lunes, 23 de noviembre de 2009

La imagen de Cristo

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Después de haber publicado en 1954 su obra “El Señor”, Romano Guardini (1885-1968) escribió un pequeño libro titulado “La imagen de Jesús en el Nuevo Testamento”, con la intención de que sirviese de introducción y complemento a aquella importante obra. El siguiente texto es un fragmento del primer capítulo, titulado “La imagen de Cristo en la conciencia popular”.


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Todo depende, para el cristiano, de que la imagen del Señor viva en él con fuerza primigenia, o esté gastada y pálida.


Muchas objeciones contra Cristo proceden sin duda, en último término, de que su figura no fulge en el espíritu de los creyentes ni toca de manera viva sus corazones. Si el Señor se levantara con fuerza ante los ojos de sus fieles y los corazones de éstos ardieran de íntimo conocimiento suyo, mucho de lo que contra Cristo se dice no podría decirse.


¿De dónde nos viene propiamente la imagen de Jesús? La pregunta tiene un sentido absolutamente concreto. No preguntamos dónde se hallan fundamentalmente las fuentes del conocimiento de Jesús, sino de dónde le viene al actual creyente medio la imagen que tiene de Jesús.


Ante todo, del arte. Las figuras del arte le salen al paso por dondequiera, le impresionan en las horas de su emoción religiosa y le tocan al corazón y a la fantasía.


Ahora bien, la imagen de Cristo ha variado profundamente en el arte a lo largo del tiempo. La imagen que a fines y comienzos de siglo estaba más difundida y que llega hasta nuestro tiempo procede de los nazarenos, píos y amables artistas de la primera mitad del siglo pasado [XIX]. Su fuerza, empezando por la natural de la sangre y de los ojos, no era muy grande. Acaso les faltaba también original experiencia cristiana. Así, sus creaciones son, sin duda, dignas y delicadas, pero sin hondas raíces. No hay ardor, no hay fulgor en ellas. Por añadidura, no son generalmente los primeros maestros de la escuela, sino sus discípulos y discípulos de los discípulos los que han ilustrado la historia sagrada en los libros escolares, biblias y sermonarios, sobre las paredes y en las estampas devotas. De ahí que frecuentemente han sido muy pálidas figuras convencionales las que han determinado la manera como niños y pueblo imaginan al Señor.


Si retrocedemos más, nos hallamos con la imagen de Cristo del barroco, dominada por la experiencia mística de los siglos XVI y XVII, pero no menos por su afán de magnificencia y exterioridad. Esa imagen nos muestra al Príncipe del Cielo, que domina majestuoso, enseña y obra con grandes gestos y sufre, muere y resucita impresionantemente.


Tras ella se alza la imagen del Renacimiento, de aquella época histórica que da el paso desde la trascendencia medieval a la tierra. Su Cristo es la expresión religiosa del hombre grande, lleno de fuerza, de serenidad, de conciencia de sí mismo y de vida de los sentidos; pero, a la par, de una suavidad y humildad que trata de superar todo eso y es, a su vez, determinada por ello.


Luego atravesamos una frontera poderosamente afirmada por la figura gigantesca de Matías Grünewald, y llegamos a la Edad Media. Su imagen de Cristo tiene sus raíces en la profunda intimidad del pueblo y de los grandes místicos, en la vida religiosa de los claustros, en el trabajo intelectual de los teólogos, en el valor de los cruzados, en la fuerte intuición y riqueza simbólica, en el sentido del misterio y ansia del más allá de aquella fuerte época. La imagen del Cristo medieval está penetrada de la experiencia de la pasión, que de modo tan arrebatador anunciaron un Bernardo de Claraval y un Francisco de Asís, y halla su materia en la humanidad de un tiempo tan sensible de alma como impresionable de sentidos.


La alta y tardía Edad Media nos hablan de la amabilidad del Niño Dios, de la pasión del Redentor y de su resurrección gloriosa. En la primera Edad Media, es decir, en el arte románico, domina, en cambio, la imagen del rey celeste y juez del mundo con sus gestos secos y ceñidos, y por ello mismo tan expresivos. Esta imagen está inspirada por una poderosa experiencia visionaria y por la idea que tenía del guerrero y del príncipe la era de las invasiones y de la formación de Occidente. Pero en el principio están los mosaicos del primitivo arte cristiano con sus representaciones del Dios-hombre, del juez y del “Pantocrátor” u Omnipotente. En ellas viven las fuertes experiencias de la oración de la Iglesia naciente, la fuerte voluntad estilística de que nació la liturgia, la pasión de la lucha teológica en torno a los dogmas fundamentales y los barruntos apocalípticos de una humanidad que fenecía como civilización y estaba surgiendo como pueblo de Dios.


Todas estas imágenes proceden de un tiempo pasado, pero pertenecen también al nuestro. Nos miran en nuestras iglesias. Nos salen al paso en libros y museos y contribuyen a determinar la imagen de Cristo que llevamos en nosotros.


Cuán poco real sea esa imagen lo muestra bien el arte cristiano de nuestros días, en que se mezclan rasgos realistas e idealistas, descriptivos y expresivos, idílicos y apocalípticos: signo de insatisfacción ante lo existente, pero prueba también de incapacidad de producir algo propio que sea convincente.


Estas figuras, tal como nos miran desde las pinturas e imágenes de la iglesia y la familia, en las ilustraciones de libros y revistas y en las estampas y figuras de devoción, forman en cierto modo la atmósfera, los gérmenes y modelos sobre los que se forma la imagen de Cristo. Su materia procede sobre todo de la doctrina de la Iglesia en la predicación, en la escuela y en la familia. Niños y mayores oyen quién fue Jesucristo, lo que habló e hizo y lo que le aconteció. La imaginación y presentación parecen estar aquí determinadas por dos elementos. Uno, primeramente ideal: el concepto de Dios-hombre, la idea de su perfección, la conciencia de que Cristo es el doctor y maestro. Luego por un elemento moderno de sentimiento, a menudo muy subjetivo y dulzón. Pero muy raras veces hallamos lo que era tan fuerte en la vida de la Edad Media y de la cristiandad primitiva: el encuentro con el Señor, el choque interno, la clara intuición, el personal conocimiento. De ahí que raras veces también surge la figura que nos conmueva, nos ilumine y aclare la existencia. Y sólo raras veces se revela el elemento medular del ser de Cristo, la mutua compenetración viviente de la naturaleza divina y humana. Con harta frecuencia sólo hay una afirmación teórica de la una o de la otra, mientras lo “intermedio”, allí donde debiera dar su latido lo propio de Cristo, queda vacío.


¿Qué decir ahora de la Sagrada Escritura, del Nuevo Testamento? No juzgaremos injustamente si decimos que, no obstante el trabajo muy estimable de los últimos años, dista mucho de ser lo que debiera ser: la fuente primera, la palabra de los testigos. Con mucha más frecuencia sigue siendo la cantera de lugares comprobantes de proposiciones teóricas; con mucha más rareza se convierte en revelación de la realidad viva que, desde luego, sólo por sí misma puede revelarse.


Cristo no es un compuesto de Dios y hombre unido por el vínculo de lo incomprensible. Cristo es Él, el Viviente. Salida pura, comienzo de la existencia cristiana. No objeto de un pensamiento de carácter extraño, sino punto de partida de todo pensar que quiera ser cristiano. Mas para que realmente Cristo se convierta en todo eso es menester que el interior del creyente reciba el choque de su ser, perciba la vibración de lo que Cristo es más propiamente. Ha de acercarse al mensaje y exponerse a él. Con lo cual no afirmamos ciertamente la suficiencia de la Escritura ni proclamamos el iluminismo bíblico. Sabemos que la Iglesia es la mano que custodia la Escritura y el ámbito en que su verdad se interpreta rectamente; pero dentro de este ámbito, y conducido por esa mano, el creyente ha de acercarse realmente a aquello de que habla la Escritura.


Esto no se hace aún, ni mucho menos, de modo suficiente. De ahí que la imagen de Cristo sigue siendo a menudo tan abstracta, tan pobre de sustancia, tan débil de carácter y eficacia. De ahí que esté hasta tal punto formada según patrones temporales, de muy atrás desaparecidos, del hombre perfecto: de la gran personalidad, del maestro y modelo ideal, del amigo bondadoso, del auxiliar misericordioso e idealista social, del genio religioso, y tantos más. En cambio, se escurre lo radical, lo que no puede siquiera entrar en conceptos, sino que sólo tiene un hombre: Cristo Jesús. Desaparece lo enorme, que rompe todas las medidas. Lo que despierta el amor real, el amor que sabe y se entrega.


En la existencia práctica cristiana, la liturgia tiene tanta importancia como la doctrina, o, digámoslo más exactamente, ya que la predicación pertenece también a la liturgia: la ordenación de las fiestas que se suceden en el curso del año eclesiástico y de las acciones sagradas se refieren a los hechos fundamentales de la redención humana. Ellas contienen a Cristo y su vida. En ellas se cumple no ya sólo la memoria, sino la reproducción de la existencia del Señor que un día fuera histórica y es ahora real en la eternidad.


Esta liturgia está penetrada por una poderosa imagen de Cristo. Esta imagen contiene la misma realidad de que habla la Escritura, pero configurada por las condiciones particulares del culto, por la situación espiritual de la comunidad constituida, por la mística objetiva de los sacramentos y del sacrificio. La imagen está espléndidamente desarrollada y se liga a la vida diaria por las más variadas conexiones. Sin embargo, tampoco aquí juzgamos injustamente si opinamos que en la vida general de la comunidad no se desenvuelve en forma libre la gran riqueza de la liturgia ni su bello rigor. La riqueza es a menudo menoscabada; el rigor se atenúa y se desliza hacia lo falsamente popular. Mucho ha hecho el trabajo educativo del movimiento litúrgico. Para medirlo basta dar una mirada retrospectiva a un tiempo suficientemente largo y comparar comunidades a las que no ha llegado aún. Sin embargo, apenas si puede afirmarse que la imagen general de Cristo esté realmente configurada por la liturgia.


Queda por último la experiencia cristiana. Tratar despacio de ella significaría no menos que desentrañar la historia interna de los cinco últimos siglos. Baste decir, sin embargo, que desde fines de la Edad Media la fuerza y originalidad de la experiencia cristiana parece decrecer en el terreno católico. Las causas son muy complicadas y de ellas ha resultado también mucho bien; en todo caso, parece que han conducido a que sea menor la capacidad de decir con Pablo: “Sé en quién he creído” (2 Tim 1,12). El centro religioso de gravedad parece haberse ido desplazando más y más hacia la organización. La corrección, la lealtad, la obediencia parecen haberse convertido de manera cada vez más exclusiva en las características determinantes de la actitud cristiano-católica. El autor no tiene por qué aseverar que se da cuenta de la importancia de estos valores y actitudes; pero con la misma claridad hay que ver las funestas consecuencias que se han seguido de su predominio, que dura ya demasiado tiempo. En nuestro caso, la consecuencia de que la relación del creyente con Cristo corre riesgo de perder todo carácter de encuentro personal y convertirse en teórica y convencional; y donde tiene lugar una experiencia viva, tiende a perderse en lo general dogmático y sacramental, con merma de la plenitud histórica, inherente a los relatos de los primeros testigos.


A todo esto se añade la influencia de la ciencia moderna: de su crítica demoledora; de su escepticismo frente a todo lo que constituye el verdadero ser de Cristo; de su disolución y secularización, a fondo, de todas las figuras, valores y conceptos cristianos. Esta influencia llega a la vida del espíritu y al corazón de todos, aún de los más sencillos. Es más, tan pronto como se aleja del terreno de la ciencia estricta y se hace “popular”, adquiere un carácter particularmente pernicioso e irresponsable. Ahora bien, si los elementos que construyen la imagen de Cristo de que antes hablábamos son ya de suyo harto insuficientes, este influjo del pensamiento moderno los pone una vez más en tela de juicio.

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2 Comentarios:

P. Ismael Box ha dicho

Martín Descalzo decía, hablando del "Cristo de cada generación", que al igual que un mosaico bizantino, la imagen del Señor pueda configurarse con los dorados del período bizantino, los rojizos de la época martirial y los ocres del rostro humano y sufriente del Cristo de un San Francisco.
Tal vez cada generación haya puesto en la imagen del Señor lo que más ha visto y vivido de su misterio inefable.
Lástima que la últimas generaciones, al menos en nuestro continente, oscilen entre el "Cristo Superstar" y el "Cristo Guerrillero", más parecido al Che que al verdadero Rey Crucificado.
P. Ismael Box

teresa ha dicho

Muy inyeresante la entrada, me encanta el blog, os agrego a mi red. Saludos desde Sevilla