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Como se sabe, en estos días se ha celebrado en Roma la plenaria del Pontifico Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, a cuyos miembros recibió hoy el Papa en audiencia. El Arzobispo Koch, que el próximo sábado será creado cardenal, presidió las reuniones y pronunció el discurso inaugural. Ofrecemos la parte inicial de dicho discurso en la que el prelado traza un balance del camino ecuménico, con la significativa novedad de incluir, como elemento decisivo en este tema, la hermenéutica de la continuidad, uno de los grandes temas del actual Pontificado.
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Con el Concilio Vaticano II, sobre todo con el Decreto sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, la Iglesia Católica ha entrado oficialmente en el movimiento ecuménico. Este “punto de no retorno” ha sido reafirmado por varios Pontífices y se ha traducido de varias maneras en la realidad concreta. El Papa Juan Pablo II, en particular en su Encíclica sobre el compromiso ecuménico Ut unum sint, ha subrayado de manera inequívoca que el camino ecuménico emprendido por la Iglesia Católica con el Concilio Vaticano II es irreversible. Retomando estas palabras, el Papa Benedicto XVI ha reiterado, en su mensaje a los delegados y participantes de la Tercera Asamblea Ecuménica Europea que tuvo lugar en Sibiu en el 2007: “Como afirmó mi venerado predecesor el Papa Juan Pablo II, con el concilio Vaticano II la Iglesia católica se ha comprometido de modo irreversible a recorrer el camino de la acción ecuménica, poniéndose a la escucha del Espíritu del Señor, que enseña a leer atentamente los signos de los tiempos”. Ya en el primer mensaje después de la elección como Pontífice, el Papa Benedicto XVI afirmaba su voluntad de asumir “como compromiso prioritario trabajar con el máximo empeño en el restablecimiento de la unidad plena y visible de todos los discípulos de Cristo” y definía la búsqueda de la unidad como su “voluntad” y su “apremiante deber”.
Sobre el carácter irreversible de este camino, no puede haber ninguna duda. El mismo Papa Benedicto XVI lo ha mostrado claramente, al contrario de lo que se le ha reprochado varias veces el pasado año. Ciertamente, el Santo Padre ha puesto nuevos acentos en lo que concierne a la hermenéutica de las afirmaciones conciliares. En su discurso a la Curia Romana con ocasión de la presentación de las felicitaciones navideñas, el 22 de diciembre de 2005, él se refirió ampliamente al legado espiritual del Concilio Vaticano II y advirtió sobre la distinción entre las dos diversas hermenéuticas. Por una parte, existe “la hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura", que considera el Concilio Vaticano II no como parte de la tradición viva de la Iglesia sino como un momento de ruptura y afirma la existencia de una Iglesia pre-conciliar y de una Iglesia post-conciliar, como si ya no se tratase de la misma Iglesia. Por otra parte, existe la “hermenéutica de la reforma”, que reconoce los continuos desarrollos de la doctrina de la fe y concilia continuidad con la Tradición y renovación dinámica. En esta dialéctica entre continuidad y discontinuidad, fidelidad a la tradición y renovación, reside para el Santo Padre la verdadera esencia de la reforma, como él mismo expresó de modo convincente a propósito del Concilio Vaticano II: “si lo leemos y acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia”.
Es con la hermenéutica de la reforma que debemos leer también el Decreto sobre el ecumenismo. El hecho de que tal documento haya marcado para la Iglesia Católica una nueva dirección en las relaciones con las otras Iglesias y Comunidades cristianas es tan evidente que a menudo no se menciona. Sin embargo, este nuevo inicio no implica una ruptura con la Iglesia pre-conciliar. De hecho, el giro ecuménico realizado por el Concilio se sitúa en una continuidad fundamental con la Tradición: esto no habría sido claramente posible si el interés ecuménico, aún en su forma embrionaria, no hubiese estado presente dentro de la Iglesia Católica ya mucho tiempo antes del Concilio Vaticano II. Al respecto, deben mencionarse las Conversaciones de Malinas (Bélgica), que se han tenido con los anglicanos desde 1921 hasta 1926, con el fuerte apoyo del Papa Pío XI. Debe ser recordado también el hecho de que, al comienzo del siglo pasado, sobre todo el Papa León XIII y el Papa Benedicto XV han impulsado enérgicamente la oración por la unidad de los cristianos, que luego será definida en Unitatis reditengratio como “el alma de todo el movimiento ecuménico”. Un ulterior impulso al compromiso ecuménico ha sido dado por el Papa Pío XII, el cual, en su instrucción de 1950, elogiaba expresamente al movimiento ecuménico, reconduciendo su inspiración al Espíritu Santo. El hecho de que precisamente Pío XII haya sido la fuente más citada en el Concilio, después de las Sagradas Escrituras, demuestra el rol desarrollado por este Pontífice en la preparación del camino al Concilio con sus numerosas, clarividentes encíclicas, como ha subrayado Benedicto XVI en un volumen dedicado al magisterio del Papa Pacelli: “Ciertamente, la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, es un organismo vivo y vital, y no ha quedado inmóvil en lo que era hace cincuenta años. Pero el desarrollo se realiza con coherencia. Por eso, la herencia del magisterio de Pío XII fue recogida por el concilio Vaticano II y propuesta de nuevo a las generaciones cristianas sucesivas”.
En un amplio análisis del decreto conciliar sobre el ecumenismo, el teólogo dominico Charles Morerod ha mostrado que no pocas de las afirmaciones de este documento están ya presentes, en su forma embrionaria, en Tomás de Aquino, cuya teología “puede desarrollar un rol capital en la comprensión de las diferencias entre los cristianos y en su superación”. Morerod ha puesto en evidencia también que sólo una “hermenéutica del desarrollo homogéneo” del decreto sobre el ecumenismo puede explicar bien la intención misma del Concilio que, como se reitera explícitamente en la Constitución dogmática sobre la Iglesia, es la de continuar el tema de los Concilios precedentes de “con mayor claridad ilustrar a sus fieles y al mundo entero la propia naturaleza y la propia misión universal”. También el cardenal Walter Kasper ha subrayado que “el Concilio dio inicio a algo nuevo”; sin embargo, “no creó una nueva Iglesia”, sino “una Iglesia renovada”. En una nota autobiográfica, él recordaba además que su hermenéutica del Concilio Vaticano II ha estado influenciada por la idea de un desarrollo continuo de la Iglesia. El cardenal Kasper siempre ha comprendido el Concilio “no como una ruptura ni el inicio de una nueva Iglesia”; esta hermenéutica “refleja a fondo el modo en que el Concilio se auto-concebía y refleja su consciente y querido enraizamiento en la Tradición y también en el Concilio Vaticano I”.
Revisar el legado teológico del Concilio Vaticano II me parece particularmente apropiado en el momento en que el Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos celebra el quincuagésimo aniversario de su institución. En este sentido, no podemos dejar de reconocer el gran mérito del Papa Juan XXIII. Él no sólo es el padre espiritual del decreto sobre el ecumenismo. A su sabia clarividencia debemos también el hecho de que, aún antes de la apertura del Concilio Vaticano II, el 5 de junio de 1960, él haya instituido el “Secretariado para la promoción de la unidad de los cristianos”, confiando su dirección al Rector del Pontificio Instituto Bíblico y ex confesor del Papa Pío XII, el jesuita Agostino Bea, que será luego justamente llamado “el Cardenal de la unidad”. Desde entonces, el Pontificio Consejo, como fue rebautizado el Secretario en 1988, trabaja con sus dos secciones, la oriental y la occidental, al servicio del restablecimiento de la unidad visible de todos los cristianos.
Al dirigir una mirada a estos últimos cincuenta años, podemos sobre todo advertir muchos aspectos alentadores. Con satisfacción constatamos que también dentro de nuestra Iglesia el ecumenismo no es ya una realidad extraña sino que es vivido en la cotidianeidad en muchas iglesias locales, parroquias, comunidades eclesiales y movimientos espirituales. Este ecumenismo de vida tiene una importancia fundamental ya que, sin él, resultarían vanos todos los esfuerzos teológicos que buscan alcanzar un acuerdo duradero sobre las cuestiones fundamentales de fe entre las diversas Iglesias y Comunidades eclesiales. También a nivel teológico, en el curso de las últimas décadas, hemos conseguido importantes convergencias; estas han sido resumidas en tres amplios volúmenes (en lengua alemana) titulados “Documentos del consenso creciente” y han sido ilustradas en el libro “Harvesting the Fruits” (“Recoger los frutos”) del cardenal Walter Kasper y de nuestro Pontificio Consejo, que expone los resultados del diálogo teológico con los luteranos, los reformados, los anglicanos y los metodistas.
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Traducción: La Buhardilla de Jerónimo
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