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Benedicto XVI impone el birrete a Mons. Ranjith
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Presentamos nuestra traducción de la homilía del Santo Padre Benedicto XVI en el Consistorio Ordinario Público que ha presidido esta mañana para la creación de 24 nuevos Cardenales. El Colegio Cardenalicio ha quedado compuesto ahora por 203 miembros, 121 de los cuales son electores.
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Señores Cardenales, venerados Hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio, queridos hermanos y hermanas,
El Señor me da la alegría de realizar, una vez más, este solemne acto, mediante el cual el Colegio Cardenalicio se enriquece con nuevos Miembros, elegidos desde las diversas partes del mundo: se trata de Pastores que gobiernan con celo importantes Comunidades diocesanas, de Prelados superiores en los Dicasterios de la Curia Romana, o que han servido con ejemplar fidelidad a la Iglesia y a la Santa Sede.
Desde hoy, ellos pasan a formar parte de aquel coetus peculiaris, que presta una colaboración más inmediata y asidua al Sucesor de Pedro, sosteniéndolo en el ejercicio de su ministerio universal. A ellos, ante todo, dirijo mi afectuoso saludo, renovando la expresión de mi estima y mi vivo aprecio por el testimonio que dan a la Iglesia y al mundo. En particular, saludo al Arzobispo Angelo Amato y le agradezco por las gentiles expresiones que me ha dirigido. Extiendo, luego, mi cordial bienvenida a las Delegaciones oficiales de varios países, a las representaciones de numerosas diócesis, y a todos los que estáis aquí reunidos para participar en este evento, durante el cual estos venerados y queridos hermanos reciben el signo de la dignidad cardenalicia con la Imposición del birrete y la asignación del Título de una iglesia de Roma.
El vínculo de especial comunión y afecto, que une a estos nuevos cardenales con el Papa, les hace singulares y preciosos colaboradores del mandato confiado por Cristo a Pedro, de pastorear a sus ovejas (Cf. Jn 21, 15 – 17), para reunir a los pueblos con la solicitud de la caridad de Cristo. Precisamente de este amor es que ha nacido la Iglesia, llamada a vivir y a caminar según el mandamiento del Señor, en el que se resumen toda la ley y los profetas. Estar unidos a Cristo en la fe y en comunión con Él significa estar “arraigados y cimentados en la caridad” (Ef 3, 17), el tejido que une todos los miembros del cuerpo de Cristo
La palabra de Dios proclamada nos ayuda a meditar precisamente sobre este aspecto tan fundamental. En el pasaje del Evangelio (Mc. 10, 32-45) se pone ante nuestros ojos el icono de Jesús como el Mesías – preanunciado por Isaías (cf. Is 53) – que no ha venido a ser servido sino a servir: su estilo de vida se propone como la base de las nuevas relaciones en la comunidad cristiana y como un nuevo modo de ejercer la autoridad. Jesús está en camino hacia Jerusalén y preanuncia por tercera vez, indicándolo a sus discípulos, el camino a través del cual quiere realizar la obra confiada por el Padre: es el camino del humilde don de sí mismo hasta el sacrificio de la vida, el camino de la Pasión, el camino de la Cruz.
Y sin embargo, también después de este anuncio, como ocurrió para los precedentes, los discípulos revelan toda su dificultad para comprender, para realizar el necesario “éxodo” de una mentalidad mundana a la mentalidad de Dios. En este caso, son los dos hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, que piden a Jesús sentarse en los primeros puestos junto a Él en la “gloria”, manifestando expectativas y proyectos de grandeza, de autoridad, de honor según el mundo. Jesús, que conoce el corazón del hombre, no se turba por este pedido sino que enseguida ilumina el alcance profundo: “vosotros no sabéis lo que pedís”; luego guía a los hermanos a comprender qué implica seguirlo.
¿Cuál es, entonces, el camino que debe recorrer quien quiere ser discípulo? Es el camino del Maestro, es el camino de la total obediencia a Dios. Por eso Jesús pregunta a Santiago y a Juan: ¿estáis dispuestos a compartir mi opción de realizar hasta el final la voluntad del Padre? ¿Estáis dispuestos a recorrer este camino que pasa por la humillación, el sufrimiento y la muerte por amor? Los dos discípulos, con su respuesta segura, “podemos”, muestran, una vez más, no haber entendido el sentido real de lo que les promete el Maestro. Y de nuevo, Jesús, con paciencia, les hace dar un paso más: ni siquiera experimentar el cáliz del sufrimiento y el bautismo de la muerte les da derecho a los primeros puestos porque estos son “para aquellos para los cuales han sido preparados”, está en las manos del Padre celestial; el hombre no debe calcular, debe simplemente abandonarse en Dios, sin pretensiones, conformándose a su voluntad.
La indignación de los otros discípulos se convierte en ocasión para ampliar la enseñanza a toda la comunidad. En primer lugar, Jesús “los llamó”: es el gesto de la vocación originaria, a la cual los invita a volver. Es muy significativo este referirse al momento constitutivo de la vocación de los Doce, al “estar con Jesús” para ser enviados, porque recuerda con claridad que todo ministerio eclesial es siempre respuesta a una llamada de Dios, no es nunca fruto de un proyecto propio o de una ambición propia, sino que es conformar la propia voluntad a la del Padre que está en los Cielos, como Cristo en Getsemaní (cfr. Lc. 22, 42). En la Iglesia nadie es patrón, sino que todos somos llamados, todos somos invitados, todos somos alcanzados y guiados por la gracia divina. ¡Y ésta es también nuestra seguridad! Sólo volviendo a escuchar la palabra de Jesús, que dice “ven y sígueme”, sólo volviendo a la vocación originaria, es posible entender la propia presencia y la propia misión en la Iglesia como auténticos discípulos.
El pedido de Santiago y Juan y la indignación de los “otros diez” Apóstoles hacen surgir una cuestión central a la que Jesús quiere responder: ¿quién es grande, quién es el primero? En primer lugar, la mirada va al comportamiento que corren el riesgo de asumir “aquellos que son considerados gobernantes de las naciones”: “dominar y oprimir”. Jesús indica a los discípulos un modo completamente diverso: “Entre vosotros, no debe suceder así”. Su comunidad sigue otra regla, otra lógica, otro modelo: “quien quiera ser grande, que se haga vuestro servidor, y quien quiera ser el primero, que se haga servidor de todos”.
El criterio de la grandeza y del primado según Dios no es el dominio sino el servicio; la diaconía es la ley fundamental del discípulo y de la comunidad cristiana, y nos deja entrever algo del “señorío de Dios”. Y Jesús indica también el punto de referencia: el Hijo del hombre, que ha venido a servir; sintetiza toda su misión bajo la categoría del servicio, entendido no en sentido genérico sino en el sentido concreto de la Cruz, del don total de la vida como “rescate”, como redención para muchos, y lo indica como condición de su seguimiento. Es un mensaje que vale para los Apóstoles y vale para toda la Iglesia, vale sobre todo para quienes tienen la tarea de guía en el Pueblo de Dios. No es la lógica del dominio, del poder según los criterios humanos, sino la lógica de arrodillarse para lavar los pies, la lógica del servicio, la lógica de la Cruz que es la base de todo ejercicio de la autoridad. En todo tiempo la Iglesia está comprometida en conformarse a esta lógica y en testimoniarla para hacer transparentar el verdadero “señorío de Dios”, el del amor.
Venerados Hermanos elegidos para la dignidad cardenalicia, la misión a la que Dios os llama hoy y que los habilita para un servicio eclesial aún más cargado de responsabilidad, requiere una voluntad siempre mayor de asumir el estilo del Hijo de Dios, que ha venido en medio de nosotros como el que sirve (cf. Lc 22, 25 – 27). Se trata de seguirlo en su donación de amor humilde y total a la Iglesia, su esposa, en la Cruz: es sobre aquél signo de la cruz que el grano, dejado caer por el Padre sobre el campo del mundo, muere para convertirse en fruto maduro. Por esto es necesario un arraigamiento todavía más profundo y firme en Cristo. La relación íntima con Él, que transforma cada vez más la vida de modo que se pueda decir con san Pablo “no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20), constituye la exigencia primaria para que nuestro servicio sea sereno y alegre y pueda dar el fruto que espera el Señor de nosotros.
Queridos hermanos y hermanas, que hoy rodeáis a los nuevos Cardenales: ¡rezad por ellos! Mañana, en esta misma Basílica, durante la concelebración en la solemnidad de Cristo, Rey del Universo, les entregaré el anillo. Será una ulterior ocasión en la cual “alabar al Señor, que permanece siempre fiel” (Sal 145), como hemos repetido en el Salmo responsorial. Su Espíritu sostenga a los nuevos purpurados en el compromiso de servir a la Iglesia, siguiendo al Cristo de la Cruz también, si es necesario, usque ad effusionem sanguinis, estando siempre prontos – como decía san Pedro en la lectura proclamada – para dar razón de la esperanza que está en nosotros (cf. 1Pe 3, 15). A María, Madre de la Iglesia, confío a los nuevos Cardenales y su servicio eclesial a fin de que, con ardor apostólico, puedan proclamar a todas las naciones el amor misericordioso de Dios.
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Traducción: La Buhardilla de Jerónimo
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