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Publicamos nuestra traducción de la intervención que el Cardenal Franc Rodé, prefecto de la Congregación para los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica, ha pronunciado en Boston con ocasión de un encuentro con religiosos y religiosas de América del Norte. Se trata de un texto brillante en el cual, con gran claridad y valor, el Cardenal Rodé analiza las causas de la actual crisis de la vida religiosa y propone algunas ideas para una correcta renovación.
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Una correcta hermenéutica para una nueva vida religiosa
En los últimos cuarenta años, la Iglesia ha pasado por una de las mayores crisis de la propia historia. Todos nosotros sabemos que la dramática situación de la vida consagrada no ha sido marginal en este asunto. Prácticamente en todos los países de Occidente, los observadores notan que la mayoría de las comunidades religiosas está entrando en la fase final de una prolongada crisis, cuyo resultado –dicen – está ya establecido por las estadísticas.
En muchos de estos países occidentales, los religiosos han perdido la esperanza. Están resignados a la pérdida de vitalidad, de significado, de alegría, de atractivo, de vida. Pero América es diversa. La vitalidad, la creatividad, la exuberancia que denota la floreciente cultura de los Estados Unidos, se reflejan en la vida cristiana y también en la vida consagrada. Basta pensar que, desde el Concilio Vaticano II, más de ciento nueve comunidades religiosas han brotado de este fértil suelo.
Éste es el país que el Papa Benedicto ha visitado en abril con el fin de traer el mensaje de la esperanza de Cristo. Pero cuando él volvió a Roma, dijo: “He encontrado una gran vitalidad y la voluntad firme de vivir y testimoniar la fe en Jesús”. Con gran alegría, ha confesado que él mismo ha sido “confirmado en la esperanza por los católicos americanos”.
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El estado actual de la vida religiosa
No obstante este pasado grandioso y la actual vitalidad, nosotros sabemos – y ésta es una de las principales razones por las que estamos reunidos aquí hoy – que no todo va bien en la vida religiosa en América. Hoy, mis observaciones están dirigidas especialmente a los religiosos de vida activa.
En primer lugar, hay numerosas nuevas comunidades, algunas más conocidas que otras, muchas de las cuales son florecientes y sus estadísticas indican lo contrario de la tendencia general. En segundo lugar, hay comunidades más antiguas que han actuado para preservar y reformar la genuina vida religiosa en el interior del propio carisma; también éstas están en fase de crecimiento, contrariamente a la tendencia general, y la edad promedio de sus religiosos es inferior a la general de los religiosos. Ninguno de estos dos grupos ve acercarse el “fin” en el sentido que los observadores de las tendencias generales suelen decir; por el contrario, su futuro se presenta prometedor si continúan siendo lo que son y cómo son. En tercer lugar, están aquellas que aceptan la actual situación de decaimiento como -dicen ellos – el signo del Espíritu en la Iglesia, el signo de una nueva dirección a seguir. En este grupo, están aquellos que han simplemente aceptado la desaparición de la vida religiosa o, por lo menos, de sus comunidades, y se esfuerzan para que esto ocurra de la forma más pacífica posible, dando gracias a Dios por los beneficios del pasado.
Además, debemos admitir la existencia de aquellos que han optado por caminos que los han alejado de la comunión con Cristo en la Iglesia Católica, si bien puedan haber decidido “estar” en la Iglesia físicamente. Estos pueden ser individuos o grupos en institutos que tienen una visión diferente, o pueden ser comunidades enteras.
Por último, quisiera distinguir a aquellos que creen fervientemente en su vocación personal y en el carisma de su comunidad, y buscan medios para invertir la tendencia actual o, en otras palabras, realizar una auténtica renovación. Estos pueden ser instituciones enteras, individuos, grupos de individuos e incluso comunidades en el seno de un instituto. Me dirijo hoy especialmente a estos últimos grupos, con la intención de ofrecerles ánimo e ideas para seguir. Pero mis reflexiones pueden ser útiles también a los primeros dos grupos para que no pierdan aquello que ya tienen, como advierte San Pablo a los Corintios: “El que esté seguro, cuídese de no caer” (1 Corintios, 10, 12).
Con este fin, será muy importante examinar las raíces de la crisis. Aquí nos tropezaremos con una pregunta necesaria y brutal: ¿”renovación” no ha sido exactamente lo que hemos hecho después del Concilio? ¿Esto no debía conducirnos a una nueva era? ¿Y no ha sido exactamente esta “renovación” que nos ha hecho llegar a donde estamos hoy?
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La hermenéutica de ruptura y discontinuidad
El Concilio, en realidad, ha ofrecido claras y abundantes directivas para la necesaria reforma de la vida consagrada. La cuestión crucial es: ¿cómo han sido interpretadas y aplicadas estas directivas? Globalmente, el Concilio ha sido interpretado y aplicado, en su conjunto, en dos formas muy diversas y opuestas que nosotros debemos analizar más de cerca si queremos comprender qué ha ocurrido y trazar un camino a seguir en el futuro.
“¿Por qué la recepción del Concilio, en grandes zonas de la Iglesia, se ha realizado hasta ahora de un modo tan difícil?”, ha preguntado Benedicto XVI en un importante discurso, tres años atrás. La respuesta por él ofrecida es cristalina: “todo depende de la correcta interpretación del Concilio o, como diríamos hoy, de su correcta hermenéutica, de la correcta clave de lectura y aplicación”. Hay un excelente equilibrio en los documentos conciliares pero, llegado el momento, dado que el mandado ha sido para la “actualización”, ha sido más fácil justificar los cambios que defender la continuidad.
En el segundo parágrafo de Perfectae Caritatis se lee: “la renovación de la vida religiosa comprende, a la vez, el continuo retorno a las fuentes de toda vida cristiana y a la inspiración originaria de los Institutos, y la acomodación de los mismos, a las cambiadas condiciones de los tiempos” (2). Leídas en la hermenéutica de la ruptura y la discontinuidad, “el continuo retorno a las fuentes de toda vida cristiana y a la inspiración originaria de los Institutos” ha tenido la tendencia a ser interpretado a la luz de “la acomodación a las cambiadas condiciones de los tiempos”, en lugar de lo contrario.
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Las consecuencias en la vida religiosa
Debemos comenzar con reconocer que había, seguramente, mucho para corregir en la vida religiosa y mucho para mejorar en la formación de los religiosos. Debemos también admitir que la sociedad ha propuesto desafíos para los cuales muchos religiosos no estaban preparados. En algunos casos, se necesitaba sacudir la rutina y las incrustaciones de costumbres superadas. En este sentido, debemos afirmar categóricamente no sólo que el Concilio no se equivocaba en su impulso a la renovación de la vida religiosa sino que al hacerlo ha estado verdaderamente inspirado por el Espíritu Santo.
La vida religiosa, siendo un don del Espíritu Santo a cada religioso y a la Iglesia, depende especialmente de la fidelidad a sus orígenes, fidelidad al fundador y fidelidad al carisma particular. La fidelidad a este carisma es esencial ya que Dios bendice la fidelidad y “resiste a los soberbios” (Santiago 4, 6). La completa ruptura de algunos con el pasado va, por lo tanto, contra la naturaleza de una congregación religiosa y, en sustancia, provoca el rechazo de Dios.
Apenas el naturalismo fue aceptado como el nuevo camino, la obediencia se ha convertido en su primera víctima porque ella no puede sobrevivir sin fe y esperanza. La oración, especialmente la oración comunitaria y la liturgia sacramental, ha sido minimizada o abandonada. La penitencia, el ascetismo, y lo que ha sido denominado como “espiritualidad negativa”, se han convertido en cosas del pasado. Muchos religiosos se han sentido a disgusto vistiendo hábito. La agitación social y política se convirtió en el centro de su acción apostólica. Todo se ha convertido en un problema a discutir. Rechazada la oración tradicional, las genuinas aspiraciones espirituales de los religiosos han buscado formas más esotéricas.
Los resultados no se han hecho esperar, bajo la forma de un éxodo de miembros. En consecuencia, los apostolados y ministerios que eran esenciales para la vida de la comunidad católica y de su radio de acción caritativa - sobre todo las escuelas – han desaparecido velozmente. Las vocaciones se acabaron rápidamente. A pesar de que los resultados comenzaron a hablar por sí mismos, estaban aquellos según los cuales las cosas no andaban bien porque no se habían hecho cambios suficientes, el proyecto no estaba completo. Y así el daño ha ido aumentando. Se debe notar, además, que muchos responsables de las decisiones y de las acciones desastrosas de estos años postconciliares, luego han abandonado ellos mismos la vida religiosa. Muchos de ustedes se han mantenido fieles. Con inmenso valor han cargado con el peso de remediar el daño y reconstruir vuestras familias religiosas. Mi corazón y mi oración están con ustedes.
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La hermenéutica de la continuidad y de la reforma
El verdadero espíritu del Concilio ha sido descripto en su inauguración por el Papa Juan XXIII, cuando ha afirmado que el Concilio "quiere transmitir la doctrina en su pureza e integridad, sin atenuaciones ni deformaciones". Y ha continuado: “"Nuestra tarea no es únicamente guardar este tesoro precioso, como si nos preocupáramos tan sólo de la antigüedad, sino también dedicarnos con voluntad diligente, sin temor, a estudiar lo que exige nuestra época (...). Es necesario que esta doctrina, verdadera e inmutable, a la que se debe prestar fielmente obediencia, se profundice y exponga según las exigencias de nuestro tiempo. En efecto, una cosa es el depósito de la fe, es decir, las verdades que contiene nuestra venerable doctrina, y otra distinta el modo como se enuncian estas verdades, conservando sin embargo el mismo sentido y significado". Estas palabras permiten interpretar el Concilio de un modo muy diferente al descripto anteriormente. Aquí tenemos, en esencia, la hermenéutica de la continuidad y de la reforma.
La continuidad suscita un armonioso diálogo entre fe y razón. La razón iluminada por la fe no caerá en la trampa del secularismo moderno. El auténtico profetismo en la Iglesia quiere rectificar los comportamientos y no cambiar la revelación apostólica.
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Los frutos
Hoy miramos con gratitud al Concilio Vaticano II, por habernos provisto de directivas claras para distinguir entre la sustancia del depósito de la fe y sus manifestaciones circunstanciales. La continuidad con lo que es esencial en la vida religiosa no suprime sino que anima la reforma de cuanto es obsoleto, accidental y perfectible. Esto se hace evidente cuando leemos los criterios y las directivas, atentamente equilibrados, de Perfectae Caritatis (1-18), a los cuales ya hemos hecho referencia hablando de la ruptura y la discontinuidad.
Si estos mismos números son interpretados en términos de continuidad, se nota que los cambios no están nunca separados de las raíces. Cuantos buscan la continuidad en la renovación notarán que el Concilio ha llamado a una renovación que es eminentemente renovación del espíritu, enfatizando la centralidad de Cristo como se encuentra en los Evangelios, siguiéndolo en el camino trazado por el fundador, a través de los votos (cfr. Perfectae caritatis, 2).
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Buscar la renovación
Debemos ahora afrontar la cuestión: ¿en qué dirección podemos ir? ¿Hay una nueva vida para las comunidades religiosas de Norte América que aspiran a una auténtica reforma? Aquí debemos notar que, si bien el fondo del problema es el mismo y hay problemas y desafíos comunes para los religiosos y las religiosas (la ingeniería del lenguaje, la tendencia al relativismo, la pérdida del sentido de lo sobrenatural y, en algunos casos, dudas sobre la relevancia y centralidad de Cristo), es también cierto que cada grupo debe afrontar los propios desafíos particulares. Las religiosas, en particular, tienen necesidad de esforzarse críticamente en relación a cierto tipo de feminismo, actualmente fuera de moda pero que, a pesar de esto, continúa ejerciendo mucha influencia en ciertos ambientes. Permitan que me concentre en algunos de los elementos comunes. Si la ruptura y la confusión son lo que caracteriza las recientes dificultades en la vida religiosa, entonces el camino a seguir debe ser una mayor búsqueda de continuidad y claridad. Como el escriba que ha sido instruido en el Reino de los Cielos, debemos tener en nuestro tesoro “cosas antiguas y cosas nuevas” (cfr. Mateo 13, 52).
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Continuidad con la fe católica
Podría parecer superfluo hacer esta observación ya que sería justo imaginar que sobre este punto no hay discusión. Por el contrario, todo hemos experimentado la presencia de grupos o personas que, bajo la propia responsabilidad, “han ido más allá de la Iglesia”, aunque permaneciendo exteriormente “en el interior” de la Iglesia. Seguramente, una existencia así ambivalente no puede traer frutos de alegría y paz (cfr. Gálatas 5, 22), ni para ellos mismos ni para la Iglesia. Oramos para que el Espíritu Santo los ilumine para que vean el camino de la verdadera paz y libertad, y tengan el valor de seguirlo.
De acuerdo con el Concilio, “la misma autoridad de la Iglesia, bajo la guía del Espíritu Santo, se preocupa de interpretarlos, de regular la práctica y también de establecer formas estables de vida”. La autoridad y la tradición de la Iglesia han hablado, en el curso de los siglos, de la sustancia de la vida consagrada. Benedicto XVI la ha formulado de este modo: “Pertenecer al Señor: he aquí la misión de los hombres y de las mujeres que han elegido seguir a Cristo casto, pobre y obediente, para que el mundo crea y sea salvado”.
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Continuidad con el carisma del fundador
Este punto es de capital importancia, y es la clave para renovar y revitalizar nuestras congregaciones, para atraer vocaciones y realizar nuestras obligaciones en relación a los jóvenes que eventualmente entran en nuestras familias religiosas. El Concilio insiste sobre este punto. Debemos garantizar que, en nuestras congregaciones, la vida sea plenamente católica y enteramente alineada con el carisma del fundador o de la fundadora. Sobre esta materia, no puede haber contradicciones ya que el carisma ha sido dado a los fundadores en el contexto eclesial y ha sido sometido a la aprobación de la Iglesia. Muchas congregaciones están haciendo vigorosos esfuerzos en este sentido.
Sin embargo, algunos superiores religiosos han descubierto que esto no es suficiente. Están haciendo grandes esfuerzos para reavivar la figura y la centralidad de sus fundadores; están renovando la observancia religiosa y la vida en su comunidad; pero dicen que las vocaciones aún no están llegando. Hay otros dos elementos, ambos muy importantes, que deben ser tomados en consideración.
En las actuales circunstancias, ofrecer un programa de formación adecuado y fiel es un desafío particularmente significativo. Ofrezco algunas consideraciones al respecto: vale la pena hacer cualquier sacrificio para dedicar a la formación los mejores miembros. Ellos deben estar plenamente en comunión con la Iglesia. Deben ser prudentes, eminentemente espirituales y prácticos. Deben amar su congregación e identificarse con el carisma del fundador, poseer un amor espiritual por sus deberes, ser conscientes de las fuerzas y debilidades de los jóvenes de hoy, y tener la completa asistencia de los superiores.
Los programas de postulantado y noviciado son más fáciles de realizar, pero el desafío es mayor en lo concerniente a los estudios de filosofía y teología u otras carreras universitarias necesarias para el apostolado desarrollado por los miembros. Cuando son necesarios estudios religiosos en centros de fuera de la congregación de pertenencia, estos deben ser elegidos con prudencia de modo que la doctrina que los jóvenes religiosos reciban sea segura y profunda, y las circunstancias externas permitan que ellos vivan una auténtica vida comunitaria y religiosa, y continúen cultivando todas las áreas de su formación, incluidas las dimensiones espiritual, sacramental y humana.
Las nuevas vocaciones deben ser educadas a la luz de las ricas contribuciones de Juan Pablo II y de Benedicto XVI respecto a la comprensión de la dignidad de la persona humana, la naturaleza de la libertad, la naturaleza de la dimensión religiosa de nuestras vidas, la necesidad de la formación humana. Ellos deben estar imbuidos de amor por su fundador, la historia, las tradiciones, las contribuciones, y de un saludable deseo de servir a las almas.
La fidelidad al espíritu de la vida religiosa y a un instituto no debería ser despersonalizada o estática. Por el contrario, debería ser creativa, capaz de encontrar caminos innovadores para desarrollar y aplicar el carisma y para llegar a las nuevas generaciones de católicos y los potenciales miembros del instituto.
Distingo dos modos diferentes y complementarios para promover las vocaciones: a uno lo llamaría indirecto, y al otro directo. Y, al contrario de lo que se podría intuir, considero que la llamada promoción indirecta es la más importante en el actual contexto de la Iglesia, porque cada uno de nosotros puede empeñarse en ella, todo el cuerpo eclesial se beneficia, y sin ella la promoción directa de las vocaciones permanece, en gran medida, estéril. Promoción indirecta es todo lo que construye la vida de Cristo en la Iglesia y puede ser sintetizada en tres dimensiones de vida: espiritualidad, catequesis y apostolado o ministerio. Nosotros debemos centrar la atención sobre estas dimensiones de la vida cristiana en los dos lugares que más influencian la vocación a la consagración: la familia y el corazón, mente y alma del joven. Muy frecuentemente, en nuestras vidas y comunidades, la semilla no da frutos no porque el suelo sea rocoso o mediocre sino porque muchos otros intereses reclaman nuestro tiempo y atención. Quiero decir que hoy nosotros estamos inquietos y preocupados por muchas cosas, como Marta (Lucas 10, 41). Reuniones, conferencias, debates sobre la justicia social, comunicados de prensa y cosas de este estilo, llenan nuestro calendario. Pero hay una cosa y una sola cosa que, en última instancia, cambia el mundo: la íntima transformación de la persona por medio del contacto con la gracia de Cristo.
La espiritualidad no está centrada en el vago sentimiento religioso de estar bien con Dios y el prójimo y tener experiencias agradables en la oración. Su esencia es la continua conversión, alimentada por los Sacramentos y la realización del plan de Dios para la propia vida. Ella tiene una dimensión objetiva.
La catequesis no se limita a una instrucción inicial sino que es la continua profundización de las riquezas de nuestra fe católica que, sola entre todas las religiones y versiones del cristianismo, ofrece un sólido y plenamente satisfactorio alimento tanto para el intelecto como para el alma. Es esencial que la catequesis vaya a la par con la espiritualidad y sea capaz de justificar nuestra esperanza, como ha dicho San Pedro (cfr. Pedro 3, 15). Como testimonia el Papa Benedicto.
La tercera dimensión es la acción: vivir externamente la caridad de Cristo que nos lleva más allá de las fronteras de la propia comodidad. Para la persona, ésta es una nueva experiencia de Cristo. Normalmente, Dios planta la semilla de una vocación en las familias y en la vida de las personas. Y esto nos lleva al próximo punto: la promoción directa. La promoción directa de las vocaciones se realiza cuando hemos empezado a encontrar y animar a aquellos jóvenes que Dios está llamando a nuestras comunidades. Esto supone que nosotros realmente creemos que Dios está trabajando en aquellas almas y, por esta razón, nos esforzamos con confianza y no nos desanimamos si el éxito no llega inmediatamente.
Hacemos promoción directa de muchas formas: hacemos propaganda, hablamos en escuelas y universidades, escribimos, invitamos, ofrecemos retiros y experiencias, y así sucesivamente. Esto debe y puede continuar y aumentar si es posible, utilizando todos los medios que hoy tenemos a nuestra disposición.
Yo creo que hay tres elementos que contribuyen a hacer efectiva esta promoción directa: primero, la preparación indirecta mencionada anteriormente (realizada por medio de un apostolado o ministerio de una de nuestras comunidades, o de otra comunidad o movimiento eclesial, o también en la parroquia de la persona). Segundo: lo que nosotros ofrecemos debe ser genuino. En otras palabras, la vida de la comunidad y la formación a la cual yo invito a este joven, debe reflejar el carisma particular de mi familia religiosa y estar en plena y alegre comunión con la Iglesia. Por último, los promotores de vocaciones deben poseer una preparación humana, intelectual y espiritual adaptada a su delicada tarea.
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Conclusión
No debe sorprendernos el hecho de que el camino a seguir esté erizado de dificultades y desafíos. Sin embargo, deseo que estén seguros de mi total apoyo a cualquier esfuerzo sincero de renovación de cada una de las familias religiosas en la línea de la fidelidad a la Iglesia y al fundador. Se necesitará mucha honestidad, humildad, valor, apertura de mente, diálogo, sacrificio, perseverancia y oración, como nos ha recordado el Papa Benedicto. En el Evangelio, Jesús nos ha advertido que dos son los caminos: uno es el camino estrecho que conduce a la vida, el otro es el camino amplio que conduce a la perdición (cfr. Mateo 7, 13-14).
Permítanme concluir con una oración tomada de la oración Colecta y Post-Comunión de la Misa por los religiosos del Misal Romano: “Oh Dios, que inspiras y llevas a feliz término todo propósito bueno, guía a tus siervos y tus siervas en el camino de la salvación. Concede a quienes dejaron todo para consagrarse totalmente a ti que siguiendo a Cristo y renunciando a las cosas de este mundo, te sirvan fielmente y amen a los hermanos con alma de pobre y corazón humilde. Concede a los consagrados y consagradas por los consejos evangélicos que, congregados en tu amor y alimentados con un mismo Pan, se animen mutuamente a progresar en la caridad y en las buenas obras, para que por su vida santa den, en todas partes, un auténtico testimonio de Cristo. Por Nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, en la unidad del Espíritu Santo. Amén.”
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Fuente: L’Osservatore Romano
Traducción: La Buhardilla de Jerónimo
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1 Comentarios:
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