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Presentamos nuestra traducción del artículo de Monseñor Bruno Forte, Arzobispo de Chieti-Vasto, sobre la herencia de Benedicto XVI que, de acuerdo a su visión, marca las grandes prioridades de la agenda del próximo Sumo Pontífice.
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¿Cuál es la herencia que Benedicto XVI deja a su Sucesor? La respuesta a esta pregunta pasa a través del entero pontificado del Papa emérito, teólogo profundo, creyente enamorado, humilde trabajador en la viña del Señor y, sobre todo ahora, peregrino de Dios en el silencio de la adoración y en la oración de intercesión.
Cuatro tareas prioritarias me parecen delinearse para el próximo Obispo de Roma, partiendo de las mismas palabras con que el Pontífice ha motivado su renuncia: “ En el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de san Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado”.
La primera de las urgencias que resulta importante para el Papa Benedicto es, por lo tanto, la vida de fe, respecto a la cual el mundo actual está agitado por cuestiones de gran relieve. Durante el tiempo de su ministerio de Sucesor de Pedro, él ha insistido en el primado de Dios y en la obediencia que se le debe dar en todo. Precisamente así, el Pontífice emérito ha sido un reformador espiritual, que con firmeza ha querido renovar la Iglesia en el amor a Cristo, en la fe incondicional en Él y en el testimonio generoso y apasionado de su belleza a los hombres.
Convencido de que la verdadera reforma no es, en primer lugar, la de las estructuras o de las formas exteriores, Benedicto XVI, también a costa de pagar un precio altísimo al renunciar a la apariencia justificadora para obedecer a la verdad, ha recordado a la Iglesia la necesidad absoluta de agradar a Dios.
El modo límpido y decidido con que ha afrontado los escándalos y pecados realizados por personas consagradas, el pedido de perdón a quienes habían sido ofendidos por aquellos comportamientos – haciéndose cargo como inocente de las culpas de los hijos infieles de la Iglesia -, la firmeza de la lucha contra todo carrerismo por parte de eclesiásticos, la serenidad testimoniada también frente a traiciones e incomprensiones, no sólo hablan de la estatura espiritual de este Papa sino que permanecen como un ejemplo y un camino a seguir para el futuro.
Vinculada a la reforma espiritual de la Iglesia, una segunda prioridad ha surgido con cada vez mayor insistencia en el magisterio de Benedicto XVI: la nueva evangelización. A ella se ha referido al comunicar su renuncia, hablando del vigor necesario “para anunciar el Evangelio”.
Cuando en el 2010 instituyó el Pontificio Consejo a ella dedicado, utilizó referencias autobiográficas incluso conmovedoras, cuando dijo haber querido dar así “un cauce operativo a la reflexión que había llevado a cabo desde hacía largo tiempo sobre la necesidad de ofrecer una respuesta particular al momento de crisis de la vida cristiana, que se está verificando en muchos países, sobre todo de antigua tradición cristiana”.
Se siente en estas palabras el amor profundo del Papa emérito a Cristo y la condición de “amor herido”, experimentada al ver a muchos alejarse del tesoro del Evangelio o mostrarse indiferentes al mismo.
El nuevo Papa deberá encontrar formas y modos para que la belleza de la fe fascine nuevamente los corazones y la esperanza del Evangelio se convierta para muchos en luz en la noche de un tiempo, en el que tantos parecen no sufrir ya la falta de Dios.
Tal empresa no podrá ciertamente ser conducida por una sola persona: se perfila aquí la tercera de las prioridades con que deberá medirse quien suceda a Benedicto XVI, el ejercicio de la colegialidad episcopal. A ella se refiere la necesidad de proveer adecuadamente al gobierno de la Iglesia, a la que el Pontífice hacía referencia en la declaración sobre su renuncia. Había sido el mismo Ratzinger quien indicó esta prioridad al comienzo de su pontificado: “A todos los hermanos en el episcopado les pido también que me acompañen con la oración y con el consejo… El Sucesor de Pedro y los obispos, sucesores de los Apóstoles, tienen que estar muy unidos entre sí, como reafirmó con fuerza el Concilio. Esta comunión colegial, aunque sean diversas las responsabilidades y las funciones del Romano Pontífice y de los obispos, está al servicio de la Iglesia y de la unidad en la fe de todos los creyentes, de la que depende en gran medida la eficacia de la acción evangelizadora en el mundo contemporáneo. Por tanto, quiero proseguir por esta senda, por la que han avanzado mis venerados predecesores, preocupado únicamente de proclamar al mundo entero la presencia viva de Cristo” (20 de abril de 2005).
Algunos pasos en esta dirección ciertamente han sido dados, por ejemplo con la celebración de los Sínodos de los Obispos. Sin embargo, un incremento efectivo del gobierno colegial de la Iglesia no podrá no pasar a través de una reforma profunda de la Curia Romana y, en general, a través de estilos eclesiales de sobriedad cada vez mayor y de responsabilidad compartida de los pastores. En este punto Benedicto XVI ha ofrecido principios, que corresponderá al Sucesor traducir en la práctica hasta el fondo.
Finalmente, el anuncio renovado del Evangelio al mundo no podrá ocurrir de manera adecuada sin que se realicen dos condiciones, que conforman la cuarta prioridad dejada en herencia por el Papa emérito a quien le sucederá: el diálogo, con referencia por una parte a la revitalización del ecumenismo, por otra parte a una actitud cada vez más incisiva de confianza y amistad hacia la entera familia humana. Las dificultades surgidas en estos años en campo ecuménico no son ciertamente debidas a Benedicto XVI, que, en cambio, desde el comienzo ha querido dar un fuerte impulso al compromiso por la unidad querida por el Señor. Con los Ortodoxos, después del significativo paso dado con el Documento de Rávena del 2007 sobre el ministerio de unidad a nivel universal, que parecía abrir el camino al reconocimiento común del primado del Obispo de Roma, la resistencia por parte de las bases de las Iglesias ortodoxas se ha ido manifestando de manera preocupante.
Con los herederos de la Reforma, después del precioso acuerdo sobre la doctrina de la justificación de 1999, no parece que haya habido pasos hacia delante significativos. Con los Anglicanos, los gestos de atención y acogida de Benedicto XVI no han sido comprendidos o aceptados por todos. Es necesario, en pocas palabras, un nuevo impulso, que pueda volver a motivar en las diversas confesiones cristianas la pasión por la unidad por la cual Jesús ha orado: al nuevo Papa, y al colegio de los obispos con él, se presenta el desafío ineludible de avanzar por este camino, en continuidad con el mensaje del Concilio Vaticano II.
Al mismo tiempo, en un mundo cada vez más globalizado, en el cual las identidades locales advierten el riesgo y la amenaza de la misma globalización, el diálogo con las culturas y en general con el mundo contemporáneo parece una necesidad prioritaria.
Se requerirá también aquí un nuevo impulso, que atesore las premisas puestas por Benedicto XVI, por ejemplo en el diálogo con los no creyentes y los lejanos, para construir puentes de simpatía y de amistad, capaces de atraer corazones y de poner en marcha diálogos significativos y colaboraciones eficaces. Los cincuenta años de la apertura del Vaticano II traen a la memoria de todos el estilo de bondad y de confianza de Juan XXIII, al cual deberá conjugarse un conocimiento profundo y articulado de la complejidad de los escenarios de la “aldea global”. La sorpresa, que el Espíritu invocado sobre el próximo Cónclave reserva a la Iglesia, deberá ofrecer una respuesta convincente también a esta última y no sencilla urgencia.
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Fuente: Il blog degli amici di Papa Benedetto XVI – Joseph Ratzinger
Traducción: La Buhardilla de Jerónimo
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