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Mientras el diálogo teológico con la Iglesia ortodoxa, como informábamos recientemente, continúa estudiando el tema crucial del ministerio petrino, ofrecemos un extracto de las conversaciones del Cardenal Joseph Ratzinger con el periodista Peter Seewald sobre el ministerio del Sucesor de Pedro, la infalibilidad pontificia y el desarrollo de la doctrina del primado. Este valioso texto es aún más interesante al considerar que, poco tiempo después de haber publicado el libro, su autor ha sido elevado, precisamente, a la Sede de Pedro.
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Muchos piensan que la Iglesia es un aparato de poder formidable.
Sí, pero primero hay que comprender que su finalidad es el servicio. El Papa no es el mandatario supremo - desde Gregorio Magno se llama el «siervo de los siervos de Dios» -, sino que debería, yo suelo expresarlo así, ser el garante de la obediencia, de que la Iglesia no haga lo que quiera. Ni siquiera el propio Pontífice puede decir: «La Iglesia soy yo», o «La tradición soy yo», sino al contrario: él está obligado a obedecer, encarna ese compromiso de la Iglesia. Si en la Iglesia surgen las tentaciones de hacer las cosas de una manera diferente, más cómoda, él tiene que preguntar: « ¿Podemos hacerlo?».
Así pues, el Papa no es el órgano capaz de proclamar una Iglesia diferente, sino el dique de contención frente a la arbitrariedad. Mencionaré un ejemplo: desde el Nuevo Testamento sabemos que el sacramento del matrimonio, una vez consumado, es perpetuo, indisoluble. Ahora hay corrientes que afirman que el Papa podría cambiarlo. Y en enero de 2000, él, en un gran discurso a los jueces romanos, explicó que, frente a esa tendencia de modificar la indisolubilidad del matrimonio, sólo podía decir que el Pontífice no puede hacer todo lo que quiere, sino que, por el contrario, debe inculcarnos siempre la obediencia, que en ese sentido tiene que continuar el gesto del lavatorio de pies, si me permite la expresión.
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El pontificado es una de las instituciones más fascinantes de la historia. Pero además de grandeza, la historia de los papas contiene también simas dramáticas. Benedicto IX, por ejemplo, tras ser depuesto en dos ocasiones, recuperó la tiara convirtiéndose él solo en el Papa número 145, I47 y 150. Subió por primera vez a la sede de Pedro a los doce años. No obstante, la Iglesia católica se aferra a ese cargo de representante de Cristo en la tierra.
Desde un punto de vista puramente histórico, el papado es, de hecho, un fenómeno muy asombroso. Es la única monarquía, como suele decirse, que se mantiene desde hace más de dos mil años, algo en sí inconcebible.
Yo diría que uno de los misterios que indican algo más grande es sin duda la prolongada existencia del pueblo judío. Por otra parte, también la estabilidad del papado sorprende y plantea una pregunta. Usted ha aducido un ejemplo de los fallos y vulneraciones que tuvo que soportar este cargo, y, ateniéndonos a la probabilidad histórica, en realidad habría debido desaparecer más de una vez. Creo que fue Voltaire quien dijo que había llegado el momento de que al fin desapareciera ese Dalai Lama europeo y la humanidad se librase de él. Pero continuó. Esto nos indica que su supervivencia no se debe a la eficiencia de esas personas -muchas de ellas hicieron lo imposible por destruirlo-, sino que ahí subyace otra fuerza. Precisamente la que se concedió a Pedro. Los poderes del infierno, de la muerte, no vencerán a la Iglesia.
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Ya hemos hablado de la denominada infalibilidad. ¿Por qué se instituyó tan tarde este dogma?
Primero es preciso hacer constar que la doctrina sobre el cargo de Pedro, y sobre todo su desempeño práctico, son muy tempranos. Hacia el año 90, cuando el papa Clemente I escribe una carta a la comunidad de Corinto amenazada de escisión, ya se patentiza en ella la responsabilidad de la Iglesia y del obispo de Roma. En el siglo II, la disputa de la fiesta de Pascua evidencia con claridad meridiana que como punto de convergencia de la unidad al Papa le compete una responsabilidad especial. La centralidad de Roma se va conformando poco a poco como norma en la Iglesia, y es reconocida por todos.
Finalmente, en el concilio de Nicea de 325, se habla de los tres primados existentes en la Iglesia: Roma, Alejandría y Antioquía. Roma es la primera, pero las otras dos sedes también están relacionadas con Pedro. Las listas de los participantes en los concilios mencionan siempre en primer lugar a los delegados pontificios. Roma es respetada y denominada prima sedes, “la primera sede”, y el concilio de Nicea potencia dicho sistema.
En la posterior historia conciliar, la especial función del Papa se manifiesta cada vez con mayor claridad. No es que él ejerza un gobierno universal que esté continuamente trabajando como sucede hoy, pero en los momentos críticos se sabía que el obispo de Roma desempeñaba una función muy específica. En la crisis arriana, en la que el arrianismo casi se convierte en artículo de fe, san Atanasio ve en el Papa el necesario punto de orientación, y esto continúa reiteradamente.
En el año 1054 se produce finalmente la ruptura entre Oriente y Occidente. Oriente había reconocido plenamente una especial función de Roma, aunque más reducida de lo que Roma esperaba. Tras la separación se potencia en Roma la idea del primado, sobre todo con el papa Gregorio VII. Esta idea experimenta un nuevo impulso con la aparición de las órdenes mendicantes, las cuales, por así decirlo, están unidas al Papa. Dado que las órdenes no pertenecen a ninguna Iglesia local, en la práctica se nutren de la existencia de un órgano de universalidad. Esto es lo que posibilita el sacerdocio y los movimientos que se extienden por la Iglesia entera, convirtiéndose de ese modo en el requisito previo de la evangelización.
La praxis y la formulación paulatina progresan paso a paso. En el concilio de Florencia, durante el siglo XV, pero también en el de Lyon, del siglo XIII, inician la doctrina del primado. Pero en Trento, como bastante había que hacer con la disputa protestante, no se quiso encima abordar y definir esta cuestión, de forma que quedó ahí hasta que el Concilio Vaticano I de 1870 le dio una versión digamos conceptualmente severa, que para muchos constituyó una sorpresa. Sabemos que una serie de obispos se marcharon para evitar firmar. Pero incluso estos obispos minoritarios reconocieron que la sustancia de la doctrina del primado forma parte de los fondos esenciales de la fe católica y cuyo fundamento se remonta a las promesas de Cristo a Pedro en los evangelios. En este sentido, el dogma en su forma más dura aportó una nueva precisión, pero no introdujo novedad alguna, sino que recopiló y concretó lo que se había formado y gestado a lo largo de la historia.
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Pedro apenas pudo adivinar que legaba a sus sucesores una tarea en el fondo imposible: el Papa, en cuanto obispo de Roma, ha de tener presente la situación local; en cuanto jefe de Estado de la Santa Sede, los problemas de los Estados, y en cuanto Santo Padre, los problemas de la Iglesia mundial. Tiene que escribir discursos, encíclicas, sermones, celebrar grandes y pequeñas audiencias. Ahí están las congregaciones, los tribunales de justicia, comisiones, consejos papales, además de las grandes instituciones para la doctrina, la liturgia, la disciplina, la educación. Hay cientos de casas matrices de órdenes, más de cien colegios, etcétera, etcétera.
Aunque el Papa cuenta con el apoyo de un equipo de asesores muy valioso, el Colegio Cardenalicio, integrado por personalidades de culturas, presupuestos ideológicos y experiencias políticas diferentes, de la Secretaría de Estado llegan a diario maletas llenas de papeles, y cada hoja plantea un problema. Obispos de todo el mundo le asedian con demandas más o menos imposibles. Y además tiene que vivir una vida de oración y recogimiento y buscar la inspiración para hacer una aportación muy personal. La Iglesia mundial es cada día mayor, ¿puede seguir siendo el pontificado tal como es?
Bien, la manera en que se gestiona lógicamente puede cambiar. La del siglo VIII es distinta a la del XV, y la del XV diferente a la del XX. Muchas de las cosas que usted acaba de enumerar no deberían ser por fuerza así. Comencemos por el Estado Vaticano: en realidad es una pura construcción auxiliar. El Papa en sí no necesita un Estado, pero sí precisa libertad, una garantía de independencia mundana, no puede estar al servicio de gobierno alguno.
Yo soy de la opinión de que el primado sólo pudo desarrollarse en Roma porque con Constantino el Imperio se había trasladado lejos, a Bizancio. Sólo entonces surgió la libertad necesaria. La idea de que llegó a ser tan eficaz porque aquí estaba la sede del gobierno me parece que es confundir los términos. Durante los tres primeros siglos, llevar una vida cristiana en Roma era la forma más segura de exponerse al martirio. Esto confirió al pontificado un carácter «martirológico». Sólo cuando el Imperio se traslada a Oriente, el vacío de poder propicia en Italia esa forma de independencia eclesiástica que no subordinaba directamente al Papa al poder político. Más tarde surgió de aquí el Estado Pontificio, que trajo consigo muchas e infaustas confusiones y que se perdió finalmente en 1870, gracias a Dios, hemos de decir hoy.
Su lugar lo ocupó la creación de un mini-estado, cuya única función es garantizar al Papa la libertad para ejercer su misión. Podríamos preguntarnos si es posible simplificarlo aún más.
Muchas otras cuestiones que usted ha mencionado son variables. Por ejemplo, no todas las casas matrices deberían estar en Roma. Y el número de encíclicas que desea escribir el Papa, la frecuencia con la que quiere hablar, son cuestiones coyunturales que dependen asimismo del temperamento de cada pontífice. A pesar de todo, subsiste la pregunta de si no sigue siendo todavía excesivo. Los contactos masivos que le impone la unión con la Iglesia mundial; las decisiones que hay que tomar; y al mismo tiempo la necesidad de no perder la propia situación contemplativa, de estar enraizado en la oración: todo esto constituye, de por sí, un gran dilema.
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¿Pero no existen hoy corrientes completamente nuevas?
Se investiga hasta qué punto puede remediarse mediante la descentralización. El mismo Papa, en su encíclica sobre el ecumenismo, ha solicitado propuestas sobre sus posibles aplicaciones al pontificado. Aquí existen ya distintas voces. Quinn, el arzobispo jubilado de San Francisco, por ejemplo, ha planteado con mucha fuerza la problemática de la descentralización. Yo, desde luego, considero las visitas ad limina de las conferencias episcopales a Roma algo muy importante para propiciar el contacto, el encuentro. Son necesarias para fortalecer la unidad interna de la Iglesia. Las cartas no consiguen compensar el encuentro personal. Hablarse, escucharse, verse y discutir entre sí es un proceso insustituible.
Por esta razón, yo diría que estas modalidades de encuentro personal, que el Papa actual ha desritualizado y concretado, serán siempre muy importantes. Precisamente también porque la unidad, la comprensión mutua - y concretamente a través de las problemáticas y los retos culturales-, son tan elementales que resulta casi imposible desarrollarlas sin contactos personales.
Hoy día, por consideraciones muy racionales, se hace cada vez más patente la necesidad de contar con un punto de referencia unitario como el que representa el Papa. También los protestantes abogan por la existencia de un portavoz de la cristiandad que simbolice la unidad. Y, con las transformaciones adecuadas, piensan algunos, podríamos llegar a un acuerdo.
Sea como fuere, tal como usted lo ha expresado vulgarmente, es una «tarea imposible» que casi no se puede soportar. Por otro lado es una labor necesaria, y que con la ayuda del Señor también puede ser vivida.
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Descentralización, ¿significa que también en la Iglesia católica habrá patriarcados?
Realmente cada vez me cuestiono más si ésta es la forma en que se deben organizar grandes unidades continentales -yo antes lo creía así-. Pues la raíz de esos patriarcados había sido precisamente la relación con sus respectivos lugares de origen apostólicos. El Concilio Vaticano II, por el contrario, concretó y definió las conferencias episcopales como unidades suprarregionales a las que se han añadido después unidades continentales.
Tanto Latinoamérica, como África y Asia, poseen ya comunidades episcopales con diferentes estructuras. Acaso sean éstas las posibilidades mejor adaptadas a la situación actual. En cualquier caso, han de ser estructuras de colaboración suprarregional, que no sean demasiado rígidas ni degeneren en burocracias desmesuradas o susceptibles de generar un poder funcionarial. Pero indudablemente esas agrupaciones suprarregionales, que después pueden asumir también tareas de Roma, son necesarias.
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¿Imagina usted que un día el Papa sea reconocido de nuevo por la Iglesia protestante, la ortodoxa o la anglicana?
Existe un diálogo teológico formal con los ortodoxos, aunque nadie se ha atrevido hasta ahora a abordar este punto candente. Por una parte, el primado del Papa no es del todo ajeno a la tradición ortodoxa, porque Roma siempre ha sido reconocida como la primera sede. Pero por otra, ésta se opone a su estructura de autocefalias (unidades eclesiásticas autónomas), de manera que muchas sensibilidades históricas se oponen al reconocimiento y lo dificultarán. Quizás haya ámbitos aislados donde sea menos complicado. No debemos confiar en éxitos rápidos, pero hay que luchar por ellos.
En su respuesta a la encíclica del Papa sobre ecumenismo, los anglicanos han desarrollado una visión para entender el papado que supone un paso hacia Roma. Además, está el diálogo sobre «Authority in the Church», que tiene como trasfondo esta cuestión. También aquí se dan acercamientos, aunque el origen histórico del anglicanismo obstaculiza el camino. Ya se verá.
El protestantismo es muy heterogéneo. Por un lado están las Iglesias protestantes tradicionales -luterana reformada, metodista, presbiteriana, etcétera-, que en numerosas zonas del mundo se encuentran sumidas en una crisis. Se observa un desplazamiento del peso del protestantismo de las Iglesias históricas clásicas a las evangélicas, a las pentecostales, a los movimientos fundamentalistas en los que aparece una revitalización de la fe protestante y una cierta refundición de los pesos históricos. Los evangélicos y los fundamentalistas han sido siempre los enemigos clásicos del papado. Pero hay cambios asombrosos, porque comprenden que en realidad el Papa es la roca, y representa claramente ante todo el mundo aquello que también ellos profesan enfrentándose a los modernos intentos de aguar el cristianismo. Así, en cierto sentido consideran al Papa un aliado, a pesar de que siguen manteniendo sus antiguas reservas. Es decir, que el panorama es muy dinámico. Debemos esperar con confianza, pero también armarnos de paciencia.
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Tomado de “Dios y el mundo. Una conversación con Peter Seewald”, de Joseph Ratzinger.
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