sábado, 20 de junio de 2009

La verdad de la fe puede ser perdida, adulterada, contaminada

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Obispos_Austria

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Ofrecemos nuestra traducción de la homilía que el cardenal Tarcisio Bertone, Secretario de Estado del Papa Benedicto XVI, pronunció al comenzar la reunión pastoral con los obispos de Austria, realizada en el Vaticano los días 15 y 16 de junio.

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Queridos y venerados Hermanos,


Al inicio de una reunión pastoral que examinará la realidad de una Iglesia particular, estamos reunidos en torno al altar del Señor en este lugar donde todo nos habla de fe en Cristo y de servicio a su Iglesia. Nos hemos puesto juntos a la escucha de la Palabra de Dios, en la consoladora certeza de que de aquí podemos sacar todo aquello que necesitamos para nuestro ministerio y también para afrontar las dificultades que comporta. Es motivo de alegría y de reconocimiento pensar que el Santo Padre quiera tomar cuidado de una Iglesia particular – como el pastor que se preocupa de una oveja – para conocer bien la situación, profundizar los problemas y las potencialidades espirituales, rezar juntos pidiendo luz y fuerza al Espíritu Santo, sugerir los remedios necesarios y orientar el camino. Desde aquí, de la mesa de la Palabra y de la Eucaristía, nosotros tomamos la verdad y la fuerza de la comunión. También los santos Apóstoles Pedro y Pablo vigilan sobre este encuentro, y su asistencia espiritual es invocada precisamente a partir de la Liturgia que estamos celebrando. De san Pedro y de su intercesión nos habla el ambiente mismo en donde nos encontramos, junto a su Sepulcro; mientras que a san Pablo nos refieren las oraciones y las lecturas bíblicas, propias de la Misa votiva del Apóstol de los gentiles. Y es esta elección litúrgica la que me sugiere una primera consideración de fondo.


Cuando el Santo Padre Benedicto XVI inauguró el Año Paulino, que ya se acerca a su conclusión, ofreció a la Iglesia universal una multiforme riqueza, de la que nos damos cuenta cada vez más con el pasar de los meses. Uno de esos dones, que considero particularmente precioso también para vuestra presente reunión, es éste: pensar en San Pablo, confrontarse con su carisma y su extraordinario testimonio, ayuda a cada comunidad eclesial, a cada cristiano, a despertar en sí el fervor de la misión, de modo que los problemas, las dificultades, los límites, aún permaneciendo como son, son vistos y vividos dentro de una perspectiva distinta, como bajo la acción de un soplo vital que es el Espíritu animador de la Iglesia. San Pablo nos ayuda particularmente a nosotros, los Pastores, a renovar nuestro fervor apostólico, la sensibilidad al valor sobrenatural de nuestro ministerio. Releyendo y meditando las Cartas de san Pablo y los Hechos de los Apóstoles, vemos cómo toda la Iglesia fue entonces fuertemente edificada por el testimonio de Pablo y sus ejemplos, se sintió fortalecida por el impulso apostólico que surge de la caridad de Cristo y del poder de su resurrección. Es lo que nos sucede hoy, en esta Liturgia: nos confiamos a la fuerza de la Palabra de Dios y del Espíritu Santo, tras el ejemplo de Pablo y de sus compañeros de misión.


En el Evangelio, hemos vuelto a escuchar las palabras de Jesús Resucitado, que dice a los Apóstoles: “Id… predicad” (Mc. 16, 17-18). El Señor promete que la misión estará acompañada, para cuantos reciban la Buena Noticia, por algunos “signos”, que manifiestan su señorío sobre el mal: demonios, serpientes y venenos no tendrán poder sobre los creyentes (cfr. Mc. 16, 17-18). Esto hace pensar en las pruebas y en las insidias que la Iglesia encuentra y encontrará siempre durante su peregrinación terrena. Las comunidades cristianas, como los judíos en el éxodo a través del desierto, se encuentran afrontando peligros y tentaciones de diversos géneros. Algunos provienen del exterior pero otros – particularmente dolorosos y dañinos – del interior. También de esto encontramos múltiples testimonios en el Nuevo Testamento. San Pablo mismo ha debido hacer frente a muchos problemas que surgían del interior de las comunidades por él fundadas, y en cada situación ha hablado y actuado con la fuerza que le venía del Señor resucitado y de su Espíritu Santo, animado siempre y solamente por la pasión por la verdad y por la comunión, por el amor por Cristo y por su cuerpo que es la Iglesia.


En san Pablo nos impresiona, además, la seguridad con la que afirma haber hecho siempre todo lo que estaba en su poder para cumplir fielmente la misión y por el bien de la Iglesia. Lo vemos en el texto de la Segunda Carta a Timoteo que constituye la primera lectura de hoy, pero también en el discurso de despedida a los ancianos de Éfeso que se encuentra en los Hechos de los Apóstoles (20, 18-25). No se trata, naturalmente, de una confianza en sí mismo y en las propias capacidades: de esto Pablo está, por así decir, inmunizado a partir de su conversión. Justamente y solamente porque todo para él y en él se ha convertido en “gracia”, es que puede “jactarse” de lo que la cruz de Cristo obra en su vida y en su ministerio.


Quisiera destacar brevemente dos cosas, queridos Hermanos. La primera es el hecho de que el Apóstol diga: al fin de la vida, después de tanto trabajo por el Evangelio, “he conservado la fe” (2 Tm. 4, 7). Nos podría sorprender pero nos hace reflexionar: la fe es el don más precioso y nunca es adquirido de una vez para siempre. La fe se puede perder en cualquier edad y condición de vida. O más bien, se puede perder la verdad de la fe, adulterándola, contaminándola, confundiéndola – casi sin darse cuenta – con otra cosa, con certezas – o incertidumbres – humanas, que toman el lugar de la fe en Cristo y en su Palabra. La segunda reflexión se refiere a la perspectiva escatológica: Pablo no ha ahorrado energías en el trabajo pastoral pero su “carrera” siempre ha apuntado más allá, hacia la meta última. Lo escribe a los Filipenses (3, 12-14), en términos muy similares, y lo dice aquí, a Timoteo. El Apóstol tiene la clara conciencia de que su único verdadero juez es el Señor y que a Él deberá rendir cuentas. Los tribunales humanos hacen su parte pero la instancia decisiva es la de Cristo, que es justo y dará a cada uno según sus obras. También esta actitud espiritual de san Pablo es para nosotros un saludable recordatorio: a no perder nunca, en los acontecimientos y cuestiones de este mundo, el horizonte supremo, el horizonte de Dios.


Queridos y venerados Hermanos, dejemos que esta divina Palabra ilumine y conforte nuestros corazones. Invoquemos con confianza al Espíritu Santo para que, mediante el encuentro de estos días, ayude a la Iglesia, particularmente a la Iglesia que está en Linz, a caminar en la verdad y en la caridad. Nos lo obtenga la intercesión de María Santísima, Madre de la Iglesia, de los santos Apóstoles Pedro y Pablo y de los santos Patronos de la Diócesis de Linz.

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Texto original: Sitio de la Santa Sede


Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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