lunes, 24 de noviembre de 2008

El sentido del pontificado de Benedicto XVI

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Zielinski

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Ofrecemos nuestra traducción de una interesante entrevista al Abad Michael John Zielinski, Vicepresidente de las Comisiones Pontificias de Arqueología Sacra y para el Patrimonio Cultural de la Iglesia, que ha sido publicada en la revista italiana Radice Cristiani.

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Hombre de profunda cultura y de notables dotes humanas, el abad Michael John Zielinski ha sido llamado poco más de un año atrás, directamente por voluntad del Santo Padre, al cargo de Vicepresidente de la Pontificia Comisión para el Patrimonio Cultural de la Iglesia y de Vicepresidente de la Pontificia Comisión de Arqueología Sacra. Americano de nacimiento pero de familia polaca, ingresó siendo muy joven en la orden de los Benedictinos Olivetanos y fue ordenado sacerdore en 1977 en Florencia. En diciembre de 2003 fue elegido abad de la abadía Nuestra Señora de Guadalupe en New Mexico (Estados Unidos), encargo que mantuvo hasta mayo de 2007. A él le hemos formulado algunas preguntas sobre el pontificado de Benedicto XVI.

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Excelencia, a menudo se escucha decir que el Santo Padre Benedicto XVI está imprimiendo una transformación muy profunda en la vida de la Iglesia, lo que es muy criticado por algunos y alabado por otros. ¿Cuál es su opinión?


Son muchos los que consideran hoy que el Papa Benedicto XVI ha dado inicio a una reforma en el seno de la Iglesia. Su atención está dirigida, sin duda, al interior de la Iglesia y a su vida espiritual.


Está convencido de que todo decaimiento requiere una particular conversión del mundo, un retorno al Señor de parte del pueblo de Dios. El trabajo por la justicia y la paz requiere que el corazón de los católicos sea educado y formado en el conocimiento y en la práctica de la totalidad de la fe.


De hecho, ser un cristiano hoy quiere decir tener una percepción de la realidad radicalmente nueva. Quiere decir considerar la vida un don y corresponder donándose uno mismo a los otros. El conocimiento y la práctica verdadera de la totalidad de la fe, además de la realización de nuestros principios cristianos de caridad y unidad tal como lo pide el Magisterio de la Iglesia, es lo que hace del pueblo de Dios la sal de la tierra y la luz del mundo, creando una cultura de la vida y una civilización del amor.


El Papa es consciente de los problemas que se perfilan en el horizonte y conoce su complejidad. El tiempo pasa velozmente y por eso exhorta vivamente al pueblo de Dios y a los hombres de buena voluntad a dirigirse al Señor, a tener a Cristo como única prioridad de la vida.


La reforma espiritual que el Papa Benedicto XVI ha iniciado se funda en la verdad de que la íntima relación con Dios no se realiza en un amor exclusivamente afectivo, sentimental, sino que debe ser mucho más, debe crear un nuevo hombre en nosotros.


Vivir en la presencia de Dios transforma nuestras existencias, y el amor verdadero nos lleva a querer hacer la voluntad del Padre. Nuestro modo de ver el mundo y la realidad cotidiana se transforman, se convierten y realizan el mandamiento nuevo “ama al prójimo como a ti mismo”, una perspectiva que tiende a ayudar a los más débiles y desafortunados pero siempre en el nombre del Señor.


Es una perspectiva de fe capaz de reconocer al Hijo del hombre en el hermano y de proponer la esperanza en la Providencia divina. Así, si verdaderamente buscamos unirnos nosotros mismos a Cristo, el Espíritu Santo nos donará aquel conocimiento que supera todo otro conocimiento, aquella gracia que sólo Cristo puede donar al mundo, con el objetivo de la salvación de la humanidad.


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Ciertamente, el Papa es bien consciente de los problemas que afligen al mundo moderno y de la crisis profunda de nuestra sociedad. Precisamente en la Misa de comienzo de su Pontificado habló de lo dramático del “desierto” exterior e interior en el cual vive el hombre de hoy. ¿Se puede trazar un balance después de tres años de Pontificado?


El Ministerio Petrino de Benedicto XVI se ubica en un momento muy complejo y difícil para la historia de la humanidad. El Papa ha denunciado, ya desde el comienzo de su pontificado, la secularización y la dictadura del relativismo.


También en la Europa cristiana podemos observar el poder laico convertirse en laicista, mientras intenta cancelar los fundamentos de la cultura misma del continente. Primero han buscado eliminar a Dios, que es imposible; ahora están buscado eliminar al hombre y esto, por desgracia, es posible.


En la actual “guerra cultural”, hay un intento de demoler y reescribir la historia: las reacciones y las distorsiones del discurso de Ratisbona son muy significativas al respecto. Pero quizás la cuestión debe ser puesta en otros términos: el hombre es un problema privado de soluciones humanas y sólo Dios puede salvarlo, y esto quiere decir también salvarlo de sí mismo. El mundo y la humanidad tienen, de hecho, necesidad de Dios, tienen necesidad de escuchar la verdad y de ver claramente el camino que conduce a la verdad.


Esta necesidad inalienable nos es dada por Aquel que es el Camino, la Verdad y la Vida. No quisiera exagerar diciendo que el Santo Padre está conduciendo a la Iglesia hacia un Catolicismo post-liberal. Él no sólo es consciente sino que representa él mismo la radical modernidad de Jesucristo.


Su magisterio es una gran meditación y una enseñanza del gran himno cristológico que se encuentra en la Carta a los Colosenses: “Todo fue creado por medio de él y para él. Él existe antes que todas las cosas y todo subsiste en él.” (Col. 1, 16-17).


Pero en lugar de buscar a Dios, el hombre moderno parece embriagado por los progresos de la ciencia y piensa que puede dejar de lado la dimensión sobrenatural de la vida. Nuestra época atribuye la grandeza del hombre a los descubrimientos científicos que han llevado a desarrollos tecnológicos sin comparación y considera que el progreso tiene como fin último el bienestar.


Este modo de juzgar la historia es evidente: la grandeza y el poder de Dios son ensombrecidos; la salvación espiritual del hombre no tiene sentido, todo se concentra en el bienestar y, para lograrlo, se deja de lado a Dios: más allá de las cosas materiales, nada existe para el hombre moderno.


Y así, la Iglesia se encuentra hoy con que debe hacer frente no sólo a los problemas que se derivan del ateísmo sino también a la indiferencia hacia lo sagrado. El contexto del mundo moderno refuerza ese deseo de autonomía y de individualismo que se ha infiltrado en el corazón del hombre: un desierto que termina convirtiéndose no sólo en un obstáculo para el encuentro con Dios sino también para la relación entre los hombres.


El hombre está contra el hombre. El alejar al hombre de lo sagrado con la ilusión de hacerlo “libre” y “autónomo” se ha vuelto contra el hombre mismo. Es necesario, entonces, volver a poner a Dios en el centro del universo y aumentar nuestra fidelidad al único Señor Omnipotente.


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Si por un lado el Papa es muy firme e intransigente al condenar el error, por otro lado es recurrente en sus discursos el tema de la “caridad”. Pero para Benedicto XVI la caridad, en cuanto virtud teologal, no tiene sólo una incidencia sobre la vida espiritual de cada creyente sino que tiene también un aspecto social. ¿Nos puede explicar mejor lo que quiere decir el Papa?


La enseñanza de Benedicto XVI respecto a la caridad se detiene, a menudo, en su dimensión social. Él enseña que para realizar la “caridad social”, como él la define, en el mundo y para el mundo, es necesario adoptar lo que él llama “una forma de vida Eucarística”. Esto significa que aquel amor que redime, y que nosotros encontramos en la Eucaristía, debería transformar nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestras acciones, y debería asumir tal dimensión que diera una impronta cristiana a todo el orden social.


De parte de todo miembro de la Iglesia, sea laico o eclesiástico, debería estar lo que el Santo Padre llama “coherencia Eucarística”. Se trata de un tipo de amor y de comprensión que nuestras vidas están objetivamente llamadas a encarnar.


La adoración agradecida a Dios no puede nunca ser un hecho puramente privado y subjetivo, sin consecuencias en nuestra relación con los otros. De hecho, sólo la coherencia eucarística puede ofrecer aquella energía y aquella savia vital que incidirán en el contexto en el cual vivimos y repercutirán en la vida social. Por último, se trata de volver al Señor y de hacer de Cristo nuestra prioridad.


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Fuente: Papa Ratzinger Blog


Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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