lunes, 8 de septiembre de 2008

María, Casa de Oro

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SANTA-ANA

Santa Ana y la Virgen Niña

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¿Por qué llamamos a María “casa”? ¿Y por qué la llamamos “de oro”? El oro es el más hermoso y el más valioso de todos los metales. También la plata, el cobre y el acero pueden ser, a su manera, agradables a la vista; pero nada hay tan rico ni tan magnífico como el oro. Pocas son las ocasiones que tenemos de verlo en gran cantidad; pero quienquiera que haya visto un buen número de relucientes monedas de oro sabe bien qué cosa tan magnífica de ver es el oro. Por eso en la Escritura se llama la ciudad santa, en lenguaje figurado, dorada. La ciudad – dice San Juan – era de oro puro, parecido a vidrio transparente. Con lo cual, seguramente, quiere darnos una idea de la maravillosa belleza del cielo, comparándolo con lo que hay de más hermoso entre las cosas que podemos ver en la tierra.

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Por eso también decimos que María es de oro: porque sus gracias, sus virtudes, su inocencia, su pureza son de un brillo tan trascendente y de una perfección tan deslumbrante, tan valiosa y tan exquisita, que los ángeles no pueden, por así decirlo, dejar de mirarla, de la misma manera que nosotros no podemos dejar de mirar una obra maestra en oro.

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Pero fijémonos más: María es una casa de oro, o, mejor dicho, un palacio de oro. Imaginémonos un palacio todo de oro o una gran iglesia hecha toda ella de oro, desde los cimientos hasta el techo. Pues por la cantidad, la variedad y la amplitud de sus dones espirituales, así es María.

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¿Pero por qué la llamamos casa o palacio? ¿Y palacio de quién? María es la casa y el palacio del Gran Rey, del mismo Dios. Nuestro Señor, el Hijo de Dios e igual a Él, moró en ella. Fue su Huésped; mejor dicho, más que un huésped, pues el huésped entra en la casa y luego se va. Pero Nuestro Señor nació realmente en esa santa casa. Tomó su Carne y su Sangre de esa casa, de esa carne, de las venas de María. Con razón, pues, esa casa estaba hecha de oro fino, porque iba a dar ese oro para formar el Cuerpo del Hijo de Dios. María fue de oro en su concepción y de oro en su nacimiento.

Pasó por el fuego del sufrimiento como el oro por el crisol, y cuando ascendió a los Cielos, era, como canta nuestro himno1,


superior a todos los ángeles

y de una gloria inexpresable

de pie junto al Rey

y vestida de oro.


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John Henry Newman, “Meditaciones sobre las Letanías”

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1 Ese himno, que comienza con las palabras “Hail, Mother, most pure” fue compuesto por E. Caswall, y estaba en el Libro de los Cantos que utilizaban por aquel entonces, en el Oratorio.


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