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A fines del año pasado, Tony Foley, de 41 años de edad, descubrió que tiene un cáncer terminal. En esta nota, publicada en The Catholic Herald, cuenta cómo ha venido enfrentando la realidad de su enfermedad.
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La vida humana es realmente asombrosa. Por momentos, uno puede sentirse casi un participante de la eternidad. La realidad de la muerte puede parecer distante y remota, algo que pertenece a otro espacio y tiempo. Pero luego, después de un estudio de rutina para evaluar el nivel de hierro, llega el mensaje: “Tienes cáncer de esófago y no es operable. Tienes meses, no años, de vida”.
En ese momento, todo lo anterior se cristaliza. La pregunta: “¿está sucediendo realmente?” se repite una y otra vez, en el medio de la noche, y temprano en la mañana. Para mi esposa y yo, las primeras seis semanas fueron una especie de pesadilla viviente. En el trabajo, alguien preguntó: “¿Cómo te fue?”. La respuesta más apta parecía ser el bajar el pulgar del anfiteatro romano, en lugar de incontables explicaciones a los colegas. No mucho después, me encontré con un colega enfrente de la máquina de café. Había estado de traslado, y me dijo que dejaba la firma. Siendo un poco malvado, no pude resistirme a decir: “Yo también estoy dejando la firma”.
“¿A dónde vas?”
“Bueno, estoy muriendo de un cáncer terminal” (y una larga risa). Para ser justos con él, debo decir que lo tomó con calma. Si fuera irlandés como yo, la respuesta, estoy seguro de ello, habría sido un poco más teatral.
Pero, ¿por qué aceptarlo? ¿Por qué no reaccionar con un quejido solitario? ¿O, quizá, con el tan trillado: “Esto no es justo”? Porque todo es gracia, todo es don. Y es momento de devolver el don, libre y voluntariamente. Un fuerte sentido de la Providencia Divina me fortalece, el sentido de que he sido preparado para esto. Tanto mi esposa como yo habíamos tenido conversiones francamente dramáticas al tiempo de la muerte de Juan Pablo II y de la elección de Benedicto XVI. Desde entonces, la Liturgia, particularmente las liturgias monásticas benedictinas en abadías como Santa Cecilia, Quarr, Downside, Solesmes y Le Barroux se transformaron, para nosotros, en un anticipo de la Liturgia Celestial. ¿Qué decir del momento en que el cantor anuncia: “Deus, in adiutorium meum intende” (Dios mío, ven en mi auxilio). Nuestras almas vuelan a la estratosfera, y estamos entre los Ángeles. Entonces, después de cantar el Salmo, la inclinación para el “Gloria” es la promulgación, con el cuerpo, de lo que el alma proclama en ese momento: “Todo está bien, Dios está en los Cielos, y somos Sus hijos e hijas”.
Tan impregnado, como estoy, con la esperanza de encontrarme con un Señor tan maravilloso, no se abren las compuertas de la tristeza, aunque la tristeza viene a veces, particularmente cuando pienso en mi esposa y en toda mi familia (tengo madre, hermanos, una hermana, y más familiares en Irlanda. No tenemos hijos – sufro de una enfermedad genética llamada fibrosis cística, y por la razón y la fe no creemos que la des-personalización e instrumentación de la vida humana que implica la fertilización in vitro esté moralmente justificada, no obstante el gozo que trae una nueva vida).
Uno puede verse poseído por el gozo y, digamos también, puede comenzar a sentir un poco de agitación ante el pensamiento de salirse del tiempo y entrar en la eternidad. Pero el horror de la ruptura, y lo malo de la muerte no pueden negarse, por eso no es correcto sentirse demasiado gozoso.
Hay algo extraño en los funerales modernos que simplemente no puedo descifrar. ¿Por qué están todos tan animados? Pienso dejar instrucciones claras: ni bromas, ni ceremonia de beatificación (costumbre moderna). En lugar de esto, deseo que todos recen incesantemente para que mi purificación sea corta.
Ahora he llegado a comprender al salmista cuando dice: “No temerás el terror nocturno”. Los viajes en auto al monasterio de Le Barroux, por la noche, en las remotas Colinas de Provence en octubre, hicieron que el terror primordial de la noche me fuera lo suficientemente claro. Pero la Liturgia fue un tónico excelente para el corazón magullado, y el terror fue disipado por Cristo, nuestra esperanza. Se puede estar frente a la muerte y vivir con gozo y en paz, especialmente si uno tiene un amigo como San Pablo (y él es un amigo). Sus palabras, de la Carta de los Filipenses se han transformado en una jaculatoria para mí: “Para mí la vida es Cristo y la muerte una ganancia”.
¡Pase lo que pase, en Cristo soy vencedor!
Empecé la quimioterapia en noviembre, y pasé por tres sesiones de 21 días. Esto requirió tres viajes a mi hospital local para recibir dos drogas intravenosas, seguidas de 21 días de pastillas. Gracias a Dios, los efectos secundarios fueron menores – sensaciones extrañas en las terminaciones nerviosas, un dolor pleurítico y cansancio. La clave es que pude sentir que la quimioterapia tiene un efecto positivo, haciendo que el poder tragar no fuera tan complicado. Esto le agregó una dimensión surrealista a mi vida: ¡saber que soy un enfermo terminal, pero sin síntomas! Pero poco después de mi tercer quimioterapia, y apenas antes de Navidad, desarrollé una gripe que se me fue al pecho. Puedo decir que, habiendo vivido toda mi vida con fibrosis cística, el pecho es mi talón de Aquiles. Los pulmones de la persona que tiene esta enfermedad suelen ser colonizados por algún microbio malo, en mi caso por pseudomonas. Creo que la gripe impulsó a las pseudomonas a reírse un poco a mis expensas. En enero entré en el Royal Brompton por dos semanas en las que recibí tres drogas intravenosas y un anti-fungicida. Me parecía estar drogado todo el día. Debo agregar que los cuidados que recibí en el Brompton fueron de primera clase. Extrañamente, empeoré a poco de entrar en el hospital, y terminé con unas fiebres feroces, alcanzando los 40 grados centígrados.
El estar en el hospital tiene algo que ayuda a ser humilde – uno se ve enérgicamente golpeado por el hecho de que hay otros que están mucho más enfermos. Mi cama apuntaba a un joven de alrededor de 30 años que también tenía fibrosis cística. Sus sufrimientos eran difíciles de abarcar. Era como estar en frente de Cristo Crucificado; él tenía fiebre y estaba constantemente conectado a un equipo respiratorio, sea el oxígeno o un aparato especial designado para hacer llegar el aire a los pulmones. Su paciencia ante sus sufrimientos eran ejemplares. Otro joven en sus 30 años que, a simple vista, parecía estar bien, tenía un asma grave. Pero necesitaba una enorme cantidad de medicación para mantenerse vivo, incluyendo inyecciones en el medio de la noche. A pesar de sus sufrimientos tenía buen humor, era un buen compañero de habitación, e incluso logró dar algunos paseos para compartir algunas charlas. Luego, una mañana, su respiración estalló. Hubo un pandemonium mientras era llevado a terapia intensiva y le ponían un respirador artificial, al tiempo que se esforzaba desesperadamente para respirar. Fue muy angustiante. Pensé que se moría, y sólo espero que ahora esté recuperado.
Al ver el sufrimiento de los que te rodean, es inevitable que uno se hunda en lo profundo, y sí me hundí. Pero Dios estaba allí. Clamé, y Él me respondió. Realmente sólo cuando estamos en el absoluto fin de nuestra cuerda es que comenzamos a darnos cuenta de nuestra nada ante Dios, de que no hay nada que le podamos ofrecer fuera de nuestra libre voluntad, nuestros sufrimientos y nuestro tierno amor. ¿Qué más podríamos darle si el universo entero le pertenece? En esa profundidad podemos, si se nos concede la gracia, alcanzar a Dios, como Padre, y hablarle con ternura, sabiendo que Él nos ama infinitamente más que lo que nos amamos nosotros mismos.
Salí del hospital, y me regresó la calma. Esto le da algún respiro a mi pobre esposa. Visitarme era para ella una pesadilla: un viaje de cuatro horas en su día de trabajo como docente. Estoy más que agradecido por su amabilidad y sus cuidados y, cuando llega el dolor – como a veces sucede – mi dolor es por ella, que quedará sola cuando muera.
Desde entonces, he tenido radioterapia y otra sesión de quimioterapia, siguiendo a nuevos apretones en el esófago y al dolor al tragar. También he estado con mi esposa en la Abadía de Santa Cecilia en la Isla de Wight, donde me afilié como un oblato. De hecho, mi esposa se va a afiliar pronto. Estoy más que agradecido con la Hna. Claire, quien cuida de los oblatos, y con la abadesa que ha prescindido de algunas reglas para hacer una excepción en mi caso. Amo la liturgia benedictina, y me encanta ser un oblato novicio, ya que mis oraciones y sacrificios se mezclan con aquellos de las hermanas, formando un único coro de alabanza.
Todo lo que puedo hacer es dedicar cuanto tiempo sea posible a la oración para prepararme para el camino que tengo por delante, y recibir los tratamientos que existan para hacer más lento el avance del cáncer. Lo bueno es que este cáncer, al tiempo que es agresivo, parece ir gastándote con delicadeza en muchos casos. Uno simplemente se va apagando. Parece bastante apropiado, así que, por favor, ¡no hacer drama!
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Fuente: The Catholic Herald
Traducción: La Buhardilla de Jerónimo
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2 Comentarios:
Sin palabras... Dios es grande.
Sin comentarios...SI que lo es.
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