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Presentamos nuestra traducción de una interesante entrevista que el nuevo Patriarca de Venecia, Mons. Francesco Moraglia, ha concedido a la revista 30Giorni.
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“No seremos capaces de dar respuestas adecuadas sin una nueva acogida del don de la Gracia; no sabremos conquistar a los hombres para el Evangelio a no ser que nosotros mismos seamos los primeros en volver a una profunda experiencia de Dios”. Así ha hablado Benedicto XVI a los obispos italianos reunidos en asamblea plenaria, el pasado 24 de mayo. Mientras se acerca el Año de la Fe, el Sucesor de Pedro no pierde ocasión de sugerir lo único que parece importarle fuertemente. Son tiempos confusos, que sin embargo deben mirarse con “una mirada de gratitud por el crecimiento del grano de trigo incluso en un terreno que se presenta a menudo árido”. Tiempos en que también la actualidad eclesiástica parece hacer más evidentes y luminosas las palabras de Jesús: “Sin mí nada podéis hacer” (Jn. 15, 5). “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt. 28, 20). En este marco monseñor Francesco Moraglia ha vivido los primeros pasos de su ministerio como nuevo Patriarca de Venecia. Sus respuestas, en la siguiente entrevista, son una ayuda sencilla para vivir como tiempo propicio el inminente Año de la Fe. Despejando el campo de cualquier riesgo de “auto-ocupación” eclesial.
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Benedicto XVI, durante su viaje a Portugal, había dicho: “Con frecuencia nos preocupamos afanosamente por las consecuencias sociales, culturales y políticas de la fe, dando por descontado que hay fe, lo cual, lamentablemente, es cada vez menos realista”. Luego ha convocado un Año de la Fe. ¿Qué ha querido sugerir de este modo el Papa?
Convocando el Año de la Fe, el Santo Padre ha querido indica lo que desde siempre – por lo tanto, también hoy – es la realidad fundante de la vida del creyente y de la Iglesia: la fe. Es precisamente la concepción que se tiene de la fe la que determina el consiguiente modo de entender el cristianismo. Y dado que la fe es el inicio de la vida cristiana, entonces, vale para la fe lo que el evangelista Marcos dice a propósito de la parábola del sembrador: si no comprendéis esta, ¿cómo podréis entender todas las otras parábolas? En pocas palabras: según la idea que tenemos de la fe se origina y se despliega un tipo de cristianismo u otro.
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Los periódicos escriben: este Año sirve para “revitalizar” la fe. ¿Pero esto está en nuestro poder? ¿Somos nosotros – la Iglesia, el Papa o los fieles – los artífices de nuestra fe?
La Iglesia, el Papa, los fieles, como también los teólogos, no están en el origen del acto de fe y de la vida del creyente. Por eso debemos prestar atención a nuestro modo de hablar. En el ámbito humano y eclesial, el lenguaje reviste una importancia fundamental. Ahora bien, hablar de la Iglesia sólo o principalmente en términos de programación, como también reducir la evangelización a una cuestión de lenguaje, lleva inevitablemente a pensar que, finalmente, son los hombres los que están al comienzo de la fe. Así todo es reducido a una operación humana. Pero esto – pensándolo bien – es la transposición, en términos pastorales, del pensamiento de Pelagio; en mi opinión, hoy, más que nunca, debe resonar el nombre de Agustín, a cuya escuela todos, pastores y fieles, debemos volver. Para volver a su pregunta: la Iglesia, el Papa y los fieles pueden – propiamente hablando – revitalizar la fe, sobre todo, poniéndola con renovada fuerza en el centro de la vida eclesial y proponiéndola como método de vida, como lo más importante del cristiano.
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¿Cómo comienza la fe? ¿Puede ser el resultado de un plan educativo que haga surgir el sentido religioso del hombre?
La fe, siendo el término de la gracia, ¡es puro don! No quisiera, de hecho, que, sobre todo en el contexto actual, suavizando el vigor de esta afirmación se terminase – como ya he dicho – por calificar la fe en términos demasiado humanos. Ciertamente, la expresión “la fe es pura gracia” debe entenderse en el sentido de que la fe siempre se nos ofrece en modo humano, es decir, interpelando nuestra libertad y nunca prescindiendo de ella como de nuestra responsabilidad.
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¿Cómo se mantiene, se nutre y crece la fe? ¿Cómo no se pierde? ¿Es cuestión de tenacidad?
La fe se mantiene sencillamente viviéndola en lo cotidiano en compañía de la Iglesia; día tras día, por lo tanto, se nutre y crece perteneciendo al mundo de la fe y renovando cada día la opción de la fe. En otras palabras, dejándose llevar por la fe y recordando que – en lo concreto de la vida – al final, para el cristiano, todo es don. Ciertamente descubrirse creatura y alegrarse de serlo, percibirse en las propias personas y en la propia historia como parte de un todo, de un proyecto que siempre nos precede y acompaña, esta es, podemos decir, la gracia en obra. Me parece particularmente eficaz la expresión usada por Benedicto XVI en Porta Fidei: “La fe crece cuando es vivida como experiencia de un amor recibido y cuando es comunicada como experiencia de gracia y de alegría…”.
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Cuando se habla de la fe, las referencias al Espíritu, a la Gracia, a Jesús, a veces parecen como fórmulas rituales, premisas obligatorias de la “jerga” eclesial, para luego pasar al “discurso real” donde el acento está puesto en la estrategia, en la fórmula a adoptar, en el plan educativo confiado a nosotros.
¡A veces sucede también que estas referencias están casi totalmente ausentes del lenguaje de quien se profesa cristiano! Así se descuidan los fundamentos de la vida bautismal. Esto es todavía más grave si pensamos que el lenguaje es la máxima forma expresiva de la cultura de una persona: en cierta catequesis, por ejemplo, se ha pasado de la confesión de Jesús salvador, a Jesús entendido como maestro, luego amigo, finalmente como fuerza espiritual. Pero si la fe, que en la vida de la persona y de la Iglesia es esencialmente don y realización, es disminuida a esta dimensión, y todo tiende a ser programación pastoral y construcción humana, deteniendo al Espíritu en opciones organizativas, entonces también la salvación se convierte en un hecho de pura proyección teológica y organización pastoral. Los ejemplos se pueden multiplicar, aquí me limito a indicar uno del ámbito celebrativo litúrgico: el hiper-activismo creativo y un cierto protagonismo frente a la asamblea.
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En muchos discursos, la fe es identificada “e contrario”, como si su afirmación fuese sobre todo una respuesta a tendencias y corrientes culturales de la modernidad en que vivimos. ¿Qué piensa de esta modalidad de acercamiento? ¿La fe tiene como primer movimiento expresivo la refutación cultural de la no- fe?
Sí, es cierto, el riesgo indicado existe realmente. La fe, antes que nada, debe ser fiel a sí misma, es decir, debe decir a Jesucristo, decirlo bien, decirlo a todos, decirlo de modo comprensible y partiendo – como enseña la Dei Verbum – de la Palabra de Dios transmitida por la Iglesia. La crítica que se dirigía a cierta “manualística” coincidía precisamente con el dejarse llevar por determinadas “cuestiones” que se querían refutar terminando, sin embargo, por reducir o incluso distorsionar, de manera inaceptable, las verdades de fe que, de por sí, se querían anunciar.
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Concretamente, para aprovechar la ocasión del Año fe la Fe, ¿qué hay que hacer? ¿Emprender iniciativas? ¿Hacer discursos?
La fe es respuesta a una persona – a la persona de Jesucristo -; entonces los discursos, las conferencias, los congresos, por sí solos son todavía insuficientes frente a la realidad humano-divina de la fe. Serían suficientes si la fe se colocase, únicamente, en el plano humano, si fuese una simple opción ética o una tesis filosófica. La fe, en cambio, pide ser acogida y vivida en su realidad sacramental, es decir, realidad humana y divina. Estoy convencido, luego, por dar un ejemplo, de que una más intensa participación y cuidada educación a la celebración litúrgica, por parte del pueblo de Dios – pastores y fieles -, en vistas de una renovada vida de caridad hacia Dios y el prójimo, es una propuesta oportuna, un correcto punto de partida, en vista del Año de la Fe. Se trata, lo repito, de involucrar a toda la comunidad eclesial en el evento de la Pascua – muerte/resurrección – de Cristo; de este modo somos conducidos al centro del evento salvífico que sólo puede ser acogido en la fe; el corazón del acto eucarístico se caracteriza, de hecho, como mysterium fidei.
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Si la fe es un don de gracia, al comienzo y en cada paso del camino, ¿qué implica esto para la Iglesia, para su forma y para sus dinámicas?
Implica innumerables cosas. Indico una que, sin embargo, pienso que nos ayuda a comprender: me refiero al uso del adjetivo posesivo “nuestra”, puesto frente al sustantivo Iglesia. Este es un modo de expresarse que indica cercanía, afecto, simpatía hacia la Iglesia. Pero si no se tiene la advertencia de mantenerlo unido a otra expresión, “Su” Iglesia, el riesgo es considerar a la Esposa de Cristo como una creatura nuestra, un producto nuestro, una realización humana que, finalmente, precisamente porque es “nuestra”, podemos siempre de nuevo reconstruir o deconstruir a gusto. En cambio, la Iglesia, sobre todo, es Suya, es decir, es de Cristo que, según la bella simbología patrística de los primeros siglos, retomada luego en la Edad Media, es el sol, mientras la Iglesia se presenta como mysterium lunae y es totalmente iluminada por el sol.
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A veces, también en nuestra reciente actualidad eclesial, esta percepción de la Iglesia parece ofuscarse para muchos cristianos, con una suerte de inversión: de reflejo de la presencia de Cristo se pasa a percibir la realidad eclesial como una realidad comprometida en atestiguar por sí misma la propia presencia relevante en la historia. Y tal afirmación de sí misma es presentada como un modo de “demostrar” la credibilidad” del cristianismo. ¿A qué pueden llevar estas dinámicas?
Si se pierde de vista que el evento cristiano es algo real e histórico, que concierne la carne y la sangre, entonces este hecho nos lleva a una visión “espiritualista” que ya no logra alcanzar al hombre concreto, hecho, precisamente, de carne y sangre. De este modo, si se pierde de vista que la Iglesia es cuerpo de Cristo, entonces, en cada situación, la Iglesia estará a la búsqueda de su legitimación y afirmación, volviéndose autorreferencial. Pensemos en los dos discípulos de Emaús que no se dan cuenta del Resucitado, continúan hablando de sus problemas, de sus tristezas y no logran abrir los ojos sobre Él y verlo. Es el drama siempre posible de la autorreferencialidad de la Iglesia, que quiere decir: pérdida de su identidad sacramental. La Iglesia, de hecho, nos recuerda el Vaticano II en la Lumen gentium, es sacramento de Cristo y, por eso, el empañarse de esta realidad no es algo de poca importancia.
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Análogamente, a veces parece que la intención de atestiguar la fe en el mundo deba confiarse a iniciativas extraordinarias o incluso espectaculares.
Pero encaminarse por esta senda quiere decir estar en contraste con lo que Jesús ha dicho y hecho en el Evangelio, y con la misma realidad del vivir humano, hecho de gestos cotidianos. La Iglesia, de este modo, se auto-liquidaría. No se puede vivir de cosas extraordinarias, sino ordinarias: las cosas de cada día. El Evangelio no es para pocos elegidos y no está hecho de cosas vividas una tantum. Por el contrario, es cuestión de salvación todos los días y para cada hombre.
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El comienzo del Año de la Fe coincide con los 50 años del comienzo del Concilio Vaticano II. Algunos atribuyen directamente a aquel evento la crisis de fe, llegando a interpretarlo como el origen del decaimiento del cristianismo o incluso como el instrumento de penetración de un pensamiento no católico en la Iglesia. ¿Usted qué piensa sobre esto?
Mi ordenación sacerdotal tuvo lugar en 1977, por lo tanto, puedo decir que he nacido teológicamente y como sacerdote después del gran evento eclesial del Concilio ecuménico Vaticano II. Si releemos los textos conciliares, si interpretamos su espíritu a partir de la letra y no contra la letra, si no nos lanzamos con afirmaciones del estilo “por fidelidad al Concilio es necesario ir más allá del Concilio” (frase en la que cada uno puede encontrar aquello que, de tanto en tanto, más le agrada), entonces no podemos más que considerar el Concilio como una verdadera gracia para la Iglesia de nuestro tiempo. También aquí, una vez más, Benedicto XVI nos ha indicado el camino maestro hablando de la hermenéutica de la reforma en la continuidad y tomando distancia de toda hermenéutica de la ruptura.
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El Año de la Fe tiene su precedente en aquel convocado por Pablo VI en 1967, que culminó en la proclamación del Credo del Pueblo de Dios. ¿Cómo vivió usted personalmente aquella etapa, cómo la recuerda?
Entonces era adolescente, tenía catorce años. Recuerdo bien, sin embargo, que se percibía en los medios, y consecuentemente en la sociedad, el crecimiento de un clima de sospecha y adverso al magisterio de la Iglesia. Aparecía con claridad el intento de dividir la realidad eclesial, contraponiendo el magisterio – sobre todo el del Papa – a los fieles, considerados el verdadero pueblo de dios. Se olvidaba, o tal vez no se quería recordar, que la Lumen gentium, hablando del pueblo de Dios como el titular del poder profético y carismático, afirma, citando a Agustín: “La totalidad de los fieles no puede equivocarse cuando cree… cuando «desde los Obispos hasta los últimos fieles laicos» (cfr. San Agustín, De praedestinatione sanctorum 14, 27: PL 44, 980) presta su consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres”. Eran años en los que, con una oportuna catequesis, se habría debido sostener y acompañar más la fe de los sencillos frente al abrumador poder de los especialistas.
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El Año de la Fe coincide con una crisis económica que está arrollando también la sociedad del bienestar. Alguno diría que se busca refugio en lo espiritual para soportar los problemas materiales. ¿Qué tiene que ver la fe, por ejemplo, con la pérdida del trabajo que está angustiando también en Italia a millones de personas?
Corresponde a una idea equivocada de fe aquella de quien se refugia en la fe sólo para no sucumbir a los problemas materiales. El creyente, de hecho, es aquel que adhiere al Señor Jesús prescindiendo del hecho que las cosas, humanamente, vayan bien o mal. La fe, “sobre todo”, no concierne a algo que es colateral al hombre. El hombre no está ya realizado en sí mismo, prescindiendo de su relación con Jesucristo. Por el contrario, la fe es lo que lleva a cumplimiento lo humano, respetándolo en su especificidad y autonomía. Dicho esto, ciertamente la fe sostiene de modo particular a aquellos que atraviesan situaciones difíciles, ayudándolos a vivir en un horizonte más amplio. Con esto, sin embargo, la fe no garantiza al creyente realizar todos los pasos que humanamente debe realizar y que está en sus manos hacer. En un chiste que circulaba en ámbito teológico, algunos años atrás, se cuenta que un barco que está por hundirse y entonces el capitán ordena: “¡Los ateos a las bombas, los creyentes a rezar!”.
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Usted ha nacido y crecido en Génova y ahora es Patriarca de Venecia. ¿Hay algún rasgo particular que identifica y caracteriza la fe de la gente de mar?
El amor a la propia historia y el vínculo con las propias raíces, el mantener vivos los recuerdos y las tradiciones, el valor dado a la religiosidad popular y el entender el sentido de la vida como viaje, el ir hacia una meta. Luego, en última instancia, una gran apertura al futuro y a los demás. Por otra parte, el mar une países y continentes diversos, el mar hace posibles la comunicación entre los hombres a través de encuentros e intercambios comerciales pero sobre todo culturales. Finalmente, el mar, precisamente en su inmensidad, se vuelve símbolo de Dios y de su infinidad.
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¿Y qué diría usted de su fe? ¿Cómo ha germinado? ¿Qué acontecimientos y encuentros la han nutrido?
Mi fe, como asentimiento a las realidades creídas, es ahora la misma de cuando muchos años atrás me preparaba para la primera Comunión y de cuando era monaguillo. Esto lo considero algo bellísimo porque habla una vez más de la verdad del Evangelio. Me refiero a la invitación de Jesús: dejad que los niños vengan a mí. La fe, de este modo, aparece – como es realmente – para todos: niños y adultos, sencillos y doctos, ricos y pobres. Aquí aparece, en un sentido auténtico, toda el “carácter democrático” de la fe. La modalidad de adhesión, por lo tanto, no afecta a la sustancia del acto de fe que es, en la gracia, adhesión al misterio y no elaboración cultural. Precisamente por esto, los diferentes y múltiples modos de adhesión, más o menos cultos, no afectan la fe misma, es decir, el sí que salva.
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¿Y qué indicaciones dará a todos para vivir el Año de la Fe?
La indicación es redescubrir la fe en sus características propias, superando toda posible reducción y distorsión. El riesgo es hacer de la fe una realidad intelectual o sentimental, no acogiéndola ya como evento salvífico que lleva a cumplimento la humanidad. El hombre, por sí solo, no puede hacerlo, y la fe le permite realizar su humanidad. La fe completa lo que mi creaturalidad sólo entrevé y preanuncia. Por eso, la indicación de método que Jesús da a los suyos, cuando los llama al apostolado, es fundamental. A la pregunta: “Maestro, ¿dónde vives?”, Jesús responde invitándolos a seguirlo. También nosotros, al comienzo de este Año de la Fe, en primer lugar, debemos redescubrir la vida eclesial como sequela Christi. Se trata de vivir no sólo en la Iglesia sino, como decía casi un siglo atrás Romano Guardini, la Iglesia. Y para hacer esto es fundamental volver a centrarse en una oración más auténtica – en especial la litúrgica – y también redescubrir el gesto humilde de la peregrinación, signo de un camino común hacia la meta, que es el Señor Jesús, principio y consumación de nuestra fe.
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El Papa Luciani, también él Patriarca, hizo como Papa sus primeras catequesis sobre fe, esperanza y caridad. ¿De qué modo esta figura puede ofrecer principios de edificación en la actividad pastoral?
Este año se cumple el centenario de su nacimiento, y trataremos de celebrarlo de modo digno. Por algunos ha sido considerado duro o incluso criticado por ser demasiado fiel al Papa y a su magisterio. En realidad, él ha tratado hasta el final de poder componer las cosas y encontrar solución a los problemas. Y, a más de treinta años de su muerte, en el pueblo y en las parroquias ha quedado un recuerdo vivísimo de Luciani. Los venecianos, tanto de tierra como de mar, conservan un recuerdo grato y afectuoso del paso de este Patriarca. Lo recuerdan como un hombre de Dios, un pastor que ha dejado un signo entre el pueblo, también con la concreción de su homilética y con su capacidad de escucha y de diálogo.
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Fuente: 30Giorni
Traducción: La Buhardilla de Jerónimo
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