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El Papa Benedicto XVI visitó hoy la ciudad de Sulmona, en Italia, y por segunda vez en su Pontificado, oró ante los restos de San Pedro Celestino V, el Pontífice que ha pasado a la historia precisamente por su renuncia al ministerio pontificio. Con ocasión de los 800 años de su nacimiento, Benedicto XVI quiso rendir homenaje nuevamente a su ilustre Predecesor; ya lo había hecho el año pasado cuando, al visitar L’Aquila luego del terremoto, se detuvo en oración frente a sus restos y dejó allí como don el palio que se le había impuesto el 24 de abril de 2005 en la solemne inauguración de su ministerio. Quisiéramos retomar la parte central de su bellísima homilía, en la que Benedicto XVI quiso recoger de la vida de San Celestino V algunas enseñanzas válidas para nuestros días.
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¡Queridos amigos! Mi visita tiene lugar con ocasión del Año Jubilar especial convocado por los obispos del Abruzzo y de Molise para celebrar los ochocientos años del nacimiento de san Pedro Celestino. Sobrevolando vuestro territorio, he podido contemplar la belleza del paisaje y, sobre todo, admirar algunas localidades estrechamente ligadas a la vida de esta insigne figura: el Monte Morrone, donde Pedro condujo por mucho tiempo la vida eremítica; la ermita de san Onofre, donde en 1294 le llegó la noticia de su elección como Sumo Pontífice, que tuvo lugar en el Cónclave de Perusa; y la Abadía de “Santo Spirito”, cuyo altar mayor fue consagrado por él después de su coronación, que tuvo lugar en la Basílica de Collemaggio en L’Aquila. A esta Basílica yo mismo, en abril del año pasado, me dirigí para venerar la urna con sus despojos y dejar el palio recibido en el día del inicio de mi Pontificado. Han pasado ya ochocientos años desde el nacimiento de san Pedro Celestino V, pero él permanece en la historia por las conocidas circunstancias de su tiempo y de su pontificado y, sobre todo, por su santidad. La santidad, de hecho, no pierde nunca su fuerza atractiva, no cae en el olvido, no pasa nunca de moda, al contrario, con el paso del tiempo, resplandece cada vez con mayor luminosidad, expresando la perenne tensión del hombre hacia Dios. De la vida de san Pedro Celestino quisiera por tanto recoger algunas enseñanzas, válidas también en nuestros días.
Pedro Angelerio desde su juventud fue un “buscador de Dios”, un hombre deseoso de encontrar respuestas a los grandes interrogantes de nuestra existencia: ¿quién soy, de dónde vengo, por qué vivo, para quién vivo? Él se puso de viaje buscando la verdad y la felicidad, se puso a la búsqueda de Dios, y, para escuchar su voz, decidió separarse del mundo y vivir como ermitaño. El silencio se convierte así en el elemento que caracteriza su vida cotidiana. Y es precisamente en el silencio exterior, pero sobre todo en el interior, donde él llega a percibir la voz de Dios, capaz de orientar su vida. Hay aquí un primer aspecto importante para nosotros: vivimos en una sociedad en la que cada espacio, cada momento parece que tenga que “llenarse” de iniciativas, de actividades, de sonidos; a menudo no hay tiempo siquiera para escuchar y dialogar. ¡Queridos hermanos y hermanas! No tengamos miedo de hacer silencio fuera y dentro de nosotros, si queremos ser capaces no sólo de percibir la voz de Dios, sino también la voz de quien está a nuestro lado, la voz de los demás.
Pero es importante subrayar también un segundo elemento: el descubrimiento del Señor que hace Pedro Angelerio no es el resultado de un esfuerzo, sino que lo hace posible la propia Gracia de Dios, que le precede. Lo que él tenía, lo que él era, no le venía de sí mismo: le había sido dado, era gracia, y era por ello también responsabilidad ante Dios y ante los demás. Aunque nuestra vida sea muy distinta, también vale lo mismo para nosotros: todo lo esencial de nuestra existencia nos ha sido dado sin nuestra aportación. El hecho de que yo vivo no depende de mí; el hecho de que me hayan sido dadas personas que me han introducido en la vida, que me han enseñado qué es amar y ser amado, que me han transmitido la fe y me han abierto la mirada a Dios: todo esto es gracia y no está “hecho por mí”. Por nosotros mismos no habríamos podido hacer nada si no nos hubiera sido dado: Dios nos precede siempre, y en cada vida hay cosas bellas y buenas que podemos reconocer fácilmente como gracia suya, como rayo de luz de su bondad. Por esto debemos estar atentos, tener siempre abiertos los “ojos interiores”, los de nuestro corazón. Y si aprendemos a conocer a Dios en su bondad infinita, entonces seremos capaces también de ver, con asombro, en nuestra vida – como los santos – los signos de ese Dios, que está siempre cerca de nosotros, que es siempre bueno con nosotros, que nos dice: “¡Ten fe en mí!".
En el silencio interior, en la percepción de la presencia del Señor, Pedro de Morrone había madurado, además, una experiencia viva de la belleza de la creación, obra de las manos de Dios: sabía captar su sentido profundo, respetaba sus signos y sus ritmos, hacía uso de ella para lo que es esencial a la vida. Sé que esta Iglesia local, como también las demás del Abruzzo y de Molise, están activamente comprometidas en una campaña de sensibilización para la promoción del bien común y de la salvaguardia de la creación: os animo en este esfuerzo, exhortando a todos a sentirse responsables de su propio futuro, como también del de los demás, respetando y custodiando la creación, fruto y signo del Amor de Dios.
En la segunda lectura de hoy, tomada de la Carta a los Gálatas, hemos escuchado una bellísima expresión de san Pablo, que es también un retrato espiritual perfecto de san Pedro Celestino: “Yo sólo me gloriaré en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí, como yo lo estoy para el mundo” (6,14). Verdaderamente la Cruz constituyó el centro de su vida, le dio la fuerza de afrontar las duras penitencias y los momentos más comprometidos, desde su juventud hasta su última hora: él fue siempre consciente de que de ella viene la salvación. La Cruz dio a san Pedro Celestino también una clara conciencia de pecado, siempre acompañada de una también clara conciencia de la infinita misericordia de Dios hacia su criatura. Viendo los brazos completamente abiertos de su Dios crucificado, se sintió llevar al mar infinito del amor de Dios. Como sacerdote, tuvo experiencia de la belleza de ser administrador de esta misericordia absolviendo a los penitentes del pecado, y, cuando fue elegido a la Sede del Apóstol Pedro, quiso conceder una particular indulgencia, llamada "La Perdonanza". Deseo exhortar a los sacerdotes a que se conviertan en testigos claros y creíbles de la buena noticia de la reconciliación con Dios, ayudando al hombre de hoy a recuperar el sentido del pecado y del perdón de Dios, para experimentar esa alegría sobreabundante de la que el profeta Isaías nos habló en la primera lectura (cfr Is 66,10-14).
Finalmente, un último elemento: san Pedro Celestino, aún llevando una vida eremítica, no estaba “cerrado en sí mismo”, sino que estaba lleno de la pasión de llevar la buena noticia del Evangelio a los hermanos. Y el secreto de su fecundidad pastoral estaba precisamente en “permanecer” con el Señor, en la oración, como se nos ha recordado también en el pasaje evangélico de hoy: el primer imperativo es siempre el de orar al Señor de la mies (cfr Lc 10,2). Y sólo después de esta invitación, Jesús define algunos compromisos esenciales de los discípulos: el anuncio sereno, claro y valiente del mensaje evangélico – también en los momentos de persecución – sin ceder ni a la fascinación de la moda, ni al de la violencia o de la imposición; el desapego de la preocupación por las cosas – el dinero y el vestido – confiando en la Providencia del Padre; la atención y cuidado en particular hacia los enfermos en el cuerpo y en el espíritu (cfr Lc 10,5-9). Estas fueron también las características del breve y sufrido pontificado de Celestino V, y estas son las características de la actividad misionera de la Iglesia en toda época.
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Texto de la homilía: Zenit
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