jueves, 29 de mayo de 2014
El tesoro que no ha de ser enterrado
“Sólo
en la verdad resplandece la caridad y puede ser vivida auténticamente. La
verdad es luz que da sentido y valor a la caridad… Sin verdad, la caridad cae
en mero sentimentalismo [...] La verdad libera a la caridad de la estrechez de
una emotividad que la priva de contenidos relacionales y sociales, así como de
un fideísmo que mutila su horizonte humano y universal”
(Caritas in veritate).
***
No rara vez sucede que cuando
alguien se anima a plantear en un grupo que tal o cual cosa es un error y que es
necesario rectificar algo, inmediatamente recibe como respuesta: “¡Mira quién
lo dice! ¿Acaso no eras tú quien…? ¡Eres la persona menos indicada para opinar
en este asunto!”.
El recurso al descrédito
personal suele no sólo echar por tierra las aspiraciones de quien tenía
intenciones de corregir algo o subsanar una situación injusta, sino también demostrar
que no hay interés por alcanzar la verdad.
Podemos constatar casi a diario
que el descrédito no es usado solamente contra individuos particulares. Se
recurre a él con frecuencia para desestimar afirmaciones provenientes de instituciones,
también de la Iglesia. Hace pocos días un político respondía así a un
periodista que lo interrogaba respecto a una afirmación puntual de la
Conferencia Episcopal de Argentina: “¿Ahora hablan los obispos? ¿Por qué no
hacían ese tipo de declaraciones durante la dictadura militar?” Esa fue toda su
respuesta, es decir, no respondió. Es claro que no tenía argumentos para refutar
a los obispos pero tampoco quería darles la razón. Recurrió, como tantas veces
se hace, al descrédito de la Iglesia para, de esa manera, dar por sentada la falsedad
de la declaración de la Conferencia Episcopal.
En el estudio de la Lógica el
recurso al descrédito se denomina “argumento ad hóminem” (dirigido al hombre, contra
el hombre), el cual es una falacia. Consiste en el engaño de declarar como
falsa una afirmación aduciendo que la persona que la expresa se encuentra
desacreditada por sus dichos o acciones del pasado, o por su condición de vida
actual, o por su pertenencia a determinado grupo, o por su falta de competencia
en el asunto tratado.
Lo cierto es que una afirmación
verdadera no deja de ser verdadera por la condición de quien la dice. De la
misma manera, una afirmación falsa no deja de serlo por la condición de quien
la expresa.
Es triste constatar cómo también
entre cristianos se recurre al descrédito del interlocutor, incluso sin
privarse de utilizar para ello la Palabra de Dios. Se busca derribar el
argumento del otro o disuadirlo de su intención de aclarar las cosas o de
corregir un error acusándolo de arrogante, carente de caridad y de comprensión,
de asumir una actitud juzgadora, de sentirse superior a los demás. Son muy
usadas a tal propósito diversas citas bíblicas seguidas de alguna reprensión,
por ejemplo:
“Sean misericordiosos como el
Padre de ustedes es misericordioso” (Lc 6,36)… tú no tienes misericordia; vive
y deja vivir en paz; rezaré para que puedas tener más comprensión de tu
prójimo.
“¿Por qué te fijas en la paja
que está en el ojo de tu hermano y no adviertes la viga que está en el tuyo?”
(Mt 7,3)… así que hazte cargo de tus propios yerros, y no vengas aquí a juzgar;
¿acaso te crees que eres Dios?
“Aquel que no tenga pecado, que
arroje la primera piedra” (Jn 8,7)… tú eres tan pecador como todos, no tienes
autoridad moral para opinar.
“La medida con que ustedes
midan también se usará para ustedes” (Lc 6,38)… ya verás lo que te sucederá si
sigues siendo tan duro; mejor no juzgues, así no serás juzgado.
Esos y otros tantos pasajes de
la Biblia son, lamentable y erróneamente, esgrimidos tanto para desacreditar
como para disuadir. No se cae en la cuenta, o no se quiere caer en ella, de que
así es imposible el hallazgo de la verdad y la corrección del que yerra.
También es común desacreditar
mediante el uso de etiquetas, una especie de “argumento ad hóminem” instalado
de modo permanente sobre los demás. De tal manera que todo lo que expresen esas
personas estará teñido ya de falsedad, ya de sentimentalismo, ya de ideología,
etcétera, conforme a la etiqueta que pese sobre ellas. Alguien que ya tiene
puesta una etiqueta puede estar diciendo verdades a gritos, pero muy
probablemente caerán todas en saco roto para quienes dan por sentado que aquella
etiqueta le calza bien.
Algo similar sucede con
respecto a blogs y sitios web, que también suelen ser etiquetados (tradis, progres, neocones, etcétera).
Al parecer, los sitios más fustigados con el descrédito son los que se resisten
a ir con la corriente, los que no aceptan que la verdad sea un producto del
consenso, los que se oponen a dejarse llevar por cualquier viento de doctrina, los
que piensan que la Iglesia ha recibido realmente la verdad de parte de Dios,
los que consideran que la doctrina católica expresada en el Catecismo – que
hunde sus raíces en las Sagradas Escrituras, la Tradición Apostólica y el
Magisterio de la Iglesia– no puede sufrir modificaciones sustanciales.
No es novedad que en estos
tiempos, diría Benedicto, de “dictadura del relativismo”, existe una gran
resistencia a la verdad, en todos lados. Así como Jesucristo, que es la Verdad
misma, fue y sigue siendo resistido. Los cristianos, los discípulos de
Jesucristo, no podemos, si deseamos serlo cabalmente, sustraernos al anuncio y a
la defensa de la verdad que nos ha sido dada como un tesoro. Es parte de la
misión que hemos recibido. Aunque para cumplirla tengamos que pasar por el
descrédito personal que, fundamentado o no, nunca es argumento válido contra la
verdad. Lo que no quita que sea cierto aquello de que además de ser creyentes
tenemos que esforzarnos por ser creíbles. Que no es otra cosa que ser sal de la
tierra, luz del mundo, levadura en la masa.
***
“La misión exige en primer
lugar preparación para el martirio, una disposición a perderse a sí mismos por
amor a la verdad y al prójimo. Sólo así se hace creíble, y ésta ha sido siempre
la situación de la misión y lo seguirá siendo siempre. Sólo así se levanta el
primado de la verdad y sólo entonces se vence desde dentro la idea de la
arrogancia. La verdad no puede ni debe tener ninguna otra arma que a sí misma.
Todo el que cree ha encontrado en la verdad la perla, por la cual está
dispuesto a dar todo lo demás, incluso a sí mismo, pues sabe que al perderse se
encuentra a sí mismo y que solamente el grano de trigo que muere lleva fruto
abundante. El que cree y puede decir "hemos encontrado el amor" debe
transmitir ese regalo a los demás. Sabe que con ello no violenta a nadie, no
destruye la identidad de nadie, no destroza culturas, sino que las libera para
que puedan adquirir una mayor amplitud propia. Sabe que satisface así una
responsabilidad: "Es una obligación que tengo, ¡y pobre de mí, si no
anuncio el Evangelio!" (1 Cor 9,16). Mucho tiempo antes que Pablo ya había
tenido Jeremías una experiencia parecida y dicho algo semejante: "La
palabra del Señor se ha convertido para mí en constante motivo de burla e
irrisión. Yo me decía “no pensaré más en él, no hablaré más en su nombre”. Pero
era dentro de mí como un fuego devorador..." (Jer 20,9). Me parece que a
partir de estos textos hay que entender la parábola del siervo cobarde que
escondió por miedo el dinero de su amo para poder devolverlo entero, en lugar
de traficar con él y multiplicarlo, como hicieron los otros siervos (Mt
25,14-30). El "talento" que se nos ha dado, el tesoro de la verdad,
no se debe esconder, debe transmitirse a otros con audacia y valentía, para que
sea eficiente y (cambiando la imagen) para que penetre y renueve la humanidad
como lo hace la levadura (Mt 13,33). Hoy día en Occidente estamos muy ocupados
en enterrar el tesoro – por cobardía ante la exigencia de tener que defenderlo
en la lucha de nuestra historia y perder quizás algo (lo que claramente es
incredulidad) o también por pereza: lo enterramos porque nosotros mismos no
queremos ser importunados por él, porque en el fondo quisiéramos vivir nuestra
vida sin ser molestados por el peso de responsabilidad que el tesoro trae
consigo. Pero el grado de conocimiento de Dios, el regalo de su amor, que nos
mira desde el corazón abierto de Jesús, debería forzarnos a contribuir a que
los fines de la tierra contemplen la salvación de nuestro Dios (Is 52,10; Sal
98,3).” (Joseph Ratzinger)
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Etiquetas:
Benedicto XVI,
Opinión
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1 Comentarios:
Gracias! He extrañado mucho su blog este año.
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