Ver aeternum, pax perennis
Et aeterna gaudia.
Mi querido Gilbert:
Le dedico este ensayo sobre la Reforma porque paréceme que coincidimos en muchas maneras de pensar sobre los principales problemas de la humanidad. Pero no sin vacilación lo dedico a un hombre de su talla, porque el esquema es ligero, sumario y elemental: su forma y contenido requieren cierta justificación, y esa justificación puedo expresarla aquí mejor que en ninguna otra parte.
En primer lugar, tal vez me preguntará por qué emprendí esta tarea. La he emprendido porque deseaba una apreciación exacta de esa cuestión histórica en la cual los dos grandes campos del mundo moderno (los católicos y sus opositores) están más vitalmente interesados, y para llenar la laguna que la enseñanza oficial de dicha cuestión ha dejado entre nosotros a través de la historia.
La causa de esta laguna en nuestra información parecería provenir del hecho de que el sector anticatólico se considera, no sólo necesaria y aceptadamente victorioso, sino también poseedor exclusivo del conocimiento histórico. Por lo tanto, todo lo que se ha escrito al amparo de esta curiosa prepotencia está tergiversado por la ignorancia de lo que la Reforma destruyó: ignorancia de la unidad del mundo cristiano. Pero nuestra enseñanza oficial, al ignorar así el alma misma de Europa, difunde historia falsa; y nunca la historia es peor que cuando trata, honestamente, de ser lo que la jerga moderna llama “objetiva”.
El otro sector (el de la verdad) parecería haber adoptado una especie de permanente actitud defensiva, sin plan general alguno. Se discuten los detalles; los entusiastas vindican a este o a aquel personaje; se logra la destrucción de este o aquel mito académico; pero muy rara vez se hace un esfuerzo para establecer en delineamientos amplios la verdad pura que los católicos han olvidado, casi tanto como los anticatólicos, verbigracia, que el catolicismo es la cultura de Europa y que, por efectos de la Reforma, Europa fue herida, y no sólo herida, sino desmembrada y lanzada por el sendero que la ha conducido a su actual peligro de disolución.
Sin embargo, cualquier historia justa de la Reforma, por general o detallada que sea, sólo puede presentarse de este modo. La Iglesia Católica creó a Europa. La Reforma resultó, en sus efectos decisivos, un esfuerzo para extinguir ese principio vital y, en la medida que pudo lograrlo, una destrucción de nuestra unidad, y por lo tanto de nuestra cultura europea común; puesto que una cosa es, porque es una.
Sostengo, entonces, que lo que intentaré decir en este libro es necesario; y tengo la esperanza de que los estudiosos más jóvenes, entre los que hay ahora tantos paganos casi libres ya de odio, y tantos católicos particularmente aptos para comprender la importancia del tema expuesto, empiecen a presentar el pasado tal cual fue. Pueda así quedar destruida, en el siglo XX, esa costumbre fatal del XIX: “la lectura de la historia hacia atrás”, que convierte al presente no sólo en fruto necesario y apetecible del pasado, sino también en criterio y medida del pasado. Antes bien, cualquier hombre que describiere el pasado debería juzgar el presente como el pasado lo hubiese juzgado. Historia sana es la que hace comprender al hombre el horror que nuestros padres hubieran sentido ante la plutocracia moderna, y no la que señala con moderno horror la cruel intensidad de lucha que ellos desplegaban en sus esfuerzos por mantener o por restaurar lo que consideraban la realidad. Existen, por cierto, tontos que nos dirán, empleando la misma jerga, que la historia (¡y todo lo demás!) es “subjetiva”. No pueden concebir que no sea falso el relato de cualquier conflicto, porque dé preferencia a uno o a otro combatiente: imaginan que no es posible alcanzar la verdad pura. Pero creo que coincidimos en el desprecio que semejante “subjetivismo” merece. Para los que abrigan la idea fija de que un católico (o un anticatólico) no puede ver la Reforma tal cual era, y que el relato de ese período hecho por un católico (o un anticatólico) tiene que estar necesariamente falseado, no hay razonamiento que los saque de su error. Los hombres más sensatos estarán de acuerdo, junto con la generalidad de la raza humana, en que la mente del hombre percibe la realidad, y que la historia fiel existe en la medida que existe una pintura fiel de una cara o de un paisaje.
Después se me preguntará, quizá (y es una grave crítica), por qué, tratándose de una revolución moral y religiosa, he preferido escribir una crónica y no un examen del estado de ánimo espiritual. Se me podrá decir que he descuidado el “porqué” de la Reforma, para ocuparme exclusivamente del “cómo”. ¿No hubiese sido mejor presentar los móviles en toda su complejidad, e intentar una apreciación de los resultados, considerados no como el fruto de los acontecimientos, sino de las convicciones?
Ahora bien, la razón por la cual he destacado principalmente el orden de sucesión de los acontecimientos, y me he ocupado en forma menos completa de los móviles actuantes, es la siguiente: que el desmembramiento de nuestra civilización en el siglo XVI, con su difícil salvamento de lo que pudo ser salvado y la pérdida de todo lo demás, fue un accidente . Los que lo deploran lo presentan como podría interpretarse un crimen; los que hallan en él motivo de regocijo, como un hecho heroico. No fue ni lo uno ni lo otro. No fue nada semejante al incendio malintencionado de un noble edificio, y menos aún, nada comparable a la meritoria acción de demoler un edificio indigno. Fue algo más parecido a la iniciación de un inmenso incendio destructor, provocado por los habitantes de una casa, ocupados en algún recio experimento que involucrara el uso de una llama, y que estaban demasiado entusiasmados para advertir el peligro que corrían. Mal manejado, el experimento destruyó por el fuego la mitad de la casa; la otra mitad se salvó, quedando, empero, chamuscada y ennegrecida.
Al ocuparse de resultados a tal extremo involuntarios, la mente recibe una impresión más exacta al considerar las etapas externas del acontecimiento en sus debidas proporciones que procurando penetrar las mentes de quienes lo abordan con criterio equivocado.
Dándoles, respectivamente, la exacta importancia que tienen a mi entender, he mencionado los principales móviles actuantes: la poltronería e indulgencia de los intereses creados que retardan la defensa de la cristiandad, la indignación apasionada contra el abuso, la oscura pero poderosa mente de Calvino… y mucho más. Pero he preferido la crónica de los hechos externos, antes que la conjetura sobre las fuentes internas. Sólo he citado, sin glosarlo –aunque estuve tentado de hacerlo – el famoso epigrama: “La Reforma fue un levantamiento de los ricos contra los pobres”.
Si se me pregunta por qué tantos factores se hallan ausentes de mi exposición, o apenas mencionados (por ejemplo, el conflicto en pie del Papado y el Imperio, los Concilios de Basilea y Constanza y lo que han legado), debo responder, primero, que un esquema no admite detalles, y segundo, que la causa esencial menos conocida necesita mayor insistencia que lo más sabido.
En cuanto al resto, le debo a usted, sin duda, una satisfacción por repetirme tanto en tan breve examen. Es un rasgo en el que, tal vez, me he excedido; sin embargo, tengo la triste experiencia de que errar en el sentido opuesto hubiera sido peor para mis propósitos. Si un hombre cree que la Tierra es plana, puede ser que, después de oír por tercera vez las pruebas de que es redonda, empiece a tomarlas en cuenta. Si sólo las oye una vez, creerá, si pertenece al moderno término medio, que se trata de pura paradoja. Porque nada caracteriza mejor el letargo en que ha caído la inteligencia que la aceptación indiscutida que otorga a los mitos oficiales; y dudo que la mentira enclavada pueda aflojarse con algo menos drástico que el martilleo de la verdad repetida hasta el cansancio.
Por último, querido Gilbert, no necesito decirle que toda obra realizada en oposición a los mitos oficiales, se ve sometida a un examen minucioso por los que buscan esos errores oficinescos que ningún libro con exposición de hechos y gran contenido de nombres puede totalmente evitar. En las obras oficiales, esos errores se perdonan. En las que yo llamo obras de “oposición”, constituyen el tema principal del examen efectuado por hombres que, por otra parte, son más examinadores que historiadores. Detrás de una lente de aumento andan a la caza de todo desliz de imprenta o pluma, hasta el extremo de estacar la falta de una coma o la transposición de una letra, el lapsus involuntario de Pedro por Pablo, o la paráfrasis de una cita hecha de memoria. Su actividad, como la de los cobayos en el césped, tiene la ventaja de extirpar la cizaña pequeña. Permite que una segunda edición aparezca con la corrección de tan microscópicos errores.
Sin embargo, no insistiremos sobre el particular, y terminaré esta introducción demasiado larga para presentarle el ensayo propiamente dicho.
King’s Land,
Shipley, Horsham,
Julio de 1928
1 Comentarios:
Belloc, ¡que gran hombre!
¿que diría de la Iglesia actual?
Probablemente estaría muy incómodo.
¿Adheriría al ala lefevrista?
Creo que no, pues siempre fue republicano convencido, pero al mismo tiempo, siempre defendió a muerte la misa, la que conoció.
estaría de seguro sumamente decepcionado.
Gustavo
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