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Hacia la fiesta del Arcángel San Miguel, un día en que había de comulgar, meditaba sobre el ministerio tan liberal que los demás Espíritus bienaventurados ejercían para con ella, aunque muy indigna, por la divina magnificencia, y deseando pagarles sus servicios, ofreció al Señor el vivífico Sacramento de su Cuerpo y Sangre, diciendo: “A honra de tan excelsos Príncipes tuyos te ofrezco, Señor amantísimo, este soberano Sacramento en alabanza eterna tuya, y aumento de alegría, gloria y bienaventuranza de ellos. Atrajo e incorporó aquí el Señor con su divinidad, por un modo inefable y maravilloso, el Sacramento que le había sido ofrecido y comunicó de él a los Espíritus Angélicos gustos tan superiores a cuanto se puede ponderar, que aunque hasta entonces hubieran carecido de todo género de bienaventuranza, parecerían gozarse sobrado abundantemente con esto y nadar a sus anchas en un mar de delicias. Acuden a ella los Santos Ángeles por sus órdenes y jerarquías, y doblando con gran reverencia las rodillas decían: “Verdaderamente nos has honrado muy mucho con este sacrificio, y con razón, dado que cuidamos de ti con particular amor”. El coro de los Ángeles decía: “Nosotros estamos en vela día y noche solícitos en guardarte con inefable contento, y no permitimos se menoscabe en ti cosa que te pueda decentemente adornar para recibir a tu Esposo”.
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Dando entonces ella devotas gracias por este servicio a Dios y a los mismos Espíritus bienaventurados, deseaba además reconocer entre los otros, al Santo Ángel que el Señor le había señalado por custodio. Y apareció al punto como un esclarecido Príncipe, engalanado con tan maravillosas vestiduras o aderezos, que no hay semejanza alguna de cosas visibles con que se pueda comparar, y estaba en pie detrás entre Dios y el alma; y estrechando con suma reverencia y delicadísimo afecto, con un brazo al Señor y con otro al alma, dijo: “Con el atrevimiento que me da la acostumbrada familiaridad con que a menudo inclino a Dios Esposo hacia esta alma y la levanto a ella hacia Él en un espiritual transporte, oso acercarme más ahora”. Le ofreció entonces ésta algunas oracioncillas particulares que había rezado en su honor. Acéptalas él con grandísimo gozo y las ofrece en figura de graciosísimas rosas a la Trinidad digna de ser siempre venerada. Saludando después los Ángeles al alma le decían: “Oh egregia Esposa de Cristo, con familiarísimo cariño procuramos manifestarte a menudo todos los arcanos de los secretos divinos que vemos en el espejo de la Santísima Trinidad, y juzgamos serte más provechosos según tu capacidad”. La Virtudes decían: “Nosotros te servimos devotamente en todo lo que haces para procurar la alabanza y gloria de tu Señor y nuestro, ora sea meditando, ora escribiendo, ora también hablando; y en cualesquiera de estas cosas te movemos e incitamos siempre leales para que tus obras sean perfectas”.
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Las Dominaciones le afirmaban: “Supuesto que la honra del Rey ama el juicio, y el amor violento se va a rienda suelta tras lo que ama sin razón que le enfrene, siempre que el Señor Rey de la gloria desea recrearse en el aposento de tu alma muy despacio, y ésta a su vez con impulso de amor va tras él, nosotros reverenciamos entre tanto por ti a su grandeza, para que no falte nada del honor que se debe a tan soberana majestad”. Los principados exclamaban: “Nosotros procuraremos con todo empeño presentarte al Señor Rey de los reyes, engalanada con todo el real aparato de las virtudes, y vistosa a sus divinos ojos, conforme al gusto y contento de su corazón”.
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Las Potestades decían: “Como sabemos que estás estrechamente unida a tu amado con amorosos lazos, nosotros sin descuidarnos un punto, procuramos quitar todos los estorbos así interiores como exteriores que pudieran perturbar vuestros regalados coloquios, que alegran también a toda la Corte celestial, y colman de bendiciones a la Iglesia. Porque más puede alcanzar de Dios una alma enamorada, que millares de ella sin amor”. Dio entonces gracias muy devotas el alma a todos aquellos bienaventurados Espíritus y también a Dios nuestro Señor, por estos favores y por muchos otros que estaría dispuesto a hacernos, si no le estorbara la flaqueza de la poquedad humana. Debemos por ende con razón encomendar todas las cosas a la divina Providencia, dado que a solos sus ojos están patentes todas ellas.
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Fuente: “Embajador del Amor Divino”,
Revelaciones de Santa Gertrudis
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