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En reiteradas ocasiones le hemos pedido al Padre Teo, un sacerdote amigo (y más que amigo) que pusiera por escrito algunas de las cosas que surgen de nuestras conversaciones. Esta mañana nos ha hecho llegar este artículo referido a la “pastoral vocacional”, uno de sus temas favoritos.
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¿Se preguntan los jóvenes católicos acerca de su vocación? Y si lo hacen ¿por qué son tan pocos los que responden? Seguramente no es porque Dios no quiera proveer de ministros a su Iglesia.
Sabemos que la principal causa de la pobre respuesta al llamado de Dios es la falta de oración. Por un lado, la oración en cada comunidad. Jesús nos dijo que rogásemos al Dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha. Seguramente no estamos rogando bastante. Por otro lado, no enseñamos suficientemente a orar a los niños, que luego serán jóvenes y adultos sin el hábito de la oración. Y sin diálogo personal con Dios todo se complica.
Además de la falta de oración, y entre otras causas varias de la escasez de sacerdotes, encuentro un factor que afecta directamente a la pregunta inicial por la vocación. Muchos de nuestros jóvenes piensan que para estar llamados al sacerdocio se ha de tener una aptitud natural para vivir célibes, y el descubrir en sí mismos la natural inclinación al matrimonio basta para determinar el estado de vida.
Dicho desde otra perspectiva, el celibato ha pasado a ocupar el centro de la pregunta vocacional, o se ha convertido en el motivo por el que frecuentemente los jóvenes descartan “a priori” la posibilidad de ser llamados al ministerio sacerdotal.
En las últimas décadas se ha operado en la mente de los jóvenes una suerte de “devaluación” del sacerdocio, presentándolo con una fuerte carga negativa: los sacerdotes no pueden casarse. A esto se suman los conocidos reduccionismos que hacen ver al sacerdote como un simple agente social. Así, ignorada la verdadera naturaleza y dignidad del sacerdocio, no tiene muchas chances de ser tenido en cuenta por nuestros jóvenes como una opción potable para sus vidas. Aquella opción tradicional del joven católico que le proponía “matrimonio o sacerdocio”, con todo el peso que ambas realidades comportaban, parece haberse trocado en “matrimonio o celibato”. Pero este último, por sí mismo y privado de algún sentido, no es un estado al que muchos aspiren.
Cuando se conversa con los jóvenes sobre la vocación, esta realidad suele ponerse en evidencia. Se manifiesta una inmediatez poco feliz en la asociación de los conceptos de “sacerdocio” y “celibato”. Celibato entendido no como opción libre sino como mera condición requerida, como una cláusula impuesta. La asociación de ambos términos referidos debiera acontecer con posterioridad, porque antes tendrían que fluir en la mente de nuestros jóvenes las características propias del sacerdote percibidas en positivo: “un hombre de Dios”, “un elegido de Dios”, “el hombre de lo sagrado”, “el que se ocupa de las cosas de Dios”, “el que ofrece la Misa”, “el que bautiza y perdona en nombre de Dios”, “el que ora por mí“, “el que anuncia la Palabra de Dios”, “el que es mediador entre Dios y los hombres”, “el que acompaña y alivia en el dolor”, “aquel a quien se puede acudir a pedir consejo”, “el que está siempre con Dios”, “aquel a quien Dios envía”, “el que trabaja por la salvación de las almas”, … “el que lo ha dejado todo por amor a Jesús”. Es decir, el que escuchó Su llamada y encontró aquel tesoro por el que vale la pena renunciar y desprenderse de todo lo demás, y Dios le ha concedido la gracia para poder hacerlo, porque lo ha elegido y obra en él para configurarlo a Sí para siempre.
Considero, y si me equivoco no será por mucho, que la gran mayoría de los jóvenes que están hoy en los seminarios o en procesos de discernimiento vocacional, han llegado hasta allí debido a la ejemplaridad de algún sacerdote conocido por ellos. Los buenos sacerdotes son siempre un ejemplo de vida. Y hay sacerdotes que por su carisma personal atraen mucho la atención de los jóvenes. Esto es muy bueno y elogiable, y ojalá nunca deje de suceder. Pero es importantísimo que los jóvenes puedan llegar a la pregunta vocacional como un paso normal del proceso de maduración en la fe. Porque no todos tendrán la oportunidad de conocer a un sacerdote que con su sola presencia o carisma despierte el anhelo de imitar su vida o de saber más sobre el sacerdocio. Por eso es indispensable que formemos mejor a niños y jóvenes. Que les enseñemos desde pequeños, en las catequesis, que hay una voluntad de Dios para la vida de cada uno. Que todos tienen el deber de preguntarle a Dios qué quiere Él para sus vidas.
Finalmente, si en nuestras comunidades lográsemos revertir la negatividad presente en la imagen del sacerdocio que hoy predomina, habría muchos más jóvenes considerando su posible vocación sacerdotal. Tendríamos que apuntar a que haya una comprensión más profunda y completa del ministerio sacerdotal, de manera que el celibato de los ministros sea visto como lo que es: “auténtica profecía del Reino, signo de la consagración con corazón indiviso al Señor y a las ‘cosas del Señor’, expresión del don de sí mismo a Dios y a los demás” (Benedicto XVI).
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