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Presentamos nuestra traducción de un artículo de Mons. Gerhard Ludwig Müller, obispo de Ratisbona, publicado hace algunos días en el Die Tagepost y hoy en L’Osservatore Romano, sobre la teología de la liberación, al cumplirse 25 años de la Instrucción “Libertatis conscientia”.
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El volumen “Escatología” de la Opera Omnia de Joseph Ratzinger, que saldrá en febrero de 2012, contendrá también los textos sobre la teología de la liberación. La Instrucción Libertatis conscientiae, publicada veinticinco años atrás por la Congregación para la Doctrina de la Fe, sobre libertad cristiana y liberación, fue firmada por el entonces prefecto y hoy Papa Benedicto XVI. Ésta contiene la valoración doctrinal de la “teología de la liberación” desarrollada en América Latina.
Este documento merece una relectura y saca a la luz una sorprendente previsión. Las reflexiones personales de Joseph Ratzinger sobre la “teología de la liberación” desentrañan la tendencia en ella evidente a politizar la teología y a reducir la Iglesia a actividades terrenas. En esto, sin embargo, Ratzinger ve puesta en duda la esencia de la Iglesia y de la teología misma.
No se trata de un “sí” o de un “no” no ponderados a la teología de la liberación sino de una exposición fundamental de sus principios positivos, de sus límites y de sus peligros. La teología de la liberación encierra en sus elaboraciones una multiplicidad de conceptos y de autores en parte discordantes. Esencialmente se trata de cómo poder hacer eficaz el mensaje del amor de Dios, la fuerza transformadora del Evangelio, en la vida del individuo y de la comunidad frente a relaciones de vida indignas del hombre.
Toda concepción de una teología de la liberación sigue siendo católica, por lo tanto, sólo si su hermenéutica global es la revelación de Sí mismo por parte de Dios en la realidad y en la historia de la salvación en su hijo Jesucristo, que ha sido transmitida a la Iglesia con el sentido de la fe de todos los fieles y con el magisterio episcopal y papal para una exposición auténtica.
Ambos documentos de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Libertatis nuntius de 1984, y el de 1986, se proponen impedir a las “teologías de la liberación” convertirse en ideologías políticas y, así, perder su carácter teológico. La segunda instrucción de 1986 busca exponer distinciones más profundas al respecto: condena las tendencias que han perdido de vista lo sobrenatural y parecen seguir visiones iluminadas, pero en definitiva mitológicas, de procesos de liberación y de revoluciones. Finalmente tales “teologías” han sido sólo la superestructura de un proyecto marxista. Por otro lado, la instrucción pone en evidencia la auténtica concepción cristiana de hombre y de mundo. Así prepara el camino a una verdadera teología de la liberación, que está estrechamente ligada a la doctrina social de la Iglesia y que, precisamente en el mundo de hoy, debe elevar la propia voz. Una visión que, partiendo de la fe, realiza la realidad entera, histórica del hombre, como individuo y como sociedad, ofrece orientaciones de comportamiento no sólo a los individuos que son cristianos sino también en el plano de las decisiones políticas y económicas.
Las afirmaciones sobre la cristología y sobre la soteriología, sobre la doctrina de la gracia y sobre la antropología, no pueden ser interpretadas de modo existencialista y político-revolucionario, ni degenerar en cifras de un programa social de auto-liberación. La fe no puede ser reducida a la afirmación de que no es otra cosa más que “fidelidad a la historia”, “esperanza de orientación futura”, y otras cosas. En realidad, la fe, la esperanza y la caridad son virtudes divinas, dones de la gracia, que sin embargo deben necesariamente desembocar en la responsabilidad por el mundo y por la historia, en la opción por los pobres. El amor a Dios y el amor al prójimo son indivisibles. Sin embargo, el amor a Dios existe sobre todo como una realidad propia y no se dirige a una persona ficticia en el más allá como llamamiento a una acción social responsable. En la enseñanza patrística-escolástica sobre los diversos sentidos de la Escritura, el sentido moral presupone el histórico y lo exige, pero no se confunde con él.
El punto de partida de la instrucción es la “conciencia de la libertad y de la dignidad del hombre”, que mueve a todos los hombres en el mundo y “suscita una potente aspiración a la liberación”. Ya que es el Evangelio “es, por su misma naturaleza, un mensaje de libertad y de liberación”, la Iglesia puede hacer propia esta aspiración. Su parámetro originario es, de hecho, el Evangelio, la doctrina revelada de la creación y de la liberación, y la imagen del hombre en su personalidad así como en su ser asociado al mundo y a la sociedad. De esta impostación completamente orientada a Dios de la imagen cristiana del hombre está excluida cualquier ideología de auto-redención del hombre.
Esto concierne a las ideologías progresistas de carácter capitalista y marxista. Ellas son esencialmente ateas, porque niegan el ser del hombre ordenado a Dios como origen y fin y desacreditan esto como alienación y dependencia. Estos sistemas hostiles al hombre sustituyen el dominio de Dios con el dominio del hombre sobre el hombre. Los ateísmos políticos desembocan necesariamente en el totalitarismo, en la supresión de la libertad y en la destrucción de la dignidad del hombre. Esto está comprobado por el desarrollo histórico real en el comunismo, pero también por sistemas económicos liberales, donde el dinero se convierte en un fin en sí mismo. “Allí Dios es sustituido por el dinero”, fue el reproche del defensor de los indios, el obispo Bartolomé de Las Casas.
La libertad del hombre se funda sobre la acción creadora y redentora del Dios trascendente y tiene una dimensión trascendente. Por lo tanto, el mundo creado y el futuro inmanente del mundo no pueden ser el fin último del hombre, ni pueden constituir su vocación a la salvación eterna y a la alegría. El entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el cardenal Joseph Ratzinger, con ocasión del otorgamiento del doctorado honoris causa por parte de la Universidad de Lima en 1986, por un lado se confrontó de modo crítico con la teología de la liberación. Sobre todo desenmascaró el “mito de un progreso necesario y al mismo tiempo dirigible de toda la historia hacia la libertad” y la errónea contraposición, o bien la comprensión reducida, de la historia y de la libertad por parte de algunos teólogos de la liberación. Por otra parte, ha planteado, no obstante, esta pregunta: “Ahora bien, el realismo del concepto cristiano de libertad, ¿significa que el hombre se retira resignado a su finitud y desea ser sólo hombre? Absolutamente no. A la luz de la experiencia cristiana de Dios es posible ver que la arbitrariedad absoluta del poder hacer todo no tiene como modelo a Dios sino a un fetiche. El Dios verdadero significa vincularse en el triple amor y, por lo tanto, libertad pura. Ser esta imagen de Dios, hacerse semejantes a Él, es la vocación del hombre”.
Precisamente el rechazo de un concepto de libertad “cuyo parámetro de base es la anarquía y cuyo camino es la eliminación sistemática del vínculo”, distinguiendo el fin sobrenatural de la responsabilidad política, da a la libertad cristiana, como gracia, un dinamismo sin fin para crear las condiciones de vida terrenas según el parámetro de la dignidad del hombre, de la libertad y de la justicia en la convivencia de las personas en la familia, en los estados y en la comunidad mundial.
Una mirada a las Sagradas Escrituras nos muestra que la historia de la Alianza es una historia de liberación, con una opción cada vez más evidente de Dios por los pobres, los que sufren y los oprimidos, de modo que de la soteriología debe resultar también siempre una ética. “La misión liberadora de la Iglesia” – así el capítulo IV de la instrucción – parte del mensaje liberador de Jesús y de su praxis por el Reino de Dios. La Iglesia indica de modo positivo “los fundamentos de la justicia en el orden temporal” y “es fiel a su misión (crítica-profética), cuando denuncia las desviaciones, las esclavitudes y las opresiones de las que los hombres son víctimas”. La Iglesia, sin embargo, conforme a su misión, condena también los métodos que quieren responder a la violencia con la violencia, al terror con el terror, a la privación de los derechos con la privación de los derechos.
Con todos los males espirituales y materiales que afligen a grandes porciones de la humanidad en los sistemas injustos, la Iglesia hace la “opción preferencial por los pobres”, no para alimentar conflictos sino para superar las barreras entre las clases y para hacer de la solidaridad, de la dignidad del hombre y de la subsidiariedad los principios generalmente válidos del orden social. Debe decirse que en la relación entre el pecado personal y las estructuras existen “estructuras de pecado” como resultado de desarrollos colectivos equivocados y como expresión de mentalidades equivocadas. Pueden ser definidas como pecado porque nacen del pecado y conducen al pecado. Pero esto no excluye la responsabilidad individual de cada uno. Nadie puede excusarse afirmando que ha sido el sistema quien lo obligó a explotar y a destruir a otras personas para ganarse la vida.
En ningún lugar los así llamados procesos históricamente necesarios influencian al hombre de manera fatalista, exonerándolo al mismo tiempo de usar libremente su propia responsabilidad frente a Dios. No es el “destino” o la “legitimidad histórica” sino la Providencia de Dios la que determina el curso de la historia en lo que concierne a la libertad humana y a su realización en el amor, tanto en la vida terrena como en lo que respecta a la vocación trascendente del hombre.
Queda, por lo tanto, la prioridad de la persona respecto a la estructura. Por eso, la praxis liberadora de los cristianos, que resulta también de la liberación del pecado y del anuncio de la gracia, implica tanto el cambio como el constante mejoramiento de las condiciones de vida materiales y sociales, y al mismo tiempo considera también la relación personal entre las personas en el amor de Cristo como parte central del ser cristiano. “Un desafío sin precedentes es planteado hoy a los cristianos que trabajan por realizar esta civilización del amor, la cual compendia toda la herencia ético-cultural del Evangelio. Esta tarea requiere una nueva reflexión sobre lo que constituye la relación del mandamiento supremo del amor con el orden social considerado en toda su amplitud”. Se trata de un “esfuerzo bastante grande en el campo de la educación: educación a la cultura del trabajo, educación a la solidaridad, acceso de todos a la cultura”. Este esfuerzo es necesario para la Iglesia y es una ayuda para los pobres y los que sufren.
La Instrucción de la Congregación para la doctrina de la Fe ha elaborado el contenido positivo de los nuevos ideas teológicas y ha demostrado que, y de qué modo, una “teología de la liberación auténtica” (Juan Pablo II) y la doctrina social de la Iglesia son indispensables para el servicio de la Iglesia al mundo. Es tarea de todos hacer eficaz de modo concreto la doctrina cristiana de la libertad y de la dignidad del hombre.
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Fuente: L’Osservartore Romano
Traducción: La Buhardilla de Jerónimo
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