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Con ocasión del 50º aniversario de la institución del Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, se celebrará en Roma una ceremonia con la presencia del primado anglicano y un arzobispo ortodoxo. Además, en la misma semana, el dicasterio realizará su asamblea plenaria que tendrá como tema “Hacia una nueva etapa del diálogo ecuménico” y en la que, luego de diversas intervenciones referidas a los distintos ámbitos de trabajo del Pontificio Consejo, se trazarán algunas líneas para sus futuras actividades. El dicasterio, desde hace pocos meses guiado por el preconizado cardenal Koch, ha pasado a trabajar, en el pontificado de Benedicto XVI, en una dependencia más fuerte de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Sobre esta cuestión trata el artículo que ahora ofrecemos en lengua española. El mismo, por momentos algo impreciso y hasta tendencioso, ofrece, sin embargo, algunos datos hasta ahora desconocidos que resultan de gran interés.
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La cita es para el miércoles próximo, a las 17 hs, en la sala San Pío X, en la Via della Conciliazione. El Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos celebrará con un acto público el quincuagésimo aniversario de su fundación. Con el evento conmemorativo, en el que tomará parte también el primado de la Comunión Anglicana Rowan Williams y el metropolita ortodoxo de Pérgamo Ioannis Zizioulas, el ecumenismo oficial de marca vaticana festeja sus primeros cincuenta años. Pero en los pasillos vaticanos está ya quien se pregunta si la celebración no marca también el comienzo de su fase terminal.
Era el 5 de junio de 1960, día de Pentecostés, cuando Juan XXIII instituyó, junto a las once comisiones que habrían de preparar el Concilio, un Secretariado para la promoción de la unidad de los cristianos. Con aquella medida, Roncalli asumía en la agenda oficial de la reforma conciliar un asunto que hasta entonces sólo había involucrado a vanguardias católicas a menudo consideradas en olor de herejía por las sospechosas academias teológicas romanas. Incluso la opción operativa de crear un organismo vaticano “ad hoc” para el ecumenismo no estaba prevista. Hasta aquel momento, toda la problemática relativa a la relación de la Iglesia Católica con las otras confesiones e iglesias cristianas estaba confiada a las competencias exclusivas del Santo Oficio, que trataba a los cristianos de las otras iglesias y comunidades aplicándoles los cánones interpretativos imperantes del cisma y de la herejía.
En los años del pontificado wojtyliano, el Secretariado para el ecumenismo cambió de nombre, asumiendo el rango de Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos. En aquella larga época, atravesada por recurrentes heladas ecuménicas, el dicasterio logró mantener un discreto margen de maniobra, aún debiendo siempre someter y concordar las propias iniciativas a la competencia doctrinal de la Congregación para la Doctrina de la Fe, guiada por el cardenal Joseph Ratzinger. Pero en tiempos recientes, incluso esta relativa libertad parece estar, de hecho, en fase de liquidación.
Un indicio es la carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe enviada antes del verano a obispos y teólogos de todo el mundo para pedir reflexiones en vista de un balance eclesial del ecumenismo a cincuenta años de la fundación del dicasterio ecuménico. En la carta se pedía también señalar si y cómo, en opinión de los interpelados, la opción ecuménica ha comportado de algún modo la intromisión de elementos de confusión doctrinal en el seno de la Iglesia Católica. Una suerte de mini-investigación procesal, con implícito emplazamiento del ecumenismo católico.
La impresión compartida por más de un observador es que algún actual consultor del ex Santo Oficio apunte a la sustancial desautorización del Pontificio Consejo para la Unidad de los Cristianos, casi el ministerio vaticano para el ecumenismo hubiese terminado su rol histórico. El dicasterio podría sobrevivir como órgano decorativo dedicado a las cortesías ecuménicas, sin ninguna toma de decisión en las cuestiones reales, confiadas en su totalidad a la competencia de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
En esta perspectiva, está a la vista de todos el activismo manifestado en tiempos recientes por el dicasterio doctrinal sobre problemáticas inherentes implícita o explícitamente al ecumenismo. Ha sido el cardenal William Joseph Levada, sucesor de Ratzinger en el ex Santo Oficio, quien siguió paso a paso desde el 2006 el proceso desencadenado por las cartas de obispos y sacerdotes anglicanos desilusionados por la deriva liberal de su realidad eclesial que planteaban la hipótesis de ser reacogidos en la comunidad católica no individualmente sino, más bien, como representantes de una Iglesia anglicana sui iuris unida con Roma.
Como es conocido, desde entonces las cosas han ido adelante. La Santa Sede, con la Constitución Apostólica Anglicanorum coetibus, ha predispuesto la institución de ordinariatos “ad hoc” para acoger obispos, sacerdotes y comunidades anglicanas que quieren retornar a la comunión con la Sede Apostólica sin renunciar a sus tradiciones espirituales y litúrgicas.
Precisamente el lunes pasado, cinco obispos pertenecientes a la comunión anglicana han anunciado la decisión de unirse formalmente a la Iglesia Católica. Han hecho saber que su decisión ha madurado después de que la comunidad anglicana de Inglaterra permitió a las mujeres acceder al episcopado y han definido la Anglicanorum coetibus “un instrumento ecuménico nuevo y valiente en la búsqueda de la unidad de los cristianos”.
Mientras que, para algunos ecumenistas católicos, toda la operación se presenta como una reproposición en el frente occidental del así llamado “uniatismo”, el método - hoy rechazado por el diálogo ecuménico - con que la Iglesia de Roma en los pasados siglos ha acogido en el propio seno a comunidades y diócesis de las Iglesias cristianas de Oriente, provocando resentimientos y acusaciones de anexión por parte de los patriarcas y de los sínodos de aquellas Iglesias hermanas.
También en el frente oriental, el prefecto del ex Santo Oficio anunció en el último Sínodo sobre Oriente Medio querer encontrarse con los jefes de las Iglesias católicas de rito oriental para recoger opiniones y sugerencias sobre la cuestión del ejercicio del primado de Pedro. El argumento, que representa el mayor punto de desacuerdo entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas, está ya desde hace tiempo en el centro de un lento y fatigoso diálogo teológico entre las dos partes. Hasta ahora, la responsabilidad de aquel diálogo por la parte católica estaba confiada al Pontificio Consejo. Pero ya antes de la última sesión de diálogo, desarrollada en Viena en el pasado septiembre, los miembros más autorizados de la delegación católica tuvieron que encontrarse con algunos consultores de la Congregación para la Doctrina de la Fe, recibiendo de ellos indicaciones sobre la línea a seguir.
Todo alarmismo por la supervisión ejercida por el ex Santo Oficio sobre las cuestiones ecuménicas está, obviamente, fuera de lugar. Ya en las décadas pasadas la problemática ecuménica – y, en particular, el diálogo con los anglicanos – ha sido terreno de confrontación, a veces también dialéctica, entre el dicasterio para el ecumenismo y el de la doctrina de la fe. Sólo que, en aquel tiempo, quien guiaba el ex Santo Oficio era Joseph Ratzinger. Ahora, los monseñores consultores que manejan el ecumenismo por cuenta del Santo Oficio parecen moverse dentro de horizontes mentales y teológicos más estrechos.
Y también en el frente “ecumenista” los grandes protagonistas de un tiempo – figuras del calibre de Yves Congar, Jean Marie Tillard, Emmanuel Lanne – no están más. Dos meses atrás ha muerto también el buen Eleuterio Fortino. El monseñor de rito bizantino trabajaba en el Pontificio Consejo desde los tiempos del post-Concilio y representaba la “memoria histórica” del organismo.
A dirigirlo ha llegado, desde hace poco, el competente arzobispo suizo Kurt Koch, estimado por Ratzinger y próximamente cardenal. Le tocará a él retomar el hilo de un trabajo que, después de cincuenta años, ofrece un balance que, en ciertos aspectos, está lejos de ser emocionante respecto a los sueños de los años del Concilio.
Por otro lado, como decía Tillard, “la unidad de los cristianos, o la recomposición de la unidad, es un don de Dios y no depende de las fuerzas humanas”. Los verdaderos ecumenistas tienen esto siempre presente.
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Fuente: Il blog degli amici di Papa Ratzinger
Traducción: La Buhardilla de Jerónimo
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