundamente en el movimiento espiritual que ha caracterizado el Vaticano II, para hacerlo nuestro y realizarlo en su verdadero sentido. Y este sentido ha sido y sigue siendo la fe en Cristo, la fe apostólica, animada por el impulso interior de comunicar a Cristo a todos y a cada uno de los hombres durante la peregrinación de la Iglesia por los caminos de la historia.


El Año de la fe que hoy inauguramos está vinculado coherentemente con todo el camino de la Iglesia en los últimos 50 años: desde el Concilio, mediante el magisterio del siervo de Dios Pablo VI, que convocó un «Año de la fe» en 1967, hasta el Gran Jubileo del 2000, con el que el beato Juan Pablo II propuso de nuevo a toda la humanidad a Jesucristo como único Salvador, ayer, hoy y siempre. Estos dos Pontífices, Pablo VI y Juan Pablo II, convergieron profunda y plenamente en poner a Cristo como centro del cosmos y de la historia, y en el anhelo apostólico de anunciarlo al mundo. Jesús es el centro de la fe cristiana. El cristiano cree en Dios por medio de Jesucristo, que ha revelado su rostro. Él es el cumplimiento de las Escrituras y su intérprete definitivo. Jesucristo no es solamente el objeto de la fe, sino, como dice la carta a los Hebreos, «el que inició y completa nuestra fe» (12,2).


El evangelio de hoy nos dice que Jesucristo, consagrado por el Padre en el Espíritu Santo, es el verdadero y perenne protagonista de la evangelización: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres» (Lc 4,18). Esta misión de Cristo, este dinamismo suyo continúa en el espacio y en el tiempo, atraviesa los siglos y los continentes. Es un movimiento que parte del Padre y, con la fuerza del Espíritu, lleva la buena noticia a los pobres en sentido material y espiritual. La Iglesia es el instrumento principal y necesario de esta obra de Cristo, porque está unida a Él como el cuerpo a la cabeza. «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20,21). Así dice el Resucitado a los discípulos, y soplando sobre ellos, añade: «Recibid el Espíritu Santo» (v. 22). Dios por medio de Jesucristo es el principal artífice de la evangelización del mundo; pero Cristo mismo ha querido transmitir a la Iglesia su misión, y lo ha hecho y lo sigue haciendo hasta el final de los tiempos infundiendo el Espíritu Santo en los discípulos, aquel mismo Espíritu que se posó sobre él y permaneció en él durante toda su vida terrena, dándole la fuerza de «proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista»; de «poner en libertad a los oprimidos» y de «proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19).


El Concilio Vaticano II no ha querido incluir el tema de la fe en un documento específico. Y, sin embargo, estuvo completamente animado por la conciencia y el deseo, por así decir, de adentrase nuevamente en el misterio cristiano, para proponerlo de nuevo eficazmente al hombre contemporáneo. A este respecto se expresaba así, dos años después de la conclusión de la asamblea conciliar, el siervo de Dios Pablo VI: «Queremos hacer notar que, si el Concilio no habla expresamente de la fe, habla de ella en cada página, al reconocer su carácter vital y sobrenatural, la supone íntegra y con fuerza, y construye sobre ella sus enseñanzas. Bastaría recordar [algunas] afirmaciones conciliares… para darse cuenta de la importancia esencial que el Concilio, en sintonía con la tradición doctrinal de la Iglesia, atribuye a la fe, a la verdadera fe, a aquella que tiene como fuente a Cristo y por canal el magisterio de la Iglesia» (Audiencia general, 8 marzo 1967). Así decía Pablo VI.


Pero debemos ahora remontarnos a aquel que convocó el Concilio Vaticano II y lo inauguró: el beato Juan XXIII. En el discurso de apertura, presentó el fin principal del Concilio en estos términos: «El supremo interés del Concilio Ecuménico es que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado de forma cada vez más eficaz… La tarea principal de este Concilio no es, por lo tanto, la discusión de este o aquel tema de la doctrina… Para eso no era necesario un Concilio... Es preciso que esta doctrina verdadera e inmutable, que ha de ser fielmente respetada, se profundice y presente según las exigencias de nuestro tiempo» (AAS 54 [1962], 790. 791-792).


A la luz de estas palabras, se comprende lo que yo mismo tuve entonces ocasión de experimentar: durante el Concilio había una emocionante tensión con relación a la tarea común de hacer resplandecer la verdad y la belleza de la fe en nuestro tiempo, sin sacrificarla a las exigencias del presente ni encadenarla al pasado: en la fe resuena el presente eterno de Dios que trasciende el tiempo y que, sin embargo, solamente puede ser acogido por nosotros en el hoy irrepetible. Por esto mismo considero que lo más importante, especialmente en una efeméride tan significativa como la actual, es que se reavive en toda la Iglesia aquella tensión positiva, aquel anhelo de volver a anunciar a Cristo al hombre contemporáneo. Pero, con el fin de que este impulso interior a la nueva evangelización no se quede solamente en un ideal, ni caiga en la confusión, es necesario que ella se apoye en una base concreta y precisa, que son los documentos del Concilio Vaticano II, en los cuales ha encontrado su expresión. Por esto, he insistido repetidamente en la necesidad de regresar, por así decirlo, a la «letra» del Concilio, es decir a sus textos, para encontrar también en ellos su auténtico espíritu, y he repetido que la verdadera herencia del Vaticano II se encuentra en ellos. La referencia a los documentos evita caer en los extremos de nostalgias anacrónicas o de huidas hacia adelante, y permite acoger la novedad en la continuidad. El Concilio no ha propuesto nada nuevo en materia de fe, ni ha querido sustituir lo que era antiguo. Más bien, se ha preocupado para que dicha fe siga viviéndose hoy, para que continúe siendo una fe viva en un mundo en transformación.


Si sintonizamos con el planteamiento auténtico que el beato Juan XXIII quiso dar al Vaticano II, podremos actualizarlo durante este Año de la fe, dentro del único camino de la Iglesia que desea continuamente profundizar en el depisito de la fe que Cristo le ha confiado. Los Padres conciliares querían volver a presentar la fe de modo eficaz; y sí se abrieron con confianza al diálogo con el mundo moderno era porque estaban seguros de su fe, de la roca firme sobre la que se apoyaban. En cambio, en los años sucesivos, muchos aceptaron sin discernimiento la mentalidad dominante, poniendo en discusión las bases mismas del depositum fidei, que desgraciadamente ya no sentían como propias en su verdad.


Si hoy la Iglesia propone un nuevo Año de la fe y la nueva evangelización, no es para conmemorar una efeméride, sino porque hay necesidad, todavía más que hace 50 años. Y la respuesta que hay que dar a esta necesidad es la misma que quisieron dar los Papas y los Padres del Concilio, y que está contenida en sus documentos. También la iniciativa de crear un Consejo Pontificio destinado a la promoción de la nueva evangelización, al que agradezco su especial dedicación con vistas al Año de la fe, se inserta en esta perspectiva. En estos decenios ha aumentado la «desertificación» espiritual. Si ya en tiempos del Concilio se podía saber, por algunas trágicas páginas de la historia, lo que podía significar una vida, un mundo sin Dios, ahora lamentablemente lo vemos cada día a nuestro alrededor. Se ha difundido el vacío. Pero precisamente a partir de la experiencia de este desierto, de este vacío, es como podemos descubrir nuevamente la alegría de creer, su importancia vital para nosotros, hombres y mujeres. En el desierto se vuelve a descubrir el valor de lo que es esencial para vivir; así, en el mundo contemporáneo, son muchos los signos de la sed de Dios, del sentido último de la vida, a menudo manifestados de forma implícita o negativa. Y en el desierto se necesitan sobre todo personas de fe que, con su propia vida, indiquen el camino hacia la Tierra prometida y de esta forma mantengan viva la esperanza. La fe vivida abre el corazón a la Gracia de Dios que libera del pesimismo. Hoy más que nunca evangelizar quiere decir dar testimonio de una vida nueva, trasformada por Dios, y así indicar el camino. La primera lectura nos ha hablado de la sabiduría del viajero (cf. Sir 34,9-13): el viaje es metáfora de la vida, y el viajero sabio es aquel que ha aprendido el arte de vivir y lo comparte con los hermanos, como sucede con los peregrinos a lo largo del Camino de Santiago, o en otros caminos, que no por casualidad se han multiplicado en estos años. ¿Por qué tantas personas sienten hoy la necesidad de hacer estos caminos? ¿No es quizás porque en ellos encuentran, o al menos intuyen, el sentido de nuestro estar en el mundo? Así podemos representar este Año de la fe: como una peregrinación en los desiertos del mundo contemporáneo, llevando consigo solamente lo que es esencial: ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni dos túnicas, como dice el Señor a los apóstoles al enviarlos a la misión (cf. Lc 9,3), sino el evangelio y la fe de la Iglesia, de los que el Concilio Ecuménico Vaticano II son una luminosa expresión, como lo es también el Catecismo de la Iglesia Católica, publicado hace 20 años.


Venerados y queridos hermanos, el 11 de octubre de 1962 se celebraba la fiesta de María Santísima, Madre de Dios. Le confiamos a ella el Año de la fe, como lo hice hace una semana, peregrinando a Loreto. La Virgen María brille siempre como estrella en el camino de la nueva evangelización. Que ella nos ayude a poner en práctica la exhortación del apóstol Pablo: «La palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda sabiduría; corregíos mutuamente… Todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él» (Col 3,16-17). Amén


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La Buhardilla de Jerónimo

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miércoles, 10 de octubre de 2012

El Papa recuerda el Concilio: “los Padres conciliares no podían y no querían crear una fe o una Iglesia nueva”

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En vísperas del comienzo del Año de la Fe, y del 50º aniversario del inicio del Concilio Vaticano II, el Papa Benedicto XVI ofrece a la Iglesia algunos elementos fundamentales para comprender el verdadero espíritu del concilio, en la línea de la “hermenéutica de la continuidad” promovida por él desde el comienzo de su pontificado.

En la audiencia general de esta mañana, en una magnífica catequesis, el Papa ha decidido “empezar a reflexionar sobre el gran evento de Iglesia que ha sido el Concilio, evento del que he sido testigo directo” y realizó una primera e interesante presentación del tema, subrayando la necesidad de “volver a los documentos del Vaticano II, liberándolos de una masa de publicaciones que, con frecuencia, en lugar de hacerlos conocer, los han escondido”.


Además, en la edición especial que L’Osservatore Romano ha publicado con ocasión de este importante aniversario, se incluye un texto del Santo Padre sobre el Concilio Vaticano II, con el cual presenta un volumen que será próximamente publicado por la editorial Herder con la colección de sus escritos dedicados al concilio. Presentamos nuestra traducción de este valioso e interesante texto del Santo Padre Benedicto XVI.


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Fue una jornada espléndida cuando, el 11 de octubre de 1962, con el solemne ingreso de más de dos mil Padres conciliares a la Basílica de San Pedro en Roma, se abrió el Concilio Vaticano II. En 1931 Pío XI había dedicado este día a la fiesta de la Divina Maternidad de María, en memoria del hecho de que, mil cincuenta años antes, en el 431, el concilio de Éfeso había reconocido solemnemente tal título a María, para expresar así la unión indisoluble de Dios y del hombre en Cristo. El Papa Juan XXIII había fijado para aquel día el comienzo del Concilio, con el fin de confiar la gran asamblea conciliar, por él convocada, a la bondad materna de María, y anclar firmemente el trabajo del concilio en el misterio de Jesucristo. Fue impresionante ver entrar a los obispos provenientes de todo el mundo, de todos los pueblos y razas: una imagen de la Iglesia de Jesucristo que abraza a todo el mundo, en la cual los pueblos de la tierra se saben unidos en su paz.


Fue un momento de extraordinaria expectativa. Grandes cosas debían ocurrir. Los concilios precedentes habían sido casi siempre convocados por una cuestión concreta a la cual debían responder. Esta vez no había un problema particular a resolver. Pero precisamente por esto había en el aire un sentido de expectativa general: el cristianismo, que había construido y plasmado el mundo occidental, parecía perder cada vez más su fuerza eficaz. Parecía haberse vuelto cansado y parecía que el futuro estuviese determinado por otros poderes espirituales. La percepción de esta pérdida del presente por parte del cristianismo y de la tarea que de allí se seguía estaba bien resumida en la palabra “aggiornamento”. El cristianismo debe estar en el presente para poder dar forma al futuro. Para que pudiese volver a ser una fuerza que modela el mañana, Juan XXIII había convocado el concilio sin indicarle problemas concretos o programas. Fue esta la grandeza y, al mismo tiempo, la dificultad de la tarea que se presentaba a la asamblea eclesial.


Cada uno de los episcopados indudablemente se acercó al gran acontecimiento conciliar con ideas diversas. Algunos llegaron más con una actitud de expectativa hacia el programa que debía ser desarrollado. Fue el episcopado centroeuropeo – Bélgica, Francia y Alemania – el que tuvo las ideas más decididas. En lo particular el acento era puesto, sin duda, en aspectos diversos; sin embargo, había algunas prioridades comunes. Un tema fundamental era la eclesiología, que debía ser profundizada desde el punto de vista de la historia de la salvación, trinitaria y sacramental; y a esto se agregaba la exigencia de completar la doctrina del primado del Concilio Vaticano I a través de una revaloración del ministerio episcopal. Un tema importante para los episcopados centroeuropeos era la renovación litúrgica, que Pío XII había ya comenzado a realizar. Otro acento central, especialmente para el episcopado alemán, estaba puesto sobre el ecumenismo: el soportar juntos las persecuciones del nazismo había acercado mucho a los cristianos protestantes y a los católicos; ahora esto debía ser comprendido y llevado adelante también a nivel de toda la Iglesia. A esto se agregaba el ciclo temático Revelación-Escritura-Tradición-Magisterio. Entre los franceses se había puesto cada vez más en primer plano el tema de la relación entre la Iglesia y el mundo moderno, o sea, el trabajo sobre el así llamado “Esquema XIII”, del cual luego ha nacido la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo. Aquí se tocaba el punto de la verdadera expectativa del concilio. La Iglesia, que todavía en época barroca había, en sentido lato, plasmado el mundo, a partir del siglo XIX había entrado de modo cada vez más evidente en una relación negativa con la edad moderna, sólo entonces plenamente iniciada.


¿Las cosas debían permanecer así? ¿La Iglesia no podía dar un paso positivo en los tiempos nuevos? Detrás de la expresión vaga “mundo de hoy” está la cuestión de la relación con la edad moderna. Para aclararlo habría sido necesario definir mejor lo que era esencial y constitutivo de la edad moderna. Esto no se ha logrado en el “Esquema XIII”. Si bien la Constitución pastoral expresa muchas cosas importantes para la comprensión del “mundo” y da relevantes contribuciones sobre la cuestión de la ética cristiana, sobre esto punto no ha logrado ofrecer una aclaración sustancial.


Inesperadamente, el encuentro con los grandes temas de la edad moderna no tuvo lugar en la gran Constitución pastoral, sino más bien en dos documentos menores, cuya importancia se ha visto sólo poco a poco con la recepción del concilio. Se trata, en primer lugar, de la Declaración sobre la libertad religiosa, pedida y preparada con gran solicitud sobre todo por el episcopado americano. La doctrina de la tolerancia, así como había sido elaborada en los detalles por Pío XII, no parecía ya suficiente frente al desarrollo del pensamiento filosófico y del modo de concebirse el Estado moderno. Se trataba de la libertad de elegir y de practicar la religión, como también de la libertad de cambiarla, como derechos fundamentales a la libertad del hombre. De sus razones más íntimas, una tal concepción no podía ser extraña a la fe cristiana, que había entrado en el mundo con la pretensión de que el Estado no podía decidir la verdad y no podía exigir ningún tipo de culto. La fe cristiana reivindicaba la libertad de la convicción religiosa y de su práctica en el culto, sin violar con esto el derecho del Estado en su propio ordenamiento: los cristianos rezaban por el emperador, pero no lo adoraban. Desde este punto de vista se puede afirmar que el cristianismo, con su nacimiento, ha traído al mundo el principio de la libertad de religión. Sin embargo, la interpretación de este derecho a la libertad en el contexto del pensamiento moderno era todavía difícil, ya que podía parecer que la versión moderna de la libertad de religión presuponía la inaccesibilidad de la verdad para el hombre y que, por lo tanto, moviese la religión desde su fundamento a la esfera de lo subjetivo. Ha sido ciertamente providencial que, trece años después de la conclusión del concilio, el Papa Juan Pablo II haya llegado desde un país en que la libertad de religión era contestada por el marxismo, es decir, a partir de una particular forma de filosofía estatal moderna. El Papa provenía casi de una situación que se asemejaba a aquella de la Iglesia antigua, de modo que se volvió nuevamente visible la íntima ordenación de la fe al tema de la libertad, sobre todo la libertad de religión y de culto.


El segundo documento que se revelaría luego importante para el encuentro de la Iglesia con la edad moderna ha nacido casi por casualidad y ha crecido en varios estratos. Me refiero a la declaración Nostra Aetate sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas. Al comienzo estaba la intención de preparar una declaración sobre las relaciones entre la Iglesia y el judaísmo, texto que se volvió intrínsecamente necesario después de los horrores de la Shoah. Los Padres conciliares de los países árabes no se opusieron a tal texto, pero explicaron que si se quería hablar del judaísmo, entonces se debía decir también algunas palabras sobre el islam. Cuánta razón tenían al respecto, en Occidente lo hemos entendido sólo poco a poco. Finalmente surgió la intuición de que era justo hablar también de otras dos grandes religiones – el hinduismo y el budismo – como también del tema religión en general. A esto se agregó luego espontáneamente una breve instrucción relativa al diálogo y a la colaboración con las religiones, cuyos valores espirituales, morales y socio-culturales debían ser reconocidos, conservados y promovidos (cfr. n. 2). Así, en un documento preciso y extraordinariamente denso, fue inaugurado un tema cuya importancia en la época no era todavía previsible. Qué responsabilidades esto implica, cuánto esfuerzo se necesita todavía para distinguir, aclarar y comprender, parecen cada vez más evidentes. En el proceso de recepción activa ha surgido poco a poco también una debilidad de este texto, de por sí extraordinario: habla de la religión sólo de modo positivo e ignora las formas enfermas y distorsionadas de religión, que desde el punto de vista histórico y teológico tienen un amplio alcance; por esto, desde el comienzo, la fe cristiana ha sido muy crítica, tanto hacia el interior como hacia el exterior, frente a la religión.


Si al comienzo del concilio habían prevalecido los episcopados centroeuropeos con sus teólogos, durante las etapas conciliares el radio del trabajo y de las responsabilidades comunes se ha ampliado cada vez más. Los obispos se reconocían aprendices en la escuela del Espíritu Santo y en la escuela de la colaboración recíproca, pero precisamente de este modo se reconocían servidores de la Palabra de Dios que viven y operan en la fe. Los Padres conciliares no podían y no querían crear una Iglesia nueva, diversa. No tenían ni el mandato ni el encargo de hacerlo. Eran Padres del concilio con una voz y un derecho de decisión sólo en cuanto obispos, es decir, en virtud del sacramento y en la Iglesia sacramental. Por eso no podían y no querían crear una fe distinta o una Iglesia nueva, sino más bien comprender ambas de modo más profundo y luego realmente “renovarlas”. Por eso, una hermenéutica de la ruptura es absurda, contraria al espíritu y a la voluntad de los Padres conciliares.


En el cardenal Frings he tenido un “padre” que ha vivido de modo ejemplar este espíritu del concilio. Era un hombre de fuerte apertura y grandeza, pero sabía también que sólo la fe guía para salir hacia fuera, hacia aquel amplio horizonte que permanece cerrado al espíritu positivista. Y a esta fe quería servir con el mandato recibido a través del sacramento de la ordenación episcopal. No puedo más que estarle siempre agradecido por haberme llevado a mí – el profesor más joven de la Facultad teológica católica de la universidad de Bonn – como su consultor a la gran asamblea de la Iglesia, permitiéndome estar presente en esta escuela y recorrer desde dentro el camino del concilio. En este libro se recogen los diversos escritos con los cuales, en aquella escuela, he pedido la palabra. Se trata de pedidos de palabra totalmente fragmentarios, de los cuales se refleja el proceso de aprendizaje que el concilio y su recepción han significado y significan todavía para mí.


Espero que estas múltiples contribuciones, con todos sus límites, en el conjunto puedan de todos modos ayudar a comprender mejor el concilio y a traducirlo en una correcta vida eclesial. Agradezco de todo corazón al arzobispo Gerhard Ludwig Müller y a sus colaboradores del Institut Paps Benedikt XVI por el extraordinario empeño que han asumido para realizar este volumen.


Castelgandolfo, en la fiesta del santo obispo Eusebio de Vercelli, 2 de agosto de 2012.


Benedicto XVI

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Fuente: Il Blog degli amici di Papa Ratzinger


Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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