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El Cardenal Franc Rodé, Prefecto de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, habló recientemente en el Congreso diocesano de Nápoles sobre el tema “Interrogantes y desafíos para la vida consagrada”. Ofrecemos amplios extractos de esta conferencia, publicados por L’Osservatore Romano, donde el purpurado habla con franqueza sobre el actual estado de la vida religiosa.
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La crisis que atraviesan ciertas comunidades religiosas, sobre todo en Europa occidental y en Norteamérica, refleja la crisis más profunda de la sociedad europea y norteamericana. Todo esto ha secado las fuentes que han alimentado durante siglos la vida consagrada y misionera de la Iglesia. La cultura secularizada ha penetrado en el corazón de algunas personas consagradas y de algunas comunidades, y se ha confundido con un acceso a la modernidad y con una modalidad de acercarse al mundo contemporáneo, con todas sus consecuencias: seguimiento sin renuncia; oración sin encuentro; vida fraterna sin comunión; obediencia sin confianza; caridad sin trascendencia. Al contrario, la vida consagrada es creíble y fiable cuando los consagrados y las consagradas hacen lo que dicen, cuando viven lo que transmiten como palabra anunciada: evangelizan porque son evangelizados, transmiten la fe porque creen, difunden la caridad porque viven el mandamiento nuevo.
En este sentido, a los consagrados y a las consagradas se les pide la capacidad de referirse a Jesucristo, a su vida como exégesis del Dios invisible. En efecto, la vida consagrada sólo desempeña su tarea si es memoria viva de la existencia, de la acción y del estilo de Jesús: los religiosos están presentes en la Iglesia para encarnar, vivir y recordar a todos los gestos y los comportamientos que vivió Jesús en su vida humana y en su misión. En resumen, al asumir la forma vitae Iesu los consagrados “son signos”, son memoria viva del Evangelio.
Por lo tanto, vivimos en un tiempo en que como consagrados y consagradas nos sentimos interpelados por muchas preguntas y por muchos interrogantes. Los desafíos, como hemos observado, no provienen solamente del mundo externo, sino que surgen también de nuestro corazón, del seno de la vida consagrada, y son de índole y naturaleza distinta: disminución del número de vocaciones, su fragilidad, el envejecimiento que lleva a la incertidumbre del futuro, la formación inicial y permanente, la inculturación de los institutos en las realidades en las que viven, el testimonio límpido y coherente en las Iglesias particulares…
Según los datos del Anuario estadístico de la Iglesia, el 31 de diciembre de 2007 los sacerdotes diocesanos eran 272.431; los sacerdotes religiosos, 135.297; los hermanos religiosos, 54.956; las religiosas profesas, 746.814; los miembros no sacerdotes de institutos seculares, 665; las mujeres miembros de institutos seculares, 26.778: un total de 964.510 consagrados. Los números se refieren exclusivamente a los institutos de derecho pontificio.
Repasando los números a partir de principios del siglo XX, nos damos cuenta de que la vida consagrada vivió una parábola ascendente desde los primeros años del siglo pasado, en los que los religiosos – especialmente los institutos femeninos – se distinguieron sobre todo en el campo de la caridad. Esta expansión numérica – máxima en los años 1930-1950 – en Italia se tradujo también en una presencia territorial capilar, vinculada a su vez al testimonio de la caridad, y llena de obras asistenciales y educativas, a menudo unidas al compromiso parroquial directo.
Esa parábola numérica ascendente alcanzó su culmen en la década de 1970. Desde ese momento se caracterizó por cierto cansancio de proyectos después del tiempo del inmediato post-concilio, rico en experimentos, pero pobre en cuanto a proyectos sólidos y convincentes. Además, junto con la reducción numérica de nuevos miembros y la crisis vocacional, comenzó a ser evidente la dificultad para garantizar el normal recambio generacional, y, por consiguiente, se hizo necesario redefinir las estructuras, redistribuir y cerrar algunas comunidades, con lo cual se dibujó una nueva y distinta geografía de las presencias.
Los consagrados y las consagradas, especialmente en el mundo occidental, en Europa y en Norteamérica, tienen una media de edad bastante elevada: por lo general, más de sesenta años, con picos de setenta y ochenta. Desde un punto de vista sociológico, no se puede negar que esta situación es negativa, puesto que al envejecimiento va unido el consiguiente desafío del abandono de las obras y el cierre de los institutos. Esto conlleva también problemáticas internas ulteriores, que conciernen a la inserción de las nuevas vocaciones en comunidades ancianas, con las obvias dificultades de integración, aceptación y participación, diversidad de experiencias de vida y de exigencias concretas, y dificultad en la socialización.
Frente a estos datos, por un lado es necesario no pensar únicamente en términos de número y de edad. La vida de los consagrados y las consagradas, para ser válida, no requiere una multitud; y para probar su validez no son indispensables los grandes números. Es necesario cuidar la calidad de la vida consagrada, no sólo la cantidad, y esto debe caracterizar y dar sentido a nuestra vida. Es urgente que nos volvamos a abrir al misterio de Cristo Señor, al realismo inaudito de su Encarnación; que superemos el egocentrismo en el que con frecuencia los institutos se encuentran encerrados, para abrirnos a proyectos comunes, en colaboración con otros institutos, con las Iglesias particulares y con los fieles laicos.
No pocos institutos han intentado resolver el problema de la escasez o falta de nuevas vocaciones con “vocaciones extranjeras”: sobre todo de África, de la India y de Filipinas. En situaciones de crisis es fácil buscar atajos engañosos y dañinos, tratar de rebajar los criterios y los parámetros para entrar en la vida consagrada y para seguir en la formación inicial y permanente. El discernimiento vocacional debe ser serio y cuidadoso. La formación debe ser sólida, completa y personalizada. Es preciso que nuestras comunidades sean capaces de formas a personas apasionadas. En un tiempo tan difícil y atormentado, la formación debe ser la mejor posible; ha de abarcar todas las dimensiones de la persona: humana, cultural, religiosa y carismática. El consagrado y la consagrada deben ser personas completas y preparadas para afrontar todos los desafíos que la cultura y el mundo lanzan a la Iglesia y a la vida consagrada. Tampoco en este caso son lícitos los atajos o los trucos: no sólo paga las consecuencias la persona, sino también el instituto y la Iglesia. Por lo tanto, la formación deberá acompañar en la experiencia viva de la sequela Christi, según el estilo de vida propio de cada instituto, en el dinamismo y la complejidad del mundo y la sociedad actual.
También es necesario recordar que de modo especial los jóvenes son muy sensibles a la influencia del ambiente y de la sociedad en que viven; de alguna manera son más vulnerables. Muchos de ellos viven determinados por la emoción y la provisionalidad, y dominados por la dictadura del relativismo para la cual todo, siempre, es susceptible de una negociación, todo es sospechoso, y alimenta incertidumbres, inseguridades e inestabilidad. Muchos corren el riesgo de verse seducidos por la cultura del part time y del zapping, que lleva a no saber acoger y asumir compromisos a largo plazo, y a pasar de una experiencia a otra, sin ser capaces de profundizar. La seducción de una cultura light es concreta, genera vidas “a la baja” y conlleva la incapacidad de compromiso, de sacrificio y de renuncia. Es evidente como todo esto contrasta con la exigencia de la “alta medida” de la vida cristiana. Si la formación no logra superar estos obstáculos generamos personas sin entusiasmo, consagrados cansados, resignados, frustrados, personas que no son capaces de proseguir el camino vocacional o que lo interrumpen y dejan los institutos sin ni siquiera conocer sus propias motivaciones. Sin una propuesta carismática, interesante y atractiva, resulta difícil el proceso de identificación vocacional. La debilidad de las propuestas convoca un desarrollo de identidades seguras y confusas. Volver a los carismas de los fundadores es uno de los elementos decisivos de la identidad de los institutos.
Es urgente cambiar la mentalidad y considerar estos desafíos, aunque sean arduos, no como dificultades u obstáculos, sino como un nuevo kairós, un tiempo de gracia en el que está presente el soplo vivificante del Espíritu. Es preciso tomar conciencia de que somos una alternativa a la cultura dominante – que es cultura de muerte, de violencia, de abuso – con el testimonio gozoso de que somos portadores de vida y de esperanza. En un mundo completamente mercantilizado debemos ser testigos de que el único valor es la dignidad de la persona humana rescatada por la gracia de Cristo. La verdadera libertad no es la ausencia de reglas sino la obediencia a la voz del Padre que nos llama a ser hijos y libres en Jesucristo, en la alegría de vivir según las Bienaventuranzas evangélicas. El sentido de la vida no lo dan las cosas sino la adhesión a una Persona, nuestro adorable Salvador. Es preciso comprender y reconquistar el valor de ser levadura en la masa, signo de profecía y de esperanza. El problema no es la masa, sino la calidad de la levadura que debe fermentarla.
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Tomado de: L’Osservatore Romano; Edición semanal en lengua española; 7 de febrero de 2010.
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1 Comentarios:
Se insiste en insensateces conciliares como solución:"el único valor es la persona humana rescatada por Cristo"
Mientras subsista esa mentalidad humanista de preferir adorar al hombre antes que a Dios, no hay solución a la crisis de la iglesia.
Precisamente el mundo mercantilista de que que tanto se quejan, es creación del hombre con toda su dignidad, y miren donde lleva al mismo....
Gustavo
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