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“Bien veía [el Papa Pacelli] el obstáculo que para la paz constituía el régimen nazi. Pero esperaba que la propia Alemania conseguiría triunfar del régimen, y que un día u otro la ideología que lo sostenía llegaría a su “crepúsculo o a su caída vertiginosa”. Así, a pesar de las instancias que le fueron dirigidas, Pío XII no llegó nunca a proclamar la cruzada contra el nazismo. Demasiado sabía que dando satisfacción a unos habría exasperado las pasiones, aumentado mucho los sufrimientos y hecho imposible el ministerio al que creía que las circunstancias le obligaban a dar prioridad en sus preocupaciones, el del vicario del Príncipe de la Paz” (La Santa Sede y la guerra en Europa, marzo de 1939-agosto de 1940, t. I de las Actas y Documentos de la Santa Sede).
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Para él, el nazismo era un sistema de pensamiento que “humanizaba lo divino y divinizaba lo humano”, como le decía a Alfieri cuando le presentó las cartas credenciales el 7 de diciembre de 1939. Predecía su caída en términos sin equívoco: “Cada uno de esos errores tiene su tiempo, el tiempo de su expansión y el tiempo de su declive. Su mediodía y su crepúsculo o su caída vertiginosa”. Pero según él concebía, “el Soberano Pontífice debía permanecer por encima de la pelea, pues, una vez más, quiere ser y es el Padre de todos”.
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En una nota de Mons. Montini referente a estos acontecimientos, se encontró esta anotación de Pío XII, que dice mucho sobre lo que verdaderamente pensaba: “Deberíamos decir palabras de fuego contra cosas semejantes”.
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“El Papa debe hablar como Papa”. De esta línea de conducta jamás se apartará. Lo cual no le impedía considerar lo peor. “Hitler podrá arrestarme. Tendrá entre sus manos al cardenal Pacelli y no al Papa”. La entrada de Rusia en la guerra no modificará para nada su actitud. Ya no será más cuestión de cruzada contra el bolchevismo que de cruzada contra el nazismo.
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Entre 1939 y 1944 Pío XII no cesa de intercambiar con los obispos alemanes una correspondencia que durará hasta el último año de la guerra. De las 124 cartas llamadas autógrafas, es decir, personales, 103 están escritas en lengua alemana, las otras están en latín pues eran dirigidas bien a la Conferencia Episcopal de Fulda, bien a la de Baviera. El Papa escribe 18 veces a Mons. Von Preysing, obispo de Berlín, que había sido jurista antes de entrar en el seminario; 12 veces al cardenal Bertram, presidente de la Conferencia Alemana; 11 veces al cardenal Faulhaber, arzobispo de Munich.
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La mayor parte de estas cartas, dadas las circunstancias no fueron nunca hechas públicas, otras han desaparecido en los saqueos, en bombardeos, o simplemente fueron destruidas por sus destinatarios por temor a los registros. “Correcciones hechas de propia mano por el Papa muestran la importancia que atribuía a esta correspondencia. Lo que es seguro es que estas letras rompían el aislamiento del episcopado alemán y también el de los católicos a quienes no llegaban, por causa de la censura, las declaraciones papales”.
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En cambio, Pío XII alentaba a los obispos a que hablaran “con valor y con claridad”. “La guerra actual – escribe el Soberano Pontífice al obispo de Wurtzburgo, Mons. Ehrenfried – ha puesto a la Santa Sede en una situación increíblemente difícil, en la que una multitud de problemas políticos y religiosos se entrelazan y se entrecruzan unos con otros, de manera cada vez más compleja y que el profano apenas puede distinguir […]. Allí donde el Papa querría gritar fuerte y alto le son impuestos, por desgracia, la expectativa y el silencio; allí donde querría actuar y ayudar, se imponen la paciencia y la espera”.
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Y a Von Preysing, cuya línea de conducta más valerosa, más audaz que la de Bertram, no cesará de aprobar, al menos en principio: “el Vicario de Cristo debe seguir un sendero estrecho para encontrar entre las exigencias contradictorias de su carga pastoral el justo equilibrio, cada vez más embrollado y erizado de espinas”. Y a Mons. Frings le expresa la ambigüedad de su situación: “con frecuencia es doloroso y difícil decidir lo que la situación exige: una reserva y un silencio prudentes o al contrario una palabra franca y una acción rigurosa”.
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Cuando Faulhaber le pide que cuide su salud, Pío XII responde en una carta, el 15 de agosto de 1943: “Si alguien no tiene, no debe tener, tiempo para el cansancio, es aquel a quien el Divino Princeps Pastorum ha entregado el peso de la responsabilidad de su rebaño esparcido por el mundo entero”.
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En mayo de 1941 se extiende un rumor en el Vaticano. Se trata de un proyecto de secuestrar al Papa y de un contraproyecto italiano para aislar al Vaticano. Pío XII se niega a ceder ante las instancias de quienes le aconsejan que se marche. Un día el Papa recibe una extraña visita, la de un oficial alemán de alto grado, el general Wolf, con el que conversa a solas. Bajo sello de secreto, éste viene a advertirle que Hitler está pensando en deportarlo. A Dino Alfieri, en audiencia de despedida (acaba de ser nombrado para Berlín), Pío XII le declara: "tampoco Nos tememos ir a un campo de concentración".
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(de “Pío XII. El Papa Rey”, Robert Serrou, ediciones Palabra; passim).
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