sábado, 14 de febrero de 2009

Hasta la última frontera del amor

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madre-teresa

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Dios nos da la inmensa fuerza y la inmensa alegría de amar. Pero, ¿realmente usamos esa fuerza y esa alegría? ¿Adónde la aplicamos? Jesús dijo: “Amaos los unos a los otros”… no dijo “amen al mundo”. Nos indicó muy concretamente que amemos a nuestro prójimo, aquí y ahora, a nuestro hermano y a nuestro vecino, a nuestro esposo y a nuestra esposa, a nuestros hijos y a nuestros mayores.

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A fin de hacernos más fácil amar a Dios de verdad, Jesús, una y otra vez nos repitió: “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado”. Cuando miramos la Cruz, sabemos cuánto nos amó Él. Cuando estamos frente al Tabernáculo, sabemos cuánto nos sigue amando. Y para “facilitarnos” la entrega de ese amor, nos dijo: “Lo que hagan por el más pequeño de Mis hermanos, lo hacen por Mí”. “Estuve hambriento; estuve desnudo; estuve desamparado…”.

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El amor puede ser distorsionado por motivos egoístas. Te amo, pero al mismo tiempo quiero tomar de ti todo lo que pueda, incluso aquellas cosas que no tengo derecho a tomar. En este caso, ya no hay amor verdadero. El amor verdadero duele. Siempre tiene que doler. Debe ser doloroso amar a alguien. Quizá uno incluso deba morir por el ser amado. Cuando la gente se casa, tiene que renunciar a todo para amarse mutuamente. La madre que da a a luz a su hijo, no puede evitar el dolor. Lo mismo vale para la vida religiosa. Para pertenecer totalmente a Dios, tenemos que renunciar a todo. Sólo entonces podremos amar de verdad. ¡La palabra “amor” es a menudo tan mal interpretada, tan mal utilizada!

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Mantengamos en nuestros corazones esa alegría de amar a Jesús, y compartámosla con todos los que se nos acercan. Esa alegría que irradiamos es real y verdadera, ya que llevando a Cristo permanentemente con nosotros, no hay motivo para no ser felices. Cristo está en nuestros corazones, en los pobres que encontramos, en la sonrisa que damos y recibimos.

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“Amaos los unos a los otros como Yo os he amado”. Estas palabras de Jesús deben ser no sólo nuestra luz, sino una llama que consuma todo el egoísmo que se interpone entre nosotros y nuestro crecimiento en santidad. Jesús nos amó hasta el final, hasta la última frontera del amor, hasta la Cruz. El amor nos tiene que surgir desde adentro – a partir de nuestra unión con Cristo – y ser como si nuestro amor a Dios rebalsara y se extendiese sobre todo cuanto nos rodea. Amar debe ser para nosotros tan normal como vivir y respirar, día tras día, hasta nuestra muerte.

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Beata Madre Teresa de Calcuta, “Amor: Un fruto siempre maduro”

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